El pueblo judío en la historia

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Muerto Abrahán, su hijo Isaac recibió del propio Yahvé las promesas hechas a su padre:

«Yahvé se le apareció y le dijo: “No bajes a Egipto. Quédate en la tierra que yo te indique. Reside en esta tierra, y yo te asistiré y bendeciré; porque a ti y a tu descendencia he de dar todas estas tierras, y mantendré el juramento que hice a tu padre Abrahán.»

Isaac continuó la vida nómada de su padre. De su unión con Rebeca, esposa y pariente, nacieron Esaú y Jacob. Cuenta uno de los relatos bíblicos más sorprendentes que Jacob, no siendo el mayor, compró a su hermano el derecho de primogenitura por un pan y un guiso de lentejas y engañando a su padre recibió de él la bendición que concedió poco antes de morir. Además de beneficios temporales, gloria de la primogenitura era el señorío sobre pueblos y naciones, que pasó a fecundar la descendencia primogénita de los israelitas, estirpe de Jacob, y no la de los edomitas, sangre de Esaú. Y es que Esaú se había casado con mujeres hititas «que fueron causa de amargura para Isaac y Rebeca». Derramando su bendición sobre Jacob, así habló Isaac a quien creía Esaú:

«Es el aroma de mi hijo como el aroma de un campo que ha bendecido Yahvé. ¡Pues que Dios te dé el rocío del cielo y la grosura de la tierra, cantidad de trigo y mosto! Sírvante pueblos, adórente naciones, sé señor de tus hermanos y adórente los hijos de tu madre. ¡Quien te maldijere, maldito sea, y quien te bendijere, sea bendito!»

Aconsejado por su madre y escapando de las iras de su hermano, Jacob emprendió la huida a Jarán, en la Alta Mesopotamia, recorriendo de vuelta el camino andado por Abrahán. Antes de marchar, Rebeca aconsejó a su hijo no unirse con las mujeres cananeas que encontrara de camino, sino con alguna de las hijas de Labán, hermano de ella asentado en tierra mesopotámica. Para asegurarse, Rebeca comentó el asunto a su marido Isaac, que insistió:

«Llamó, pues, Isaac a Jacob, lo bendijo y le dio esta orden: “No tomes mujer de las hijas de Canaán. Levántate y ve a Padán Aram, a casa de Betuel, padre de tu madre, y toma allí mujer de entre las hijas de Labán, hermano de tu madre.»

De camino a Jarán y en sueños, Jacob escuchó unas palabras de Dios. La respuesta sincera e interesada de Jacob a la ayuda divina se concretó en un voto y en un compromiso de fidelidad. Llegado a Jarán y tras años de servicio en casa de su tío Labán, este engañó al sobrino, que casó con su prima Lía, la mayor de las hermanas. Nuevos años de trabajo fueron necesarios para obtener de Labán, por fin, la mano de su hija Raquel, la mujer verdaderamente amada. Pero la infertilidad inicial de Raquel y la posterior de Lía llevaron a Jacob a unirse también a las esclavas de sus esposas. Así, de cuatro mujeres distintas Jacob tuvo una hija y doce hijos, cabezas de otras tantas tribus. De su primera esposa, Lía, nacieron Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón y una hija, Dina; Bilhá, esclava de Raquel, concibió a Dan y a Neftalí; Zilpá, esclava de Lía, engendró a Gad y a Aser; y de su enlace con Raquel, la más amada, Jacob tuvo a José y a Benjamín.

El Génesis cuenta la lucha nocturna que enfrentó a Jacob con un hombre misterioso, quizá espiritual, que finalmente le bendijo. Del diálogo entre ambos contrincantes, interpretado a veces como una batalla interior y otras como imagen de la eficacia de la oración, surgió por vez primera el nombre de Israel:

«Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo: “Suéltame, que ha rayado el alba.” Jacob respondió: “No te suelto hasta que no me hayas bendecido.” Dijo el otro: “¿Cuál es tu nombre?” ―“Jacob.”― “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido.” Jacob le preguntó: “Dime por favor tu nombre.” ―“¿Para qué preguntas por mi nombre?” Y le bendijo allí mismo.

«Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): “He visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva.” El sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo, por haber sido tocado Jacob en la articulación femoral, en el nervio ciático.»

Reconciliado por fin con su hermano, Jacob se separó de Esaú y marchó con su familia y su ganado al enclave cananeo de Siquén. Como hizo Abrahán, también Jacob compró tierra, «la parcela de campo donde había desplegado su tienda, erigió allí un altar y lo llamó de ‘El’, Dios de Israel». No mucho tiempo después, un grave incidente ―la violación de una hija de Jacob por el hijo del señor local― y sus consecuencias forzaron al clan del patriarca a salir del territorio. El suceso enfureció a los hermanos de la víctima, que asesinaron a muchos habitantes de la ciudad, haciendo insostenible la situación. Con sus hijos y propiedades Jacob se encaminó entonces hacia Betel donde, nuevamente, recibió de Yahvé las promesas hechas a sus antepasados y fue confirmado con el nombre de «Israel»:

«Díjole Dios: “Tu nombre es Jacob, pero ya no te llamarás Jacob, sino que tu nombre será Israel.” Y le llamó Israel. Díjole Dios: “Yo soy El Sadday. Sé fecundo y multiplícate. Un pueblo, una multitud de pueblos tomará origen de ti y saldrán reyes de tus entrañas. La tierra que di a Abrahán e Isaac, te la doy a ti y a tu descendencia.” Y Dios subió de su lado.»

De momento, esa gran descendencia estaba sólo en sus comienzos y la tierra siguió siendo una promesa. La vida, nómada, transcurrió de un lugar a otro de la región suroriental del territorio cananeo, cada vez más familiar para el clan. En Mambré, en la propia Hebrón, Jacob encontró a su anciano padre Isaac, que pronto murió y fue enterrado por sus hijos Jacob y Esaú. Los dos hermanos siguieron rutas distintas: Esaú se estableció en Seír con sus mujeres cananeas y el resto de su familia, y sus hijos y los hijos de éstos se extendieron progresivamente por Edom (Idumea); Jacob, sin embargo, «se estableció en el que fue país residencial de su padre, Canaán».

A partir de este momento, el Génesis se extiende narrando la historia de José. La predilección de Jacob por su hijo José despertó recelos entre los demás hermanos, que terminaron vendiéndole a unos mercaderes. Después hicieron creer al padre que José había muerto, atacado por un animal. Pero José fue de nuevo vendido en Egipto, donde no sin problemas por ser honrado consiguió prosperar, hasta convertirse en primer ministro del faraón. Se sucedieron al principio años de abundantes cosechas, tras los que llegaron tiempos de gran escasez para Egipto y extensas zonas de Oriente Próximo. Gracias a la prudencia de José y a diferencia de otras regiones, Egipto tenía reservas de grano. Por eso Jacob envió a sus hijos a Egipto para comprar provisiones y José, que les atendió directamente, sólo se dio a conocer a sus hermanos tras probar su honradez. Perdonada la afrenta, José expresó su deseo de tener cerca a su familia, logrando el favor del faraón.

«La cosa cayó bien al faraón y a sus siervos, y el faraón dijo a José: “Di a tus hermanos: Haced esto: Cargad vuestras acémilas y poneos inmediatamente en marcha hacia Canaán, tomad a vuestro padre y vuestras familias, y venid a mí, que yo os daré lo mejor de Egipto, y comeréis lo más pingüe del país. Por tu parte, ordénales: Haced esto: Tomad de Egipto carretas para vuestros pequeños y mujeres, y os traéis a vuestro padre. Y vosotros mismos no tengáis pena de vuestras cosas, que lo mejor de Egipto será para vosotros.»

Informado por sus hijos de la existencia de José y de su situación en Egipto, Jacob se emocionó y decidió verle. ¿Era buena decisión salir de Canaán con toda la familia y las pertenencias? Las posibles dudas de Jacob sobre la conveniencia del traslado desaparecieron tras conversar con Dios:

«Partió Israel con todas sus pertenencias y llegó a Berseba, donde hizo sacrificios al Dios de su padre Isaac. Y dijo Dios a Israel en visión nocturna: “¡Jacob, Jacob!” ―“Aquí estoy”, respondió. ―“Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas bajar a Egipto, porque allí te haré una gran nación. Bajaré contigo a Egipto y yo mismo te subiré también. José te cerrará los ojos.” Jacob partió de Berseba y los hijos de Israel montaron a su padre Jacob, así como a sus pequeños y mujeres, en las carretas que había mandado el faraón para transportarle.

«También tomaron sus ganados y la hacienda lograda en Canaán, y fueron a Egipto, Jacob y toda su descendencia con él. Sus hijos y nietos, sus hijas y nietas: a toda su descendencia se la llevó consigo a Egipto.»

La llegada de Jacob y su linaje a Egipto, fechada en el siglo XVII a.C., constituye una de las primeras migraciones semitas al país de los faraones. Por entonces el norte de Egipto estaba controlado por los hicsos, pueblo identificado con los amalecitas por los investigadores Velikovsky y Courville, que pudo verse forzado a marchar de sus tierras desde la expansión hitita por la Alta Siria. Tras su entrada en Egipto ―aún se discute si hubo invasión o colonización progresiva― los hicsos consiguieron dominar la zona septentrional de un país que, en ese momento, atravesaba una crisis de poder. Gracias a ello fundaron sucesivamente las dinastías faraónicas XV y XVI e implantaron desde su capital en Menfis cambios sociales, políticos y culturales. En el sur de Egipto, mientras, el gobierno se ejercía a duras penas desde Tebas (se cree que la dinastía XVII tebana coexistió con la XVI de los hicsos) que pagaba tributos al norte a la espera de reunir fuerzas suficientes para expulsar a los extranjeros. Poco más de un siglo tardaron en conseguirlo, dando comienzo entonces el Imperio Nuevo.

Por lo que respecta al relato de José, algunos autores han negado su valor histórico y, por tanto, su relación con la llegada de los israelitas a Egipto. Pero no interesa detenernos en un tema que repiten sin pruebas fehacientes ciertos artículos y obras de las últimas décadas (caso, por ejemplo, de los escritos del afamado profesor italiano Jan Alberto Soggin) sino reconstruir a grandes trazos la «memoria» del pueblo judío. Y en esa «memoria» ocupa un lugar la historia de José. Siguiendo, pues, el relato de José incluido en el Génesis, tras años de estancia de Jacob en Egipto («diecisiete años, siendo los días de Jacob, los años de su vida, ciento cuarenta y siete años»), antes de morir comunicó a su hijo José sus deseos sobre el lugar de su propio enterramiento:

 

«Cuando los días de Israel tocaron a su fin, llamó a su hijo José y le dijo: “Si he hallado gracia a tus ojos, pon tu mano debajo de mi muslo y hazme este favor y lealtad: No me sepultes en Egipto. Cuando yo me acueste con mis padres, me llevarás de Egipto y me sepultarás en el sepulcro de ellos.” Respondió: “Yo haré según tu palabra.” ―“Júramelo”, dijo. Y José se lo juró. Entonces Israel se inclinó sobre la cabecera de su lecho.»

Cercano ya su fallecimiento el Patriarca adoptó y bendijo a Manasés y a Efraín, hijos de José, anteponiendo el menor al mayor. Después Jacob bendijo a sus hijos, augurando a algunos malos presagios. La alabanza que dedica a Judá predice un porvenir especial:

«A ti, Judá, te alaben tus hermanos; tu mano en la cerviz de tus enemigos: ¡inclínense ante ti los hijos de tu padre! Cachorro de león, Judá; de la caza, hijo mío, vuelves; se agacha, se echa cual león o cual leona, ¿quién le va a desafiar? No se irá cetro de mano de Judá, bastón de mando de entre sus piernas, hasta que venga el que le pertenece, y al que harán homenaje los pueblos. El que ata a la vid su borrico y a la cepa el pollino de su asna; el que lava en vino su túnica y en sangre de uvas su sayo; el de ojos rubicundos por el vino, y blanquean sus dientes más que leche.»

Terminadas las bendiciones Jacob insistió a sus hijos en su deseo de ser enterrado en Canaán, y así ocurrió a su muerte. La vida siguió en Egipto para la familia. José aseguró el bienestar futuro de sus hermanos y sobrinos, y pudo conocer a parte de su descendencia. Antes de morir José garantizó a sus hermanos la vuelta al país de sus padres y les pidió que, llegado el momento, trasladaran allí su cadáver.

El mencionado historiador Siegfried Herrmann ofrece una visión de conjunto de los capítulos del Génesis que relacionan genealogías patriarcales con lugares. Aun reconociendo que «no se debe exagerar esta visión de conjunto», Herrmann admite la objetividad de esos datos:

«De este sistema hay que decir lo mismo que del catálogo de los pueblos. Se presupone que se tiene a la vista un amplio panorama, es el conocimiento de esas ramificadas interrelaciones etnográficas. La transferencia del sistema genealógico a un contexto histórico no es posible con absoluta exactitud, pero el sistema en sí mismo difícilmente es un producto arbitrario. Está claro que los “semitas”, clasificados de ese modo por sus troncos paternos y maternos, vivían con la convicción de una comunidad de destino y tal vez incluso étnica en un sentido amplio; está claro que se consideraban portadores de una virtualidad histórica independiente.

«Es inevitable preguntarse a qué otro sistema de amplias proporciones históricamente verificable se puede asimilar este sistema genealógico. La mejor solución que se nos ofrece es la propagación muy dispersa, pero de una característica fuerza de choque de las tribus “aramaicas” hacia el final del segundo milenio precristiano. Esta solución tiene la ventaja de abarcar convincentemente las genealogías del Génesis y reducirlas, como unidad de tradición, a un periodo relativamente limitado. La “época de los patriarcas” (The patriarchal age) no es una época de prolija duración en una vasta región, cuyo inicio y fin se pierdan en la oscuridad o que debiera explicarse sobre la base de hipotéticos viajes de caravanas. Se trata de un período que se puede abarcar perfectamente en toda su extensión dentro de un marco étnicamente limitado, cuyas dimensiones geográficas son sin duda de cierta amplitud, pero limitadas en definitiva al flanco occidental del “fértil creciente”.»

La estancia de las tribus de Jacob en Egipto fue muy larga, cuatrocientos treinta años según la Biblia. La mayoría de los historiadores calcula que se prolongó, aproximadamente, desde fines del siglo XVII a.C. o principios del XVI a.C. hasta finales del XIII a.C. El historiador Edmund Schopen, por ejemplo, piensa que el Éxodo, la huída hacia la península del Sinaí, tuvo lugar en la primera mitad del siglo XIII a.C. y que, por tanto, la presencia en Egipto de lo que él llama «Casa de José» debió durar «por lo menos unos tres siglos en números redondos».

Si las primeras décadas de los israelitas en tierra egipcia habían dependido de la política de los hicsos, pronto dejó de ser así. Al mando del faraón Amosis I ―fundador de la dinastía XVIII y del Imperio Nuevo― los egipcios recuperaron el control de sus territorios y expulsaron a los invasores hicsos. Desde ese momento la situación cambió y los buenos tiempos quedaron atrás. Los israelitas, concentrados en el delta del Nilo, fueron esclavizados por los egipcios, como ocurrió a otros extranjeros y grupos nómadas. Muchos más de los que llegaron gracias a su fecundidad, los israelitas empezaron a ser considerados tan peligrosos para la seguridad del imperio como sus antiguos protectores hicsos. Receloso de este crecimiento uno de los faraones egipcios recrudeció, como narra el Éxodo (1,8-14), el trato con los hebreos:

«Surgió en Egipto un nuevo rey, que no había conocido a José; y dijo a su pueblo: “Mirad, el pueblo de Israel es más numeroso y fuerte que nosotros. Actuemos sagazmente contra él para que no siga multiplicándose, no sea que en caso de guerra se alíe también él con nuestros enemigos, luche contra nosotros y se marche del país.”

«Entonces, les impusieron capataces para oprimirlos con duros trabajos; y así edificaron para el faraón las ciudades de depósito: Pitom y Ramsés. Pero cuanto más los oprimían, tanto más se multiplicaban y crecían, de modo que los egipcios llegaron a temer a los israelitas. Los egipcios esclavizaron brutalmente a los israelitas, y les amargaron la vida con dura servidumbre, con los trabajos del barro, de los ladrillos, del campo y con toda clase de servidumbre. Los esclavizaron brutalmente.»

Tras fracasar en su propósito de convertir a las comadronas en asesinas de niños israelitas, el faraón extendió a sus súbditos una orden contra los israelitas: «A todo niño recién nacido arrojadlo al río; pero a las niñas, dejadlas con vida». ¿Quién fue este faraón? La respuesta no es segura. Contrastando datos de diversas fuentes, y aunque sólo la Biblia menciona los hechos que aquí se relatan, sabemos que perteneció a la dinastía XIX. Pudo ser Setis I. Sin embargo, la referencia del Éxodo a las ciudades de Pitom y Ramsés lleva a pensar que se trata de Ramsés II (1290-1224 a.C.), uno de los grandes constructores egipcios. Alguien, desde luego, tuvo que mover las muchas y grandes piedras necesarias para hacer realidad los fastuosos deseos faraónicos. Porque junto a las ciudades mencionadas fueron también iniciativa de Ramsés II, entre otras obras, el templo rupestre de Abu Simbel, la terminación del templo de Karnak, el Rameseum y el templo de Luxor.

En este contexto histórico fue engendrado de miembros de la tribu de Leví un niño que llegó a convertirse en hombre clave en la historia de Israel. Al poco de nacer la predilección divina se reflejaba ya en su nombre: Moisés, que significa «hijo» en egipcio, se llamaba así por haber sido salvado de las aguas tras ser arrojado al Nilo por la orden del faraón. Pero recogido por la hija de éste y criado por su madre natural, Moisés recibió una educación egipcia. Ello no le separó de su familia y «un día, cuando Moisés ya era mayor, fue adonde estaban sus hermanos, y vio sus duros trabajos; vio también cómo un egipcio golpeaba a un hebreo, a uno de sus hermanos». Tras asesinar al egipcio por su trato al hebreo (ibri, «persona dependiente» e incluso «extranjero», en ese contexto bíblico) Moisés trató de librarse de las iras del faraón escapando a otra tierra que le sirviera de refugio.

El Éxodo prologa la que sería una nueva etapa en la historia del pueblo israelita con las siguientes palabras:

«Durante este largo período murió el rey de Egipto. Como los israelitas gemían y se quejaban de su servidumbre, el clamor de su servidumbre subió a Dios. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios se fijó en los israelitas y reconoció...»

A partir de entonces Moisés aparece como el elegido por Yahvé para sentar las bases del judaísmo y hacer de Israel una comunidad nacional, una sociedad políticamente organizada que, como tal, emprenda la búsqueda de un territorio definitivo donde asentarse. En su primer encuentro Yahvé revela a Moisés su misión. Libertador, guía y profeta, de Moisés nos hablan el Éxodo, el Levítico, el libro de los Números y el Deuteronomio. En ellos se le presenta como un hombre a veces vacilante y con otros defectos, pero deseoso de cumplir la voluntad de Yahvé. Y como el favor divino era para los israelitas, los egipcios sufrieron una serie de castigos en forma de plagas; el último, según el Éxodo, la muerte de todos los primogénitos egipcios. Entonces el faraón dijo a Moisés y a su hermano Aarón: «Levantaos, salid de en medio de mi pueblo, tanto vosotros como los israelitas, e id a dar culto a Yahvé, como habéis dicho. Tomad también vuestros rebaños y vuestras vacas, como habéis pedido, y marchad. Saludadme.»

La salida de Egipto de los israelitas se fecha en tiempos del faraón Merneptah (1224-1204 a.C.), hijo de Ramsés II. Judíos y cristianos interpretan que esa liberación de la esclavitud y del oprobio («Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, del lugar de esclavitud») ilustra una nueva relación entre el Todopoderoso y su pueblo. Antes de la salida de Egipto, como recuerdo vivo de su favor, Yahvé instituyó la Pascua, indicando con precisión el modo de vivirla. La ceremonia, de profundo significado teológico para el pueblo, será paradójicamente sacrificio y fiesta al mismo tiempo: «Este día será memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta a Yahvé; de generación en generación como ley perpetua, lo festejaréis.»

Aunque según el Éxodo los descendientes de Israel que partieron de Egipto fueron «unos seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños» ni las mujeres, algunos autores reducen la cifra a veinticinco mil personas. La marcha del pueblo por el desierto camino de Canaán y guiado por Moisés, con paradas sucesivas en el Sinaí, en Cades y en Moab constituye un período clave en su historia. En los montes del sur de la península del Sinaí, Yahvé y los israelitas sellaron una alianza que acompañó desde entonces al pueblo hebreo. Moisés se convirtió en intermediario ante Dios de las necesidades y peticiones de su gente, sufridora del cansancio, el hastío, el hambre, la sed y la dureza de la guerra. Por mediación de Moisés, Yahvé revela que, de obedecerle, su predilección por la descendencia de Israel les diferenciará de los demás pueblos como seña de identidad.

La libre aceptación por el pueblo de la propuesta de Yahvé es clave para entender la historia posterior. Aunque a veces se han dado criterios exclusivamente étnicos para definir lo «judío», la comprensión del pueblo en conjunto y de cada miembro en particular no puede marginar la relación con Yahvé como sello de identidad. El famoso historiador y politólogo francés Jean Touchard hablará, por ejemplo, de «pensamiento político judío», cuya «característica propia reside en la idea que el pueblo judío se hacía de su destino privilegiado. Es el pueblo de Dios, y su historia no admite comparación con las otras. Es un nacionalismo en cierto modo teológico.» Hay, pues, que entrar en el ámbito religioso para interpretar correctamente la historia del pueblo de Israel. La proyección hacia lo sobrenatural constituye parte activa de su ser. Ha estado siempre en su memoria colectiva, y debe tenerse en cuenta para comprender la actuación de las generaciones judías pasadas y actuales. Aunque sea por rechazo, afecta a su modo de vida.

La Alianza con Yahvé quedó sellada de camino a Canaán, donde Moisés recibió de Dios en el monte Horeb (Sinaí) las Tablas de la Ley, la Torá, la «Enseñanza», diez preceptos dirigidos a ordenar las relaciones entre la divinidad y los seres humanos y estos entre sí. Esa entrega a Moisés de una Ley como concreción de la voluntad divina es un hito fundamental en la historia israelita: ninguna autoridad supera la de Yahvé, de quien procede cualquier poder terreno. Conocer la Torá, sendero que todo israelita debe recorrer, es imprescindible por tanto para penetrar en la historia secular judía. Por proceder directamente de Yahvé y condensar la Alianza, los rabinos afirmarán su validez eterna.

 

El Éxodo recoge un segundo código legislativo (Ex 20,22-23,19) en el que Yahvé revela a Moisés disposiciones sobre el culto divino, destacando el monoteísmo como rasgo distintivo frente al politeísmo de los demás pueblos orientales: «No pongáis junto a mí dioses de plata ni dioses de oro; no os los fabriquéis». La renovación de la alianza (Ex 34,14-26), que hacen Yahvé y Moisés de nuevo en el Sinaí, vuelve a insistir en el monoteísmo: «No te postres ante un dios extraño, pues Yahvé se llama Celoso, es un Dios celoso». El Pentateuco, sin embargo, deja constancia de las repetidas veces en que el pueblo fue infiel a su promesa. Pero sus textos también confirman los continuos perdones de Yahvé.

Se piensa que cerca del oasis de Cades, en régimen seminómada, los israelitas vivieron su estancia más larga en el desierto. Durante este tiempo las tribus forjaron su identidad común, mientras se desarrolla el culto según las órdenes que Yahvé dio a Moisés, referencias constantes que reafirman una y otra vez el origen divino de las instituciones religiosas de Israel. Desde Cades y por disposición de Yahvé, Moisés envió a unos cuantos hombres a explorar Canaán. A su vuelta contaron al Patriarca las excelencias de aquella tierra, aunque la mayoría manifestó su temor, porque «el pueblo que habita en el país es poderoso; las ciudades, fortificadas y muy grandes [...]. El amalecita ocupa la región del Negueb; el hitita, el amorreo y el jebuseo ocupan la montaña; el cananeo, la orilla del mar y la ribera del Jordán.» Excepto Caleb y Josué, de las tribus de Judá y de Efraín respectivamente, los demás exploradores desconfiaron en la victoria y desacreditaron la tierra de Canaán ante el pueblo, que se rebeló contra Yahvé. La intercesión de Moisés ante Yahvé en favor de su gente, conversando de tú a Tú, muestra gran familiaridad entre ambos.

Yahvé castigó a la mayoría de los israelitas a morir antes de entrar en Canaán, pero gracias a la mediación del patriarca sí lo hicieron quienes creyeron en la promesa divina, así como toda la generación siguiente. Falta el contexto que ayude a explicar con claridad porqué ni Moisés ni Aarón entraron en la tierra prometida. Sin embargo sí se especifica su pecado y la consiguiente decisión de Dios: «Dijo Yahvé a Moisés y Aarón: “Por no haber confiado en mí y reconocido mi santidad ante los israelitas, os aseguro que no guiaréis a esta asamblea hasta la tierra que les he dado”.» Aarón fue el primero en morir y lo hizo en el monte Hor, en la frontera del país de Edom.

Aunque hubo intentos de entrar en la tierra prometida por el sur, finalmente los israelitas «partieron del monte Hor, camino del mar de Suf, rodeando el territorio de Edom» y de Moab. El propósito era entrar en Canaán desde Transjordania, su flanco oriental. Para conseguirlo hubo que luchar contra los amorreos, contra las gentes de Basán y contra los madianitas. Todos fueron derrotados. A pesar de ello, el contacto con pueblos de la zona influyó en los israelitas hasta el punto de que muchos fueron inducidos por las mujeres moabitas a dar culto a sus dioses, despertando según la Biblia la ira de Yahvé y mereciendo el consiguiente castigo.

Gracias a las victorias sobre los pueblos allí asentados, esa zona de Transjordania tan rica en pastos pudo repartirse entre las tribus de Rubén, Gad y varios miembros de la de Manasés. Todos, sin embargo, se comprometieron con Moisés a colaborar con el resto de las tribus en la conquista de la tierra prometida, para cumplir la voluntad de Yahvé. El Deuteronomio, redactado a modo de introducción a los libros que narran la vida de las tribus en Canaán, recoge solemnes discursos pronunciados por Moisés en Moab poco antes de entrar en la tierra prometida.

En ellos Moisés repasa la historia del pueblo desde la estancia en el Sinaí; anima a luchar para conseguir la posesión de Canaán; estimula al pueblo a cumplir la Ley; exhorta a ser fieles al pacto con Yahvé, el único Dios; enumera las normas que por voluntad divina ha recibido Israel; insiste en la conveniencia de observarlas e indica las bendiciones o maldiciones que el pueblo recibirá según su cumplimiento o no. El libro termina refiriendo los últimos momentos de la vida de Moisés: elección de Josué para que guíe al pueblo en su llegada a la tierra prometida, cántico de acción de gracias, bendición de las tribus y muerte del profeta.

A partir de ese momento, la entrada efectiva en Canaán se convirtió en aspiración común de las tribus de Israel, unidas antes por una alianza con Yahvé de la que parece olvidarse el teólogo protestante alemán Hans Joachim Kraus cuando escribe:

«En las historias de los patriarcas, migración y asentamientos son presentados como destinos de familias o de grandes familias unidas por lazos de parentesco, conscientes de pertenecer a agrupaciones más amplias, también fundadas en el parentesco: así, en las historias de los patriarcas aparecen Lot y Labán como pertenecientes a una tribu mayor. Pero de estos antiguos relatos se deduce que las familias o las gentes, por usar un término latino, se separaban ocasionalmente del complejo tribal, persiguiendo sus propias metas, sin olvidar, sin embargo, su pertenencia a este complejo más amplio.

«Por el contrario, las tribus no se formaron de un origen común, sino de la unión de diversas familias y gentes, unas y otras con destinos históricos comunes; el motivo de esta fusión puede haber sido una migración común, una ocupación de tierras o la necesidad de defenderse de fuerzas enemigas. La “emigración aramea” atrajo a numerosas familias y gentes que entraron a formar parte del gran movimiento de Oriente y Occidente. Donde se fundían grupos más numerosos se constituía una tribu. Así, las tribus de Israel debieron surgir a través de varias fases históricas en tiempos y lugares distintos, alejados el uno del otro».

Estas palabras, en cualquier caso, sirven también para iluminar el pasado: quizá las tribus se formaron de la unión de distintas familias y «gentes» y no existió un requisito de consanguinidad, pero sí la coincidencia en unos «destinos históricos comunes». Es cierto que Kraus no menciona la Alianza con Yahvé, aunque sí una «migración común». Y preguntamos nosotros: ¿pudo ser esta migración ―con independencia de su carácter violento o pacífico― otro episodio más de un «plan divino» concreto, según expresan los textos bíblicos?

Los libros Josué, Números y Jueces narran las vicisitudes que atraviesan las tribus en su esfuerzo por conquistar la tierra de la promesa. Josué, sucesor de Moisés, dirige hacia fines del siglo XIII a.C. la entrada en Canaán. El libro que lleva el nombre del nuevo guía describe los enfrentamientos entre los israelitas y los pueblos ―algunos enemigos entre sí― asentados en esa tierra. Israel asume la conquista del territorio cananeo como parte de un plan divino y Josué alimenta sin cansancio esa idea. Josué se presenta a su gente no sólo como elegido de Dios, sino también como un jefe guerrero y un excelente estratega que exhorta y convence, consiguiendo unir a todas las tribus contra el enemigo. Gracias a ello la tierra cananea quedó progresivamente en poder del pueblo israelita, que se repartió lo conquistado poco antes de morir Josué. Las tribus beneficiadas fueron, como era de esperar, las que no se habían establecido en la frontera oriental cananea y precisaban tierra para asentarse.