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[ VI ]

“Vamos a casarnos”. Así lo ha decidido declarándomelo con toda la condescendencia del mundo, con todo su capricho. Llamamos a Raffaella y le dijimos a voz en coro: “Ci sposiamo!” La noticia ha sido bastante bien aceptada. Tanto Luca como Raffaella nos han manifestado su apoyo y su alegría. No obstante, las objeciones existen. Al día siguiente, Jvanna vino a Reppia a visitarnos con el pretexto de traer un par de colchones nuevos para la casa. Llegó temprano por la mañana, muy alegre como de costumbre. Diez minutos después ya estaba interrogándonos –interrogándome– sobre la posibilidad de alargar mi estadía en Italia sin la desdicha de tener que unirme legalmente a su nieta. Me ofreció, incluso, la cifra de 3 000 euros para regresar al Perú, y luego volver a Italia en condiciones más favorables –con un permiso para trabajar, digamos–. Barajó un número de posibilidades ante mi situación. Explicó que no estaba en contra de nuestra unión civil, pero le hubiese gustado que tanto su adorable nieta, como yo, hubiésemos empezado nuestra vida matrimonial de otra forma; sin las burocracias que me impedían trabajar legalmente; Federica graduada ya de la universidad; en un contexto más tradicional, distinto, normal. Exactamente como nunca se presentan los contextos en la vida. Finalmente, desistió.

Erica se mostró muy entusiasmada por la noticia. Días después, ella y Fede coordinaron una salida en parejas. Fue hermoso regresar a Génova; las calles están llenas de mierda y de poesía. Guarda che la vita è un attimo. Domani vedrai le margherite dalla radice. Mira que la vida es un instante. Mañana verás las margaritas desde la raíz. Quedamos en de Ferrari. Fede y yo llegamos horas antes para ver la muestra Dagli impressionisti a Picasso que venía realizándose desde hacía unas semanas en el Palazzo Ducale. Las entradas fueron un regalito de Jvanna. En la sala primera, un cuadro ubicado en la esquina derecha –paralelo a la entrada principal– me sorprendió de forma distinta. Una de las mujeres retratadas tenía un brillo mágico en el rostro, como si una luz venida de no sé dónde le iluminara la piel y los dientes, como si la pintura de esos trazos estuviese dotada de luz. Fuimos caminando y perdiéndonos de cuadro en cuadro, de sala en sala.

Vi cómo una mujer alta y rubia tomaba notas frente a cada cuadro; pensé que era una muy buena idea para evitar que todos aquellos nombres se me rebalsasen de la mente una vez fuera. Pedí a Federica un papel y un lapicero y regresé al inicio para apuntar los nombres, los títulos y los años. Empecé: Testa di Arlechino-Picasso –1905–; Natura Morta-Juan Gris 1916–; Ragazza Che Legge-Picasso –1938–; Bagnante Seduta-Pierre Auguste Renoir –1903-1906–; Allegra Compagnia-Carolus-Duran –1870–; Autoritratto-Van Gogh –1887–; Autoritratto-Paul Gauguin –1893–; Giovane Uomo Col Capello-Amedeo Modigliani –1919–; Ritratto D’uomo-Amedeo Modigliani –1916–; Ritratto Femminile-Amedeo Modigliani –1917-1920–; Autoritratto-Otto Dix –1912–; Studio Per Dipinto Con Forma Bianca-Wassily Kandinsky –1913–; Girasoli-Emil Noble –1932–; Autoritratto-Max Beckmann –1945–; La Botiglia Di Anis Del Mono-Picasso –1915–.

Al salir, compramos un par de Morettis en el paki de Salita Pollaiuoli y fuimos lentamente caminando por los vicoli hasta llegar al viejo departamento de Federica en via San Bernardo. “Cuando regreso a los lugares en los que he vivido me vienen siempre ganas de llorar”, me dijo. El edificio es viejo, viejísimo, como una persona decrépita, y tiene incrustada una placa de mármol en la parte alta que dice:

LA CROCE VERDE GENOVESE

PRIMA ASSOCIAZIONE DI P.A.

IN GENOVA

EBBE VITA NEL 1899

IN QUESTA CASA

OSPITE DELLA SOCIETA DI M.S.

FUOCHISTI MARITTIMI ITALIANI

MCMXXIV

Nos detuvimos un momento a observar el edificio. Un graffito al lado izquierdo del portón decía: Apri il tuo culo e ti si aprirà la mente. Ya a las ocho de la noche nos juntamos los cuatro en de Ferrari. Luego de las pizzas y las cervezas en Le tre caravelle, nos metimos nuevamente en las callecitas del centro. Los bares y pubs estallaban de mocosos borrachos que salían a fumar en el viento helado de la noche. Debían tener entre 17 y 20 años. Horas después, todo se terminaba y los vicoli iban despoblándose, convirtiéndose lentamente en un enorme laberinto de vasos plásticos, botellas y caca de perro. Despedimos a los amigos de Fede y regresamos caminando hasta el estacionamiento, en Piazza della Vittoria, al otro extremo del centro. Ambos teníamos que mear, así que nos metimos entre las columnas del Arco della Vittoria y las bañamos. Primero meé yo. Luego, le hice la guardia. Ya vacíos, nos paramos frente a aquel arco inmenso y le dije lo bien que me sentía en ese lugar, en ese instante, bajo ese cielo poderoso, juntos, como perros de la noche.

[ VII ]

El invierno se ha establecido definitivamente en Europa. Aquí, en Reppia, las hojas ya comienzan a morirse. Pronto estarán los árboles pelados totalmente y la luz tenue y gris del cielo los atravesará de arriba a abajo.

Tras el divorcio, y con 18 años, conseguí un trabajo como vendedor telefónico que me daba entre 700 y 1 000 soles al mes. Trabajábamos en asociación con la empresa española Telefónica haciendo cambios de planes tarifarios; ‘migraciones’, les llamaban. La jornada era una mierda y nos hacían trabajar largas horas casi los siete días de la semana. Allí conocí a Renzo Pérez, al doctor Omar Aliaga, a la señora Mónica, a Miguel “el Mantecoso”; todos, en cierto modo, parias de Lima, forzados –por el sistema– a trabajar como sub-empleados en una pseudo empresa con cero beneficios sociales. Bienvenidos al Perú, ciudadanos. Tenían entre 35 y 45 años. Renzo y yo, en cambio, éramos casi coetáneos. Estuvimos allí rajándonos el culo cerca de un año. Nunca había hablado por teléfono tantas veces en mi vida.

El doctor Omar Aliaga fue el primero en largarse de la empresa. Tenía un ligero aire a éxito, a diferencia del resto. En cierta oportunidad nos comentó que era abogado, pero no encontraba trabajo. ¡Es abogado, no es cualquier cosa!, repetían algunas colegas. El doctor Omar Aliaga trabajaba en la sección de venta de computadoras. El promedio era de dos a tres ventas por mes, y bueno, era retribuido con un sueldo algo más jugoso que el nuestro. Había que tener mucha labia para vender una computadora por teléfono.

Cuando finalizó mi etapa robando para Telefónica quedé un poco aislado. Mi colega Renzo vivía demasiado lejos de aquella zona –entre Magdalena y Jesús María, que a mí tanto me gustaba– así que nos veíamos poco. Las veces en que quedábamos, él salía de clases de una Facultad de comunicaciones pobretona ubicada entre las avenidas Javier Prado Oeste y Salaverry. Nos combinábamos una buena dosis de hierba y ron acompañados, además, por algunos ejemplares de su Facultad: Danny –el dedo mágico de la muerte–, Omar Cáceres, Willy y Elías –que se peleaba con su novia para quedarse con nosotros–.

[ VIII ]

Llegamos con Jvanna hace unas horas, que vino para hacer unos trabajos en el jardín de la casa. Raffaella sigue volviéndose loca con esta cuestión del matrimonio. No para de coordinar y planificar y proponer ideas. Nos pone tensos a todos. Federica reniega a muerte con ella. Nosotros queremos una ceremonia simple, una cosa muy sencilla; pero todo se va convirtiendo en una bola cada vez más y más grande. Tenemos confetti, recuerditos, flores, arroz, mierditas, etc. Paralelo a todo esto, yo sigo con mi hipocondría. Sigo pensando, todos los días, que tengo una infección, que me voy a morir. Me busco síntomas inexistentes, manchas en el cuerpo, lunares extraños, etc. Me siento como un ente de pus. Es ridículo. Un joven como yo malgastando segundos en pensamientos de destrucción y muerte, de enfermedad. Cuando la verdad es que estoy muy bien. Estoy viviendo muy bien. El invierno es hermoso en Reppia. Los árboles se desangran, se incendian en rojo, en naranja, en amarillo, en oro, se mueren a medias y renacen, como los animales.

No pasaron sino largos meses viviendo una vida melancólica, a veces grave, de sentimientos holgados que se disparaban en todas direcciones, hasta que regresamos a la casa de la abuela. Se había transferido recientemente a un nuevo y amplio dúplex a una cuadra de mi avenida favorita de entre todas las avenidas humeantes y polutas de Lima: la Javier Prado –Oeste–. Un canal kilométrico que sirve de puente entre la zona este –con sus distritos aburridos y aguados, como San Borja, Surco y La Molina, y que a pesar de albergar a ciertas minorías de clase pudiente, no dejan de ser aburridos y aguados– y la zona oeste, contigua a la bahía de la Costa Verde, y en cuyas lindes se pueden visitar distritos como Pueblo Libre, con su Taberna Queirolo y su Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú; Jesús María, con sus casitas art déco de los años 30, bajitas, de jardines exteriores donde nunca falta un ficus; Miraflores y Barranco, con sus terrazas de cafés, teatrines y galerías que nos hacen pensar que Lima todavía es una posibilidad; y Magdalena del Mar, un microscópico distrito de menos de cuatro kilómetros cuadrados con lindas callecitas, como Bernardo Monteagudo o Ugarte y Moscoso, por donde caminar es casi una terapia de relajación, con un mercadito que palpita como un órgano con olor a fruta y a pescado, a nueces y a harinas, a caldos al paso y a ferreterías, con apacibles y silenciosos parquecitos bordeados con margaritas. Pero a mi madre todo eso le importaba una reverenda mierda.

Regresar a casa de la abuela no era un alivio, ni una ayuda, ni un carajo. Era retroceder, abandonar su casa, sus muebles, sus cositas personales, su intimidad, su tranquilidad, su soberanía, su independencia para administrar y para decidir la cotidianeidad de su vida. Era como amputarse la otra pierna o el otro brazo que le quedaba. Tuvimos que vender la mayoría de los muebles: lámparas, mesas, sofás, sillas, vitrinas, etc. Puse un anuncio en Internet, y en dos semanas desapareció todo. Fue triste despedirnos de nuestras cosas. Se iban en brazos de gente extraña, que se llevaba consigo pedacitos de nosotros.

 

Cuando empezamos a convivir con la abuela en Magdalena, yo ya había ingresado a la Facultad de Leyes de la upc y para costearla recibía una colecta mensual de todos los hermanos de mi madre –incluida ella–. Yo también ponía mi parte con el trabajito de medio tiempo que me había conseguido la tía Claudia –conocida en el mundillo jurídico de Lima por ser una de las cabezas de la constructora Graña y Montero– en una notaría muy cerca de la casa. Exactamente estuve once meses en Laos de Lama, siete de los cuales los pasé como tomador de firmas.

Salíamos alrededor de las nueve y media o diez de la mañana para regresar al medio día, entregar los documentos e ir a almorzar. Por la tarde repetíamos hasta las seis o seis y media. Recorríamos diferentes lugares de Lima. Nos veíamos con los clientes en distintas direcciones, en empresas, en restaurantes, en hoteles. Íbamos a donde nos mandaban. De vez en cuando algún anciano vendía sus terrenos o dejaba en herencia ciertos bienes, y debido a su decrepitud o invalidez éramos nosotros quienes debíamos llegar hasta su casa, subir las escaleras hasta su lecho y, muy delicadamente, hacerlo firmar y tomarle la huella del dedo índice para luego estamparla en la minuta o en la escritura pública. La jefa del área me tenía una simpatía especial. Me reservaba las firmas en los distritos más vivibles: Miraflores, San Isidro, Magdalena. Otros colegas eran enviados a los confines de las periferias, en el culo de Lima. Regresaban abatidos, con los zapatos gastados y empolvados.

En agosto de ese año había alcanzado ya siete largos meses trabajando para Laos de Lama, mi rendimiento había sido óptimo –cero llamadas de atención, cero tardanzas–, mis calificaciones en la universidad no bajaban del 15, por lo que me permití una pequeña concesión y partí para Europa en un viaje de tres meses. Viaje que fue financiado íntegramente con dinero de las arcas de la abuela con el objetivo de conocer el continente que tanto me quitaba el sueño. Al final hubo una especie de concilio familiar y se tomó la decisión de invertir en mi viaje, de manera que esta experiencia hubiese servido para incentivar mi desempeño laboral y universitario bajo la condición de devolver el dinero en cómodas cuotas durante los meses subsiguientes. Era una generosa demostración de lo que el trabajo duro y los estudios universitarios podían ofrecerme. Ese era, en síntesis, el mensaje que se me quiso dar; y yo obscenamente me comprometí a seguir el camino del éxito profesional en el Perú aceptando ese crédito familiar que ascendía a los 3 500 dólares.

Era mi primera vez fuera del país, y no podía esperar más para reencontrarme con mi noviecita de aquel entonces, Linda, que estudiaba francés en un politécnico en las afueras de Burdeos. Tres semanas estuve en casa de unos tíos, en Frankfurt. Me acogieron muy bien. Mi llegada coincidía con un periodo de vacaciones de ambos. Lo disfrutamos mucho –el tío Edwin murió en marzo de este año de cáncer en los ganglios–. Luego de esas tres semanas –que comprendieron un viaje en auto a Friburgo y un fin de semana largo en la turística Schwarzwald– me trasladé a Burdeos, en donde tuve una especie de luna de miel con Linda. Compartimos un studio minúsculo en la rue Des Sablières, y éramos ingenuamente felices. Nos duró poco, claro. Dos meses después ya estaba yo subiéndome a un avión hacia el Perú para seguir con mi vida, con la universidad y con el trabajito de medio tiempo en la notaría. Atrás habían quedado los viajecitos de fin de semana a Bayona y a Biarritz, a San Sebastián; las saliditas al Chicho y las borracheras en el Alligator; las caminatas por el quai, los martes de dos por uno en Domino’s y las películas de Almodóvar los jueves a la noche. Quedaban atrás Ginebra y París y Frankfurt arropadas en mi cabeza con la promesa de volver; de volver para quedarme. “Nos vemos en Lima”, le dije a Linda.

En febrero del 2013 rompí mi compromiso de vivir en Lima como un yuppie / progre y dejé la Facultad de Leyes para independizarme en el Cusco. Contacté a un viejo amigo del colegio que vivía allí hace algunos años. Me alentó a visitarlo. Me ofreció su casa por el tiempo que fuese necesario. Y así, con 400 soles y sin ninguna idea de lo que quería hacer, me fui dejando atrás la Facultad, el trabajito de medio tiempo; y dejando atrás también a mi noviecita Linda, que apenas cuatro meses después volvía al Perú para re-reencontrarse conmigo. Dejé todo y todo me dejó también.

Estuve viajando en un bus pobretón durante 23 o 24 horas pensando que en cualquier momento de la noche caeríamos por un barranco y moriríamos todos y al día siguiente aparecería mi nombre en todos los periódicos y mi madre lloraría en vivo por canal cuatro o canal cinco y saldría mi abuela dando alguna declaración telefónica y demás. Partimos con retraso de una hora. El conductor tenía un aspecto demacrado. El segundo conductor lucía más demacrado aún. Parecían trasnochados, trajinados. Vestían camisas ajadas y percudidas. Acomodaron los bultos en la bodega y luego se tomaron un café en el bar de la estación. Todos seguíamos esperando.

Luis era gerente del proyecto hotelero La casa de Don Ignacio, financiado por la Universidad San Ignacio de Loyola; un simpático hotelito que lo había catapultado al desenfrenado mundo hotelero de una de las ciudades más turísticas de la región. Me ofreció hospedarme por el tiempo que fuera necesario, y así fue hasta que pasadas unas semanas me anunció que alquilaría la habitación. Yo no pagaba alquiler, claro. La generosidad había durado 30 días exactos. Y bueno, como yo no tenía intención alguna de pagar una mensualidad de 500 soles, tuve que retirarme. Había gastado mis dos primeras semanas conociendo gente y caminando por el centro; haciendo una vida de turista pobretón, de medio pelo; comiendo pasta con jamón y queso parmesano cinco días a la semana; desayunando tacitas de café con leche y panes con mantequilla y mermelada. Por las tardes me hacía un té de coca que metía en un termo y que me daba la energía para ir y venir de allá para acá.

A Víctor Velaochaga lo conocí en la plaza de armas del Cusco mientras vendía los libros de su padre, el gran escritor y antropólogo, miembro de la amea1, Carlos Velaochaga. Nos hicimos muy amigos a pesar de su evidente problema de interacción social. Íbamos de fiesta a los bares y discotecas, y gastábamos el poquísimo dinero que teníamos. Nos divertíamos mucho. La amistad llegó al crepúsculo cuando empecé a frecuentarme con Julia Centracchio. Tiran más dos tetas que dos carretas, dice el dicho. Y bueno, Centracchio y yo terminamos viviendo juntos por una semana y media en el departamento de Luis. Julia regresaba de vivir en España para establecerse nuevamente en la Argentina. Había trabajado muchos años en Ibiza como camarera, viviendo una vida justa, estrecha, pobretona, pero ahorrando dinero para zafar, largarse de vuelta a Buenos Aires y poner un negocio de decoración en el garaje de su casa, en Tigre.

1 Asociación Mundial de Escritores Andinos.

[ IX ]

Hemos conseguido reservar una plaza en el Comune di Chiavari para el día nueve de enero a las 11 y 30 minutos de la mañana. También tenemos listos nuestros vestidos de matrimonio. He escogido un terno color azul marino, muy sobrio; una camisa blanca con un sutil detalle de bordados en el flanco izquierdo, a la altura del dorso; y unos zapatos acordonados color negro. La corbata es plateada y presenta algunos detalles azules que combinan con el traje. He tenido que probarme el conjunto dos veces y mandar a ajustar las medidas del saco y del pantalón. Tengo una panza elefantiásica y un culo soberbio que pensé nunca tener en mi vida. Fede llevará puesto un vestido blanco perla muy sencillo, de corte largo y con un bordado de realce muy sobrio en la espalda. Luce hermosa. También tenemos listos los testigos. Tenté la posibilidad de que el tío Alfredo cruzase los Alpes hasta Chiavari y participase de la ceremonia, pero mis fechas no coincidían con sus días libres. Y bueno, tuve que creerle.

Había algo –no lo sé– en Julia Centracchio que no terminaba de gustarme. Así, cuando tuvo que regresarse a la Argentina me importó muy poco. Nos despedimos allí, en la sala de embarque. Nos dimos un beso seco y cinco minutos después estaba ya en un taxi regresando a casa pensando en meterme inmediatamente bajo las mantas de mi camita pobretona en esa callecita de Antonio Sucre con Mariano Santos. Muy temprano era para andar por allí con aquel frío seco. Cuando Centracchio se fue se cumplían casi 25 días en casa de Luis. El dinero escaseaba y yo seguía sin planes concretos sobre qué hacer o por dónde comenzar. El recuerdo de Centracchio estaba ya en la basura cuando me vino en mente aquel billete Lima-Buenos Aires con fecha libre que había comprado muchos meses antes con mi sueldito pobretón de la notaría. Unos 600 soles o algo parecido me había costado la gracia. Prácticamente la totalidad de mi paga. Estaba loco por irme a Buenos Aires, y en esa fiebre por huir de mi ciudad –que me representaba lo más sucio y vil del Perú– salí disparado como un pedo a tomarme un micro hasta la terminal de Cruz del Sur en la Javier Prado. “Me voy, no aguanto más, me voy para Buenos Aires”, continuaba repitiéndome. Después las cosas cambiaron. Surgió la idea –mucho más sencilla– del Cusco con su fiesta interminable entre las montañas, su atmósfera cosmopolita, internacional, y su mercado laboral mucho menos competitivo que me abría las puertas a mí y a todos los limeñitos fracasados y pobretones que en Lima se morían de hambre; y bueno, nunca subí a ese bus. El boleto lo conservé como un amuleto o como una garantía. Estaba tranquilo porque sabía que en cualquier momento podría usar el billete y zafar, escapar hacía ese paraíso que se dibujaba en mi mente con el nombre de Buenos Aires.

No sopesé demasiado. Al carajo la Argentina. Bastaba encontrar un trabajito cualquiera para pagar un cuartito pobretón y ya habría logrado tanto. Así, pedí el reembolso del billete. Me descontaron una penalidad del 15%, pero qué mierda; hartas fichas otra vez. Me lancé a buscar habitaciones y en cuestión de días fui a parar a un departamentito bastante simpático pagando un cuartito de tres por dos a un precio decente. La plata me daba para un mes o dos. Tres, si me ajustaba bien la correa.

En el departamentito vivían Yasmin y Elisa. La primera, una holandesa que trabajaba en un proyecto educativo de una escuela inicial, y la segunda, una brasileña que hacía una pasantía en traducción en una universidad privada. Fue precisamente Yasmin quien me recibió en casa con mi maleta de 21 kilos, mi bolsa de huevos, mi queso en láminas, mi tarro de leche Gloria, mis sobrecitos de Nescafé y mi paquetito de espagueti Don Vittorio. La casera estuvo encantadísima conmigo. Le comenté que trabajaba para un conocido hotel del centro y que había llegado a la ciudad pocos días antes, que el hotel ya no podía hospedarme y que debía alquilar una habitación. Me hizo firmar un contrato improvisado en un cuaderno Jean Book en donde se detallaba mi nombre, mi número de documento, mi teléfono, y el costo de alquiler que debía abonarse cada mes por adelantado. Luego de aquel remedo de formalidad, me dijo que volvería en unos minutos con la ropa de cama. Pocas noches después, y en ese furor –y fulgor– que envuelve la juventud, la libertad y la condición de expatriado –o de turista pobretón, en mi caso–, Yasmin y yo terminamos encamándonos.

El encuentro sexual con Yasmin dio inicio a una relación informal pero estrecha que envolvía relaciones sexuales diarias y algo de amistad. Ella se definía segura en su toma de decisiones, y en todo momento me dejaba claro que lo que teníamos era exactamente sexo y un poco de amistad. Y eso era todo. No obstante, el sexo traía consigo una pesada carga emocional difícil de ignorar. Día a día se iba afianzando nuestra relación, aunque sin términos específicos. Mi habitación quedaba sola casi todas las noches. Y nos acurrucábamos en la suya, que era mucho más acogedora y mejor amoblada. Y a las mañanas tomábamos el desayuno juntos y dábamos algún paseo por el centro o por los alrededores. Algunas noches después, mientras Yasmin y yo preparábamos una cena en casa, conocimos a Danny. La casera ya nos había informado del arribo de un nuevo inquilino que debía llegar en esos días, pero no recibimos más información que esa. Ni quién era, ni cuándo llegaría. La cena iba de maravilla. Habíamos preparado unos clásicos tallarines verdes con bistec en versión pobretona, y más allá del sabor en sí de la comida, fue delicioso estar allí con ella, viéndonos el fuego de las velas reflejarse en nuestros ojos, comiendo tomaditos de las manos. Danny abrió la puerta justo cuando nos dábamos un besito. Rápidamente nos dijo –con su carita de tortuga alegre– que no nos preocupáramos por él, que iba a la cocina por un vaso de agua y luego vería una película en su habitación. 15 minutos después regresó y nos ofreció fumar marihuana con su vaporizador.

 

Seis meses estuvimos juntos Yasmin y yo –y Danny– viviendo en el mismo departamento. Había conseguido un puestito de trabajo en un hotel turístico gracias a la ayuda de uno de los contactos de Danny –un maricón que después también me trajo problemas laborales–. El trabajo en el hotelito no duró mucho. Exactamente dos meses. No me botaron a la calle, pero me propusieron dejar mi cargo de asistente administrativo para pasar a ser un simple y llano recepcionista pobrete. “No, gracias”, le dije a la zoquete que administraba el hotelito.

Para cuando renuncié al Mama Simona, Yasmin ya se había marchado a Rotterdam. Me dejó su habitación y algunas prendas que, luego de una semana, terminé tirando a la basura. La extrañé tantísimo la primera noche de su partida. Luego, nada. Los días pasaron llevándoselo todo.

Me encontré nuevamente desempleado y solo. Había postulado a algunos puestos de trabajo, pero sin tener éxito. Comencé a vender mi ropa en el Baratillo de los domingos. Embutía una mochila con una cantidad de prendas que, según mis cálculos, no usaría o usaría muy poco. Caminaba una hora, a veces dos, de arriba a abajo, entre los puestos de ropa ofreciendo pantalones, camisas, camisetas, etc. A veces me hacían sacar todo y no compraban nada, otras ni siquiera me miraban o me hacían una seña con la mano para que me largara. Cuando vendía, lo hacía siempre a un precio miserable que –casi todas las veces– comprendía la totalidad de las prendas. Era eso o seguir cagándose de hambre. Así, poco a poco me fui quedando apenas con un par de pantalones, una que otra camisa, algunas camisetas –casi todas blancas–, un par de abrigos y dos chompas.

Mi alimentación era una mierda aparte. Tomaba un poco de café con leche al desayuno y una sopa con fideos al almuerzo. De vez en cuando me permitía una hamburguesa en los puestitos ubicados a las afueras de la Universidad San Antonio Abad, a unos pasos de la casa. Le había pedido a Danny que me ayudara a conseguir algo, y él hacía lo que podía, que no era mucho –por no decir nada–, pero me alentaba a seguir buscando. Llegué al punto de pedirle dinero por limpiar el departamento. Lo que me daba me alcanzaba para un almuerzo y una cena pobretona. Aris –otro inquilino que llegó a mitad de mes– tuvo también que pagar la cuota de limpieza. Nos dijo que trabajaba en una agencia de turismo. Parecía tranquilo. No hablaba mucho. Tuvimos que mentirle al inicio. “Cholo, le he pedido a la señora de limpieza del hotel que venga a la casa para limpiar toda esta porquería, son cinco mangos por cabeza, dos veces por semana”, le dijo Danny. La señora, claro, era yo, pero Aris no tenía por qué saberlo en ese momento. Se lo aclaramos un tiempo después, cuando ganamos confianza. Danny salía a trabajar todos los días a las seis de la mañana y me pasaba una moneda de cinco soles por debajo de la puerta para no despertarme. A veces me dejaba algo extra para los artículos de limpieza o para el pan de la cena.

Por esos días en los que prácticamente burlaba a diario la inanición, conocí a Chelsie Coffman, una americana que vivía en Chile y que había llegado al Perú de vacaciones. Se puso en contacto conmigo a través una vieja y querida amiga –también americana– que me había pedido –ya semanas antes– darle una mano a Coffman con la organización de su viaje al Perú. Y bueno, yo muy pillo me ofrecí a hospedarla todo el tiempo que necesitase. No tenía un carajo para hacer, así que ¿qué más daba? Por ahí que me ponía el almuerzo o la cena por dos o tres días y hasta me levantaba a la americana. La recibí con los brazos abiertos y con un desayuno ligerito, por la altura. Pancito, mate de coca. Acomodé sus cosas en mi habitación –la más pequeña de la casa, y a la que me había transferido los últimos meses para pagar menos–, y bueno, le pregunté si prefería que yo durmiese en el sofá de la sala. Pasamos casi toda su estadía juntos, y tuvimos algunos momentos sinceros y agradables, además del sexo de todas las noches que nos era indispensable.

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