El heroísmo épico en clave de mujer

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Desgarraduras: Zaida, sobreviviente y sicaria

El acontecer histórico y las pasiones y lealtades encontradas que extravían a los personajes de lo que habrían podido ser —en otra época y no sólo si no se hubieran equivocado— marcan tanto a María como a la sociedad granadina y a Zaida, su antigua amiga dispuesta ahora a cobrarle lo que considera su traición.

En la hija de Yusuf y aguerrida defensora de Galera, se entrecruzan con mayor intensidad aún las desventuras de un destino individual y los influjos de una época conflictiva y violenta. La antagonista de María, valiente, heroica y vil, es quizá el personaje más siniestro, conmovedor y de más terrible actualidad en la novela. Su figura desde el pórtico de Galera es la de una sobreviviente convertida en máquina de matar por la violencia exacerbada que ha atestiguado y experimentado.

Ser sobreviviente en este caso implica más que cargar con culpa y duelo. A diferencia de María, Zaida no olvida su identidad, su origen. Al perder una primera misión, la de defender Galera, se impone otra, menos constructiva, más brutal. Despojada de afectos y lazos familiares y comunitarios, se ha convertido en un ser arrinconado, semejante a un animal perseguido. Con la destrucción de la comunidad plural granadina, sugiere la novela, se perdió una tradición, un modo de ser, una cultura, una forma de convivencia, un sistema de valores que daba sentido al ser y al actuar en el mundo. Las pérdidas personales y la experiencia de la violencia extrema, sugiere la autora implícita, deshumanizan, en el sentido de perder la capacidad de empatía y de reconocimiento del otro, de normalizar y justificar la propia violencia como defensa necesaria ante el “enemigo”. Zaida así justifica su sed de venganza contra quienes, a sus ojos, la han traicionado, y cristaliza en su “enemiga”, María, sus miedos y odios, su dolor y su afán de exterminio.

En Precarious life, escrita como esta novela a la luz del 11 de septiembre del 2001, la filósofa Judith Butler habla de las vidas cuya pérdida no se reconoce porque se les ha relegado al margen de la comunidad humana o se les ha negado su condición humana. Contra la reducción del otro al “enemigo”, plantea, retomando a Levinas, la necesidad de reconocer y reconocerse en el otro para reconocer la propia vulnerabilidad, la precariedad de la vida, bajo la sombra de la violencia. Reconocer al otro es mirar su cara, ver en ella la humanidad de la persona, la fragilidad de su existencia y revalorarla, para ser capaz de llorar su pérdida también. Butler señala así mismo la necesidad de “interrogar el surgimiento y desvanecimiento de lo humano en los límites de lo que se puede saber, oír, ver, sentir” (Butler, 2004: 151).

Mientras que a María su autora le concede un espacio para la recuperación de su humanidad, de su ser humana, con sentimientos, sueños, esperanzas de “otro modo de ser”, así sea en la literatura, Zaida queda al margen de los afectos y pasa a formar parte de quienes ven el mundo en blanco y negro. Su autora no la crea, sin embargo, como un monstruo, aunque la voz narrativa se refiera a veces a ella como un ser sólo lleno de odio, “una venganza a medias viva” (p. 227), pues a través de su historia deja ver el impacto de la violencia extrema del contexto social, en la configuración y transformación de su persona.

Sucesivamente testigo, víctima y agente de la violencia más atroz, Zaida pierde la capacidad de re-conocer al otro como tal. Tras enfrentarse a los enemigos de su pueblo y su familia en Galera, ve en quienes no piensan y actúan como ella sólo la cara del enemigo.4 Una vez que ha perdido a sus seres queridos —a su madre y su abuela masacradas, a su padre y antiguos amigos alejados o extraviados—, su vida se convierte en un encadenamiento de crímenes. Zaida deja atrás su matria destruida y emprende el camino en busca de su antigua aliada, María. Va también en busca de quienes ella ahora desprecia, para vengarse. En la lógica de la violencia que ha vivido y la rodea. resulta casi inevitable que se vuelva cabecilla de una banda de forajidos y actúe como sicaria, y ya no como heroína que defiende una causa.

Zaida llega a Nápoles cuando la bailaora, transformada en Pincel, ha zarpado en la Real. Encuentra a Gerardo, el padre de María, a Carlos y Andrés casi enseguida y descubre que su antigua compañera se ha unido a las tropas cristianas en busca de Jerónimo de Aguilar, soldado del destructor de Galera. Más lista y rápida que María, descubre también que esta ha mandado enterrar el libro plúmbeo y ha abandonado, así sea por un tiempo, su talismán, la cruz morisca que debiera protegerla y recordarle su misión.

El enfrentamiento final con María, quien para ella representa la mayor traición a su origen, a su comunidad, a su misión y a la amistad, corresponde desde luego a su transformación en una mujer despiadada. Este cambio, sin embargo, no es irracional; se debe al impacto de la violencia continua y demoledora que ella ha vivido y que ha aprendido a reproducir, primero para defenderse y defender a los suyos, luego para vengarse de su muerte.

Zaida queda varada en Venecia, las venas más llenas de rabia que nunca. Había soñado con unir sus fuerzas a María, para eso la quería, para incorporarla a su banda. Nápoles la recibió con la nueva de que, en lugar de contar con una aliada más, tiene en la lista un mayor número de enemigos. La nueva ha privado a Zaida de lo único amable que ella creía le restaba en el mundo (p. 278).

A la vez inhumana y demasiado humana, en Zaida se cruzan las fronteras del bien y del mal, se asienta el fanatismo, se percibe un ideal inalcanzable y una lealtad imposible a un bien superior ya extraviado. Aferrada al pacto que ella le impusiera a María: “Si una falta […] le haremos pagar con la vida” (p. 157), más que simple vengadora, Zaida parece erigirse en fuerza del destino, en agente de una muerte anunciada.

Así, cuando alcanza a María en Mesina, ignorando que esta ha dejado a las tropas cristianas para retomar su vida anterior, Zaida la acecha en la calle. No la interpela más que para detener sus pasos. Su voz sólo se alza como advertencia final, cuando la insulta —“¡Ten! ¡Mierda! ¡Traidora!”— y se abalanza sobre ella y la apuñala hasta partirle “el corazón en pedazos” (p. 425). Este asesinato brutal, sin mirar a su víctima, sin explicación, es un acto de venganza y un castigo. Zaida cumple así su parte del pacto contra quien ha roto un juramento de lealtad. Mata “a la deleznable amiga de los cristianos, a la asquerosa soldada de su ejército contra los mahometanos” (p. 426). A sus ojos, nada perdona que María haya roto todos los lazos de lealtad que, por origen y afinidad, debería haber preservado y honrado siendo fiel a su misión.

Lejos de preguntarse, como podemos hacerlo nosotros, ¿hasta qué punto se debe lealtad a la sociedad y a la historia cuando se contraponen a una pasión personal que la sociedad y su tradición también han alentado?, Zaida, según la voz narrativa, ejecuta “una matanza tras la otra, mecánicamente, sin pensar, sin sentir” (p. 426). No hay en ella resquicio de amistad, capacidad de afecto o amor, la violencia es ya su única pasión o el único motor de sus acciones.

En este personaje, mujer heroica en Galera, sobreviviente tras la derrota, sicaria y vengadora, Boullosa ha recreado y renovado la figura de la “enemiga” del orden, la imagen de la mujer furiosa, desquiciada, cuya destructividad alcanza lo monstruoso. Su muerte, que le impide realizar la hazaña —o crimen— de matar al sultán Selim II, traidor a su hermano y engañador de su propio padre, no es la de una liberadora de su pueblo, ni le devuelve algo de la dignidad perdida años atrás. Muere como sicaria atrapada en su propio círculo letal, por desmesura, podríamos sugerir. Se siente, en efecto, tan intocable, ¿invencible?, que confía sus planes de seguir matando, a quien, lejos de apoyarla, la delata para salvar a sus anunciadas futuras víctimas, Leyhla y Marisol, moriscas refugiadas en Argel.

Boullosa subraya el carácter irremediablemente destructivo, monstruoso, de Zaida, pero al mismo la configura como antecesora y contemporánea de mujeres, de personas traumatizadas por el horror continuo o recurrente, transformadas en piltrafas humanas por los golpes del destino, o, mejor dicho, por la historia del mundo, el de Lepanto y el nuestro. Por ello, pese a representar uno de los personajes más infames de la novela, sobre todo como antagonista de María, Zaida es una creación poderosa, el personaje que, a mi parecer, mejor enlaza el pasado narrado con nuestro presente.

Transgresoras sin gloria, pero con historia

A través de la contraposición de Zaida y María, Boullosa retoma y transforma el contraste entre la mujer salvaje, monstruosa, y la civilizada o civilizadora; va más allá de la recreación o adaptación en clave femenina del heroísmo épico. La otra mano de Lepanto da vida a personajes y relatos que recuperan, reinterpretan, desbordan el marco épico y sus códigos (una de las características del género novelesco) a la vez que reivindica a figuras femeninas que podrían o deberían haber sido reconocidas y celebradas por sus hazañas, épicas o no, y su afán de vivir, aun transgrediendo las normas de su tiempo. En sus contradicciones, fallas, trágicas o mezquinas, sus protagonistas rebasan la inmovilidad y atemporalidad de los héroes épicos y, sin escapar del todo de los confines del siglo XVI, apuntan hacia el futuro, nuestro presente.

María alcanza la condición de heroína épica a ojos del cronista Carriazo, y de quien lee. La pierde, o no la merece, a los ojos de la autoridad —y su mirada patriarcal— por ser mujer. Sus motivaciones, por otro lado, permiten poner en cuestión sus actos porque, lejos de inspirarse en una causa elevada (como la que le encomendara Farag), se derivan de una pasión amorosa errada, que, desde una perspectiva épica o político-patriarcal, sería una debilidad femenina, y, desde una mirada crítica, resulta un autoengaño. El argumento de participar contra los turcos para preservar el dominio cristiano en Famagusta y así poder cumplir su misión, que se da para justificar su decisión de embarcarse en la Real, es, como ella reconoce demasiado tarde, un equívoco, un cálculo errado.

 

Zaida, por su parte, pierde su efímero carácter heroico al transformarse en máquina de muerte. Si bien en una batalla su afán de venganza podría encontrar un desfogue justificado y ser elogiado en una crónica de vencedores, o en un relato de resistencia desesperada, su historia carece de aureola. Después de Galera no combate como una leona, por usar una expresión bélica: mata a sangre fría, y, peor, asesina a su enemiga cuando va desarmada.

La construcción de estos personajes contrapuestos implica, por un lado, un reconocimiento de la capacidad heroica de las mujeres. Fue heroica Zaida, como lo fueron otras mujeres históricas que resistieron hasta la muerte ante tropas que aniquilaron ciudades sitiadas. Fue heroica María, al estilo de los héroes cantados en las canciones de gesta o de la Monja Alférez. Pero ese heroísmo en el campo de las armas no sigue del todo el patrón masculino en el caso de María, ni mantiene aureola gloriosa alguna en el caso de la vengadora Zaida. De ahí que la inclusión de estas mujeres en el elenco heroico lleve a preguntarse por los límites y contradicciones del concepto de heroísmo ensalzado en el contexto bélico.

Por una parte, se trata de mujeres que, si bien siguen ciertas pautas del héroe masculino y exhiben cualidades de valor y entereza, destreza con las armas y capacidad de combate, contradicen la inmutabilidad que se otorga a los héroes ensalzados en la épica. En el caso de María, el develamiento de su cuerpo, su identidad de mujer no congela su acción en la batalla, pero reduce su significado a ojos de quienes habrían de premiarla. A Zaida la derrota no la convierte ni en heroína ni en mártir; y su falta de grandeza de alma, o de miras, le impide ser vista como leal defensora de su pueblo.

Por otra parte, las reflexiones acerca del sentido de los hechos históricos y en particular de las acciones bélicas que abundan en la novela, ya en voz del narrador, ya en la de personajes como Carriazo, cuestionan una y otra vez las interpretaciones unívocas o maniqueas. Las hazañas de unos son atrocidades en la visión de otros. La historia gloriosa que escriben los vencedores es la crónica de la barbarie que narran los vencidos. El héroe de unos resulta el enemigo de los otros, al que rara vez se le reconoce su valor, si no es para justificar una derrota “digna” o la intensidad de la resistencia.

En este entramado de reinterpretaciones de la Historia, también el heroísmo épico en femenino está sujeto a los sesgos del observador y se lee desde perspectivas diversas. A Zaida, la autora implícita la reduce muy pronto a “cuna de muertos” y su trayectoria confirma la primacía de su sed de venganza. A María, el cronista de Lepanto la ensalza y exalta sus hazañas; Don Juan de Austria y su vocero la reducen a excepción que confirma la regla de la subordinación femenina: se perdona su transgresión al código masculino, incluso se tolera su continuada presencia entre la tropa, pero no se le premia; se le acepta sólo como combatiente, no como persona, por el solo hecho de ser mujer. La autora implícita, a su vez, le otorga el arte de la espada y un arrojo singular, pero le niega una muerte heroica o siquiera una “buena muerte”, parece confirmar así que las heroínas pueden tener historia, pero quedan fuera de la gloria épica.

Por último, en la medida en que ambas protagonistas se configuran como producto de su época, de sus contradicciones, límites y arbitrariedades, la novela que les da vida pone en cuestión el heroísmo épico mismo y, en tanto creación posmoderna, los relatos monológicos, literarios o históricos, del pasado. La autora implícita muestra, a través de la experiencia de las víctimas, los ultrajes que imponen los héroes de los cantares gloriosos y de las historias oficiales escritas por el vencedor. Muestra también los obstáculos que se imponen a las mujeres, a las comunidades y pueblos sometidos, que aspiran a vivir en libertad o conforme a sus aspiraciones.

En tanto personajes novelescos, Zaida encarna el trauma y el horror, el potencial del mal que se desata en contextos desgarrados. María, en contraste, inspira admiración y empatía, no tanto por su maestría con la espada, aunque esta se valore, sino por su arte, su resistencia ante la desgracia, y su anhelo de felicidad. Su dimensión épica es sólo un rasgo de su personaje, no es un accidente, pero tampoco su faceta más determinante. Su valentía, sus afectos, y con estos sus contradicciones; sus acciones y sus fallas, su lucidez tardía y su deseo de rebasar la infelicidad de su historia, así sea en un relato ficticio, le dan textura y profundidad a su vida y hacen de ella un personaje complejo, cuya vida (novelesca) es digna de ser recuperada, contada y cantada.

Bibliografía

Arias, Jesús (29 de junio de 2000). El Vaticano devuelve a Granada los “Libros plúmbeos” del siglo XVI. El País, “Cultura”. Disponible en: http://www1.udel.edu/leipzig/270500/elc290600.htm

Boullosa, Carmen (2005). La otra mano de Lepanto. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.

Butler, Judith (2004). Precarious life. The power of mourning and violence. Londres/Nueva York: Verso.

Burke, Jessica (2005). Bodies in transition: identity and the writing process in the narrative of Carmen Boullosa. Tesis de doctorado. Princeton University.

Castro, Américo (1982 [1965]). La realidad histórica de España. México, D.F.: Porrúa (“Sepan cuantos…”, 372).

Cervantes, Miguel de (1962). Novelas ejemplares. Nueva York: Doubleday (Col. Hispánica).

Erauso, Catalina de (1626). La Monja Alférez, Doña Catalina de Erauso. Autobiografía. Disponible en Biblioteca Digital Andina: http://www.comunidadandina.org/BDA/docs/PE-OC-0001.pdf

Navas Ocaña, Isabel (2008). Lecturas feministas de la épica, los romances y las crónicas castellanas medievales. Revista de Filología Española, vol. LXXXVIII, núm. 2: 325-351.

1 Todas las citas de la novela se tomaron de Boullosa (2005).

2 Como los ha llamado Jessica Burke en su tesis doctoral Bodies in transition (2005).

3 Los libros plúmbeos “descubiertos” en el Sacromonte de Granada a fines del siglo XVI son una falsificación de los moriscos en un intento de detener la persecución contra ellos: pretendían hacerlos pasar por escritos del siglo I que proponían un sincretismo entre el Islam y el Cristianismo. Enviados al Vaticano, fueron considerados heréticos. El Vaticano los devolvió a Granada en el año 2000 (véase Arias, 2000).

4 Visión semejante a la que alienta a los cristianos contra judíos, gitanos y moriscos en la España fundamentalista de la época, y a la que conduce, desde el 2001 hasta hoy, a la reducción del árabe a potencial terrorista en el discurso político de Estados Unidos.


Sobre el heroísmo

Ana García Bergua

En Ébano, el espléndido libro del fallecido Ryszard Kapuscinski, el periodista narra una escena que me ha perseguido desde que la leí. Es una escena terrible y anticlimática, pues ocurre al día siguiente de un combate sangriento entre dos tribus africanas. En la madrugada, a pesar de la sangre, la tragedia, la violencia, las mujeres se levantan muy temprano a lavar la ropa. Es una escena que me conmueve mucho, un inusitado paisaje después de la batalla. Más allá de los acontecimientos terribles, siempre hay alguien que mantiene el orden del tiempo humano, esa cotidianidad sin la que todo se desmoronaría y que consiste en comer, vestirse, tener donde sentarse, donde dormir, con independencia de todo lo demás. El que cose la piel del bisonte y quita las malezas de la cueva. Esos son los héroes para mí, que por cierto estoy muy lejos de ser una persona práctica. Ese heroísmo que no se deja amilanar para seguir sosteniendo la vida, está muy lejos del heroísmo concebido como sacrificio, el heroísmo más grandilocuente de las batallas, el del soldado que se lanza a la muerte, el bombero que desafía las llamas para rescatar al bebé. No es que no considere importante este heroísmo, si bien muchas veces me parece que tiene algo de suicida por necesidad. Este, el que me interesa, es un heroísmo silencioso, que no se suele anunciar ni se premia, pero implica trascender lo terrible de la situación para poner los ojos en lo básico, lo pequeño. Hay otro heroísmo, que corresponde a las mujeres y a otros grupos sojuzgados cuando se ven enfrentados a hacer algo de sus vidas más allá de los límites que se les han impuesto.

Quizá esta idea ha sustentado a algunos de los personajes de mis novelas —no a todos—, pues desconfío de la pureza del heroísmo o del heroísmo como gesto teatral, como propaganda. Ya he hablado en otros lugares del afán que me impulsó a desarrollar al capitán Arnaud, el héroe de Clipperton, como personaje ficticio. Quería desentrañar la naturaleza de aquel gesto heroico con el que se negó a aceptar el rescate de un buque norteamericano. ¿Sabía que el ejército mexicano, que ya no existía como tal, nunca enviaría por ellos?, ¿estaba verdaderamente dispuesto a morir por la patria —una patria abstracta, destrozada, desconocida— junto con sus soldados, las mujeres, los niños? Cuando escribía la novela, leí la escena contada en otras dos, la de Laura Restrepo, La isla de la pasión, y la del mismo título que escribió la descendiente del capitán, Teresa Arnaud de Guzmán. En ambos relatos se daba por hecho que esa decisión, tan dolorosa, fue tomada en el momento y con el apoyo de todos los presentes.

Los imaginaba a todos en harapos, bajo el sol, deslumbrados por aquel barco que se había aparecido como un milagro, escuchando a aquellos oficiales que contaban que México había sido invadido y que ofrecían al capitán su salvación y la de su familia. Y esa pasión patriótica que de súbito inflamaba el pecho del capitán. La situación obligaba a un heroísmo que se sabía condenado a la tragedia, era lo peor. Y aquel heroísmo era el que me obsesionaba, aquel cumplimiento del deber que no serviría para preservar la vida de nadie; por el contrario, que terminaría con todos. Era el que prefiere la muerte a la indignidad, pero en este caso la dignidad estaba tan sólo representada por la idea romántica del patriotismo en la soledad de una isla que en realidad era una piedra. Cuando poco después los hombres, los héroes de aquella historia, se lanzan al mar desesperados y pierden la vida, las mujeres tienen que levantarse a lavar la ropa —como aquellas que describe Kapuscinski—, continuar con la vida a la espera de que alguien las rescate, prolongar el aliento vital para sus descendientes. Y sin embargo Luisa, pasada la tragedia que para ella y sus hijos tiene consecuencias terribles, luchará porque se reconozca el heroísmo de su esposo, no el suyo ni el de las mujeres, que me parece mayor.

Mis primeros cuentos hablaban de esta especie de heroísmo en un tono más humorístico. Pienso en uno que se llama “El día en que se nos apareció Santa Brígida”, en el que un batallón es guiado por una santa a un precipicio, y otro, “La fusca y el pusilánime”, en el que un hombre que debe cubrir una venganza termina dando la razón a aquellos a quienes tiene que matar (ambos incluidos en El imaginador, de 1996). Creo que desde entonces he desconfiado del heroísmo grandilocuente. Y es que, aparte del caso de Isla de bobos, que me interesó escribir por esta necesidad de mantener ciertas ilusiones —engaños se les podría llamar para no idealizarlas— en medio de la soledad y la desgracia, esa invención que nos hace a fin de cuentas humanos, los personajes de mis novelas y cuentos suelen ser bastante hedonistas, amantes del estar aquí, en la única vida que creo tenemos, una vida que busco reivindicar. Cuando se publicó Isla de bobos, la periodista Mónica Maristáin me preguntó en una entrevista sobre el papel del miedo. Le dije que el miedo es muy importante para preservar la vida, como el dolor lo es para avisar que algo amenaza al cuerpo. La ausencia de miedo del heroísmo grandilocuente es también garantía de muerte.

 

Fuera de los protagonistas de Isla de bobos, muchos de mis personajes podrían no ser exactamente ejemplares, si acaso no fuera de la urgencia de vivir. Tanto Sibila, la viuda de Rosas negras, como Maite, la esposa del publicista pícaro en La bomba de San José, o Artemio el protagonista de Púrpura, se buscan en destinos que no son los que se les han asignado. Una viuda de finales del siglo XIX, un ama de casa a comienzos de los años sesenta, un gay pueblerino en los años treinta o cuarenta, los tres aspiran a encontrar la razón por la que están en este mundo, no una razón metafísica, sino otra profunda y placentera dentro de la creación (la carpintería, la escritura, la danza), más allá de matrimonios, sexualidades, convenciones, y creo que eso es lo que les da cierta fuerza, con todo y la ironía con que no puedo evitar tratarlos. Los tres siguen la verdad de sus deseos vitales y tratan de que sea esta la que configure sus destinos, con las consecuencias que esto trae para la trama de las novelas que protagonizan, una verdad que relaciono también con la escritura. A diferencia de ellos, el protagonista de mi primera novela, El umbral, es un muchacho que se sacrifica por un destino muy relacionado con la inspiración artística y el deseo. Algo parecido sucede con la protagonista de la novela más reciente, Fuego 20.

Ahora que lo pienso, quizá existe cierta valentía en la creación artística. Esta implica apartarse de la tribu para buscar a solas algo profundo que prescinde del grupo, aunque en el fondo hable de este y de la condición humana. El que pinta en las paredes de la cueva se aparta de los héroes de lo urgente y las heroínas de lo cotidiano; ni persigue al bisonte, ni ayuda en la cocina. En cierto modo es un egotista y trabaja con la espada de Damocles del rechazo del grupo, a la espera de que el resultado de su apartamiento lo salve y le restituya un lugar. Es una apuesta complicada que casi nunca funciona, excepto cuando se logra trascender lo inmediato, decir algo que no se había escuchado de esa manera. No sé si es muy forzado relacionar esto con el heroísmo, pues en este caso no se trata de salvar a nadie. Quizá sí, de salvarse.

En algún momento de los años noventa, cuando trabajaba como asistente de investigador, conocí del episodio de la isla Clipperton, pues la editorial pensaba realizar un video al respecto. En ese momento, se me encargó que transcribiera algunos documentos que se encontraban en archivos, más los que pudiera hallar: así, transcribí el expediente del capitán Ramón Arnaud que se encuentra en el archivo de la Secretaría de la Defensa Nacional (sin el respaldo de la editorial hubiera sido imposible entrar a este) y encontré, buscando en el Archivo General de la Nación, algunas cartas que la viuda de Arnaud había enviado al gobierno de Obregón rogándole que la ayudara económicamente y reconociera el heroísmo de su esposo. Otros documentos que copié, muchas veces a mano, fueron algunas notas periodísticas sobre el suceso, especialmente del periódico El Universal, y una de El Demócrata que reseña el día en que se rescató a las mujeres y los niños, así como su llegada a Salina Cruz.

Pasó el tiempo, y si bien la editorial no llegó a realizar este video, la historia siguió danzando en mi cabeza. Ciertamente era una historia fantástica, una historia de novela, que se podría reseñar como si fuera la sinopsis de una película:

En el México revolucionario de 1913, el caos que reina en el ejército a raíz de las luchas entre el gobierno de Victoriano Huerta y el ejército constitucionalista provoca que no lleguen más bastimentos a la isla de Clipperton, una isla en el océano Pacífico, a 945 kilómetros del puerto de Acapulco. Los habitantes de la isla —un piquete de soldados establecido ahí por el gobierno de Porfirio Díaz para asegurar la soberanía de México sobre ese territorio, sus mujeres y sus hijos, así como los trabajadores de una compañía norteamericana explotadora de guano— sobreviven con sus reservas a la espera del barco que cada cuatro meses les llevaba víveres y noticias de tierra firme. En la isla no hay nada más que pájaros bobos y cangrejos. A lo largo de los años, el capitán ha tratado de cultivar vegetales en aquella tierra yerma, sin ningún resultado, de modo que el escorbuto diezma a la guarnición sin misericordia. En junio de 1914, un vapor norteamericano llega a rescatar a los trabajadores de la compañía, y sus tripulantes ofrecen al capitán y a su familia llevarlos a Estados Unidos para que desde ahí viajen a México. El capitán se niega a recibir esta ayuda, aduciendo que él tiene encomendado defender la soberanía nacional y que sería una indignidad aceptar el ofrecimiento del gobierno extranjero invasor. Es así como se quedan abandonados en Clipperton el capitán con sus soldados, mujeres y niños, a la espera de ser rescatados por el gobierno mexicano, el cual nunca envía un barco a buscarlos. Poco después, el capitán y sus soldados mueren al tratar de alcanzar un barco en una pequeña balsa y quedan las mujeres y los niños a merced del farero, un mulato de Guerrero que se declara rey de la isla y abusa de ellas, incluso asesina a una mujer y una niña. Las mujeres terminan matando al farero y finalmente son rescatadas, junto con los niños, por otro barco norteamericano.

La historia de Clipperton es de por sí irreal: parece como si un novelista la hubiera concebido, y sin embargo es algo que ocurrió. Como decía, danzaba en mi cabeza al punto de que, incluso tras haber concluido mi labor en Clío, seguí investigando sobre el tema: leí lo que se había escrito sobre ella, incluidas algunas novelas, entre las que cuento el libro de 1954 El capitán Arnaud, de Francisco L. Urquizo —quien, sospecho, ayudó a la familia después—; la novela escrita por Teresa Arnaud de Guzmán, nieta del capitán Arnaud, que se llama La tragedia de Clipperton; La isla de la pasión, de Laura Restrepo, cuya primera edición data de 1989 y fue reeditada en 2005; y una francesa, que se titula El rey de Clipperton, de Jean-Hugues Lime. También se encuentra el libro de Miguel González Avelar que aborda desde el punto jurídico el asunto de la pertenencia de la isla a México. Junto con dos obras de teatro —una de ellas de David Olguín—, muchos reportajes y notas periodísticas, e incluso una película del Indio Fernández. Todo ese material constituía una interesantísima muestra del carácter narrable de la historia de Clipperton. De hecho, pocos años después de publicada Isla de bobos el novelista Pablo Raphael publicó su Clipperton, en la que busca totalizar, según entiendo, todos los aspectos de esta historia, pero me temo que a su novela acerca de Clipperton seguirán otras más. Los trabajos sobre la isla son reflejos de la fascinación que despierta su historia, con todos los ecos que de ella se desprenden, ya sea el aspecto robinsoniano de los náufragos que luchan por sobrevivir, o el de las atrocidades de la conducta humana en una situación de aislamiento, representadas en la tétrica historia del farero, y desde luego, algunas muy documentadas y otras más fantasiosas.

Algo sin embargo me faltaba en las versiones anteriores cuando escribía la novela: se daba por sentada la lógica del capitán Arnaud al negarse a ser rescatado por un barco extranjero con el afán de que su ejército, el ejército federal, les enviara un barco. ¿Imaginaría él que ese ejército prácticamente inexistente, según el propio capitán norteamericano les explicó, estaría en posibilidades de rescatarlos? ¿Preferiría perder la vida, junto con todos sus soldados y seguramente sus familias, esperando la entelequia de una patria agradecida? Yo me preguntaba si alguno de los generales del ejército porfirista —hombre práctico que no solía arriesgar a sus hombres así como así— hubiera actuado de la misma manera. Otra cosa que me inquietaba era el personaje que había tomado aquella decisión heroica: el expediente del capitán sugería a un hombre educado, que hablaba tres idiomas, el cual en un principio desertó del ejército y purgó por ello cinco meses de cárcel en Santiago de Tlatelolco; que fue enviado a Clipperton sin desearlo, un poco como de castigo, como si el ejército federal no supiera bien a bien qué hacer con él, y que, enfermo de los riñones por la mala alimentación en la isla, pedía constantemente permisos para regresar a tierra firme. ¿Cómo un hombre así, maltratado por una estructura rígida que lo hizo capitán hasta 1913, llegó a pensar que México, que ese México representado por el ejército federal, lo rescataría, le agradecería el gesto heroico y lo recompensaría quizá con otro ascenso? Ese asunto me pareció de lo más interesante, sobre todo porque el México cuyo rescate esperaba el capitán ya no existía, había desaparecido a raíz de todos los movimientos revolucionarios: el gobierno de Victoriano Huerta, el último que mandó a Arnaud a la isla, no había resistido el empujón de la historia que haría surgir el México revolucionario y después el México del Partido Revolucionario Institucional (PRI). El capitán Arnaud y sus soldados eran, literalmente, seres arrastrados por la historia que en un momento dado creyeron que su decisión sería tomada en cuenta en medio del gran oleaje de los acontecimientos. O quizá que, al cumplir con su deber, protegiendo la soberanía en la pequeña roca de Clipperton, abrazaban el destino heroico al que quizá aspiran los soldados. El heroísmo de Arnaud es trágico porque borda en el vacío de un país que, él no lo sabía a ciencia cierta, había dejado de existir. Es un heroísmo tan desesperado e ingenuo como el espejismo con que él y su esposa vivieron en Clipperton, como el acto de lanzarse a las olas en una balsa con todos los soldados.

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