El heroísmo épico en clave de mujer

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Mis heroínas, contando con el más alto nivel literario, criticando con fiereza inequidades sociales por raza, género e ingresos, queriendo con su espada ganarle territorio a la violencia, en el paisaje que se cobra, sólo en México, siete vidas de mujer al día en ámbitos domésticos.

La narración épica tendría que tener de cuando en cuando retornos. Uno que podría venir casi al final sería un enlace literario —que no espiritual— entre Teresa de Ávila y Silvina Ocampo, quien escribió cuatro siglos después de aquella el relato “El novio de Sibila”, donde el personaje femenino dice:

Cuando era chica enfermé gravemente. Vivía en las montañas. Estaba paralítica. Para sanarme me metieron en un río helado; me dieron caldo de culebra y después, al ver que nada me curaba, mis padres llamaron a un curandero. Vino a casa a caballo, desde muy lejos. Dijo que yo tenía que comer tres pulgas de su caballo. Cuando supo que me habían bañado en un río helado y que había tomado caldo de culebra, le dio lástima, y dijo que él se comería las pulgas. Era lo mismo. Comió las tres pulgas ya preparadas en el hueco de su mano, y a las pocas horas mejoré. [….] Creía que las sirenas existían porque figuraban en los diccionarios (Ocampo, 1999).

Aquí cierro

Hablé de ellas, mis heroínas, en lugar de escribir lo que me pedía la doctora Mohssine, que era observar en mi obra publicada el punto que a ella le interesa y que ha sido su interés de estudio. Sí, es verdad que en mi novela La otra mano de Lepanto quito a Cervantes la palabra y la otorgo a uno de sus personajes, La gitanilla, mientras trota la prosa tras la leyenda de su siglo, la expulsión de los moriscos y la guerra de Lepanto; que en otra, Duerme, la mujer vestida de hombre puede correr con espada en mano el mundo; que en La virgen y el violín, traigo a la vida a Sofonisba Anguissola, la pintora de la corte de Felipe II que no tuvo cupo en la historia pero a la que yo le abrí la puerta en la leyenda, cuadrando su vida con la del laudero de su natal Cremona, su amado en busca del violín más perfecto, con, por supuesto, la compañía del demonio. Que en Texas, la gran ladronería, con un héroe feminizado por el despojo del territorio mexicano y de sus propias tierras, y con él cabalgando la novela reescribo épicamente la pérdida de ese territorio. Que en De un salto descabalga la reina revivo a las amazonas y a Cleopatra hiladas en una misma aventura. Que en Son vacas somos puercos describo el sueño y la violencia de los piratas hermanos de la Costa. Que en El libro de Ana doy a Ana Karenina la aventura que su autor le negó en vida: hacerla autora de un libro publicado. Y, sobre todo es verdad, que en El complot de los románticos, hago parcial épica de las autoras de nuestra lengua, tres de las aquí mencionadas al vuelo, insertándolas en una aventura desaforada.

También es cierto que por el momento estoy en lo que he compartido con ustedes: soñando con torcerle el cuello a una narración para que, en una forma nueva, me permita tener estas heroínas en coro, guerreras peleando batallas mientras cuidan la cebolla bien guisada en sus platos, y yo, a mi vez, saco mis armas en mi frente de guerra, que es contra y con las palabras, para conseguir sostener un texto literario que le pertenezca al lector.

Bibliografía

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Soriano Vallés, Alejandro (2014). Sor Filotea y sor Juana. Cartas del obispo de Puebla a sor Juana Inés de la Cruz. Toluca de Lerdo: Fondo Editorial Estado de México-Secretaría de Educación del Estado de México.

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1 Noten un detalle: el sastre fabricará las ropas para el caballero, la costurera a la dama, y la mujer común se hará las propias. Los sastres son, para Cervantes, ejemplo de la transa, de la corrupción; Cervantes asocia el traje varonil a la mentira; pero ese, aunque afín al nuestro, es otro tema.

2 Vale recordar aquí el paisaje que tenemos al fondo: la poeta siciliana autora de la Odisea fue borrada, el golpe de nube que entinta a héroes que dejan esperando a las mujeres, marginadas de la épica, de la aventura, de la acción, del gobierno de su propio destino…

3 La frase de Ambrose Bierce fue: “Ser gringo y cruzar el río Bravo es eutanasia”.


Avatares del heroísmo épico femenino en La otra batalla de Lepanto, de Carmen Boullosa

Lucía Melgar

No son comunes en nuestra literatura las mujeres heroicas y menos las heroínas épicas. Si bien las mujeres históricas participaron en movimientos sociales, sus acciones pocas veces se desenvolvieron en los campos de batalla. En este sentido, el escaso elenco de heroínas épicas en la ficción en lengua española, y en otras, corresponde a la primacía masculina en la guerra y en la creación canónica. Esta constatación, y la concomitante preservación de roles de género tradicionales en lo que a la épica se refiere, no excluye el cuestionamiento de la norma por parte de mujeres de carne y hueso o de papel. Catalina de Erauso —la Monja Alférez—, las mujeres varoniles del teatro del Siglo de Oro español y algunas figuras femeninas de los romances, además de protagonistas mitológicas, o de personajes históricos como Juana de Arco, forman parte de un repertorio femenino que rebasa los límites de la femineidad pasiva y subordinada que prevalece en la configuración de la mujer en la épica.

Desde esta perspectiva, la exploración de los límites de la femineidad tradicional y sus transgresiones por parte de escritoras contemporáneas implica una relectura crítica de la literatura y un cuestionamiento de la visión de las mujeres en la historia. La creación de protagonistas guerreras no conlleva necesariamente la reivindicación para las mujeres de conductas violentas y destructivas sino, más bien, la ruptura de arquetipos que las encierran en la pasividad y les niegan la capacidad de actuar con valor, osadía e incluso crueldad, que ellas también tienen en tanto seres humanos. Si algo se reivindica así es la capacidad de romper con un dualismo reductor que impide calibrar la diversidad y la variedad de formas de ser en el mundo.

El ejercicio de la imaginación para cuestionar y minar el dualismo de las definiciones tradicionales del género es una de las constantes que caracterizan la obra novelesca de Carmen Boullosa. La mujer vestida de hombre, aventurera y guerrera, la mujer poderosa y combativa, de Duerme (1994) o de De un salto descabalga la reina (2002), son personajes que transgreden las normas masculinas, patriarcales, no en un mero afán de rebeldía sino como parte de un proceso de desarrollo personal, de búsqueda de sí, que las empuja a traspasar normas sociales que se erigen en barreras arbitrarias.

En La otra mano de Lepanto (2005), la escritora lleva aún más lejos el cuestionamiento del pensamiento binario y la visión dualista del mundo al dar vida a una protagonista maestra en el arte de la espada que, además, es gitana, debe cumplir una misión para los moriscos andaluces, pero se integra a las tropas cristianas. Marcada por la contradicción, la figura de María, la bailaora espadachina, encarna y enfrenta, como veremos, tanto los avatares del heroísmo femenino como los de un mundo plural destruido precisamente por la imposición de una visión maniquea que justifica la conquista y la destrucción. Esta compleja construcción de un heroísmo épico femenino en un mundo descoyuntado se complementa o complica con la figura de otra mujer guerrera que se asemeja a la virago o a la monstrua furiosa de la literatura misógina, en quien las cualidades del héroe se trastocan en vicios bajo el influjo de una violencia social y política despiadada. Aunque Zaida, la antagonista de María, tiene cualidades similares a las de la heroína de Lepanto, a fuerza de pérdidas y desgracias se transforma en una máquina de muerte que nada, en apariencia, justifica.

 

Como sugeriré en este ensayo, al crear y contraponer dos heroínas, con un destino igualmente desdichado, Boullosa reivindica el potencial de las mujeres para luchar por una causa, sin obviar la influencia de pasiones cegadoras, ya el amor, ya el odio, ni el impacto, directo o indirecto, de los desastres de la guerra. Cuestiona así el binarismo genérico y explora el cruce de pasiones humanas y exigencias sociales, que conducen a ambas mujeres a la infelicidad. La gloria, efímera, se le niega a la heroína épica y a la sobreviviente des-humanizada.

Un nuevo viejo mundo

En La otra mano de Lepanto Carmen Boullosa nos transporta a un mundo a primera vista exótico, y a la vez familiar. Al siglo XVI, a la era de expansión del Imperio español, prolífica en hazañas guerreras y hechos de barbarie (según quien relate la historia) y a uno de los principales acontecimientos en la lucha entre cristianos y musulmanes, la batalla de Lepanto en 1571.

En esta novela histórica, con mucho de épica y otro tanto de novela sentimental, la historia de María, gitana granadina, combina la “verdadera historia” de la gitanilla de Cervantes con la de una guerrera que, según refiere la cita del epígrafe, habría combatido en Lepanto. Reescritura y revelación en un sentido, pero también algo más. Al contar la vida “verdadera”, oculta, de María, la gitanilla espadachina, Boullosa no propone sólo una reescritura de la novela ejemplar, sino que, en una vuelta de tuerca, sugiere que Cervantes habría contado, a sabiendas, una historia, si no falsa, ficticia, a pedido de la protagonista heroica que conociera tras la batalla de Lepanto. Los juegos narrativos, como indica esta transposición, son centrales en este texto, claramente inspirado en la literatura del Siglo de Oro.

Exótico puede parecernos el mundo de los moriscos granadinos, de los que aún sabemos poco; exóticas también las batalles navales que involucran a medio globo, por así decirlo, a las potencias europeas unidas contra el turco en nombre de la religión, estandarte que, como se sabe, oculta intereses menos espirituales. Exótica también, o excepcional en más de un sentido, la heroína épica a quien se atribuye gran parte del triunfo de las tropas cristianas en Lepanto.

El mundo de María, no obstante, resuena desde el inicio con una nota familiar. Gracias a la literatura del Siglo de Oro español, en particular la de Cervantes, clara inspiración de esta novela, reconocemos en medio de este paisaje lejano voces, personajes y, desde luego, conflictos y desgarramientos típicos de la época, como el afán de conquista cristiano, el reforzamiento de identidades castizas con base en la pureza de sangre, la búsqueda de un lugar de honra y honor en una sociedad en transición, donde lo más tradicional (la sed de gloria, el ser social definido como esencia, el discurso monológico del poder) frena la transformación, ahoga la pluralidad y acaba con los remansos de tolerancia existentes. La “edad conflictiva” que estudiara Américo Castro revive en estas páginas con particular intensidad.

La nota familiar, el reconocimiento, sin embargo, no se deriva tan sólo del reencuentro con páginas leídas en grandes autores. La materia misma de la novela, la historia, rompe con el espejismo, a ratos deseado, de que ese mundo, esos conflictos han quedado atrás. Los tiempos que Boullosa recrea y reinterpreta se asemejan a los nuestros. La historia contada, llena de relatos intercalados e intertextualidades diversas, es desde luego la re-construcción (así sea ficticia) de una historia acallada, la de María la gitana granadina, heroína de Lepanto; o una mal conocida, la de los moriscos perseguidos en la España de Felipe II. Es también una reflexión sobre el acontecer histórico y sobre la forma en que se narran y acallan o reinterpretan los hechos, así como una invitación a releer el presente desde el pasado. Aquí me centraré en los dos primeros aspectos, pero cabe al menos apuntar la conexión entre los conflictos actuales y pasados en una novela escrita a la luz del 11 de septiembre de 2001.

Desde esta perspectiva, no es mero juego de palabras el título del último capítulo del libro, “El nuevo mundo”. Nuevo mundo fue aquel que empezó a forjarse, para los habitantes de la península ibérica, en 1492 con la conquista de América, la caída de Granada y la expulsión de los judíos de la España que entonces se forjaba. Nuevo mundo, atroz, para los moriscos perseguidos en la península en el siglo XVI. Nuevo mundo, también, el de la nueva correlación de fuerzas tras la caída de los turcos ante el embate cristiano. Fuerzas en tensión que, así fuera en un equilibrio inestable, dibujaron un mapa distinto del reparto de poderes entre imperios. Un nuevo mundo marcado por la conquista de tierras, bienes, hombres y almas, semejante entonces al viejo, aquel desgarrado por guerras de cien años, reconquistas y matanzas. Mundo falsamente nuevo en cuanto que del caos inicial (posterior a Lepanto) no surge un orden armonioso sino nuevos gérmenes de discordia, pues a diferencia del primigenio, ideal, este caos es, en la terrible imagen boullosiana, un mar de muertos y mutilados, un océano de horror. Nuevo mundo, pues, que no es esperanzador reinicio sino nueva etapa de un viejo orden que se reordena y renueva en su misma infelicidad y sordidez.

La reflexión sobre el acontecer histórico y las vidas que lo construyen y sufren, característica de gran parte de la obra de Boullosa, se ha vuelto aquí más sombría. Aunque cercanas en el tiempo histórico recreado, muy alejadas están la María de Lepanto y la Claire de Duerme, por ejemplo. Si en el nuevo mundo americano de esta todavía era posible pensar la solidaridad, la ilusión y la inmortalidad apacible aunque paralizante, la historia de María se inscribe de principio a fin en una era conflictiva en que la intolerancia, el rencor y la sed de venganza condenan toda ilusión terrenal al fracaso.

La novela se inicia en el pórtico de Galera, ciudad asediada por las tropas cristianas que buscan imponerse en Andalucía. Habitada por mujeres moras, la ciudad resiste hasta la muerte. El relato contrasta la valentía de las mujeres, dirigidas por Zaida, con la argucia y la fuerza armada superior de los cristianos. Desde el inicio, el relato contrapone los ideales esgrimidos por estos a sus vicios y crueldades. Tras masacrar a la población, las tropas saquean la ciudad y la siembran de sal. De este infierno sólo sale viva la valiente comandanta. Estragada por el dolor de perder a su madre y su abuela, y la experiencia terrible de haberse salvado bajo una pila de cadáveres, se ha convertido en una sobreviviente, más muerta que viva: “Zaida ha aprendido en los últimos meses a luchar y comandar, pero también a no sentir” (p. 27).1

Este inicio enmarca la historia de María bajo el signo de una violencia extrema que se repite en recurrentes batallas y en la imposición del dominio cristiano por la fuerza bruta. Si en la historia de esta gitanilla bailaora hay secuencias de luz y felicidad, el signo de Galera y el acecho de Zaida después de su derrota, aparecen como signos fatídicos que acabarán por destruir lo que se revela como esquiva y falsa ilusión. Así, aunque aquí reconozcamos las exploraciones de Boullosa en torno a la identidad, sus transgresiones lúdicas y lúcidas de los límites del género, sus rejuegos subversivos con las apariencias que unen y desunen identidades y cuerpos en transición2, presentes en Duerme, la luz todavía esperanzada del nuevo mundo geográfico de Claire se eclipsa en las brumas de Lepanto. La violencia que la precede y caracteriza es más constante, brutal, demoledora; destruye comunidades, flotas enteras, vidas que se soñaban o que se deseaban. Además, se mira y narra de cerca, en la derrota de Galera y en el triunfo de Lepanto.

Mirar y pensar de frente el horror, como se hace en esta novela, pone en cuestión la forma misma del narrar y el concepto mismo del heroísmo bélico. ¿Cómo narrar el horror? ¿Cómo transmitir el horror de lo vivido sin quedar para siempre atrapado en él? Al mismo tiempo, ¿cómo nombrar la participación activa en el horror? ¿Cómo salir inmune de una batalla que culmina en “una alfombra de jóvenes mujeres muertas” (p. 26) o en un mar ensangrentado? ¿Cuándo hablar de heroísmo y cuándo de barbarie? Aunque la autora implícita sugiere las primeras preguntas a través de Carriazo, cronista de Lepanto, y en el silencio de María acerca del espectáculo atroz que los circunda, en su diálogo con Cervantes después de la batalla, las siguientes preguntas surgen del contraste entre María y Zaida. Lo mismo que el relato invita a cuestionar la narración de los hechos históricos mediante la contraposición de perspectivas diversas, y muestra cómo lo que es hazaña para unos es crueldad infame para otros, quienes leemos la historia de María y Zaida hemos de reconocer y cuestionar a la vez el sentido heroico, desdichado o trágico de sus actos.

Enlazada con la obra cervantina, por su estructura, sus personajes y muchos de sus temas y preguntas, La otra mano de Lepanto combina invención, recreación de mundos conflictivos y escenarios luminosos, y, como Don Quijote, no puede ofrecer salidas fáciles. A la vez que extiende el manto de la ilusión literaria para acoger a sus personajes maltratados por la vida y el destino, narra sus “otras” historias, la que ellos no quisieron contar, las que se acallaron por conveniencia y las que se perdieron en narraciones milagreras o mezquinas. Esas historias, las de los moriscos y los gitanos, las de María y Zaida, están marcadas por el sello de la violencia multifacética y brutal que se recrea en estas páginas.

Trastocamientos: María, bailaora

y heroína épica

Con la “verdadera historia” de la gitanilla, Boullosa transforma el relato cervantino de identidad perdida y recobrada en el de una mujer atravesada por las contradicciones y límites de su tiempo, que alcanza una dimensión heroica, para perderla casi de inmediato por su condición mujeril y la imposibilidad de escapar del pasado. En ella se conjuntan la femineidad encarnada en la alegría del baile, la belleza y la sensualidad, y cualidades atribuidas al heroísmo masculino: la fortaleza, la valentía y la astucia.

Nacida en Granada de padres gitanos, María vive una infancia feliz hasta que su padre le es arrancado por la persecución contra la comunidad gitana. Encerrada en un convento donde padece maltrato y desprecio, logra escapar gracias a la estratagema de un poderoso morisco, amigo de su padre, Farag. Este la libera por amistad, pero, sobre todo, porque ve en ella a una potencial aliada en la defensa de la comunidad morisca, también amenazada por el fundamentalismo católico. Contraviniendo las reglas de su propia gente, Farag dispone que María aprenda el arte de la espada. Así la prepara para aventurarse por los caminos europeos para llevar un libro plúmbeo a Famagusta, donde será “encontrado” y revelará la conexión del Islam con el Cristianismo,3 en un intento de reivindicar a la comunidad morisca y detener la represión católica contra ella.

La vida regalada de la gitanilla en la familia de Yusuf, maestro de armas, recuerda algunos cuentos de la Alhambra y ciertas visiones exóticas del Oriente. Aunque breve, la estancia de María es dichosa: baila, se viste de sedas, aprende a usar la espada y pasa horas con sus amigas Luna de Día y Zaida, hijas de Farag y Yusuf respectivamente. Esta etapa culmina con su salida de Granada, por caminos llenos de peligros, en compañía de dos jóvenes músicos gitanos, Andrés y Carlos. Las aventuras del trío se asemejan a las de personajes cervantinos que también andan esos parajes. Vestida de hombre, con una magnífica espada morisca que “la hará invencible” (p. 131) y el libro plúmbeo a cuestas, María, como Cervantes, cae en manos de piratas y es llevada a Argel, aunque no a los baños. Escapa gracias a su arte y su inteligencia y logra por fin llegar a Nápoles, de donde debería embarcarse hacia Famagusta para dejar ahí el libro. Ahí, sin embargo, la Historia y el amor se atraviesan en su camino.

Gitana granadina, que pese a haber conocido muy pronto la desgracia expresa en su baile su origen gitano, la hibridez de la sociedad andalusí y la pérdida de esta, María es un personaje vital, que mantiene su alegría de vivir. En su determinación inicial de cumplir su misión, liberadora, y, por tanto, de trascendencia histórica, parece encarnar el afán de resistencia gitano y morisco, no exento de trazas de la fortaleza y astucia (aunque sin los embustes) de los pícaros de su época. María, adolescente cuando inicia su entrenamiento y muy joven cuando fascina a Nápoles con su baile, se mantiene pura moralmente en un ámbito donde la pureza más preciada es la de la sangre y donde la moral, en cambio, se caracteriza más por la ambigüedad y la apariencia.

 

La pasión, como en muchas novelas e incluso en alguna novela ejemplar cervantina, irrumpe de pronto para cambiar la conducta y la suerte de la protagonista. Cortejada por un capitán español que se unirá a las tropas cristianas al mando de Don Juan de Austria, el vencedor de Galera y mano armada del rey a quienes gitanos y moros deben su desgracia, cede a la seducción de la riqueza y la cortesía y luego a la ilusión del amor. Olvidada de su misión, ignorante del padecer de su padre que, tras escapar de las galeras, la ha encontrado sin hacérselo saber, la gitanilla disfruta de las riquezas —mal habidas, subraya la voz narrativa— de Don Jerónimo Aguilar, de la adulación de músicos y “amigos” y “pierde la cabeza” (p. 254). Lo que no pierde es su sentido de la honra: mujer digna de su tiempo, María valora su virginidad como su “joya más preciada” y aun en la fiebre amorosa se mantiene casta. Su afán de preservar su dicha, y su falta de sentido de la realidad son tales, sin embargo, que se atreve a advertir a su amado que sólo se le entregará después del matrimonio. Semejante idea provoca risa y un alud de mentiras en Aguilar, quien jamás había pensado “casarse con una gitana, desprovista de dinero, honor, prestigio, familia” (p. 269), y quien, como hombre apegado a las convenciones de su tiempo, piensa que “el matrimonio es para afianzar posiciones y hacer mayores las riquezas” (p. 269), y que a las mujeres se les puede engañar con bellas palabras.

Tan pura como la gitanilla, María confronta un destino distinto al de la protagonista cervantina. Ella no puede escapar a la diferencia de linaje y sangre. Es hija de Gerardo, el “rey del pequeño Egipto”, no de hidalgos cristianos viejos, y carece de dote. Más atrevida que aquella, sigue el camino de algunas protagonistas del teatro de la época: cuando su amado se embarca en la Real para ir a combatir a los turcos, trueca sus ricos vestidos por un atuendo varonil que le permite hacerse pasar por pintor en la misma nave.

En esta transformación de María la bailaora por la pasión, convergen recursos literarios de la época en que se sitúa su historia: la figura de la mujer vestida de varón, protagonista de la novela bizantina, y elementos de la novela sentimental. El trueque de ropas encubre su condición de mujer, su juventud le permite engañar a quienes la creen un joven imberbe, el talento que antes le permitió adornar la repostería de las monjas le abre ahora las puertas a una nueva aventura, nada doméstica, inspirada por un impulso femenino que en la literatura del Siglo de Oro justifica la adopción de un disfraz masculino.

La joven que develará su arte marcial en Lepanto es una mujer fuerte y sentimental, sensual y casta, lúcida hasta que la pasión amorosa la ciega y trastoca sus lealtades. Su participación en la batalla contra los turcos es uno de los pasajes más vívidos de la novela.

En la nave capitana, la gitanilla baila con espada en mano, según Carriazo mata a cuarenta enemigos, probando el lema de su arma: “Quien toque el filo de mi espada, tocará la puerta de la muerte” (p. 155); llevada por el frenesí bélico, contribuye de manera decisiva al triunfo cristiano. Actúa como valiente guerrero aun cuando Baltazar, a quien conoció en el camino a Argel, la reconoce y descubre su corporalidad femenina. Con el pecho desnudo, María sigue matando, actuación que enardece a los soldados cristianos.

La reacción de Jerónimo de Aguilar en este trance remite a lo milagroso o a lo romántico. Quien según Carriazo es “cobarde”, se convierte en salvador de María-Pincel contra el arcabuz de Baltazar. Cuando él a su vez es herido, María se paraliza y, tras la batalla, vuelve a la condición femenina de enamorada fiel que cuida de su amado hasta la muerte y lo llora. En palabras de Carriazo, María “Peleaba como un varón, lloraba como mujer, y aullaba como una loba” (p. 357).

En este pasaje de transformaciones sucesivas, Boullosa configura a una heroína épica más atractiva que la Monja Alférez y más compleja que Claire. Aunque su vertiente amorosa resulta un tanto problemática desde la perspectiva del siglo XXI, concuerda con los códigos de femineidad de la época, que valoran en esta la deriva sentimental y justifican la ceguera de la pasión. Al mismo tiempo, la emotividad y la emoción resultan también cualidades que le permiten a María recuperar cierto sentido crítico después de la batalla.

Al encontrarse con un Cervantes enfermo y débil, la espadachina no presume sus hazañas, por el contrario, “está llena de una extraña vergüenza” (p. 392), no se identifica ya con los soldados, ni con su gloria. Su orgullo de heroína, sin embargo, no se desvanece del todo: siente rabia cuando De Soto, vocero de Don Juan de Austria, menosprecia su valentía por su condición femenil, y como gran concesión le permite quedarse entre las tropas como soldado raso, sin premio alguno: “A mí, que fui una valiente, que fui guerrera en buena lid, me pagan con nada: con sueldos de hambre que muy de vez en cuando arriban” (p. 406). Aunque Cervantes la compensa armándola caballera de la Orden del Toisón de Oro, la gitana bailaora decide retomar su propio camino, volver a Nápoles.

Como explica la voz narrativa, María ha empezado a reconocer el error de participar en una guerra que no es la suya, de ahí parte de su vergüenza. Por otra parte, es evidente que no se ciega ante el horror de Lepanto, al que mira de frente. Tan estremecedor es el espectáculo que la rodea que advierte a Cervantes: “No querrás ver el mar de Lepanto” y no se lo describe. La imagen del mar ensangrentado, cubierto de cadáveres, donde los vencedores saquean los barcos y los despojos de los vencidos, impone un silencio opuesto a las proclamas y cantos épicos que justifican como hazañas y triunfos lo que, desde otra perspectiva, son acciones bárbaras.

Pese a su cambio de bando, María es más que una guerrera traidora a su causa. La fuerza de sus contradicciones no se debe sólo a “debilidades” o “fallas trágicas”, sino también a las características de su condición de mujer y de la sociedad convulsionada a la que pertenece. Ante Cervantes, lo que María reconoce y se niega a la vez, es un asunto personal: las motivaciones de su acción, inspiradas en una pasión ciega y en un cálculo equivocado. Pero es también una cuestión social que atañe al libre albedrío —recurriendo al vocabulario de la época—, a la libertad y al destino. Su situación nos lleva a preguntarnos ¿en qué medida el ser humano, y en este caso la mujer del siglo XVI, escoge libremente, o hasta qué punto su “destino” está determinado por su condición social? O, asunto más espinoso, ¿en qué medida María traiciona a quienes le enseñaron, con otros fines, que “el corazón manda”?

Al contarle su historia a Cervantes, como le habría gustado vivirla, para que la inmortalice como personaje en un futuro relato ficticio, la propia gitanilla borra su faceta heroica y, con ella, su falla de deslealtad y traición. En esa vida imaginaria, deseada, María se despoja de sus cualidades “varoniles” sin por ello adoptar una pasividad “femenina”, y borra, con el desenlace feliz, los obstáculos a su propia felicidad amorosa. La novela de Boullosa no sugiere con esto que María traiciona su origen gitano, sino que apela al potencial de la literatura para darle a una protagonista desdichada la vida que le habría gustado vivir, así sea dentro de los límites de la imaginación en una mujer de su época.

En la transformación de María después de Lepanto y en su diálogo con Cervantes, Boullosa retoma el tópico de la pasión desdichada, pero lo inscribe en un marco más amplio, histórico, social y comunitario, que resulta más decisivo. Si la protagonista reconoce al final el sentido de sus actos, en cierto modo está actuando como personaje trágico a punto de toparse con la fatalidad del destino, un destino escrito tiempo atrás, así sea en una promesa impuesta: el juramento de lealtad que Zaida impusiera a Luna de Día y a María antes de la salida de esta de Granada.