El heroísmo épico en clave de mujer

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Elena decide, seguramente muy temprano en su vida, no seguir las pautas de comportamiento propias de su clase y condición; decide no pasar de largo la mirada sobre el doliente. Más bien, escoge detenerse en él o en ellos. Le interesa darle voz con su pluma y, al hacerlo, poder comprender mejor su dolor y entender también, de mejor manera, a toda una parte de la sociedad mexicana que, si bien está marginada del poder económico y político, es fundamental en términos de la cultura nacional en el más amplio sentido del término. En el sentido de la mexicanidad que tanto trabajo ha costado a escritores, sociólogos o psicoanalistas tratar de definir en qué consiste. Ni Paz en su Laberinto de la soledad, ni Santiago Ramírez en su libro sobre lo mexicano (1977) logran dar en el clavo sobre el asunto.

Elena Poniatowska se da cuenta también de lo difícil si no es que imposible de la tarea. Por lo mismo, también sabe que es en la ficción, o mediante la ficción, que ciertos rasgos de lo mexicano pueden ponerse al descubierto. La cultura mexicana es, para Elena Poniatowska, la cultura que transita de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Si el de arriba mira a París y habla francés, el de abajo mira las ruinas de su mundo indígena y habla tzotzil o náhuatl o no habla lengua indígena alguna, pero sí come chile, frijol y tortilla, y echa mano de la imaginación recurriendo a mitos y ritos que el colonial, católico y español nunca logró erradicar por completo. El mundo cultural que le interesa a Elena Poniatowska es el mundo que se produce y reproduce en el cotidiano acontecer del día a día; en donde decantan ciertas formas culturales que, aún hoy día y en crisis, se resisten a desaparecer a pesar de los embates de la modernidad. Es así que el personaje de Hasta no verte Jesús mío vive en este México, sí, pero también está segura de que esta es la tercera vez que regresa a la tierra: “Esta es la tercera vez que regreso a la tierra, pero nunca había sufrido tanto como en esta reencarnación ya que en la anterior fui reina. Lo sé porque en una videncia que tuve me vi la cola” (Poniatowska, 1969: 9). Esta certeza le permite, al personaje, poner su vida actual en perspectiva y vivir de lleno en la imaginación mítica y ritual, culturalmente aceptada por sus congéneres en Oaxaca, quienes también hablan de la “Obra Espiritual” sin que esto impida que sean fieles al catolicismo:

En la Obra Espiritual les conté mi revelación y me dijeron que toda esa ropa blanca era el hábito con el que tenía que hacerme presente a la hora del Juicio y que el Señor me había concedido contemplarme tal y como fui en alguna de las tres veces que vine a la tierra (Poniatowska, 1969: 9).

Jesusa Palancares, personaje singular del México revolucionario, en la ficción de Elena Poniatowska cobra vida para mostrar existencia en donde la arbitrariedad, el agotamiento cotidiano y la miseria marcan la vida de esa mujer que fue trabajadora doméstica y o obrera, pero quien también fuera una combatiente en la época de la Revolución mexicana. El sostén de todas las Jesusas Palancares, nos muestra Poniatowska, fue su cultura y su fe en la “Obra Espiritual”. Es decir, el sincretismo religioso de Jesusa Palancares le permite trascender esta vida, en donde sufre tanto, por la vía de la imaginación mítico-poética, en la que recuerda haber sido reina en una vida anterior y es eso lo que le da amparo y protección. La ironía del relato se centra, además de en el propio transcurrir, sobre todo en el final, donde Jesusa, no sin dolor, admite: “Yo no creo que la gente sea buena, la mera verdad, no. Sólo Jesucristo y no lo conocí”. Elena Poniatowska crea un personaje poderoso en la literatura mexicana y da voz a una mujer que, en su dolor, se aferra a sus valores espirituales para soportar la vida en turno, en un México poco compasivo con sus dolientes.

A manera de conclusión

John Coetzee, el Nobel de Sudáfrica, nos dice que todo texto que se escribe, ya sea crónica, ficción o incluso crítica literaria, tiene un origen autobiográfico. Yo creo esto a pie juntillas y en el caso de Elena Poniatowska su obra y su vida se entrecruzan a manera de contrapunto en una espiral que toca la épica heroica femenina desde aristas múltiples y complejas.

Si en la mitología antigua un héroe es un hombre nacido de un dios o una diosa y de un ser humano, más que hombre y menos que Dios, en la resemantización que Elena Poniatowska da a la noción de heroísmo, no vamos a encontrar ni a Hércules, ni a Aquiles, ni a Eneas, sino a mujeres que, nacidas de dos seres humanos, sufren, luchan y gestan su destino con valentía y con la convicción de su valía y de su pasión, aunque esto implique pasar por el psiquiátrico, como Leonora Carrington, o vivir en la más estricta soledad, como Josefina Bórquez. Elena no extrae el heroísmo del canon clásico y monumental sino de su experiencia, que confronta con la de las otras mujeres que le sirven de espejo en su prosa y con la de mujeres que viven en los márgenes de la sociedad y son invisibles para esta. La apuesta de Elena es por la democratización del heroísmo. Acierta y sugiere que no hay que buscar lo heroico en reyes, caballeros o superhéroes, sino en el cotidiano vivir de mujeres que hacen un esfuerzo sobrehumano por dignificar su vida y condición: mujeres insumisas, indómitas, cuestionadoras, subversivas; mujeres que tienen una vocación y se aferran a ella; mujeres que viven la vida con una pasión heroica.

Bibliografía

Barajas, Rafael, el Fisgón (2014). La princesa Selenita. México, D.F.: Era.

Echeverría, Bolívar (comp.) (1994). Modernidad, mestizaje cultural y ethos barroco. México, D.F.: UNAM/El Equilibrista.

Loaeza, Guadalupe (13 de abril de 2014). Elena Poniatowska, heroína de las letras. Forma y Fondo, revista semanal del periódico Reforma.

Mohssine, Assia (2012). Interculturalidad, escritura y género. La mística de los márgenes como resistencia cultural. Magriberia, núm. 5.

Poniatowska, Elena (1969). Hasta no verte Jesús mío. México, D.F.: Era.

Ramírez, Santiago (1977 [1959]). El mexicano: psicología de sus motivaciones. México, D.F.: Grijalbo.

1 Véase Echeverría (1994).


Épica mía

Carmen Boullosa

Prefacio

A fines del siglo XIX, Samuel Butler, nieto del célebre escritor del mismo nombre (1835-1902), a quien Aldous Huxley reconoce deberle parte de su Brave new world por la sátira y utopía Erewhon or over the range, quien fuera, además de novelista y viajero, el traductor de la canónica versión al inglés en prosa de la Ilíada y la Odisea, conjeturó en su libro La autora de la Odisea, subtitulado “Cuándo y cómo escribió, quién era, cómo utilizó ella la Ilíada, y de qué manera creció el poema en sus manos”, que la versión que conocemos de la Odisea está en puño y letra de mujer —una poeta siciliana (1050-1000 a.C.), un personaje real, su tumba existe en Sicilia con el apropiado epitafio.

La versión de Samuel Butler no desmiente la más aceptada —y que utilizó Ismail Kadaré (1936, Albania) en la novela traducida al español como El expediente H.—. La Odisea y la Ilíada son creación popular, hechura colectiva, canto de bardos, pasa del habla y la música a la palabra escrita, decidido salto que, según Samuel Butler, fue emprendido, comprendido y asumido por la poeta siciliana (y según Kadaré aún seguía cantándose en los años treinta, en los Balcanes, en el formato original). Hay un punto más que decir de la novela de Ismail Kadaré: la atribución de la autoría de la Ilíada y la Odisea es candente para naciones vecinas, en ello radica su legitimidad y existencia. La novela de Kadaré está basada de hecho en un suceso real de los treinta, en Albania, dos académicos estudian in situ el canto de los bardos populares.

Samuel Butler explica que su libro surgió de una duda que lo asaltó cuando estudiaba la Ilíada y la Odisea ante la astuta percepción de los diálogos entre mujeres, los aciertos en el trazo de los personajes femeninos y “los territorios por tradición femeniles”, mientras que los “masculinos”, sus diálogos, labores y “territorios” le resultan vagos e imprecisos. Sospechó entonces del género del autor: ¿de verdad podía ser un varón el autor de esos libros?

En el libro con que ensayó a responder a su duda, Butler nos permite seguir la construcción de su tesis. Primero sospecha que el autor era un sirviente, sin acceso a la cercanía de los señores. Descarta de inmediato este primer argumento porque, si hubiera sido el caso, al dicho autor sirviente le quedarían desdibujadas las princesas, y no es el caso, las mujeres le salen de perlas, sean de la clase social que sean, no así los varones, ni su mundo. Butler procede a sopesar la posibilidad de que la autoría fuera de una persona afectada de ceguera, pero encontró insuficiente la explicación al desentonar con la abundancia de aciertos “visuales”. Tras descartar otras explicaciones, Butler señala los errores en el texto que le parece tendrían que haber sido cometidos por una mujer:

Aún más, hay muchos errores en la Odisea que un joven cometería fácilmente, y en los que un varón difícilmente habría caído, como por ejemplo hacer al viento silbar sobre las olas al final del segundo libro, pensar que un cordero pudiera sobrevivir con tomar dos veces de una oveja que ya habría sido ordeñada [...] creer que un barco tenía timón en sus dos extremos [...] pensar que madera bien curada podría cortarse de un árbol en crecimiento [...] hacer que un halcón destroce a su presa cuando aún la lleva en el ala, cosa que ningún halcón podría hacer (Butler, 1922: 240, 244-245, 308-309, 483, 527 y 540).

 

Butler abunda en ejemplos de la falta de familiaridad de la autora con herramientas y armas (por ejemplo, un hacha), objetos (por ejemplo, una embarcación), o con los caballos, y en estas fallas encuentra los indicios para concluir que el autor de esta obra clásica de la épica universal —como anticipa el título de su libro— no pudo ser un hombre, sino una mujer.

Previendo una objeción “mayor” contra su dictamen, Butler rebate:

Se me rebatiría con el argumento de que es demasiado improbable que cualquier mujer, fuera quien fuera, de la edad que fuese, tuviera la capacidad para escribir una obra maestra como lo es la Odisea. Pero lo mismo se aplica, fuese el varón que fuese. En los cientos de años desde que la Odisea se escribió, ningún varón ha vuelto a escribir algo que pueda compararse con esta. Es en extremo improbable que el hijo de un comerciante de telas de Stratford pudiese haber escrito Hamlet o que un hojalatero de Beforshire pudiese producir una obra maestra como The Pilgrim’s Progress (El progreso del peregrino desde este mundo al venidero, mostrado como un sueño), de John Bunyan. Una obra admirable requiere de un trabajador admirable, pero hay mujeres admirables como varones admirables (ibidem).

Demos por hecho (para el propósito de hoy) la conjetura de Samuel Butler —que el autor de la épica no fue un tal Homero sino una poeta siciliana— y, en lugar de elaborar con esta una novela —como lo hizo Robert Graves en La hija de Homero (1955)—, tomémosla y fijémosla como telón de fondo, o mejor como un paisaje, porque el paisaje, que tiene vida propia —cambia segundo a segundo—, no será nuestro protagonista, sino eso que da el paisaje: ambiente y una forma de gubernatura del ánimo.

El eje de nuestro estudio el día de hoy es la reelaboración o el rebobinamiento en un carrete distinto de la épica, su otra vuelta de tuerca y su necesaria protagonista: la heroína. No será la Penélope hogareña bordando, aunque a esta no la descartaremos, queda en nuestra narración porque ella también tiene voz de bardo —como los que iban recitando a su paso las aventuras de Héctor y Aquiles—, voz de narradora —a lo Scheherezada—, tiene aguja y pluma en mano, escribe las aventuras de los que pelean por las Troyas.

Pongamos en el foco a las mujeres que viven en carne propia la aventura, y entre ellas a las clásicas, y para mí muy queridas, Amazonas o Antianiras de la Ilíada. No a las Penélopes, sino a las Pentesileas.

Otro brochazo al paisaje

El que llamé prefacio, entonces, se nos ha vuelto el paisaje —la autora siciliana y sus protagonistas, los varones heroicos—. Sobre este, trazaré, en corto, la épica de la que yo quisiera ser autora: el texto que tiene por trama, por centro, por motto, por tono, las vidas y las obras de las autoras de nuestra lengua. Conocidas, célebres o no, leídas u olvidadas, ellas serán mis heroínas, con sus personajas y sus batallas. Ellas correrán las aventuras, confrontarán los demonios colectivos, se dispondrán a derrotar a los tiranos —y a veces a suplantarlos—, querrán desplazar al poder, cambiar las leyes; sitiarán la ciudad y sus costumbres.

Antes de comenzar el trazo, el croquis de mi narración, anexo un brochazo al paisaje, surgido de la trama inmediata que estoy por contar. Tal como le ocurre al color del cielo a la distancia, que depende del inmediato tono de la superficie del mar: el brochazo al paisaje lo da María Enriqueta Camarillo (autora mexicana del siglo XIX) con la novela corta El consejo del búho. Un joven huérfano es el centro de la historia, es el “héroe”, el que lleva la historia colectiva a cuestas. Pasará de la provincia a la capital, donde aprenderá y heredará un oficio. Un oficio significativo. Será sastre, el que da la apariencia de urbanidad a los caballeros.1

Mientras que el héroe de la novela de María Enriqueta Camarillo conquista la gran ciudad, hace fortuna y gana dinero, olvida su vida provinciana y con esta a su amiga más querida, la mujer —sonriente y pura—, como buena Penélope, espera y espera… hasta que de pronto, llamado tal vez por la ansiedad del matrimonio (así puede leerse en el texto la asociación), el héroe vuelve a casa, regresa por su primer amor, a quien da por muerta varias veces en el trayecto. Ella es su raíz, y será quien haga la narración de su historia, esto es: ella es quien le da sentido al hacedor de trajes.

Conservemos a María Enriqueta Camarillo ahí, al lado de la siciliana autora de la Odisea, adición a nuestro paisaje.

La ciudad

Quede el paisaje a la distancia, escondido tras construcciones, cables y otros elementos del espacio urbano, para acercarnos a lo nuestro: la épica que yo quisiera para mí, consistiría en narrar la trepidante trama de nuestras autoras, sus obras y vidas, pasando de una generación a la subsiguiente —saltándome tal vez algunas—, yendo de archiconocidas como Teresa de Ávila y Juana de Asbaje, a desconocidas pero grandes autoras. Yo escribiría, teniéndolas a ellas de heroínas, una épica fundadora, Historia y leyenda, o tal vez más leyenda que Historia, como debe ser una épica.

La leyenda tiene relativa autorización de la Historia, cuenta con el voto popular, corre de boca en boca —del barco al poeta, del poeta al novelista, hoy tal vez del novelista al cineasta o al guionista, y de este a la comunidad, al pueblo.

La trama de la aventura que yo quisiera escribir incluiría las obras y vidas de estas autoras. Narrarlas como si fueran más allá, más expansibles que la Historia: la raíz nuestra, las Héctoras y Aquilas. En una voz colectiva, que fuera también personal. Darle, diría la doctora Mohssine, otra vuelta a la épica, un sentido diferente a la leyenda colectiva, en una forma también nueva, en otra dirección. Redimensionar a estas autoras sería cambiar el cuerpo histórico y el literario —el canon literario—, no sólo las proporciones.

Cada una de ellas figuraría con y por su heroísmo, su batalla, su triunfo y su derrota. Cada una de ellas desafiaría a un tirano, a leyes injustas —como la pena de muerte—, a costumbres, a prejuicios (contra la mujer, contra los indios), a los demonios, a ciertas ideas, y algunas también al Bien, porque sin duda hay héroes malvados —es el encanto mayor de los batmanitos o supermanitos—: van destruyendo mientras luchan contra el mal, siempre conflictuados y sicológicamente inestables.

Otras de las autoras, sus personajes y tramas, defenderían un punto teológico, una posibilidad teórica, o, muy importante, la fantasía, la imaginación, ese recurso que es necesario alimentar con educación y rigor para encontrar salidas a encrucijadas sociales o ecológicas difíciles, o para defender la libertad de pensamiento.

Empezaría mi aventura con Teresa de Ávila. De familia de marranos (su abuelo y padre señalados por la Inquisición por prácticas judaizantes), clavada a sus fobias, atormentada por la bulimia (sufrió el vómito persistente de la bulímica), en plena Contrarreforma, desafiará el orden eclesiástico —el mismo orden que prejuiciosamente la desautoriza por sangre y género—. Ella, mujer, de sangre “no limpia” (si eso existe), funda su propia orden religiosa. Sabe hacer dinero de la nada —como un buen banquero—. Conquista el territorio literario moderno del memorialista, y —si lo anterior no sirviese para hincar a sus pies a la autoridad— experimenta raptos místicos que la liberan al flecharla. Vencida, será la impune cuando se entrega a visiones trastornantes, en delirios que tienen su par en lo que ella más parecía temer: el delirio erótico.

Diremos que Teresa de Ávila gana uno por uno los títulos de la modernidad y los usa en su provecho: mística y con una veta banquera (haciendo dinero de la nada), funda una orden religiosa, es empresaria, es memorialista, y es eróticamente libre, se entrega sin tapujos a la flecha de su amado elegido: el ser divino. Sus triunfos y sus victorias consisten en ganarle la partida al poder reinante, que intenta cerrarle las puertas, y tomarlas para acceder a sus victorias.

A su muerte, la derrota continuará por episodios: emparedan su cadáver para que nadie lo hurte; así y todo, semanas después su confesor semidescuartiza su cuerpo incorrupto (le saca el corazón, le corta un brazo, la mano, el meñique), la tornan en un valor capital contra los herejes, y al paso de los años, en una santa. (En cuanto al meñique: caerá en manos de piratas franceses, y se pagará rescate para recuperarlo.) La caricatura de su derrota le corresponde a Francisco Franco, quien dormía siempre al lado de la reliquia de la mano de la santa, eligiéndola como el talismán que lo protegía de sus enemigos.

Sus victorias también han continuado: sus lectores, la permanencia de la orden teresiana.

En mi narración épica, tras la divina Teresa vendría la aguerrida María de Zayas. Se pasan la antorcha porque ya para entonces a Teresa la han usado sus enemigos y requiere revancha. María de Zayas elabora su propia personalidad literaria no siguiendo los pasos de la narrativa de Cervantes —en la novela corta— o de Lope —en La Dorotea— (podría discutirse con cuál sentía mayor afinidad), sino los del traductor de Cervantes al francés, usando libremente historias de crímenes reales para alimentar sus tramas de violencia y suscitar el interés lector. De esta manera, no solamente se procuró de una enorme cantidad de lectores, sino que, violencia en mano, se propuso derrotar estructuras misóginas que si hoy son, en el mejor de los casos, techos de cristal, han sido a lo largo de los siglos losas sepulcrales. Lo dice con todas sus letras María de Zayas: nos dan “por espadas ruecas, y por libros almohadillas”.

De Zayas hizo de su rueca-pluma una filosa espada con la que insistió en defender los derechos de las mujeres, y de su almohadilla-libro, el trono que la coronó como la autora más vendida del siglo XVI. En el Siglo de Oro, fue la que ganó más plata.

No procuró heroínas sino criminales —algo a lo Batman o lo Superman—, no intentó escribir Historia dando un papel protagónico a las mujeres, sino que su utilización de la trama, aguerridamente feminista, está en otra parte —en su novela corta La fuerza del amor dice: “porque las almas no son hombres ni mujeres ¿qué razón hay para que ellos sean sabios y presumen que nosotras no podemos serlo?” (De Zayas, 2012).

Fue heroína trágica sólo post mortem, cuando nos la desaparecieron. Lo fue todo; al morir la hicieron nada.2

Irrumpe en mi épica Juana de Asbaje. De ella siempre se pueden decir tantas cosas, como que es la fundadora de una idea de patria mexicana, la idea de lo mejor que es México, pluricultural y rico. Pero sólo me detendré en un detalle.

En su Respuesta a Sor Filotea (1 de marzo de 1691), hay unas líneas donde elabora una genealogía de mujeres, como ha señalado Margo Glantz, con el objeto de ganar legitimidad. Quiero subrayar lo osado de esta genealogía que no omite ni a la reina de Saba, ni a la reina Cristina, considerando sobre todo que está contestando a una carta que le reprueba “de tal manera se abata a las rateras noticias de la tierra” y no “aplique su entendimiento al Monte Calvario” (Soriano Vallés, 2014). La sapientísima reina de Saba, mundana y rica, viajó a poner a prueba, a hacerle un examen, al rey Salomón. La reina quedó impresionada con las ropas, comidas y arquitectura de Salomón. Por respuesta, le dio, generosa, una propina: “dio al rey ciento veinte talentos de oro […] y gran cantidad de especias aromáticas y piedras preciosas. Nunca más entró tanta abundancia de especias aromáticas como las que la reina de Saba dio al rey Salomón” (Cantar de los Cantares). Especias, aromas (placeres sensoriales), joyas, dinero y sabiduría terrenal, de una mujer sola, reina y viajera.

En cuanto a “la gran Cristina Alejandra, Reina de Suecia, tan docta como valerosa y magnánima”, aunque es verdad que se había convertido al catolicismo, era vox populi que, como la de De Zayas, la reina-rey, hacía cosas de varones, vestía ropas varoniles (como quiso hacer Juana para irse a estudiar a Salamanca), tenía afectos eróticos por las mujeres, sin descartar tampoco en ese rubro a los caballeros. Su sexualidad era libre, y la ejercía guiada por el placer.

Hay algo más en Juana de Asbaje que no quiero dejar de mencionar —la cereza sorjuanesca—, parafraseándola: El sueño no os hará hombres o mujeres o idiotas o muy listos: os hará libres.

 

Continúo y apresuro mi narración épica

La ecuatoriana Dolores Veintimilla (1829-1857) nació cuando nacía su país al fracturarse el fundado por Simón Bolívar, y tornarse en un conglomerado de tres provincias rivales. Dolores viviría en las tres capitales de estas: Quito, Guayaquil y Sucre, y sería la beneficiaria y víctima de la división del país bolivariano, pues, se diría, en Venezuela quedó el cuartel, en Colombia la universidad y en Ecuador el convento. Su enemigo, por atreverse a alegar en contra de la pena de muerte, y por la defensa de los derechos humanos de un indio, sería un religioso (firmaba como “Fray Escoba”) que la atacaría ferozmente en Cuenca.

Dolores Veintimilla escribió poemas que deberían considerarse entre los mejores de los románticos latinoamericanos. Ultrajaron su cuerpo —la autopsia ordenada para rebuscar si traía niño, aunque su marido la había dejado tiempo atrás—, arrastraron su cadáver por las calles, no se le dio entierro en cementerio cristiano. Quemaron sus papeles, sobreviven menos de una decena de poemas formidables, como este:

La noche y mi dolor

El negro manto que la noche umbría

Tiende en el mundo a descansar convida,

Su cuerpo extiende ya en la tierra fría

Cansado el pobre y su dolor olvida.

También el rico en su mullida cama

Duerme soñando avaro sus riquezas,

Duerme el guerrero y en su ensueño exclama:

Soy invencible y grandes mis proezas.

Duerme el pastor feliz en su cabaña

Y el marino tranquilo en su bajel;

A este no altera la ambición ni saña

El mar no inquieta el reposar de aquel.

Duerme la fiera en lóbrega espesura,

Duerme el ave en las ramas guarecida,

Duerme el reptil en su morada impura,

Como el insecto en su mansión florida.

Duerme el viento… la brisa silenciosa

Gime apenas las flores cariciando;

Todo entre sombras a la par reposa,

Aquí durmiendo más allá soñando.

Tú, dulce amiga, que tal vez un día

Al contemplar la luna misteriosa,

Exaltabas tu ardiente fantasía

Derramando una lágrima amorosa.

(Veintimilla, en Barrera Agrawal, 2015)

Las románticas, como Dolores Veintimilla, quisieron cambiar el mundo: la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), con la primera —y la mejor— novela antiesclavista, Sab; la gallega y extraordinaria narradora Emilia Pardo Bazán (1851-1921), quien luchó porque Gertrudis fuera incorporada a la Academia en España, fracasando porque su candidata era mujer; la argentina Juana Manuela Gorriti (1818-1896), de célebres tertulias en Lima —que congregaron a varias de las aquí enumeradas—, es la primera autora argentina de cuentos fantásticos, adalid de la fantasía y defensa de los indefensos, incluyendo a su marido —con quien mal matrimonio había llevado y con el que no vivía ya—, Belzú, presidente boliviano asesinado en funciones, cuya memoria ella rescató.

La mexicana poeta, ensayista, cuentista, cronista, novelista, pedagoga y editora (como varias de las románticas mencionadas) Laura Méndez de Cuenca (1853-1928), de larga vida. Pasó nueve años en San Francisco, donde fundó una revista que fue buen negocio (se codeaba con William R. Hearst). Debió su primera educación (la más sólida) a las reformas de Benito Juárez, su florecimiento profesional al régimen de Porfirio Díaz, su primer corazón roto al popular poeta Manuel Acuña —ella fue su amante y la madre de su hijo, muerto a los tres meses, poco después del suicidio del poeta—, y algunos de sus mejores versos a la Revolución. No hay tiempo aquí para cubrir el abanico de su obra. De Juárez escribió un ensayo biográfico:

Contigo, oh Juárez, empieza la nación su vida autónoma: el espíritu de patriotismo que has legado a la nueva generación promete ser imperecedero. Tú nos diste el ejemplo: lo hemos seguido (Méndez de Cuenca, 2006).

De los carrancistas escribió:

Son los soldados amarillos

que se avistan, y vienen, y se acercan,

con sus equis de cananas en el pecho,

con sus cuchillos de las botas en las grebas,

con los cintos relumbrando de cartuchos […]

(Méndez de Cuenca, 2004)

En la narración épica que imagino escribir teniéndolas a ellas de heroínas, el reto con Laura Méndez resulta superior: ella supo observar y representar los cambios de un país volátil y sólido a un tiempo (durante períodos a larga distancia —desde Berlín y en San Luis, Misuri—, lo que agudizaba su capacidad de observación). Convivió durante años con una mujer que bordaba muy bien, Aurora, su cómplice, su compañera, su aliada en la casi imposible labor de tener una hija.

Otra ecuatoriana es su coetánea, muy distinta, Marietta de Veintemilla (1855-1907), primera dama de su país —del brazo de un golpista, su tío—, quien ante la amenaza de otro golpe de Estado en su contra se autonombró general de las fuerzas armadas de su nación, por eso los soldados la apodaban “La Generalita”. Es autora, entre otros, de un libro excepcional escrito en el exilio, publicado en 1898, Páginas del Ecuador, delicia de narrativa épica, legitimación de su patria, reivindicación de las mujeres e interpretación de la América Latina. Años después escribiría sobre Madame Roland:

Esta noble figura de la Revolución francesa se elevará siempre como una prueba de que el espíritu no se conforma a las circunscripciones de la materia, y que para elevarse muy alto no necesita los músculos vigorosos que ostenta el hombre. Propio es, sin embargo, de la vanidad masculina, negar en lo absoluto a la mujer ciertas cualidades, y varón hay que se cree de buena fe superior a la Roland, a la Staël, o a la Gertrudis Gómez de Avellaneda, sólo porque levanta un peso de doscientas libras o está dispuesto a dejarse matar en cualquier lance (De Veintemilla, 2006).

Poco antes de su muerte, ya de regreso en su país, mientras congregaba aliados para dar un golpe de Estado y sostenía sesiones espiritistas, escribió un tratado de psicología moderna en el que argumenta que toda la filosofía universal ha sido un estudio de la psicología humana.

En esa narración que sueño escribir algún día, irrumpiría con su lucha la peruana Clorinda Matto de Turner (1852-1909). En su novela Aves sin nido denuncia los abusos del cura del pueblo —fue otra mujer que se fue contra Sansón a las patadas—, la despidieron del trabajo (era la editora en jefe de El Perú Ilustrado) y su casa fue asaltada por la turba. Clorinda consigue remontar sus problemas, convertida en rica molinera gracias a sus habilidades prácticas y empresariales, y continuaría su oficio de escritora.

Incorporaría en mi narración a una revolucionaria: Dolores Jiménez y Muro. Aunque sus versos no alcanzan la altura de las otras heroínas, me tomaría la licencia de incluirla por haber sido coronela de Zapata (Revueltas la llama “la amada de Zapata”), por haber sido una escritora al servicio de la causa, por acuñar manifiestos, frases, eslóganes (“La tierra es de quien la trabaja”), por ser la única cara de mujer en la fotografía que conocemos de Zapata y Villa en la silla presidencial —todos los otros presentes, muy diversos, son varones— y por haber sido sostén económico de su hermana, que estaba casada con Díaz Mirón.

Termino con saltos apresurados: no podrían faltar Nellie Campobello y Alaíde Foppa. Las que cantaron sus versos, Violeta Parra y Chabuca Granda. Las editoras y autoras de la revista Rueca, las costarricenses en fuga mexicana Yolanda Oreamuro y Eunice Odio. Y qué decir de Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Teresa de la Parra, Alfonsina Storni (su heroica muerte voluntaria es también épica), Rosario Castellanos, Inés Arredondo, Victoria Ocampo y Silvina Ocampo.

¿Podrán todas mis heroínas aparecer incorporadas en un mismo relato? Son tan diversas. Estuvieron en guerra contra códigos de comportamiento que asfixiaban a grandes sectores de la población, y sí abrieron, en sus textos, espacio para mujeres, para indios; liberaron esclavos, se negaron a que existiera la pena de muerte, pidieron derecho al divorcio; dieron vuelo a la hilacha, a la imaginación sin más signo que ella misma, al placer, a la alegría, y a sus contrarios. Al sentido que da a la insensatez la narrativa. Y afuera de la habitación propia en que trabajaran, y de la casa donde hicieran revuelo, el mismo “paisaje” que dibujé verbalmente al empezar estas páginas, tendría que estar presente. Daría un tono e induciría a una atmósfera. Y esta se parecería a la vida real, al mundo en que habitamos. Alterando aquella frase de Ambrose Bierce, alguien diría: “Ser mujer —al cruzar al territorio de nuestra lengua— es eutanasia”.3