El heroísmo épico en clave de mujer

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Cuando hube sacado en limpio la primera versión mecanografiada de su vida, se la llevé en un grueso volumen empastado en keratol azul cielo. Me dijo. “¿Para qué quiero esto? Quíteme esa chingadera de allí. ¿Que no ve que nomás me estorba?” Pensé que le gustaría por grandota y porque Ricardo Pozas me contó en alguna ocasión que a Juan Pérez Jolote le decepcionó la segunda edición del relato de su vida publicada por el Fondo de Cultura Económica: “¡Aquella medía una cuarta!” y añoraba la de pastas amarillas del Instituto Nacional Indigenista. En cambio, si Jesusa rechazó la versión mecanografiada, escogí como portada al Santo Niño de Atocha que presidía la penumbra del cuarto para la publicación del libro y, en efecto, al verlo me pidió veinte ejemplares, que regaló a los muchachos del taller para que supieran cómo había sido su vida, los muchos precipicios que ella había atravesado y se dieran una idea de lo que era la Revolución.

La dureza de su niñez, el maltrato de la señora Evarista, su madrastra, y la soledad la hicieron desconfiada, altiva, una yegua muy arisca, que esquiva las manifestaciones de cariño. Sin embargo, Jesusa Palancares tuvo su jardín secreto. Dormía en el cuarto de su madrastra pero, como el perro, afuera, en el balcón, y tenía la responsabilidad de abrirles la puerta a los mozos y a las criadas que la señora Evarista encerraba por la noche. Para que no se le hiciera tarde, el aguador la despertaba al ir al río a llenar sus ollas de agua.

“Al aguador se le hizo fácil llevar una rama de rosas para despertarme. Me daba con ella en la cara y luego allí me la dejaba. Él se echaba el primer viaje a las cuatro de la mañana. Apenas si alcanzaba el barandal, se paraba abajo, por el lado donde se asomaba la cabeza y colgaba mi pelo, y sentía yo las flores en la cara. Todos los días las cortó y seguro les quitaba las espinas porque yo no sentía más que frescura. Despertaba y adivinaba en el reloj del Palacio que eran las cuatro de la mañana y trataba de verlo a él, que se iba para el río entre sus dos burros a llenar sus ollas, y cuando se me perdía de vista pues yo todo el día andaba trayendo la rama de rosas.

”Un día le pregunto yo a Práxedis:

”—Oye, ¿quién es ese que me tira una rama de rosas todos los días?

”—Ándale, con que eres la novia del burrero… Pues te lo voy a traer.

”Una tarde lo llevó; un muchacho como de unos diecisiete años. Tenía sus ojos aceitunados, delgadito él. No platicamos nada. Nomás el mozo Práxedis hizo burla delante del burrero y delante de mí:

”—Ándale, ¿cómo no sabía yo que era tu novia, manito?

”—No, manito, no. ¿Cómo va a ser mi novia si tú me dijiste que la viniera a recordar? Apenas si le he visto los cabellos desde abajo.”

Jesusa rodeó siempre lo suyo de un enorme pudor. La única mención a su vida amorosa fue:

“Cuando Pedro andaba en campaña, como no tenía mujeres, allá sí me ocupaba, pero en el puerto no se volvía a acordar de mí. Por allá en el monte, los soldados nos hacían unas cuevas de piedras donde nos metíamos. Él nunca me dejó que me desvistiera, no, nunca; dormía vestida con los zapatos puestos para lo que se ofreciera a la hora que se ofreciera; el caballo ensillado, preparado para salir. Venía él y me decía: ‘¡Acuéstate!’. Era todo lo que me decía: ‘¡Acuéstate!’. Que veía algún movimiento o algo: ‘¡Ya levántate, prepárate porque vamos a salir para donde se nos haga bueno!’. Yo nunca me quité los pantalones, nomás me los bajaba cuando él me ocupaba, pero que dijera yo, me voy a acostar como en mi casa, me voy a desvestir porque me voy a cobijar, eso no; tenía que traer los pantalones puestos a la hora que tocaran: ‘¡Reunión, alevante!’, pues vámonos a donde sea… Mi marido no era hombre que la estuviera apapachando a una, nada de eso, era hombre muy serio. Ahora es cuando veo yo por allí que se están besuqueando y acariciando en las puertas. A mí se me hace raro porque mi marido nunca anduvo haciendo esas figuretas. Él tenía con qué y lo hacía y ya.”

Su pubertad tampoco le dejó una huella indeleble:

“Ahora todo se cuentan; se dan santo y seña de cochinada y media. En aquel tiempo, si tenía uno sangre, pues la tenía y ya. Si venía, pues que viniera, y si no, no. A mí no me dijeron nada de ponerme trapitos ni nada. Me bañaba dos o tres veces al día y así toda la vida. Nunca anduve con semejante cochinada allí apestando a perro muerto. Y no me ensuciaba el vestido. No tenía por qué ensuciarme. Iba, me bañaba, me cambiaba mi ropa, la tendía y me la volvía a poner limpiecita. Pero yo nunca sufrí, ni pensé, ni me dolió nunca, ni a nadie le dije nada.”

Frente a la política mexicana su reacción fue de rabia y desencanto:

“¡Tanto banquete! A ver, ¿por qué el presidente no invita al montón de pordioseros que andan en la calle? A ver, ¿por qué? Puro revolucionario cabrón. Cada día que pasa estamos más amolados y el que viene nos muerde, nos deja chimuelos, cojos y con nuestro pedazo se hace su casa.”

Los demás tampoco le brindaron consuelo alguno:

“Es reteduro eso de no morirse a tiempo. Cuando estoy mala no abro mi puerta en todo el día; días enteros me la paso atrancada, si acaso hiervo té o atole o algo que me hago. Pero no salgo a darle guerra a nadie y nadie se para en mi puerta. Un día que me quede aquí atorzonada, mi puerta estará atrancada… Porque, de otra manera, se asoman los vecinos a mirar que ya está uno muriéndose, que está haciendo desfiguros, porque la mayoría de la gente viene a reírse del que está agonizando. Así es la vida. Se muere uno para que otros rían. Se burlan de las visiones que hace uno; queda uno despatarrado, queda uno chueco, jetón, torcido, con la boca abierta y los ojos saltados. Fíjese si no será dura esa vida de morirse así. Por eso me atranco. Me sacarán a rastras, ya que apeste, pero que me vengan aquí a ver y digan que si esto o si lo otro, no, nadie… nadie… nadie… sólo Dios y yo. Ultimadamente, entre más se deja uno más lo arruinan. Yo creo que en el mismo infierno ha de haber un lugar para todas las dejadas. ¡Puros tizones en el fundillo!”

Me atraían su rebeldía, su agresividad: “Antes de que a mí me den un golpe es porque yo ya di dos”. Permanece su esencia, su fuerza redentora, una huella del México de 1910, aunque su cara cambie. A punto de caer en la verdad, el instinto de conservación de Jesusa la hizo distraerse y soñar, y eso la salvó. Al porqué metafísico lo volvió en sus “visiones” y dulcificó el cosmos al poblarlo de sus seres queridos.

Sí, la Jesusa es como la tierra, tierra fatigada y presta a formar remolinos. Busquen y encontrarán su cara en las manifestaciones, en los mítines y en toda la constelación de protestas que repica cada vez más fuerte. Busquen y la verán salir de las bocas del metro, la hallarán en la maraña de rieles bajo el puente de Nonoalco, en los ojos radiantes de las muchachitas que apenas se asoman a la vida, en las manos que tallan, en las que sirven el café en jarros de barro, en la mirada de las mujeres que saben tenderse sobre la hierba fresca y mirar el sol sin parpadear.

A la Jesusa me parece verla en el cielo, en la tierra y en todo lugar, así como una vez estuvo Dios, Él, el masculino.

Jesusa Palancares murió en su casa, Sur 94, manzana 8, lote 12, Tercera Sección B, Nuevo Paseo de San Agustín. Más allá del aeropuerto, más allá de Ecatepec, el jueves 28 de mayo de 1987 a las siete de la mañana. En realidad, se llamaba Josefina Bórquez, pero cuando pensaba en ella pensaba en Jesusa.

Murió igual a sí misma: inconforme, rejega, brava. Corrió al cura, corrió al médico; cuando pretendí tomarle la mano, dijo: “¿Qué es esa necedad de andarlo manoseando a uno?”. Nunca le pidió nada a nadie; nunca supo lo que era la compasión para sí misma. Toda su vida fue de exigencia. Como creía en la reencarnación, pensó que esta vez había venido al mundo a pagar deudas por su mal comportamiento en vidas anteriores. Reflexionaba: “He de haber sido un hombre muy canijo que infelizó a muchas mujeres”, porque para ella ser hombre era sinónimo de portarse mal.

Un día antes de morir nos dijo: “Échenme a la calle a que me coman los perros; no gasten en mí, no quiero deberle nada a nadie”. Ahora que está bajo tierra y que alcanzó camposanto, quisiera mecerla con las palabras de María Sabina, tomarla en brazos como a una niña, cobijarla con todo el amor que jamás recibió, entronizarla como a tantas mujeres que hacen la historia de mi país: México, y que México no sólo no acoge, sino que ni siquiera reconoce.

En esa casa de Sur 94, arriba, en el techo, Jesusa armó su última morada, con palitos, con ladrillos, con pedazos de tela. A pesar de que tenía una estufa, puso en el suelo un fogoncito y sobre un mecate colgó sus enaguas que convirtió en cortina, una cortina con mucha tela que separaba su lecho del resto de la mínima habitación. Tenía su mesa de palo que le servía para planchar y para comer, y bajo la pata coja, un ladrillo que la emparejaba. En un rinconcito, arrejuntó a todos sus santos, los mismos que vi en la otra vecindad. El Santo Niño de Atocha, con su guaje y su canastita, su sombrero de tercer mosquetero con pluma de avestruz y su prendedor de concha, esperaba impávido la adoración de los magos. Antes, las gallinas cacareaban adentro y gorjeaban su ronco zureo las palomas; ahora, fuera del cuarto, en un espacio de la azotea, Jesusa hizo que comenzara el campo. Puso una rejita que a mí siempre me pareció inservible, unos viejos alambres oxidados, una cubeta sin fondo a modo de valla o defensa: tablitas, palos de escoba, cualquier rama de árbol encontrada en la calle, y los amarró fuerte, y esos palos muy bien amarraditos cercaron por un lado a sus gallinas y por el otro a sus macetas, yerbabuena y té limón, manzanilla y cebollín, epazote y hierba santa. Había dificultado el acceso a su casa, para que ella fuera la única dueña de la puerta; un camino estrecho que llevara al cielo, y sólo ella le abriera al sediento.

 

En México, la dignidad que tiene la gente del campo se diluye en las villas de miseria, muy pronto avasallan el plástico y el nylon, la transa y la trácala, la basura que no es degradable y degrada y la televisión comprada en abonos antes que el ropero o la silla. A diferencia de los demás, Jesusa subió a su azotea un pedazo de su Oaxaca y lo cultivó. Cruzó sin chistar todos los días esas grandes distancias del campesino que va a la labor: dos y tres horas de camión para llegar a la Impresora Galve en San Antonio Abad; dos o tres horas de regreso a la caída del sol, cuando todavía pasaba a comprar la carne de sus gatos y el maíz de sus gallinas. Una vez, tuvo una hemorragia en la calle y se sentó en la banqueta. Fue el principio del fin. Alguien ofreció llevarla a un puesto de socorro. No aceptó, se limpió como pudo, pero como temió marearse de nuevo en el autobús y ensuciarlo, se vino a pie bajo el sol, tapándose con su rebozo, como un animal en agonía que sólo quiere llegar a su guarida, de la avenida San Antonio Abad a Ecatepec, hasta su casa en San Agustín. Como burro, como mula, como muerta en vida, como quien se muere y da la última patada, caminó paso a paso, anciana, en un esfuerzo inconmensurable sin que nadie se diera cuenta de que esta mujer pequeñita estaba haciendo una proeza tan atroz y tan irreal como la del alpinista que estira su cuerpo hasta su última posibilidad para llegar a la punta del pico más alto de los Andes. Imagino el esfuerzo desesperado que debió costarle ese viaje. La veo bajo el sol ya fuera de sí, y se me encoge el alma al pensar que era tan humilde o tan soberbia (las dos caras de la misma moneda) para no pedir ayuda. A partir de ese momento, Jesusa no volvió a ser la de antes. Le había exigido demasiado a su envoltura humana, esta ya no daba de sí, le falló. Su cuerpo de ochenta y siete años le advirtió “Yo ya no puedo, síguele tú” y por más que Jesusa le espoleaba, ya sus órdenes erráticas no encontraban respuesta. Terca, sin aliento, se encerró en su cuarto. Sólo una vez quiso hacer partícipe a su hijo adoptivo Lalo, Perico en Hasta no verte Jesús mío, de una visión que le envió el Ser Supremo. Al asomarse a la ventana de su cuartito, había visto en los postes de luz de la esquina cuatro grandes crisantemos que venían girando hacia ella. Y la visión le había llenado de luz la cuenca de los ojos, la cuenca de su colchón ahondado por los años, la cuenca de sus manitas morenas y adoloridas: “¿No las estás viendo tú, Lalo?”. “No, madre, yo no veo nada.” Claro, Lalo nunca vio más allá de sus narices. Esa noche, al notar que su respiración se dificultaba, Lalo-Perico decidió bajar a Jose-Jesusa, que ya ni protestar pudo, a la recámara que compartía con su esposa y la acostó en una cama casi a ras del suelo, envuelta en trapos, sobre una colcha gris, su cabeza cubierta con un paliacate que tapaba su cabello ralo. Allí, pegada al piso, Jesusa se fue empequeñeciendo, ocupando cada vez menos espacio sobre la tierra. Y sólo una tarde, cuando se recuperó un poco, lo interpeló: “¿Dónde me viniste a tirar?”.

En torno a su figura cada vez más esmirriada empezó a revolotear un médico de “allá de la otra cuadra” que no se rasuraba, ni se fajaba el pantalón, la boca blanca y fofa, los labios perpetuamente ensalivados. Apenas recuperó un poco de fuerza, Jesusa dejó de hablar y cuando el médico hacía su aparición cerraba los ojos a piedra y lodo. No los volvió a abrir. Ya no tenía nada que ver con la tierra, ya no quería tener que ver con nosotros, ni con nuestros ojos voraces, ni con nuestras manos ávidas, ni con nuestro calor pegajoso, ni con nuestras trampas, ni con nuestras mentes partidas como nueces, nuestra solicitud de pacotilla. Que nos fuéramos a la chingada, como ella se estaba yendo, ahora que cada segundo la sumía más dentro del colchón a ras del suelo, antecesor de su cajón de muertos.

Apenas si medía uno cincuenta y los años la fueron empequeñeciendo, encorvándole los hombros, arrancándole a puñados su hermoso pelo, aquel que hacía que los muchachos de la tropa la llamaran la Reina Xóchitl. Lo que más le dolía era perder sus dos trenzas chincolas y cuando iba al centro, al pan, a la leche, se cubría la cabeza con su rebozo. Caminaba jorobada, pegada a la pared, doblada sobre sí misma. A mí me gustaron sus dos trenzas entrecanas y chincolas, su pelito blanco rizado en las sienes y sobre la frente arrugada y cubierta de paño. También en las manos tenía esos grandes lunares. Ella decía que son del hígado; más bien creo que son del tiempo. Los hombres y las mujeres con la edad se van cubriendo de cordilleras y de surcos, de lomas y desiertos. La Jesusa se parecía cada vez más a la tierra; era un terrón que camina, un montoncito de barro que el tiempo amacizó y secó al sol. “Me quedan cuatro clavijas”, aseguró, y para señalar los agujeros se llevaba a la boca sus dedos deformados por la artritis.

Los años amansaron a Jesusa. Cuando la conocí, ni “pásale” decía. Ahora, cuando iba a verla a la Impresora Galve, me ordenaba:

—Usted siéntese que está cansada.

—¿Y usted?

—Yo no, yo ¿por qué? Aquí me quedo de pie. —Se pasaba de rejega.

—¿No se siente usted sola, a veces?

—¿Yo? ¿Sola? Es cuando estoy mejor.

Era verdad. Nadie le hacía falta, se completaba a sí misma, se completaba sola. Le eran suficientes sus alucinaciones producto de su soledad. No creo que amara la soledad hasta ese grado, pero era demasiado soberbia para confesarlo. Nunca le pidió nada a nadie. Hasta la hora de su muerte, rechazó. “No me toquen, déjenme en paz. ¿No ven que no quiero que se me acerquen?” Se trataba a sí misma como animal maldito.

La conocí en 1964. Vivía cerca de Morazán y Ferrocarril de Cintura, un barrio pobre de la Ciudad de México, cuya atracción principal era la Penitenciaría, llamada por mal nombre el Palacio Negro de Lecumberri. El penal era lo máximo; en torno a él pululaban las quesadilleras, los botes humeantes de los tamales de chile, de dulce y de manteca, la señora de los sopes y de las garnachas calientitas, los licenciados barrigones de traje, corbata, bigotito y portafolios, los papeleros, los autobuses, los familiares de los presos y esos burócratas que siempre revolotean en torno a la desgracia, los morbosos, los curiosos. Jesusa vivía cerca de la Peni en una vecindad chaparrita con un pasillo central y cuartos a los lados. Continuamente se oía el zumbido de una máquina de coser. ¿O serían varias? Olía a humedad, a fermentado. Cuando llegaba, la portera le gritaba desde la puerta: “Salga usted a detener el perro”, “Voy”, y allí venía Jesu-Jose, “Voy”, con el ceño fruncido, la cabeza gacha, las vecinas se asomaban. Amarrado a una cadena muy corta, el perro negro cuidaba la vecindad. Era alto y fuerte: un perro malo. Impedía el paso, de por sí pequeño, a cualquier extraño, y Jesusa, con la mano en alto, apenas más alta que él, se enronquecía al gritarle: “Estate quieto, Satán, carajo, Satán, quieto, quieto” y lo jalaba de la cadena a modo de estrangularlo mientras ordenaba: “Pase, pase, pero aprisita, camínele hacia mi cuarto”. El suyo estaba cerca de la entrada y le daba poco el sol. El ambiente era más bien hostil y para sobrevivir a su entorno Jesusa desarrolló lo que ella llamaba mañas. “Les gano a todos porque tengo muchas mañas para pelear.” No se juntaba con los vecinos para no “entrar en problemas”. Jamás les pidió nada y eso la enorgullecía: “Yo era fuerte, de por sí soy fuerte. Mi naturaleza es así… El coraje me sostenía. Toda mi vida he sido mal geniuda, corajuda”.

En 1985, a raíz del terremoto, el techo de la Impresora Galve cayó a tierra. A partir de ese día, Jesusa no fue al taller con la frecuencia que la mantenía en pie, puesto que no había dónde trabajar, y este rompimiento en su rutina le hizo daño. Estaba acostumbrada a esa obligación. “Yo tengo mi necesidad —decía—, usted tiene la suya: mi necesidad no es su necesidad, entonces no me perjudique.” Necesitaba hacer falta, cumplir. En su casa ya no había overoles ni la ropa más personal de los obreros: camisas, calzones, camisetas de hombre. Se volvió rabiosa. Cuando le conté con emoción que del Hotel Regis en la avenida Juárez habían desenterrado y sacado de los escombros a una pareja muerta, abrazada, las dos bocas unidas, y sentencié que así deberían morir todas las mujeres, con un hombre encima, y que qué bueno que en vez de correr a la hora del temblor habían decidido morir uno en los brazos del otro, me gritó que no fuera pendeja, que por eso me iba como me iba.

—¿Cómo va estar bien eso? Eso es una pura cochinada.

—¿Por qué?

—Porque nosotros no nacemos pegados, nacemos solitos, cada quien por su lado. Hay que vivir, pero solito.

* Este ensayo se publicó por primera vez en Vuelta, núm. 24, vol 2, noviembre de 1978, pp. 5-11, y está compilado en Luz y luna, las lunitas, Era, México, 1994, pp. 37-75.


El heroísmo en su doble vertiente: vida y obra de Elena Poniatowska

Raquel Serur

Amén de sugerente, el título “heroísmo épico en clave de mujer” de este volumen nos lleva a reflexionar sobre los dos conceptos, el heroísmo y la épica, y al hacerlo, encontramos cómo ambos se resemantizan y cobran una actualidad singular al vincularse a un tipo de literatura escrita por mujeres. Trataré de esbozar algunas ideas respecto de esta resemantización centrándome en Elena Poniatowska.

Si revisamos la vida y la obra de Elena Poniatowska con estos conceptos en mente, nos daremos cuenta de cómo esta, en el siglo XX y lo que va del XXI, otorga, a través de su vasta obra y de su larga y fructífera vida, un nuevo significado a la percepción que hoy podemos tener de la épica y del heroísmo puesto que los disloca de la óptica tradicional y los reconstruye con una mirada que pone el acento en ciertas formas de asunción de una manera de ser mujer y, en algunos aspectos, del lado oculto de lo femenino.

Heroísmo y vida

Octavio Paz, en 1961, le escribe desde París a Elena Poniatowska para sugerir que se redacte una carta para hacerla circular entre varios intelectuales y artistas, con el propósito de pedirle al presidente de la República la libertad de Alvaro Mutis. Acto seguido le pregunta: “¿Qué haces? Ya sé, escribes mucho, te mueves, brincas, saltas, eres casi heroica. Estás llena de celo moral, quieres salvar, exaltar, ayudar. Eres útil” (Loaeza, 2014: 14).

Esta carta de Paz subraya algo que nos interesa destacar. En Poniatowska lo heroico cobra dos vertientes: una que apunta a la ficción y de la que hablaremos en el segundo apartado, y otra que es parte de su propia vida y que quizá proviene de la percepción que la jovencita Elena se hace de sus padres. En el contexto épico de la modernidad europea, en la Segunda Guerra Mundial, la imagen que Elena construye de sus padres los vuelve personas que, en el imaginario juvenil de nuestra autora, se convierten en objeto de su especial admiración. Son su primer contacto con el heroísmo que ella va a perseguir toda su vida dándole la connotación que sugiere Paz en su carta que fecha el 11 de noviembre: “ser útil, ayudar, exaltar, salvar”, hacer todo esto llena del celo moral que dará congruencia vital a todo su quehacer y a su vida. Su heroísmo la lleva permanentemente a realizar actos extraordinarios al servicio del prójimo y al servicio de su país sin excluir, desde luego, a su escritura.

Rafael Barajas, el Fisgón, en el preciso e incisivo libro La princesa Selenita, recurre al humor y a la sátira para decirlo de esta manera:

Como periodista, le hizo notables entrevistas a reyes, bufones, brujas y animales mitológicos (es decir a Manuel Álvarez Bravo, Cantinflas, María Félix y Diego Rivera). Pero, sobre todo, le dio voz a los que no la tenían: a los pobres, a los perseguidos, a los disidentes, a los inconformes. Después de que el gobierno reprimió, a sangre y fuego, el movimiento estudiantil de 1968, cuando el país tenía miedo de hablar, la traviesa de Elenita fue una y otra vez a la cárcel a entrevistarse con los presos políticos y publicó La noche de Tlatelolco, un relato testimonial de la represión gubernamental que desafiaba la versión oficial […]. La gente del país del Indio Fernández nunca olvidó que fue la voz de una dama menuda la que puso en entredicho el discurso oficial y cuentan que, cuando estaba solo en su exilio, el gran asesino musitaba entre dientes “¡Esa princesita salió más cabrona que bonita!” (Barajas, 2014: 14).

 

Desafiar al sistema en un país en el que los periodistas son asesinados un día sí y otro también, en donde el régimen de Díaz Ordaz no fue la excepción, es efectivamente un acto heroico. Aunque Poniatowska no lo viva así, aunque no se dé cuenta, Elena es una heroína y lo que ha logrado, en cuya cumbre está el Premio Cervantes, es heroico.

De lo heroico que se visibiliza en la ficción

Por la manera en que Poniatowska examina y construye a sus personajes femeninos en su novelística, podemos notar que a ella le interesan tanto heroísmos ocultos como visibles. Se enfoca tanto en heroínas desconocidas como conocidas y propone en el intertexto de cada ficción una representación de las mujeres como heroínas épicas que en silencio gestan la historia de nuestro país.

Es en la construcción de sus personajes femeninos que Poniatowska imprime una forma de ser heroica, diferente en cada caso, y diferente, por supuesto, del heroísmo masculino, que requeriría de un análisis académico minucioso que rebasa los límites que impone esta presentación en donde sólo trataré de darle forma a esta intuición en unos cuantos párrafos. No tengo la menor duda de que en la manera de adentrarse en la vida de las otras, Elena le da forma e identidad a su propia voz, a su propia actitud ante la vida. O es quizá al revés, esta voz, esta actitud ante la vida es la que le hace escoger a cada persona para transfigurarla en un ente de ficción con características heroicas en un sentido nuevo.

Tinísima le permite a Poniatowska explorar una forma naciente de ser mujer en el México de los años veinte que se vincula con su propia historia y con la de muchas mujeres de la clase media ilustrada que comienzan a buscar formas libertarias que les permitan salir del confinamiento en la esfera doméstica. El heroísmo de Modotti es un heroísmo visible por tratarse de quien se trata. Es el heroísmo de la mujer que abre brecha al romper con los esquemas de su tiempo y ser fiel a su pasión artística.

La idea de la novela surge, como lo ha dicho Poniatowska, de muchas entrevistas y de un proyecto. Se le pide que elabore un guion sobre Tina Modotti y el encargo, por falta de recursos, no decanta en película. En esta casualidad de la vida, Poniatowska encuentra una veta de trabajo que le permite explorar y expresar cosas que a ella le importan como si de una gesta épica se tratara. Poniatowska se mira en el espejo de Modotti y en su narración, en el subtexto, deja entrever el carácter heroico de la vida y hazañas de Modotti. Toma por su cuenta el proyecto y entrevista a cuanta persona conoció o estuvo cerca de la estupenda fotógrafa Tina Modotti. Con ese material recrea toda una atmósfera de la vida en el México de la primera mitad del siglo XX y centra la novela en tres aspectos de la vida de Modotti que a Poniatowska le parecen clave: la fotografía, el amor y la militancia política. La historia de la fotografía da cuenta de la pasión de Tina por esta forma del arte; su relación con personajes como Edward Weston y Diego Rivera, entre otros, está muy bien documentada y recrea toda una batalla que conduce a Modotti a una suerte de liberación espiritual y sexual; su militancia comunista la vincula con un México que siente la necesidad de abrirse al mundo y que a ella la conduce a la URSS, a Alemania y a la Guerra Civil española. Para Poniatowska, esta forma de ser mujer no sólo le permite elaborar una novela que ya tiene un lugar propio en la historia de la literatura mexicana, sino que también le da aliento para transitar con dignidad y congruencia por los caminos que ella considera fundamentales en su propia vida: la literatura, el amor, México y la política.

En el otro extremo está el personaje Jesusa Palancares quien tipifica el heroísmo oculto, no evidente. Cuando Elena conoce y entrevista de miércoles a miércoles a Josefina Bórquez, encuentra en ella a la Jesusa Palancares de Hasta no verte Jesús mío (1969), uno de los personajes de ficción más conmovedores de la Literatura Mexicana. Una mujer que fue partícipe de la Revolución mexicana y quien, en voz de Assia Mohssine, se confronta “con las vicisitudes de una marginalidad múltiple: histórica, social, étnica y de género” (Mohssine, 2012: 133). Esa Adelita que, como muchas soldaderas desconocidas, acompañó a su Juan en la valentía del silencio heroico, en tiempos posrevolucionarios, sale adelante de manera quizá más heroica y digna que cuando era parte de las filas revolucionarias, pues lava overoles, vive en el silencio de su soledad y se alimenta de la imaginación combinada con el recuerdo.

Desde una perspectiva tradicional, lavar overoles no es una actividad que presente heroísmo alguno; sin embargo, en la pluma de Elena Poniatowska se describe al personaje, a su actitud cotidiana, como heroica en medio de una realidad en donde ser una lavandera y salir adelante conlleva un heroísmo de otro tipo. Un heroísmo no reconocido como tal por el mundo establecido pero que Elena construye minuciosamente a lo largo de la novela y muestra por qué sí lo es. Es un heroísmo oculto que le da un relieve al personaje mediante la mirada de una escritora que puntualmente realza las cualidades, el lenguaje y la imaginación de un ser excepcional. Elena queda fascinada con Josefina y de esta fascinación surge Jesusa Palancares. Dicho enfáticamente, Poniatowska sugiere que el heroísmo de Jesusa Palancares radica en sobrevivir, en primer término, a la heroína anónima de la Revolución mexicana y, en segundo término, en no amilanarse y, pese a todos los pesares, encontrar una manera digna de sobrevivir en tiempos posrevolucionarios, en un México donde, en todos los estratos sociales, reinan el machismo y el racismo, donde se invisibiliza a la mujer, más aún si es pobre y de origen campesino, y todavía más si es indígena. Es la fuerza de espíritu, cualidad de todo personaje heroico, la que sostiene a Palancares quien en todo momento utiliza el recurso a la imaginación para despegarse de una condición miserable y sin salida.

Por la enorme sensibilidad de Elena Poniatowska, podríamos pensar que una de las cosas que más le impactó de México, seguramente, fue la desigualdad social. Tanto en su obra de ficción como en su periodismo y en su crónica, Elena Poniatowska decide poner el acento en el mundo de los marginales.

Antes de llegar a México, por el simple hecho de tener una madre mexicana, ella es parte de dos mundos, del de la cultura europea y del de la cultura mexicana. Se sabe princesa, se sabe parte de la familia Amor y sabe también que el mundo mexicano al que pertenecía su madre era un mundo de suyo muy europeizante. Lo que también seguramente descubre al llegar a México es que la riqueza y la complejidad de la cultura mexicana se encuentran en formas de ser y de aprehender el mundo que nada, o poco, tienen que ver con el México de las clases dominantes. Su curiosidad y su inteligencia la llevan a explorar esta cultura singular que surge de un largo proceso de mestizaje, de un colonialismo que hizo aparecer formas de comportamiento completamente distintas, distantes ya, tanto del mundo indígena como del español.

Quizá muy temprano, quizá en la forma de ser del mundo materno, Elena se da cuenta de que el racismo y el clasismo mexicanos consisten en invisibilizar al otro, a aquel de extracción humilde, al que, a lo largo de los siglos, en el mundo colonial primero y colonizado después, le toca en suerte ser el dominado frente al dominante; a quien tocó encarnar el dolor del colonialismo y quien, para superarlo, echa mano, en su condición de mestizo cultural,1 del recurso a la imaginación; para vivir dignamente en un mundo que de otra manera sería invivible, el recurso a la imaginación es indispensable.