Teotihuacán: Recinto espiritual de curación física

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La verdad era que el perpetrador estaba actuando su realidad por instinto, para sobrevivir la situación de abuso que él mismo padeció de niño y que, en ese momento, él había recreado con su comportamiento en mí, siendo ya un adulto.

Los pensamientos de miedo, culpabilidad y vergüenza que el perpetrador había ocasionado en mi tía Teresa, la sometieron finalmente a actuar de la misma manera que el perpetrador. Mi tía Teresa empezó a demostrar más amor y respeto por el perpetrador enfrente de mis primos, en lugar de vergüenza y miedo para ocultar la verdad. De esta manera, mi tía Teresa pensó equivocadamente que estaba «protegiendo» los sentimientos de sus hijos. Y mi tía empezó a acondicionar su comportamiento, pretendiendo tener sentimientos de amor y respeto por su esposo enfrente de sus hijos, cuando en realidad ella sentía miedo, culpabilidad y vergüenza por lo que había hecho su marido.

El dolor emocional que ella había experimentado, aunado a los pensamientos de vergüenza, ignorancia, culpabilidad y miedo, cegaron su juicio emocional —voluntad/consciencia—. Mis primos, observando que el comportamiento de su madre era de amor y respeto hacia su padre; crecieron creyendo que esto era una realidad. De manera natural, mis primos habían puesto su confianza en el ejemplo de las acciones de su madre y de su padre. Sin saberlo, mis primos dieron por verdaderas las acciones falsas de mis tíos. El sentimiento que creció en el corazón de mis primos fue de buena fe, de confianza. Ellos sintieron y pensaron al mismo tiempo que su padre era un hombre de buena voluntad y un buen ejemplo para seguir. La verdad era que mi tía Teresa no supo cómo solucionar este problema por sí sola, porque carecía de información. La realidad era que ella estaba actuando equivocadamente, porque primero se comportó en contra del dolor que ella sentía y en contra de lo que ella le había dicho a mi madre iba a hacer en un principio. Ella les mintió a sus hijos cuando omitió decirles la verdad de lo sucedido. Segundo, debido a su ignorancia, ella nunca pensó que con la acción de ignorar lo sucedido, en realidad, ella estaba poniendo en peligro el bienestar de sus hijos y muy posiblemente el bienestar de otros menores de edad ante el comportamiento no corregido de su marido, el perpetrador.

Mi tía Teresa estaba protegiendo a un transgresor de la verdad cuando ocultó la realidad por vergüenza y miedo. La verdad era que el perpetrador estaba libre de ser corregido y, al mismo tiempo, se encontraba lejos de alcanzar una condición humana de comportamiento. Era un hecho que el perpetrador no iba a cambiar su conducta instintiva, regida bajo los pensamientos de culpabilidad, rechazo y vergüenza por él mismo. El perpetrador se encontraba libre para repetir la misma conducta en otros menores de edad, debido a la supresión —exclusión, negligencia automática— de sentimientos humanos que su mente poseía de manera acondicionada —habitual—, pues en su mente, ya no existía sensibilidad al tiempo por el abuso que padeció de niño. Su mente ya no observaba la diferencia o el límite de edades para entonces. Por lo tanto, su comportamiento como perpetrador iba a ser cíclico y constante. En su cabeza, no existían límites emocionales regidos por la diferencia de edad, sino racionales tutelados por el instinto, para sustituir la falta de emociones humanas que él mismo necesitó cuando él era un niño maltratado y abusado. La falta de emociones humanas de las que careció se reflejaba a través de las fantasías y de los pensamientos sexuales que él tenía y que, posteriormente, él proyectaba en otros adultos y/o menores de edad a través de sus acciones.

La realidad era que el reconocimiento de la verdad sin usar excusa alguna era el primer paso para mejorar su conducta, y la única forma real para poder proteger a otros niños del dolor físico y emocional de sus actos inconscientes —instintivos— sexuales e inhumanos.

Al día siguiente de que fui sexualmente atacada, mi madre aún se encontraba confundida. Ella no sabía cómo manejar la situación. La realidad del miedo que ella sentía por lo que pensaba podía hacer mi padre o no, al conocer la verdad, la cegaba. Ella no estaba segura de poder confrontarlo. Mi madre dudó de sus sentimientos por las numerosas razones lógicas que ella tenía en su mente. Sus pensamientos de miedo y el dolor emocional que sentía por mí fueron devastadores en ella. Ella estaba segura de que mi padre mataría al perpetrador al enterarse de la verdad.

Esa mañana, mi tía Teresa le hizo una llamada telefónica a mi madre para decirle que su esposo —el perpetrador— quería disculparse conmigo. Mi madre, sumergida en su angustia, vio esta acción como una solución temporal a la confusión y al miedo que ella sentía, mientras pensaba en cómo actuar ante mi padre y decidir si le decía o no la verdad. Y sin sentir y pensar adecuadamente en las consecuencias que esta decisión esporádica pudiera ocasionar en mi comportamiento en el futuro, acordó con su hermana Teresa enviarme nuevamente ante la presencia del perpetrador para recibir solamente una disculpa verbal.

Mi madre no sabía que lo que en realidad yo necesitaba para poder recuperar la confianza perdida en mí misma era vivir un acto de arrepentimiento y de buena voluntad por parte del perpetrador hacia mí, para posteriormente experimentar en mí el sentimiento del perdón y recuperar la confianza nuevamente en todo lo que me rodeaba y en mí misma de manera simultánea.

En mi madre, la duda a través de sus pensamientos le estaba diciendo que con esta disculpa no iba a existir ninguna necesidad de decirle la verdad a mi padre. Y pensando de esta manera, mi madre fue a mi recámara y me ordenó ir con mis tíos nuevamente, con la razón de que el perpetrador quería disculparse conmigo. Al escuchar esto, yo automáticamente me angustié y le dije a mi madre que no quería ir. Yo tenía miedo por lo que me había pasado y, además, había sufrido toda la noche pensamientos de repulsión en contra del perpetrador por haberme tocado en contra de mi voluntad. El haberme bañado antes de irme a dormir para sentirme limpia no me sirvió. No pude dormir gran parte de la noche debido a estos pensamientos de suciedad. Con todos estos pensamientos, yo misma empecé a detestar mi cuerpo. Los pensamientos de haber sido ensuciada por esta acción eran incontrolables, debido a la confusión y al miedo que experimenté. Y al hecho de que me sentía culpable y débil, por no haber tenido el valor y la fuerza suficiente de decirle la verdad a mi tío Marcos cuando todo este evento sucedió.

Sin embargo, mi madre, sin poder pensar en lo que yo sentía por su mismo miedo, comenzó a obligarme a ir, usando sus razones adultas y dejando de lado el hecho de que yo era una niña. Primero, ella me dijo que me pusiera a pensar en las consecuencias de decirle la verdad a mi padre. Y me expuso todo su miedo, angustia y posibilidades de la reacción de mi padre ante este crimen de una manera lógica y secuencial. Las explicaciones de mi madre acrecentaron mi temor, porque me parecieron coherentes y posibles. Instintivamente, pensé que no tenía de otra más que actuar en contra de lo que sentía en mi corazón. Yo quería proteger a mi padre. No quería verlo matando a esta persona y en la cárcel por lo que pensé, podía ser mi culpa por no poder haber dicho la verdad desde un principio, cuando mi tío Marcos me estaba preguntando por la verdad enfrente del perpetrador. Para mí, todas estas posibilidades podían convertirse en una realidad porque yo era una niña, y porque el miedo que sentí fue verdadero. La verdad era que no quería ir y volver a ver al perpetrador. Yo quería decirle la verdad a mi padre para que él me protegiera. Pero debido a que todas estas razones eran lógicas para mí, y yo realmente quería cuidar a mi padre, decidí ir y confrontar al perpetrador yo sola.

El instinto de mi mente me dijo con pensamientos que la seguridad de mi padre y de mi familia se encontraba en peligro. Y empecé a sentirme obligada a ir con estos pensamientos, cuando en realidad no quería ir, porque tenía mucho miedo de lo que me pudiera pasar.

Cuando fui a encontrarme con el perpetrador estaba yo sola. Mi madre se tuvo que quedar en la casa platicando con mi padre, con la intención de distraerlo para que él no se diera cuenta de mi ausencia durante el desayuno. La verdad era que mi madre no estaba poniendo atención a sus acciones conmigo, por la preocupación que ella sentía de lo que podía pasar.

Cuando llegué a la casa de mis tíos, mi tía Teresa me abrazó y comenzó a llorar y a disculparse por los actos de su esposo en contra mía, en lugar de que el perpetrador lo hiciera. Esta acción me confundió. Yo no entendía la razón por la cual ella estaba actuando así. Sentí pena por mi tía Teresa momentáneamente, cuando pensé que tal vez, ella sentía dolor y vergüenza por lo que me había sucedido. Pero la acción de que ella me pidiera perdón por él no me hizo sentir bien o me consoló adentro de mí. Por alguna razón, yo sentí que esta acción no le correspondía a ella, sino al perpetrador. Ella no era responsable de las acciones de su marido, ni tenía la culpa de lo que me había sucedido. Yo sentí que no era justo ni apropiado lo que ella estaba haciendo por él. Este acto me molestó y me incomodó, y no me devolvió la confianza perdida en el perpetrador ni en todo lo que me rodeaba. En ese momento, solamente pude ver que el perpetrador estaba actuando diferente. Él estaba con la mirada en el suelo y permaneció callado enfrente de mi tía Teresa y de mí, y dejó que ella lo disculpara.

Yo no sabía con seguridad si esta actuación en él era real o no, porque yo había perdido el sentimiento de confianza en el perpetrador. Yo tampoco estaba segura si en realidad, el perpetrador estaba arrepentido de lo que me había hecho, o nada más estaba actuando para protegerse, a pesar de las disculpas y las razones que mi tía Teresa me estaba dando. Por las razones que ella me dio enfrente de su marido, me sentí obligada a aceptar la silenciosa disculpa del perpetrador por ella, a pesar de que lo que había sentido adentro de mí me estaba diciendo que este acto no estaba bien. Yo tenía miedo. Pensé que, si no aceptaba la disculpa de mi tía enfrente del perpetrador, con seguridad el perpetrador me haría daño después por venganza. Posteriormente, mi tía me convenció de ocultar la verdad, usando las emociones que yo sentía por mis primos y mi padre de justificación para seguir ocultándoles la verdad, sin pensar en mi hermano.

 

La verdad era que, por todas estas acciones, yo no pude experimentar interiormente perdón alguno para el perpetrador o para mí misma. Mi confianza no se restauró por los ruegos de mi tía, y en mi instinto quedó el rencor y la inseguridad de su acción en contra mía sin saberlo conscientemente.

Por las razones de las personas en que más confiaba, fui aconsejada por mi madre y por esta tía de permanecer callada por la protección de otro, que sentía había actuado mal y equivocadamente en mi corazón. Las razones que escuché fueron confusas para mi cabeza. Yo no sabía con consciencia si era bueno o malo después de todo lo sucedido. En mi corazón, sentí que estaba mal. El miedo y la confusión que sentí en mí cuando todo esto me pasó, me hizo pensar que estaba bien. Y sin escuchar lo que sentía a través de mis emociones en mi corazón, por la pena, fui forzada a actuar en favor de la persona que había dañado mi alma, mi corazón. Yo sentí en el corazón que esto estaba mal, pero mi cabeza me dijo que era mejor confiar en las razones que escuché. Yo actué de esta manera sin saber con certeza en mi razón, en mi consciencia, si era bueno o malo. No pude pensar con mi corazón por el dolor que sentía. Y como había escuchado tantas razones de las personas en que había confiado, después de haber sido atacada sexualmente; con el alma adolorida pensé que yo podía solucionar mi propia confusión.

Pensé también que mi madre con seguridad sabría cómo ayudarme, y confié en ella. Sin embargo, no pude encontrar la protección que buscaba, y en lugar de ayuda, encontré las razones que las personas adultas me dieron. Y así, decidí permanecer en silencio por el miedo y la confusión que sentía.

Las razones estaban basadas en proteger a la familia. Entonces, el instinto de mi cabeza me dijo que este comportamiento era el adecuado, porque después de todo, mis padres me daban de comer, me proporcionaban amor y me vestían.

El instinto de mi cabeza me dijo que yo debería de observar todo esto y de no actuar con egoísmo, pensando nada más en mis sentimientos y no en los de otros. Todas estas razones me produjeron más confusión y miedo en mi mente. Al final de todos estos pensamientos, estaba realmente convencida de que ocultar la verdad era lo mejor para todos.

El dolor emocional que viví fue demasiado. La única compañía que tenía era la de Dios. Sin embargo, me estaba preguntando en dónde estaba Dios cuando yo tenía dolor. Y empecé a escuchar todas las dudas que mi cabeza me estaba diciendo. Sentí confusión y horror. Yo no quería vivir estos sentimientos otra vez. Y empecé a sentirme perseguida por estas ideas desde entonces.

Después, pensé que todo lo que me había pasado era mi culpa. Pensé que lo que me había pasado era porque yo no era digna ante Dios después de todo.

Y pensé que todo lo que había sentido antes de este evento de violencia estaba equivocado. En mi cabeza, los pensamientos de haber sido degradada, usada y ensuciada pasaron por mi mente. Pensé que todas estas ideas de destrucción iban a desaparecer por sí solas y que todo iba a estar bien. La verdad era que el dolor que todas estas acciones me causaron no desapareció de mi alma —mi corazón—. Sufrí todos estos actos yo sola. Las personas en las que confié me abandonaron en la confusión de mi mente. Después, mi cabeza empezó a dudar acerca de la existencia de Dios. En el corazón, todavía sentía su presencia, pero la duda de mi cabeza me dijo de no confiar en lo que no podía ver con los ojos. Y empecé a pensar con el corazón en que uno de esos días Dios me traería la parte que necesitaba en el corazón. Una parte que no podía entender por el dolor en él. Debido a este dolor, me empecé a sentir consolada por la cabeza. Y encontré que, en mi cabeza, era mejor ignorar los sentimientos de mi corazón.

La ignorancia de mi cabeza me sugirió que era mejor vivir así, que con los sentimientos del corazón. Pero todavía quería creer en Dios. Yo sentí en el corazón que él escucharía mi dolor. Y creí por un momento que Dios se iba a acordar en dónde yo estaba. En mi cabeza, yo no sabía el lugar en dónde se encontraba Dios. Pensé que era el cielo. Y como una niña, pensé que como el cielo estaba lejos, Dios no me había visto cuando todo esto me pasó. La duda de mi cabeza me dijo no estar tan segura de lo que había pensado, porque después de todo, si Dios era Dios, entonces él sabría cuándo yo estaba metida en problemas. Y como no estaba segura si lo que escuché en mi mente era real o no. Sin saber lo que sentía con seguridad, acepté las ideas que la duda de mi cabeza me decía como verdaderas en mí misma. En el corazón, por una razón que mi cabeza no entendió, yo decidí esperar por él. Yo sentí en el corazón que un día Dios me justificaría. Por las razones que la gente decía, yo había escuchado que Dios estaba en todos lados.

En mi corazón, solamente encontré mi fe rota en lo que con mi cabeza pensé, me protegería de todo. En mi corazón, empecé a sentir que yo no tenía esperanza. No podía ver a Dios viniendo por mí. No podía escuchar a Dios hablándome. Yo esperaba que Dios me trajera justicia, tal y como me lo había dicho mi padre José Luis. Pero debido a la tribulación entre mi mente y mi corazón, nunca pude sentirme segura de ello. Y empecé a dudar.

Cuando todos estos acontecimientos me pasaron en mi hogar, yo estaba atendiendo a la escuela secundaria. Por una razón que no entendía, varios compañeros de clase me empezaron a molestar verbalmente. Y me señalaron mi conducta, como si fuera un entretenimiento. Me empezaron a llamar «la monja» porque un día hablé de Dios como si su existencia fuera real. Y también, porque nunca me di cuenta de que después de haber experimentado un asalto sexual, mi comportamiento natural y social como una niña se vio afectado. Sin darme cuenta conscientemente de mis actos, pero debido a los pensamientos de destrucción que ya se encontraban asentados en mi mente por el asalto sexual, empecé a cubrirme más el cuerpo con ropa por protección, sin notar o pensar que estaba actuando diferente ante las demás niñas de mi escuela. Este comportamiento les dio una razón lógica a mis compañeros para apodarme «la monja». Este juicio sobre mi conducta me dañó el corazón. Yo sentí en el corazón que lo que me estaban diciendo no estaba bien. Sentí en el corazón que lo que estaban haciendo no era bueno. Pero por alguna razón que no entendía en mí, empecé a pensar que yo estaba en problemas porque Dios me estaba castigando por ser mala persona.

Por todos los pensamientos de haber sido usada y degradada —deshonrada—, el instinto de mi cabeza me dijo que yo no merecía ser amada o que no tenía ningún derecho para sentirme atractiva. Yo no era adecuada para servir a Dios o para ser amada por otros. Por estos pensamientos, nunca pude exhibir mi cuerpo de una manera agradable, como las otras muchachas de mi escuela lo hacían. Y como quería sentirme digna de Dios para servirlo, sin saber cómo actuar, empecé a comportarme de la manera en que mis compañeros me juzgaban. Empecé a actuar como una monja. Era calmada y reservada. No quería tener novios como las otras muchachas de mi clase porque sentía miedo. Pensé que podía cometer algo malo en contra de Dios. También tenía miedo de mis compañeros. Todo lo que hacía para poderme defender de ellos cuando me llamaban así no funcionaba. Porque por una razón u otra, ellos se comportaban más agresivamente conmigo. Nadie me ayudó a resolver este problema. Estaba sola de nuevo. Mis maestros nunca intervinieron por mí cuando estaba siendo acosada verbalmente por mis compañeros. Por alguna razón, los profesores no querían crear ningún conflicto de opiniones entre ellos y los alumnos por causa de una sola persona.

Después de apodarme «la monja» le agregaron el término de «loca», el cual mi mente, reprimió por dolor. Además, algunos de estos compañeros me empezaron a decir que yo estaba fea porque mi nariz era grande. Y después, empezaron a burlarse de mí. Esta acción me hizo pensar que no era aceptada como una igual ante ellos.

En el espejo, yo no podía ver que era fea o mala persona. Pero tampoco me podía explicar con la cabeza la razón por la cual me estaban tratando así. Y permanecí callada, porque pensé que estaba siendo castigada por ser inadecuada. Para ellos, este silencio fue interpretado como una señal de sumisión. Mi lógica no entendía la razón de su comportamiento.

En mi corazón, sentí que ellos estaban actuando sin emociones; pero en ese instante, el instinto de mi cabeza me dijo que mis compañeros podían ver lo sucia y lo fea que yo era por dentro. Y que posiblemente, ellos podían ver lo que estaba escondiendo. El instinto me dijo que debía de sentir compasión por ellos y que «debería de recordar a Dios». Y que posiblemente, la razón por la cual ellos estaban actuando así era porque me estaba defendiendo y me dijo que tenía que ser «tolerante», porque después de todo, yo no era tan buena persona como creía. También pensé que tal vez si permanecía en silencio, ellos se cansarían de llamarme así y de seguro me dejarían en paz. Todas estas razones eran lógicas en mi mente. Y bajo el poder de estos pensamientos, traté de permanecer en silencio tanto como pude.

La verdad era que con mi cabeza y con mi razón, estaba actuando en contra de lo que sentía estaba equivocado en mi corazón. Pero en mí misma, yo pensaba que estaba actuando bien.

Durante tres años de educación secundaria, estos compañeros no pararon de molestarme. Nunca sintieron compasión por lo que yo sentía. Para ellos, esta acción era divertida. Yo ya no sabía qué pensar o qué sentir. Mi cabeza siempre me decía que estaba actuando y sintiendo mal, y que debería ser más cuidadosa en cómo hablar y actuar.

Después, la duda de mi cabeza me dijo que yo no era bonita. Que tal vez porque no era físicamente atractiva, todos mis compañeros me trataban mal. Pero en mi corazón, yo creía que la verdadera belleza radicaba en el interior. Yo sabía que era una persona tímida y sentía que Dios vería todo esto.

Pero después, mis pensamientos me decían que después de todo, yo era la que estaba actuando mal. Estos pensamientos me causaban más dolor emocional. Yo trataba de ignorar el dolor que estaba sintiendo. Y mi cabeza, por alguna razón, empezó a olvidar lo que sentía con el corazón.

Sumergida en todas estas circunstancias, y debido a que empecé a dudar con mi cabeza acerca de la existencia de Dios. La duda de mi cabeza empezó a decirme que su existencia no era real y que tal vez, Dios en realidad nunca estuvo presente. Y no pude acordarme como una verdad en lo que sentí el día en que Dios me había contestado cuando tenía siete años. Mi cabeza no pudo recordar como verdadero lo que yo le contesté a Dios o lo que él me dijo y me pidió en aquella noche lluviosa. Mi cabeza no pudo recordar los sentimientos de dolor y de confusión que experimenté desde el día en que fui sexualmente asaltada. Para mi cabeza, todos estos sentimientos fueron ignorados. Y mi comportamiento se modificó. Me volví más callada y comencé a apartarme de los demás.

Me di cuenta de que la única manera de tener amigos en la escuela era solamente a través de la condición de obtener buenas calificaciones y de sobresalir intelectualmente ante ellos. Observé que, de esta forma, yo lograba que los demás se acercaran a hablarme. Fue entonces cuando decidí leer más de lo usual, y así empecé a admirar el conocimiento de los hombres. Estas acciones estimularon mi enfoque mental hacia la ciencia, en donde yo pensé que solo con las razones de los hombres todo podía ser explicado.

Me sentí consolada usando más mi cabeza con razones, que sintiendo con el corazón. Y debido a todas las dudas que tenía en mi mente, con lo que me había ocurrido, cuando escuché a mi madre hablar acerca de Dios, por alguna razón en mi mente yo ya no creía en lo que ella me decía.

En mi corazón sentí que estaba actuando equivocadamente. Pero por alguna razón, mi mente empezó a decirme que no debería de confiar en ella. Mi mente me decía con ideas que yo era la culpable de lo que me había sucedido y que yo era la que debería de ser acusada por todo. Mi cabeza me dijo que yo era la responsable y que debería de asumir las consecuencias de mis acciones, porque en realidad yo fui la que decidió quedarse callada ante el perpetrador. Yo sabía lo que estaba haciendo, puesto que era una persona intelectual.

 

Con mi corazón, le pedí a Dios que me ayudara. Pero en mi cabeza, el horror que había sufrido cuando fui asaltada sexualmente, una vez más comenzaba a perseguirme. No me di cuenta de que la persecución por este recuerdo en mi mente ocasionaba la continua creación de ideas destructivas en contra de mi autoestima y de la confianza en mí misma. Nunca pude relacionar estas ideas como consecuencia del trauma. No pude entender que la pérdida de la paz interna —confianza— por el acto de violencia física —abuso/asalto— era la causa de todos estos cambios en mi personalidad y que todo esto me había ocasionado una disociación constante en mi mente, en donde los pensamientos de miedo, rechazo, culpabilidad y vergüenza se amplificaban por la fuerza del rencor día a día. Pero a pesar de esto, con excelentes calificaciones en la escuela, me empecé a sentir confiada en mí misma. Y empecé a creer que, en mi cabeza, este era el mejor lugar para asistencia y consuelo cuando tenía necesidad emocional en mi corazón.

Mi cabeza pensó que era mejor confiar en los hombres que en Dios. El instinto de mi cabeza me dijo de confiar más en este conocimiento y en la lógica, que en los consejos de mi madre. Mi corazón sintió que estaba actuando mal; pero mi cabeza me dijo que tenía suficientes razones para no confiar. Y con mi cabeza, empecé a consolarme con más razones. De esta manera, los sentimientos de mi corazón podían ser fácilmente ignorados y me podía sentir dominante, controlada.

En mi cabeza, por alguna razón que no entendía si era bueno o no, nunca pude recordar lo que mis sentimientos le decían a mi mente. Mi cabeza no podía distinguir la diferencia cuando mi corazón estaba deseando o pidiéndole a Dios por algo. No podía distinguir entre los sentimientos del corazón con lo que estaba pensando o idealizando con la cabeza. Para mí, los sentimientos y los pensamientos eran iguales. Para mi cabeza, los sentimientos y los pensamientos eran buenos y malos. Todo era parte de mi mente, de mi cabeza, de mí misma.

Mi mente atormentaba los sentimientos que pudiera tener acerca de la existencia de Dios, a través de razones lógicas y con preguntas intelectuales.

Y sin darme cuenta de que mi manera de pensar había cambiado desde el día en que fui sexualmente asaltada, las preguntas y respuestas que tenía en mi cabeza se convirtieron en una manía.

Nunca pensé que esta conducta mental fuera una de las consecuencias originadas por la falta de apoyo emocional y físico que no recibí de mi familia para superar el problema de confusión sufrida por el asalto sexual. La persecución o generación de pensamientos negativos era constante. Tenía pesadillas y pensamientos de destrucción. En ellos, podía ver a mi padre en la cárcel o muerto. También tenía ideas de rechazo de la gente que me agradaba, porque mis pensamientos de deshonra, automáticamente, se presentaban en mi mente y me hacían sentir involuntariamente inadecuada para ellos. Esta condición mental limitaba mi atención a la realidad que me rodeaba. Los pensamientos de ansiedad y miedo se encontraban presentes de una manera automática en mi mente. Estas ideas degradantes generaban más pensamientos de culpabilidad, ansiedad y vergüenza, que posteriormente disminuían más mi estima y, a su vez, incrementaban la capacidad instintiva de mi cabeza para ignorar emociones y situaciones humanas, por medio de fantasías de aceptación emocional y física.

La verdad era que mi mente se encontraba en un estado constante de alerta para protegerme, y no para sentir por los demás. La realidad era que, debido a todos estos sucesos, este estado de alerta mental se convirtió en una condición de alarma subconsciente sin ser entendida por mí. Sin saberlo, yo había adquirido en consecuencia una enfermedad mental: estrés postraumático.

Yo no advertía conscientemente la falta de confianza que en realidad sentía en mí misma, porque indirectamente, estaba creyéndome dominante y bajo control con mis calificaciones escolares y habilidad intelectual. De esta manera, los pensamientos destructivos de debilidad, suciedad o deshonra eran minimizadas automáticamente, cuando yo me daba cuenta de que los demás me admiraban por mi capacidad escolar. Este acto me hizo creer en mí misma. Y me hizo pensar que podía estar a cargo de mí o de otros porque sentía que me proporcionaba «poder».

Yo ignoraba que en realidad este comportamiento era el resultado de los pensamientos de autodefensa por la sumisión que experimenté después del asalto sexual que sufrí. De una manera subconsciente, este proceder era una forma de recuperar el control y la fuerza de voluntad que perdí cuando fui físicamente asaltada/sometida y por la falta del consuelo emocional que padecí después del asalto.

En numerosas ocasiones, yo quería hablar de lo que sentía interiormente con mi madre, pero nunca pude. Los pensamientos de miedo y de ansiedad estaban constantemente presentes y me limitaban a hablar y a actuar con emociones. En realidad, la verdad era que le tenía miedo a Dios. Tenía miedo de saber que yo era culpable ante sus ojos, y para mí, era mejor esconder esta posible realidad de mi mente. Yo ya no quería sentir más dolor y así empezaba a justificar mi comportamiento con razones para huir de la verdad.

No me di cuenta de que, con estos pensamientos, en realidad estaba ignorando lo que sentía con lo que pensaba y que me estaba culpando por una acción que yo no había cometido originalmente. La confusión que generó pensamientos de vergüenza, culpabilidad, rechazo y miedo nunca fue resuelta en el momento que sucedió a través de actos de arrepentimiento y de perdón y, por lo tanto, estos pensamientos, así como la duda, se establecieron permanentemente en mi ser.

Por otro lado, mi madre me preguntó en pocas ocasiones cómo me sentía después de haber sido atacada. Yo me acuerdo de que le contesté que «todo estaba bien», y después trataba por todos los medios posibles de evadir el tema para no hablarlo, y sentirme confundida nuevamente. La verdad era que yo estaba huyendo del dolor emocional cuando actuaba así, quería olvidarlo.

No me di cuenta de que las memorias de mi mente se encontraban disociadas o reprimidas a causa de la enfermedad mental que ya padecía. Mi sensibilidad al tiempo en mi mente ya no se encontraba presente en mi conciencia, por la confusión de ideas y sentimientos que padecí yo sola.

Con el transcurso del tiempo, mi conocimiento en la ciencia de los hombres creció más. Mi cabeza con razones empezaba a preguntarme acerca de mi vida y la trascendencia que tenía en el mundo. Casi nunca me preguntaba acerca de lo que sentía emocionalmente, porque por alguna razón, solo sentía dolor. No quería recordar lo que me había sucedido en el pasado, no quería recordar el asalto sexual.

Mi cabeza con razones, también me hizo pensar con preguntas y respuestas lógicas, que mis sentimientos eran muy ambiguos para poder confiar en ellos. Y debido a que esto me pareció muy razonado, sin darme cuenta, empecé a actuar de la manera en que mi cabeza me dictaba a través de los pensamientos e ideas, sin sentimientos. La verdad era que, con esta actuación, no podía encontrar descanso en mí misma. La duda acerca de Dios y las preguntas obsesivas que se formaron en mi mente después de haber sido asaltada, estaban constantemente presentes. No tenía paz en mi mente. Perdí la confianza en mis sentimientos y en la existencia de Dios. La verdad era que, sin darme cuenta, fui condenada a vivir bajo las preguntas y las ideas lógicas de mi razonamiento instintivo y bajo la fuerza del rencor que se formó en mi mente, desde el momento en que fui abandonada física y emocionalmente por la familia en la que yo confiaba que me iba a proteger de todo.