Hermanito

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VIII

De la estación de Conakri salen muchos autobuses en todas las direcciones. Me senté en un banco y me puse a mirar aquel movimiento. «Iré a Liberia», pensé. No sé por qué, quizá por el nombre, porque es fácil de pronunciar. Sierra Leona es más largo, Costa de Marfil también. Además alguien me había dicho que para un niño es fácil encontrar algún trabajillo en Liberia. Creo que por eso lo elegí, aunque para entonces yo ya no era un niño. Tenía trece años.

Lo vi escrito en el cristal delantero de un minibús: Li-be-ria. Pero cuando me acerqué al conductor, movió la cabeza y me dijo que no: «No te puedo llevar, eres demasiado pequeño». «Tengo trece años». «Eres demasiado pequeño».

Insistí un poco y me preguntó si tenía familia allá. Le dije que no. «¿Y se puede saber a qué vas?». «¿Tienes un poco de tiempo?», le pregunté. «El minibús sale dentro de veintiocho minutos», me contestó. Empecé a explicarle mi caso.

Escuchó con atención. «Te llevaré», me dijo, «pero tendrás que ir arriba, dans le porte-bagages». «Muchas gracias». Y trepé al techo del minibús. En África no es como aquí, allí las mercancías van encima de los autobuses.

Las maletas iban en el medio y yo me senté en una esquina, con las piernas colgando. El viaje fue largo, tres días. Me dolía el culo y se me calentó la frente. En tres días pensé muchas cosas. Uno, por qué había escogido Liberia. Dos, qué haría al llegar allá. Tres, cómo se me había ocurrido dejar a mi madre, a Alhassane, a Fatumata Binta y a Rouguiatou en casa. Y cuatro, «¿cuándo llegamos?».

Cuando el minibús empezó a frenar, ya amanecía. «Monrovia», gritó alguien, y todo el mundo se bajó. Luego el conductor subió al porte-bagages y empezó a lanzar las maletas a los pasajeros. «Tú también te tienes que bajar aquí», me dijo. «Oke», le respondí, y bajé de un salto.

IX

En Liberia las palabras cambian mucho, sobre todo la música de las palabras. Allí hablan otro idioma. Al mercado le dicen market, y en Monrovia hay un market muy grande, que se llama Watazai. Creo que esa palabra es en francés, Watazaaai. En francés hay que alargar un poco esa a. En inglés se dice Waterside, el pueblo junto al agua.

Watazai es un mercado impresionante, mis ojos nunca han visto nada parecido. Se mezclan muchos olores extraños, y la gente carga bultos tan grandes que casi no puede ni moverse. Yo empecé ayudando a esas personas. Cuando veía a alguien con una carga enorme, cogía una de sus bolsas y se la llevaba. Me pagaban algo. Tres libatis, siete libatis, quince libatis. Poco a poco empecé a ganar dinero.

No es fácil cargar bultos con trece años. Yo era pequeño y los cartones eran muy grandes. Estaban llenos de frutas, a veces piñas, a veces aguacates. O de ropas. Y había otros que no sé lo que tenían dentro, pero me dejaban sin fuerzas. «No puedo, este cartón es demasiado para mí». «Oke», me decían, «buscaremos a otro». Y no me pagaban nada.

La gente de Watazai me iba tomando confianza y ya me llamaban por mi nombre: «Ibrahima, ayúdame a llevar este colis». O «Ibrahima, toma el dinero». Eso para mí es importante, porque muestra cercanía. Pero por las noches todos los que sabían mi nombre desaparecían y yo me quedaba solo. Entonces regresaba a la estación. Allí extendía unos cartones en el suelo y me hacía una pequeña cama. En Liberia aprendí a dormir en la calle.

Así pasé tres meses, trabajando en el mercado y durmiendo en la estación. Al final perdí un poco la noción del tiempo. Por eso, no sé muy bien en qué día ocurrió lo que quiero contar ahora, pero sé que era fin de semana, sábado o domingo.

Vi a un hombre en un garaje. Trabajaba de mecánico y tenía las manos sucias. Me quedé mirándolo, y él a mí. «¿Eres guineano?», me preguntó. «Sí». «Pues ya somos dos». Me dio la espalda y siguió trabajando. Dos minutos, quizá tres. Se volvió de nuevo y me habló: «¿A qué has venido a Liberia?». «A planificar mi futuro». «¿Tus padres están aquí?». «No». «¿Trabajas?». «Sí, ayudo a la gente a llevar los paquetes en el mercado». «¿Y crees que así vas a planificar tu futuro?». «No, pero no tengo otra opción». Se calló de nuevo y así nos quedamos un buen rato, yo mirando y él trabajando.

«A mí también me gustaría tener un trabajo», me atreví a decir. No me contestó. Estaba arreglando el motor de un camión. Cuando terminó, levantó la cabeza y me dijo: «¿Qué querrías hacer?». «Me gustaría ser conductor. Desde pequeño me gustan los camiones, cuando veo a un joven conduciendo un camión siempre me quedo mirándolo». Se lo dije todo seguido. «Yo soy conductor de camiones», me respondió, «pero tú eres demasiado pequeño para ser aprendiz. ¿Cuántos años tienes?». «Trece». «Eres demasiado pequeño». «Ya lo sé, pero me apañaré, usted pídame todo lo que yo pueda hacer y lo haré». Se lo dije dos veces. Me pidió que esperara un tiempo, que se lo iba a pensar. «Oke», le respondí. Y volví al mercado.

X

Pasé otros tres días cargando cartones. Me dolía la espalda. Era martes, o miércoles, ahora no me acuerdo. El hombre que conocí en el garaje vino al mercado pero yo no lo vi. Estaba llevando un paquete muy grande. Él me seguía y yo no me daba cuenta. Cuando dejé el paquete, me llamó: «Ibrahima», y me giré.

«¿Has comido?», me preguntó. «No». Y me llevó a una taberna cercana. Pidió un poco de arroz y nos lo comimos los dos, uno enfrente del otro, tomándolo del mismo cuenco. «Ibrahima, no quiero volver a verte haciendo trabajos así, eso es demasiado duro para ti». «Ya lo sé, pero no tengo otra opción, por eso lo hago». «Si quieres, vente conmigo, te tomaré como aprendiz».

Esa frase fue el primer contrato laboral de mi vida.

Aquel hombre se llamaba Tanba Tegiano, y su camión, Behn. Era un camión muy grande y yo era muy pequeño como para conducirlo, pero hacía muchas otras cosas. Le echaba aceite, le hinchaba las ruedas, ayudaba a amarrar las cargas. Cuando no podía amarrarlas, viajaba sentado encima de ellas. «Así se moverán menos», decía Tanba.

En los seis meses que pasé con él, aprendí muchas cosas sobre los camiones. Y sobre las personas. Por ejemplo, Tanba no era musulmán, no leía versículos del Corán y no rezaba las cinco oraciones del día. Jugaba en otro equipo, el de los católicos. Los católicos tienen otras tácticas, otras costumbres. Tanba me explicó todo eso. Y yo le decía: «Tranquilo, Tanba, tu camión Behn es muy grande, dentro cabe mucha gente».

Tanba era muy buena persona, no sé cómo agradecer todo lo que hizo por mí. Me dio comida, ropa y una familia. Viví seis meses en su casa. Tanba, su mujer y sus hijos, en total cuatro personas. Conmigo, cinco. Ellos dormían en una habitación y yo en la sala, sobre la alfombra.

Un día llamé a casa.

Respondió mi madre: «¿Aló?». Le pregunté qué tal estaba y me dijo «yam tun». Eso significa «bien» en pular. Luego le dio el teléfono a mi hermano pequeño y él no dijo «yam tun». Dijo: «Ibrahima, mamá no está bien, tiene algunos problemas de salud. Yo no lo entiendo muy bien, pero estoy un poco asustado, intenta volver a casa si puedes». «Oke», le dije, y al colgar el teléfono se me heló un poco la mano. Intenté decirle algo a Tanba.

«Tanba, mi madre no se siente bien, necesito tu permiso para volver a Guinea». «Ibrahima, ya empezabas a entender un poco el mundo de los camiones, ¿y ahora te quieres marchar?». «No, no es eso», le dije, «yo me quiero quedar aquí, pero me tengo que ir, mi madre está muy enferma. Alhassane me ha pedido que vuelva». Tanba se quedó un rato callado y luego dijo: «Ya, ya lo sé»; pero yo no entendí qué era lo que él sabía. «Si quieres, llamamos otra vez», le insistí, «habla tú mismo con mi madre, o con Alhassane, para que entiendas mejor mis razones». Se calló otra vez y luego me dijo: «Ya lo sé, lo entiendo. Si tienes que marcharte, te ayudaré».

Me dio un gran saco lleno de ropa. Y un poco de dinero. Guardé el dinero en el bolsillo, cargué el saco al hombro y me volví a Conakri. En Conakri tomé el autobús a Kankalabé. Y desde allá seguí a Thiankoi, caminando.

XI

Cuando volví a casa, encontré a mi madre muy débil. «Te llevaré al hospital», le dije. «¿Al hospital? ¿Pero cómo?». «Tú tranquila, mamá, yo ya me arreglaré». ¿Sabes cómo la llevé? Así, cargada a la espalda, a caballito.

De nuestra casa al hospital hay nueve kilós, casi diez. Recorrimos todo el camino a pie, cada metro era una hazaña. Cuando no podía más, dejaba a mi madre en el suelo y descansaba un rato. Luego me ponía a cuatro patas y le decía: «Sube». Me la cargaba a la espalda y seguíamos otro poco. Mi hermano pequeño venía con nosotros. De vez en cuando nos decía: «No falta mucho». Lo dijo por lo menos siete veces: «No falta mucho». Al final llegamos.

En el hospital nos tuvieron tres o cuatro horas en la sala de espera. El médico nos dijo que mamá retenía mucho líquido en el cuerpo, «como mínimo dos litros». Nos recetó unos medicamentos y nos dijo: «Ya podéis marcharos». Le expliqué que nuestra casa estaba lejos. «Oke», dijo, «yo llevaré a vuestra madre en moto, vosotros tendréis que volver a pie». «Dakor», le dijimos Alhassane y yo.

El regreso lo hicimos hablando; hablando y caminando; ya más ligeros.

Primero en su vientre, nueve meses o más. Luego pegado a su pecho, cargado a su espalda, ¿así cuántos años? Te lava y te da de comer hasta que creces. Por eso, los fulas de Guinea tenemos un dicho:

 

Aunque cargues a tu madre a la espalda

y la lleves andando hasta la Meca,

no habrás pagado ni un céntimo

por todo lo que ella hizo por ti.

XII

Preferiría no ser el hijo mayor. Quizá el segundo, o el último, pero el mayor no. Eso cambiaría un poco las cosas. Pero Dios lo ha querido así y yo no puedo decir nada. Llegué el primero y Alhassane el segundo.

Cuando volví de Liberia, Alhassane era todavía un niño pero ya empezaba a comprender muchas cosas. Me pareció que había crecido mucho durante mi ausencia. Eso es lo que suele pasar, cuando te conviertes en el mayor de la casa: las responsabilidades te alargan el cuerpo. Todos sus profesores lo decían: «Este niño entiende rápido las cosas».

Cuando llevamos a mamá al hospital, él me preguntó: «Koto, ¿qué harás tú ahora?». Koto, en nuestro idioma, significa hermano mayor. «Mientras mamá esté enferma, me quedaré en casa», le respondí, «no me iré a Liberia». Alhassane no dijo nada pero se puso muy contento. Sonrió con los labios. Y con los ojos.

Alhassane salía muy temprano hacia la escuela, porque le esperaba un camino largo. Más o menos unos nueve kilós. Y sus pasos eran muy cortos. Tenía once años. Un día le conseguí una bicicleta vieja y así ya iba más rápido. Cuando volvía a casa, si veía que yo estaba en el pozo lavando ropa, se acercaba y empezaba a ayudarme sin preguntar nada.

Alhassane sabía muy bien cuáles eran nuestras posibilidades. Y nunca pedía nada. Yo me daba cuenta de que él quería algo, por ejemplo unos zapatos nuevos, o ropa bonita, porque veía que sus amigos la llevaban. Pero nunca pedía nada, ya sabía que no podíamos comprar todas esas cosas. Yo lo veía en sus ojos y trataba de darle todo lo que podía. Sobre todo, para que fuera contento al colegio. Mi padre me dejó ese encargo: «Ibrahima, haz todo lo posible para que Alhassane siga estudiando».

Ahora me acuerdo a menudo de esa frase.

XIII

Al final pasé dos años en casa. Muchas veces mamá se levantaba sin fuerzas y yo la ayudaba a tumbarse en la hamaca. Entonces yo me convertía en madre. Iba al pozo a por agua y traía leña. Luego cuidaba las vacas y lavaba los cuencos de mis hermanas pequeñas. Así son las tareas domésticas. En casi todas las casas las hace la madre, pero en la nuestra las hacía yo.

Entre todos esos trabajos, había uno que a mí me gustaba mucho: cargar las hermanas pequeñas a mi espalda. Para eso hay que hacerle un nudo a una tela. Aquí no se ve mucho, pero en África todos saben cómo anudar una tela para llevar los niños a la espalda. Parece un poco complicado, pero si lo haces dos veces, a la tercera ya te sale fácil. Lo más importante es que la tela sea larga.

Tengo dos hermanas pequeñas, Fatumata Binta y Rouguiatou. Creo que esto ya te lo he dicho. Rouguiatou es la más pequeña y se escribe así: Rou-gui-a-tou. Fatumata Binta es un poco mayor, tres o cuatro años más, y su nombre también es más largo de escribir. Pero al hablar nos comemos el Fatumata, solo le decimos Binta.

Mis dos hermanas pequeñas no han ido nunca a la escuela. La última vez que hablé por teléfono con ellas, Binta me dijo que quería empezar a estudiar. «Claro», le dije, «ahora estás creciendo, tienes que ir a la escuela y luego aprender un oficio». «¿Por ejemplo cuál?», me preguntó. «Puedes aprender a coser o a bordar, ¿eso te gustaría?». Me respondió que sí.

Luego le pasó el teléfono a Rouguiatou, que me preguntó si algún día volveremos a vernos. «Inshallah», le contesté, «eso es lo que a mí me gustaría». Y luego me dijo que todos los días se acuerda de mí, que en la cabeza le crece ese pensamiento y no se le termina nunca. «¿Y por qué piensas en mí y no en Alhassane?». «No puedo responder a eso, koto, pero creo que mamá y tú me escondéis algunas cosas».

Rouguiatou tendrá ahora once años o doce. No estoy seguro.

XIV

Me quedé en Thiankoi hasta que cumplí los dieciséis años, cuidando cabras y vacas, lavando la ropa de mis hermanas pequeñas. Alhassane me ayudaba mucho. A veces, cuando acabábamos el trabajo, nos sentábamos en un par de sillas y charlábamos. «La vida no es fácil», decía uno. «No, no es fácil», le respondía el otro. Y nos poníamos a planificar el futuro.

«Alhassane, tú debes seguir estudiando, tienes ojos grandes para aprender muchas cosas». Quería decirle que era inteligente, pero no sé si me entendía. Empecé a darme cuenta de que su ánimo estaba cambiando.

Un día me dijo: «Koto, yo quiero empezar a ayudarte». «¿A ayudarme cómo?», le pregunté. «Me gustaría tener un oficio». «¿Pero qué oficio?». «No lo sé». Se quedó callado, no sabía qué responder. «Mecánica de motos, por ejemplo», dijo. «No, Alhassane, tú todavía eres pequeño, no tienes ni catorce años, debes seguir estudiando». «Oke», respondió.

No se atrevía a llevarme la contraria, pero su ánimo estaba cambiando ya sin remedio. No quería seguir en la escuela y parecía dispuesto a marcharse a cualquier parte. «Alhassane, vamos a pasear un poco», le dije. Empecé a contarle mi vida. Cómo viví en Conakri desde los cinco hasta los trece años con papá, en la mesita junto a la carretera. Y luego seis meses en Liberia, trabajando con el camión de Tanba. Todo lo que te he contado hasta ahora.

«Eso ya lo sé», me dijo.

De pronto mi madre mejoró y eso cambió mi situación. Una noche me acerqué a ella y le dije: «Perdona, mamá». «Dime, ¿qué quieres?». «Lo he estado pensando y me voy a ir de nuevo a Conakri, quiero ver cómo andan las cosas por allí». Mi madre se quedó en silencio, agachó la cabeza. «Mamá, tengo esperanzas de ganar un poco de dinero en Conakri, porque si no, Alhassane va a dejar la escuela». Entonces ella se echó a llorar y me dio un beso junto a la oreja.

La mañana siguiente me fui a Conakri.

XV

Nzerekoré es el nombre de una región de Guinea, a unos mil trescientos kilós de Conakri más o menos. Yo anduve por allá tres o cuatro años, en un camión, porque un conductor me tomó como aprendiz. Una semana íbamos de Conakri a Nzerekoré y otra semana volvíamos de Nzerekoré a Conakri. Aquel hombre hizo mucho por mí, me enseñó el oficio.

Recuerdo que una noche subíamos por las montañas hacia Banankoro. El camión iba muy cargado y sufría. Yo me daba cuenta y me quedaba callado, intentaba ayudar un poco al camión. De pronto, ka-ka-ka-ka-ka, oímos un ruido muy fuerte. El jefe me dijo que bajara a mirar de dónde salía. Salté al camino. «Mete primera y avanza despacio», le dije. Lo hizo y otra vez: ka-ka-kaka-ka. «Suena debajo del puente», le avisé. «Le roulement», me dijo, «le roulement est gâté».

Apartamos el camión y nos plantamos en mitad del camino, a ver si pasaba alguien. Veinte minutos, cuarenta, una hora. Lo único que pasaba por allí era el tiempo. Por fin apareció una moto en la oscuridad y la paramos. El jefe se fue hasta Banankoro a por un rodamiento nuevo. Yo me quedé en la cuneta, cuidando el camión.

El jefe volvió al cabo de dos días.

Ahora ya sé cuándo es un problema de motor y cuándo es del puente. Conozco bien el sonido del motor y sus cambios. Pero si el problema es eléctrico, no tengo ni idea de lo que hay que hacer. También sé conducir un poco, el jefe me dejaba algunas veces. Tres o cuatro kilós, cuando el camión iba vacío y no había curvas. «Ibrahima, trae el bidón», me decía, y yo le llevaba el bidón de diez litros. Lo ponía en el asiento del conductor, me decía: «¡Ven!», y yo me sentaba sobre el bidón, con las manos al volante.

Así aprendí a conducir.

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