Memorias de una época

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Terminados los fuertes conflictos de 1971, entre 1972 y 1975 las luchas estudiantiles empezaron a disminuir. También se hicieron mucho más episódicas y le cedieron la vanguardia a otros sectores sociales202. En 1972 el papel protagónico lo tomó el Magisterio al iniciar su lucha por el Estatuto Docente. En 1974, aún en el marco del último gobierno del Frente Nacional, la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia atrajo la atención del movimiento estudiantil nacional con su lucha por un verdadero estatuto docente. “Hubo paros permanentes, manifestaciones por la ciudad, foros, debates amplios, y se realizó un Encuentro Nacional Universitario”203. La llegada de López Michelsen al poder creó ciertas ilusiones. No obstante, los aspectos esenciales del inconformismo estudiantil se mantuvieron vigentes.

Los años que siguieron al Frente Nacional –en los que solo formalmente se desmontó el pacto bipartidista, según lo expresa Mauricio Archila– el movimiento estudiantil “buscó encontrarse con el país del que se había distanciado por la radicalización de los años previos”204. Otros aspectos contextuales se presentaban y sin duda influían en su dinámica interna. El primero de esos aspectos se relacionaría con la “crisis del capitalismo” iniciada tras el inusitado aumento del precio del crudo. La crisis, como se sabe, fomentaría una fuerte crítica al modelo de Estado adoptado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, conocido como el estado de bienestar. El primer país en el que se aplicaron estrategias tendientes a modificar el estado de bienestar fue Chile. Allí los estudiantes fueron los primeros también en experimentar los efectos de aquellos cambios antes de desaparecer como un hecho político de protesta bajo la fuerte represión. Sus últimas luchas fueron seguidas con interés desde Colombia.

El primer gobierno posterior al Frente Nacional lo ejerció Alfonso López Michelsen (1974-1978). Tal como lo hiciera su padre en los años treinta, López Michelsen también se propuso ejecutar una revolución social en Colombia a través de su programa Para cerrar la brecha, cuyo objetivo era “obtener un incremento económico que permitiera la creación masiva de empleo productivo” para beneficiar al “50% más pobre de la sociedad colombiana”205. En el marco de este programa, su estrategia para fortalecer la educación superior consistía en independizar los presupuestos de las universidades oficiales del presupuesto nacional, dándoles la oportunidad de crear rentas propias mediante la explotación de tierras baldías y mediante la actualización progresiva del valor de las matrículas de acuerdo con los costos reales por especialidades206. No obstante, y dadas las crisis que experimentó la economía mundial, muchos de los cambios presupuestados jamás se hicieron realidad. De hecho, López Michelsen comenzó su mandato reconociendo el estado de “emergencia económica”.


El descontento de los sectores sociales no disminuyó durante su gobierno y tanto el estudiantado como obreros, maestros y trabajadores públicos tuvieron que volver a las calles a protestar. A finales de 1974 una gran manifestación estudiantil, encabezada por los estudiantes de Medicina de la Universidad Nacional, puso en aprietos al rector Luis Carlos Pérez, un líder de izquierda que contaba con el beneplácito y la confianza del presidente, y de quien se esperaba una mayor compenetración con el estudiantado. Sin embargo, las cosas no salieron así y en vista de que la inconformidad del estudiantado iba en aumento, al gobierno nacional no le quedó otra opción que destituir al rector. Los estudiantes verían el hecho como una victoria y muy pronto radicalizaron sus acciones. López Michelsen, el progresista, decidió volver a las medidas de fuerza para controlar la movilización estudiantil y social.

Aunque se creía que el gobierno del fundador del Movimiento Revolucionario Liberal sería un gobierno progresista, los acontecimientos demostraron que este gobierno como los anteriores recurriría a la fuerza pública para contener al estudiantado. Las medidas de López reprimieron la movilización estudiantil y terminaron por disminuir el presupuesto de las universidades públicas con el objetivo de aglutinar mayores recursos para el sector de la educación primaria, siguiendo en esto el dictamen de las instituciones económicas internacionales207.

El aumento del pie de fuerza para controlar las protestas sociales, la reducción del presupuesto para la educación superior y el aumento del valor de las matrículas universitarias se convertirían en los objetivos centrales de la lucha estudiantil. El plan de recortes presupuestales del gobierno y el aumento de las matrículas universitarias afectarían a partir de ese momento el bienestar universitario, e incluso la calma de estudiantes de secundaria quienes veían cada vez más lejos la oportunidad de ingresar a la educación superior. Sumado a esto, la represión volvió inestable la situación en muy poco tiempo, puesto que la “mano dura” del gobierno no tardaría en producir “un reflujo en su agitación después de 1976, reflujo que en parte fue compensado con una mayor vinculación estudiantil con los movimientos populares”208. El momento de mayor confrontación se dio en 1977 con el Paro Cívico Nacional del 14 de septiembre, en el que confluirían amplios sectores sociales: centrales sindicales, pobladores urbanos, trabajadores oficiales y, por supuesto, el estudiantado.

El Paro Cívico Nacional fue el evento más importante en que participó el movimiento estudiantil después de la huelga universitaria general de 1971. El cese de actividades había sido anunciado por la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia (Cstc) en agosto de 1977. Durante aquel mes los trabajadores y el Estado negociaron infructuosamente, razón por la cual el gobierno amenazó con utilizar todos los medios a su alcance para evitar la parálisis del sector productivo y cualquier alteración del orden público. Al quebrarse los diálogos, se unieron a la causa obrera los miembros de la Unión de Trabajadores Colombianos (UTC) y la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC). El propósito era dar un contenido propiamente reivindicativo a la huelga, con la exigencia de un aumento general de salarios. El 14 de septiembre estalló la huelga. En varias ciudades –con excepción de Medellín y Bucaramanga, donde los trabajadores decidieron no acoger la medida– las fuerzas de policía debieron contener la irritación de miles de ciudadanos. En Bogotá los enfrentamientos dejaron dieciocho muertos, además de los destrozos habituales. El 17 de octubre el pliego de peticiones de los trabajadores exigía un reajuste del 50% en los salarios, el congelamiento de los precios de la canasta familiar y el levantamiento del estado de sitio209.

Los quince años entre 1962 y 1977 constituyeron el periodo de mayor actividad para el movimiento estudiantil. Las circunstancias políticas, sociales y culturales tuvieron mucho que ver en el aumento y la radicalización de las luchas estudiantiles. La Revolución cubana, el desarrollo experimentado por el sistema educativo, la política excluyente aplicada durante el Frente Nacional, el crecimiento económico mundial, el surgimiento de las guerrillas insurgentes y la influencia de las transformaciones culturales planetarias configuraron el contexto necesario para que el movimiento se entregara a la búsqueda de un cambio revolucionario. De ahí el hecho que el estudiantado se alejara de los partidos tradicionales, que se propusiera romper con las estructuras sociales jerarquizadas y que combatiera con denuedo la fuerza pública. Los cambios revolucionarios jamás fueron alcanzados, pese a que sus más incansables gestores –los estudiantes– creían verlos a la vuelta de la esquina. Fue una época en la cual los estudiantes de Colombia y de otras latitudes actuaron para cambiar el mundo210.

c. El declive: 1978-1985

La primera tarea que emprendió Julio César Turbay en su periodo presidencial (1978-1982) fue expedir un Estatuto de Seguridad que le permitiera hacer frente a la escalada de violencia encabezada por los distintos grupos insurgentes que ocupaban ya una buena parte del territorio nacional. Turbay y su cuerpo de ministros estaban convencidos de que “la insurgencia y la inmoralidad” eran los “flagelos” que golpeaban al país con mayor fuerza. Por esta razón se propuso no solo castigar a las “mafias” que el sistema judicial mantenía aún incólumes, sino acabar con la insurgencia “terrorista”. Este último objetivo se cumpliría por intermedio del Estatuto de Seguridad, un mecanismo legislativo que aumentaba las penas para los delitos de secuestro, extorsión y ataque armado, entre otros; que convertía, también, cualquier actividad o medio cuya pretensión fuera incitar a la población a desobedecer la autoridad en delitos conexos con el terrorismo y la subversión, y que le daba, en fin, a las autoridades militares y policiales un amplio margen de acción para evitar y juzgar las acciones que se consideraran terroristas o subversivas211.

La medida “reforzó el reflujo de las luchas populares y estudiantiles”, tal como lo indica Archila212. Sus efectos sobre el estudiantado se empezaron a sentir después del asesinato del político conservador Rafael Pardo Buelvas, quien se desempeñara como ministro en el gabinete del presidente López Michelsen. El asesinato había sido cometido por un grupo radical que se autodenominaba Movimiento de Autodefensa Obrero (MAO), para vengar la muerte de los obreros asesinados durante la represión del Paro Cívico del 14 de septiembre, acción de la cual culpaban al ministro Pardo213. Con el ánimo de capturar a los perpetradores del magnicidio, las fuerzas armadas y policiales emprendieron una persecución contra los estudiantes de la Universidad Nacional214. No es exagerado decir, en consecuencia, que el Estatuto de Seguridad satanizó la protesta estudiantil.

 

Ascanio. Manos arriba y una requisa. Archivo Vanguardia Liberal. 11 de marzo de 1971. Bucaramanga

Como lo argumenta Absalón Jiménez, el gobierno consideraba que en las universidades –sobre todo en las públicas– existía un foco de colaboradores de la insurgencia y de “guerrilleros en potencia”. En consecuencia, las autoridades decidieron infiltrar las universidades para identificar y judicializar a aquellos sujetos, tal como ocurrió en diciembre de 1978, cuando un militar infiltrado en la Universidad Pedagógica Nacional identificó a los cuatro estudiantes que, al parecer, habían incendiado un vehículo oficial durante la protesta del 30 de noviembre de aquel año. Los sindicados denunciaron la vulneración de sus derechos civiles y los atropellos mientras eran capturados. El estudiante Guillermo León Osorio denunció que los militares lo mantuvieron vendado durante setenta y dos horas, que no lo dejaban dormir ni sentarse y que lo habían sometido a interrogatorios insidiosos215. Este fue uno de tantos casos en aquel periodo del Estatuto de Seguridad, una historia de flagrantes vulneraciones a los derechos y a la dignidad aún por escribirse con el testimonio de hombres y mujeres sometidos a torturas y crueldades inimaginables.

La década del ochenta abría pues un panorama oscuro para el movimiento estudiantil. Aquellas victorias emblemáticas –las de 1962, 1964, pero sobre todo las de 1971-1972 y 1977– se anidaban en la memoria del estudiantado como una imagen deslumbrante pero irreal de la revolución social. El declive se aproximaba. Pese a que el descontento no paraba, con el paso del tiempo el estudiantado empezaba a perder esa fuerza contestataria que lo había caracterizado. Indudablemente el Estatuto de Seguridad había puesto aquí su cuota, pues era un arma a la que el estudiantado se resistía pagando un gran sacrifico. Fue por esa razón que la protesta estudiantil buscó un espacio de acción junto a los demás sectores sociales, tal como ocurriera con el paro cívico de septiembre de 1977, cuando cientos de estudiantes acompañaron las luchas obreras.

Si bien hubo en promedio poco más de treinta manifestaciones estudiantiles por año entre 1978 y 1984, las acciones no pasaron de ser meramente episodios. Cabe resaltar el surgimiento de la toma pacífica, una estrategia de movilización que los estudiantes del periodo anterior jamás habrían tenido en cuenta, dada su radicalización ideológica216. La primera de ellas se dio en Tunja en 1982, cuando un grupo numeroso de estudiantes se plantó a las puertas de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia para obstaculizar la circulación y llamar así la atención de los estudiantes menos comprometidos. También en octubre de 1982 algunos estudiantes de la Universidad del Valle se tomaron una iglesia del centro de Cali en protesta por la “detención y desaparición” de algunos estudiantes217.

Este tipo de acciones era una nueva respuesta del estudiantado y de la movilización social en general a los aparatos represivos del Estado y a los actores armados que redoblaron su fuerza de ataque. Entre 1979 y 1994, según lo indican Carlos Medina Gallego y Mireya Téllez Ardila, se llevó a cabo una persecución sistemática, con hostigamientos, detenciones arbitrarias y torturas, a un sinnúmero de actores sociales a los cuales se les involucró con los grupos subversivos218.

Aunque durante este periodo las protestas no desaparecieron, las demandas estudiantiles sí disminuyeron notoriamente. Según las cifras de luchas sociales del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), entre 1975 y 2007, de las casi dieciséis mil protestas solo el 10% fueron encabezadas por estudiantes. Un cuadro más restringido muestra que entre 1975 y 1980 solo el 18.6% fueron efectuadas por la movilización estudiantil, y que entre 1981 y 1985 los estudiantes protagonizaron solo el 11.7% de las movilizaciones. Como puede observarse, las acciones del movimiento estudiantil eran cada vez menos numerosas219.

El caso santandereano más recientemente estudiado proporciona cifras que, aun cuando no corroboran esta tendencia, ofrecen indicios a tener muy en cuenta con la ayuda de nuevos estudios del caso. Tal como lo muestra Díaz Fajardo, con la excepción del leve repunte ocurrido en 1982 (cuando hubo quince manifestaciones estudiantiles), entre 1978 y 1984 hubo un descenso sostenido en el número de protestas protagonizadas por estudiantes si se comparan con las que se presentaron entre 1970 y 1977. El estudiantado pasó de protagonizar en promedio veinte protestas anuales entre 1970 y 1977 (con picos tan elevados como las veintinueve de 1976) a efectuar tan solo ocho movilizaciones entre 1978 y 1984220.

Este acentuado declive del movimiento estudiantil debe ser explicado en un contexto de represión estatal y violencia de múltiples actores en el acontecer nacional. Un panorama que ya mostraba esta tendencia escalonada del conflicto en el periodo de estudio, entre 1978 y 1985.

En primer lugar hay que señalar que durante este periodo la movilización estudiantil amplió la gama de sus exigencias221. Si bien durante el periodo anterior la protesta estudiantil pugnó por transformar radicalmente la realidad social, en el momento en que el conflicto armado interno se generalizó, convirtiendo a la sociedad civil en una ofrenda de sangre derramada desde cualquier bando, esta misma protesta estudiantil hizo suyos otros reclamos, sobre todo aquellos referentes a los derechos humanos. “La violencia de aquellos años –afirma Mauricio Archila– también llegó a los predios universitarios, y si bien el estudiantado no fue la principal víctima de la ‘guerra sucia’, fue muy ‘sensible’ a la violación de los Derechos Humanos”222, principalmente después del asesinato de Alberto Alava Montenegro, el abogado que acogiera la defensa de algunos presos políticos colombianos. El homicidio fue perpetrado el 21 agosto de 1982 por miembros del MAS (Muerte a Secuestradores), un grupo de autodefensas financiado por el narcotráfico. La movilización estudiantil de ese periodo también se caracterizó por la ampliación de los mecanismos o estrategias de protesta. La violencia desmedida y paraestatal obligó al estudiantado a buscar acciones de “carácter lúdico” con el fin de denunciar diversos problemas que lo inquietaban. De esas nuevas estrategias cabe destacar las “peñas folclóricas”, es decir, las reuniones estudiantiles organizadas para cantar y hacer públicas las letras de las canciones de música protesta, los happenings y las obras de teatro abiertamente críticas223.

Una periodización sin epílogo

Algunos historiadores han creado una periodización del movimiento estudiantil siguiendo sus acciones coyunturales, es decir, sus grandes luchas, victorias y derrotas. En el presente análisis, no obstante, se ha preferido una periodización menos esquemática y más comprensiva de la movilización estudiantil. Para ello, se han referenciado tanto el contexto histórico como los intereses particulares que con el paso del tiempo iban a defender a las diferentes generaciones que configuraron la protesta. Se comprende entonces que a lo largo del siglo XX hubo intereses, filiaciones y dinámicas sociales, políticas y culturales distintas que dieron a la movilización estudiantil un conjunto de cualidades específicas. En consecuencia, en el presente texto se argumenta que el movimiento estudiantil colombiano ha tenido dos grandes periodos históricos.

El primer periodo inició en 1910 y finalizó alrededor de 1957, y se caracterizó, ante todo, porque los estudiantes se encontraban indistintamente unidos –o buscaban esa unión– con los partidos políticos tradicionales; en segundo lugar, porque hicieron de la manifestación y la protesta una palestra pública que les permitía entrenarse para las lides de la política profesional y, finalmente, porque se proponían hacer de la universidad una institución moderna, es decir, productiva, científica y liberal. El segundo periodo, iniciado en 1958 y finalizado en 1985, estuvo caracterizado, en primer lugar, por el giro hacia la izquierda ideológica y política; en segundo término, porque hicieron de la revolución social su más importante meta, y finalmente, porque lucharon por configurar una institución educativa desde la cual se dirigiera y diseñara a la sociedad, aunque, al fin de cuentas, el decurso de la propia universidad era secundario si la historia daba el salto anhelado mediante una revolución total contra el capitalismo y el imperialismo norteamericano.

Durante el primer periodo el país vivió una difícil y conflictiva transición hacia la modernidad en varios órdenes, que hizo palpable cuán reacia era nuestra nación a los cambios. Una reforma educativa de corte liberal como la que puso el movimiento estudiantil de Córdoba, y que influyó en toda la región, no consiguió en Colombia más que reformismos insustanciales ante el miedo a que las ideas próximas al socialismo contagiaran a estudiantes y profesores. Por lo demás, la transición de la política tradicional hacia la política moderna fue un evento traumático que provocaría una oleada de violencia en la cual los ciudadanos se vieron enfrentados en nombre de sus partidos políticos. Durante el segundo periodo, el desarrollo del capitalismo, la explosión socialista y la expansión de una revolución en la cultura que afectaba las más profundas raíces de la estructura social, provocaron en Colombia transformaciones inusitadas: auge de las ideas revolucionarias, expansión de la alfabetización y acceso a bienes culturales que modificaron y liberalizaron las costumbres. También cabe destacar en este segundo periodo la mutación de la violencia bipartidista en el conflicto armado guerrillero, ya que sería la radicalización de la violencia, con más intensidad hacia principios de la década del ochenta, la que provocaría cambios aún desconocidos en la configuración del movimiento estudiantil. Esta es una de las razones principales por la cual esta investigación sitúa un punto final en el año de 1985.

Este análisis y recuento de la historia de la movilización estudiantil colombiana permite entender que no es posible seguir considerándola –tal como se ha hecho hasta el momento– como una mera sucesión de protestas, manifestaciones y conflictos violentos, con sus respectivos mártires e hitos memorables. Por el contrario, se trata de un proceso en el que se vincularon varias generaciones de estudiantes buscando soluciones, posibles o definitivamente improbables, a temas gremiales, sociales, políticos y culturales específicos, en medio de unas circunstancias históricas especiales y muy propias de cada actuación estudiantil. En cada periodo hubo acciones y personajes destacados, pero, este recuento en sí mismo, poco dice con respecto al carácter del movimiento estudiantil, ya que no permite entender por qué razones cada generación actuó tal como lo hizo y de qué manera ciertos temas y demandas se encadenaban y también se diferenciaban de una época a otra.

La protesta estudiantil colombiana surgió hacia finales de la primera década del siglo XX mientras el país se vinculaba a la modernización. Sus luchas estaban inscritas en el marco de una sociedad cuyos principios eran profundamente conservadores y resistentes al cambio. Dos generaciones de estudiantes marcaron época durante este periodo: la Generación del Centenario y la Generación de Los nuevos. Ambas lucharon por reformar un sistema educativo anticuado con base en los principios escolásticos. Fue la Generación del Centenario la que introdujo en el país algunos de los principios de la lucha estudiantil pregonados en Córdoba. A la Generación de Los nuevos el movimiento estudiantil le debe la creación de distintos espacios de acción política y cultural. Entre 1946 y 1957 se evidenciaron ciertos cambios en la protesta estudiantil para lo que vendría tras la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla: la aparición de las pedreas, verdaderas batallas campales que enfrentarían al estudiantado y las fuerzas policiales. A partir de ese entonces surgiría una memoria colectiva del movimiento estudiantil en Colombia con mártires, acciones intrépidas, conquistas y derrotas.

Hacia 1958 el movimiento inició un proceso de cambio ideológico y político radical que lo llevará a acoger las teorías revolucionarias de tendencias socialista, comunista e incluso anarquista. En el fondo de ese proceso de politización hacia la izquierda se encontraban tres fenómenos históricos: 1) la exclusión política generada por el régimen del Frente Nacional, 2) el ejemplo de la Revolución cubana y 3) las transformaciones socioeconómicas y políticas que dieron pie a la clase media colombiana. Después de 1962 y por lo menos hasta 1977, la movilización estudiantil experimentó su etapa de mayor actividad contestataria. Indudablemente, durante estos años el movimiento desarrolló una buena cantidad de protestas, desórdenes públicos, marchas, mítines, paros y huelgas, acciones que lo pondrían, en ocasiones, a la vanguardia de las luchas sociales. Pero todo este clímax revolucionario menguó su intensidad hacia los años ochenta, momento en el cual la nación experimentó otro cambio traumático propiciado por la violencia política. La radicalización y generalización de la violencia sin cuartel entre los distintos actores armados terminó por acorralar a la sociedad civil, obligándola a dejar de lado sus luchas y reclamos. Tanto el aparato represivo del Estado como las fuerzas ilegítimas e ilegales buscaron formas de contener la protesta estudiantil. Hacia 1985 el estudiantado redujo sus acciones notoriamente.

 

Adenda metodológica: Valor y definición de la fuente testimonial

La historia oral testimonial, es decir, la historia con base en narraciones referidas a la palabra viva, ha sido despreciada o subvalorada como fuente. En algunos casos, desconfiar absolutamente del relato construido con base en las evocaciones de un individuo se convirtió en norma. A partir de Ranke, a quien se le debe la idea de que las “fuentes oficiales escritas” son el “manantial cristalino” de donde brota la verdad, los testimonios no escritos se convirtieron en sinónimo de imprecisión histórica. Historiadores positivistas argumentan que la memoria social es insuficiente porque no puede materializarse en una fuente manipulable y cotejable; porque no pueden formalizarse en una estructura lingüística fija, tal como la que ofrece la escritura; porque refiere solo experiencias subjetivas y de poco valor en relación con los grandes acontecimientos de la historia; y en último término, porque hace imposible datar el cambio –uno de los propósitos esenciales de la historia–, dadas las imprecisiones cronológicas que se pueden cometer al acudir a la memoria social224.

Esta sospecha de veracidad con la memoria social es relativamente nueva. Para Heródoto la historia era un relato construido también con base en narraciones orales: “lo que yo me propongo a lo largo de mi relato es poner por escrito, tal como he oído lo que dicen los unos y los otros”, señaló en Nueve libros de la Historia. Sin duda, Heródoto no enfrentó los mismos problemas metodológicos de Ranke, pero con su idea ya hacía evidente algo que hoy en día nos resulta claramente cierto: la memoria social es tan solo un tipo de fuente para la historia, tal como lo indicara Luis González: el historiador –dijo– tiene “que enterarse de las acciones humanas del pasado por medio de vestigios materiales, tradición oral y expresiones escritas que, pese a la incuria del tiempo, los saqueadores y la polilla, son cada vez más numerosos y variados”225.

Lo que debe llamar a preocupación no es si el uso de la fuente oral tiene o no justificación, sino el problema de su conceptualización. La tradición oral ayuda a formar las colectividades humanas: pueblos, localidades, ciudades o naciones. La vida de cada uno de los individuos que configura una colectividad está sustentada en una serie de relatos que justifican su existencia. Al respecto, los relatos de la nación son ejemplificantes. Aunque el acontecer monumental que muestran estos relatos es transmitido en la escuela a través de sus dispositivos de enseñanza –como el manual escolar– no cabe duda de que muchas de esas “historias” son trasmitidas como si se trataran de un relato oral, de manera que llegan a convertirse en parte de la memoria colectiva o del imaginario histórico, si se prefiere. Los episodios que se relacionan con los orígenes de una comunidad –local o nacional–, los héroes y las calamidades o grandes eventos públicos no forman parte de esa historia a secas que producen los historiadores, sino más bien de una historia viva, una historia que vivifica y crea mediante la palabra.

Un ejemplo del poder de la palabra es La Ilíada. Como se sabe, este libro cumbre de la literatura universal no fue una simple invención de Homero. Todo su contenido lo recogió el insigne poeta de labios de su pueblo, particularmente de los pescadores y trovadores del Mediterráneo, quienes se lo recitaban mientras estaban a orillas del mar. Durante muchos años se pensó que todos aquellos relatos eran mitos, producto de la imaginación singular de aquel pueblo antiguo226. Hacia 1870, sin embargo, un educado y rico comerciante alemán, enamorado de la obra de Homero, decidió viajar a Turquía en busca del sitio donde supuso encontraría la ciudad que La Ilíada hiciera famosa. Aquel romántico explorador era Heinrich Schliemann, el hombre a quien se debe el descubrimiento de Nueva Ilión. En efecto, Schliemann había emprendido un viaje de exploración, y en contra de la opinión de los eruditos de su época, se dio a la tarea de buscar la ciudad que envolviera en un solo destino las vidas de los héroes y los dioses griegos. Su método consistió en seguir meticulosa y rigurosamente cada una de las pistas geográficas, históricas y topográficas que La Ilíada le proporcionaba, complementándolas con las técnicas que la arqueología de su época le prestaba227.

La monumental obra es una muestra irrecusable de lo que puede representar la tradición oral en la reconstrucción de la historia, bien sea universal, nacional o regional. Como esta, existen multitud de ejemplos que podrían citarse para demostrar la importancia y la utilidad de esta fuente de investigación histórica. Pero antes de continuar con los ejemplos es necesario definir qué es la fuente oral. Según lo afirma Prins, la fuente oral no es solamente una evidencia obtenida de “personas vivas, en contraposición a aquella obtenida a partir de fuentes inanimadas”228. En realidad, existen por lo menos dos tipos de fuentes orales: la tradición oral y el recuerdo. La tradición oral es, en palabras de Jan Vansina, el testimonio oral transmitido “verbalmente de una generación a la siguiente, o a más de una generación”229; se trata, así, de relatos que cada sociedad transmite a sus nuevas generaciones. El recuerdo, por su parte, es una evidencia oral “basada en las experiencias propias del informante”, y que “no suele pasar de generación en generación excepto en formas muy abreviadas, como, por ejemplo, en el caso de las anécdotas privadas de una familia”. Este es un concepto síntesis de tradición oral:

[…] los recuerdos del pasado transmitidos y narrados oralmente que surgen de manera natural en la dinámica de una cultura y a partir de esta. Se manifiestan oralmente en toda esa cultura aun cuando se encarguen a determinadas personas su conservación, transmisión, recitación y narración. Son expresiones orgánicas de la identidad, los fines, las funciones, las costumbres y la continuidad generacional de la cultura en que se manifiestan. Ocurren espontáneamente como fenómenos de expresión cultural. Existirían, y de hecho han existido, aunque no hubiera notas escritas u otros medios de registro más complejos. No son experiencias directas de los narradores, y deben transmitirse oralmente para que se consideren como tradición oral230.

La historia oral es una actividad académica que investiga procesos históricos usando como fuentes de información “los recuerdos de las personas que han tenido experiencias directas en el pasado reciente”231, al tiempo que recurre a las tradiciones orales y, por supuesto, a las demás fuentes en que se basa la historia. En consecuencia, la historia oral es una práctica histórica a secas, cuyo propósito, principalmente para obtener de sus fuentes los mejores resultados, es resolver problemas relacionados con acontecimientos más próximos al presente. Para recuperar sus fuentes, la historia oral se apoya en implementos técnicos que le permiten estabilizar de manera gráfica (mediante la escritura), magnetofónica o mediante video, el relato que proveen los informantes.