Memorias de una época

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Muestra de ello fue el tímido apoyo del Partido Comunista Francés a las demandas de los estudiantes. Con el transcurrir de los días, el descontento entre los estudiantes fue incrementándose de manera proporcional a las medidas represivas que tomaron en su contra. El 6 de mayo compareció Cohn-Bendit ante el comité disciplinario de La Sorbona, acto que generó una gran movilización, que, al ser prohibida, derivó en una serie de agudos enfrentamientos con la fuerza policial. En las semanas posteriores se hicieron comunes las escenas de barricadas y adoquines volando por los aires de las calles parisinas así como la respuesta policial que, curiosamente, no arrojaron ninguna víctima fatal. Si bien el recurso a la violencia fue magnificado por la televisión y, en general, por la prensa, no hubo consenso en cuanto al uso o no de esta por parte de los manifestantes. El mismo Danny El Rojo creía que la violencia estaba destruyendo al mismo movimiento102.

Junto a las imágenes de la protesta violenta, el Mayo Francés se caracterizó por reivindicar de manera transgresora el derecho a la libertad de expresión, especialmente en los jóvenes universitarios. Hablar de todo, en todo momento y lugar marcó a esta generación deseosa de ser escuchada. Los grafitis y consignas en las paredes de lugares “sagrados” como el Louvre, pretendían, en el fondo, romper con la rígida estructura social que Francia había heredado del liberalismo decimonónico y, con ello, situar en un primer plano la sensación y apuesta por la liberación. Las paredes, panfletos y periódicos mimeografiados también fueron testigos de cierto internacionalismo: se exhibían frases sobre el poder de los negros o la situación en la Europa socialista; con los puños en alto se coreaba La Internacional como el canto que anunciaba un mundo nuevo.

Aunque se ha comprobado que las relaciones entre los obreros sindicalizados y los estudiantes no fueron idílicas, antes, durante o después de las jornadas de mayo-junio de 1968, el 13 de junio se lanzó una huelga general que paralizó a Francia. Por un momento, estudiantes y proletarios llamaron toda la atención del poder político francés. Si bien en diferentes ciudades hubo tomas de fábricas e intentos de autogestión de la producción, el grueso de los sindicatos buscaba mejorar sus condiciones materiales. El gobierno francés consciente de esta diferencia sustancial entre estudiantes y obreros cedió a ciertas demandas salariales y de bienestar de las centrales obreras mientras que a los estudiantes los siguió reprimiendo. En este doble tratamiento sobrevino la deportación de Daniel Cohn-Bendit a Alemania, situación que recordó el antisemitismo de la Segunda Guerra Mundial al proferirse acusaciones racistas –pues era de origen judío– contra el líder estudiantil103.

De acuerdo con Virginie Laurent, la explosión del Mayo Francés se debió a las tensiones acumuladas entre una modernización económica y una rigidez social en momentos en que la agitación social era la nota distintiva en Europa y el mundo entero. La represión policial y la incomprensión del descontento de los jóvenes desataron la expansión del movimiento. Esta situación llevó a pensar que la revolución estaba a la vuelta de la esquina y que solo pudo ser sorteada por la habilidad política del “padre de la Patria”: la sagacidad del General de Gaulle104.

El movimiento de mayo del 68 francés increpaba de manera directa a las estructuras rígidas del poder. Las demandas de los estudiantes universitarios iban en la dirección de hacer más flexible la vida en las universidades y, con ello, el aumento en la participación en la toma de decisiones. Como lo ha mostrado Jean-Philippe Legois, cabe indicar que el movimiento de mayo contribuyó indirectamente a la aparición de una universidad tecnocrática al sacarla del estancamiento en que vivía antes de aquel año. El debate de fondo entre una universidad crítica y una universidad al servicio del capital llevó a la valoración del movimiento como la comuna estudiantil, a la usanza de la Comuna de París de 1871105.

El Mayo Francés representó no una revolución política en el sentido clásico, pues a todas luces no hubo un cambio de régimen político. Por el contrario, implicó una revolución sobre el poder al introducir una nueva concepción de lo político, manifiesto en las demandas sociales y culturales. Atacó directamente e impulsó la crisis de la representación política al buscar la liberación del sujeto, ya que sus principales efectos fueron, entre otros, la eclosión del discurso y la práctica política feminista, la producción de nuevas lógicas y referentes para comprender la relación entre los géneros, la liberación sexual, la disposición libre del cuerpo y la vinculación al mundo productivo bajo términos de no explotación106.

En América Latina los efectos tanto culturales como políticos del Mayo Francés fueron contundentes. Muchas naciones latinoamericanas fueron sacudidas por la difusión de la utopía libertaria. Esta concepción y otras fueron aclamadas por una buena parte de la juventud y entronizadas como principios orientadores de la acción política y vital. En Colombia el escenario privilegiado en el que se desplegaron las prácticas, los discursos y los valores de la revolución cultural fue la universidad. Los repertorios de protesta desarrollados por los estudiantes se fundaron en referentes culturales que circularon por el mundo entero, especialmente los relacionados con las diversas corrientes del marxismo.

En consecuencia, la protesta universitaria en Colombia conjugó elementos tales como la oposición al régimen bipartidista, los conflictos generacionales y la crítica al modelo universitario sustentado en la apuesta desarrollista que Estados Unidos hizo hegemónica en América Latina. La relación universidad-juventud se convirtió en sinónimo no solo de libertad y revolución sino de rebeldía, libertinaje y anarquismo. Para Rafael Humberto Moreno Durán, no cabe duda que la universidad de los años sesenta perteneció a una generación rebelde y revolucionaria formada al son de The Beatles, Bob Dylan, Camus, Sartre y las más variadas líneas del marxismo; una generación que se atrevió a romper los cánones morales y a experimentar con su cuerpo y su sexualidad en contra de todos los preceptos religiosos consagrados en la Encíclica Humanae Vitae y la Ley Cecilia, inspirada en la filosofía conservadora de la esposa del presidente Carlos Lleras Restrepo; una generación, en fin, que parafraseándolo, se desabotonó el cerebro tantas veces como la bragueta, y que veía en esas acciones la manifestación más pura del verdadero vivir107.

Estas nuevas prácticas y formas de ser y estar en el mundo expresaban una nueva inquietud existencial: la de ser, pensar y definirse diferente. Para los jóvenes de este periodo explorar la diferencia a través del cuerpo, la crítica social y las nuevas estéticas se convirtió en un imperativo. Un deseo y afán de consumo que la industria cultural supo aprovechar adecuadamente con su explosión de nuevos estilos. El estilo Carnaby Street americano se hizo famoso gracias a la industria discográfica que centró su atención en los jóvenes integrantes de las bandas de música rock. La crítica del sistema o de la realidad social se apoyaría en un nutrido grupo de obras filosóficas, sociológicas, psicológicas, politológicas y económicas fuertemente influenciadas por el pensamiento marxista. La búsqueda de nuevas definiciones de la belleza halló solaz en la prolífica creación de poetas, dramaturgos, novelistas, pintores y cineastas transgresores108.

Debido a que en la gran mayoría de los países del Tercer Mundo experimentaron un extraordinario aumento de los niveles de alfabetización fue común que los individuos de las clases baja y media de las sociedades de esos países vieran en la escolarización superior una oportunidad real de movilidad económica individual y familiar. Una de las consecuencias directas de este ascenso social fue el aumento en la demanda –y su respectiva oferta– de bienes de consumo cultural, tales como libros, periódicos y revistas. Junto al consumo masivo de productos culturales populares como los discos de música rock y pop, el cine, la radio y la televisión, para el sector que tuvo acceso a la educación universitaria el consumo de la cultura escrita se convirtió en un imperativo. La mayoría de universitarios, sin importar la disciplina o profesión que estudiaran, consumían algún tipo de bien cultural escrito.

En Bogotá el estudiantado universitario se interesó sobremanera por las obras de escritores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, Ernesto Sábato o Germán Guzmán, entre los latinoamericanos, y en las de Robert Musil, Thomas Mann, Erich Segal o Bernard Malamud entre los norteamericanos y europeos. Además de la literatura, los textos históricos tuvieron gran auge y dentro de ellos primaron las biografías de personajes como José María Vargas Vila, Kennedy o Marcel Proust, obras acometidas por Arturo Escobar Uribe en El divino Vargas Vila, Arthur Schlesinger en Los mil días de Kennedy o por el investigador inglés George Duncan Painter en su biografía de Marcel Proust.

Mucho se ha especulado sobre los alcances de la llamada revolución cultural planetaria y si efectivamente esta constituyó un triunfo o una derrota para aquella generación. Un balance sobre los sucesos de este momento muestra cómo a nivel político no se dio una revolución en el sentido del cambio de estructuras políticas, sociales y económicas. La represión de la que fueron víctimas los manifestantes en diferentes partes del mundo, el reflujo que tuvo la movilización estudiantil y social y el movimiento hacia la derecha del péndulo ideológico y político, no permiten aseverar que la generación del 68 triunfó en el terreno de la política. Sin embargo, hubo una serie de comportamientos, costumbres y hábitos sociales que transformaron para siempre las relaciones sociales. Este es precisamente el componente cultural que se destaca en esta coyuntura global, motivada y condicionada por cambios estructurales demográficos y educativos, los cuales influyeron de manera profunda sobre los aspectos íntimos de la vida cotidiana.

 

Hasta aquí el contexto de síntesis sociocultural en el que se inscribiría la nueva fase del movimiento estudiantil. Para aproximarse a un entendimiento de las acciones que este emprendió en Colombia después de 1958 es necesario examinar, así sea brevemente, la situación de la educación en el país durante este periodo de referencia.

Tendencias en la educación superior en Colombia

Como todo en los años sesenta y setenta, el sistema educativo, y sobre todo la universidad, experimentó también cambios sustanciales en Colombia. El sector educativo empezó a expandirse hacia 1950, pero su crecimiento más importante fue a mediados de los años setenta, momento en el cual las estadísticas oficiales mostraban que la progresión de la matrícula superaba ampliamente el crecimiento demográfico. Solo en la escolaridad primaria se alcanzó un crecimiento promedio superior al 6.9%, mientras que en el sector de secundaria las tasas de crecimiento superaron el 12%109. La mejora sustancial de este sector enorgullecía a los dirigentes políticos de la época. Alberto Lleras Camargo consideraba que La Violencia no se hubiera apoderado del país si el sector educativo hubiera contado con la vitalidad que había adquirido bajo su gobierno:

La insurgencia de presiones brutales, la crueldad que caracterizó a esta época recientísima de nuestra historia, no habría prendido tan fragosamente sobre una nación educada, sobre un país civilizado […]. La insensibilidad que se apoderó de buena parte de las antiguas clases dirigentes ante la tremenda gravedad de la violencia es también otro síntoma de la defectuosa educación, aún en las más altas jerarquías de la inteligencia. Fallaron los sistemas educativos complementarios, fallaron el hogar y la educación moral y religiosa de Colombia. Ese es un hecho histórico110.

Durante el Frente Nacional los gobiernos se vieron obligados, gracias al plebiscito de 1958, a aumentar la financiación para el sector educativo. Se mantuvo pues, como tope mínimo para el gasto en educación un 10% del presupuesto nacional. Una década después, con la reforma constitucional de 1968 se impulsó una reorganización administrativa del sector. En esta oportunidad se obtuvo una notable mejoría al dejar en manos del gobierno central la responsabilidad financiera y al descentralizar su administración. La principal reforma recayó, por ende, sobre la máxima autoridad educativa, es decir, el Ministerio de Educación Nacional, a través de la creación de una serie de entidades territoriales que dinamizaran el movimiento de los recursos financieros y de personal tales como los Fondos Educativos Regionales y las Juntas de Escalafón Departamental. Este proceso de descentralización administrativa adquirió mayor fuerza durante el gobierno de López Michelsen, quien debido a la persistencia de algunas dificultades operativas decidió modernizar el sistema administrativo en los niveles regional y local111.

El incremento en la matrícula universitaria se produjo a partir de 1960. Según lo indica Rodrigo Parra Sandoval, aquel aumento no se repartía de forma equitativa entre las diversas regiones en que se hallaba dividido el país. Sin duda, ello se debió a que tal evento era una consecuencia directa del proceso de fortalecimiento de la economía colombiana, y como ese crecimiento económico era desigual, el desarrollo educativo universitario no hacía más que reflejar sus propias causas. De ahí que las principales universidades de medio siglo solo surgieran en los centros urbanos en los que se había experimentado un desarrollo de los sectores industrial y de servicios. Surgieron universidades en ciudades tales como Cali, Bucaramanga, Tunja, Pereira, Medellín, Cartagena y Neiva.

Así pues, los 2900 estudiantes universitarios que había en Colombia en 1940 se incrementaron 175 veces en los siguientes cuarenta y cinco años, ya que hacia 1985 habría poco más de medio millón de universitarios. En 1960 había 20000, 176000 en 1975, 279000 en 1980 y 356000 en 1983112. Al incremento en la cobertura se le sumarían las reformas administrativa y metodológica. Indudablemente, con el fin de brindar una educación avanzada y con el objeto de aportar al desarrollo de la nación, las universidades abrieron carreras tales como Enfermería, Comunicación Social y Periodismo, varias ramas de las Ciencias Sociales y de las Humanidades como Sociología, Historia, Artes y Música; se le abrió también campo a Trabajo Social y, sobre todo, a las ingenierías, aquellas profesiones de las que más se esperaba. Se rompía así con la ya arcaica trilogía conformada por Derecho, Medicina y Filosofía, carreras que en conjunto conformaban la universidad tradicional113.

Con todos estos desarrollos en el campo de la educación universitaria, los gobiernos de la época pretendían complementar las reformas que se habían logrado en el sector de la educación secundaria. De hecho, la universidad se convertiría en el centro de todo el proceso de modernización educativa. Para ello se pusieron en marcha las recomendaciones que al respecto hiciera en 1961 Rudolph Atcon, en el marco del programa de Alianza para el progreso. Para este especialista “efectuar en la universidad mutaciones controladas en consonancia con líneas establecidas previamente”114, era una acción que ayudaría a transmitir “a su debido tiempo, de modo ordenado y armónico, a todas las instituciones sociales y a todos los medios corporativos de producción”115 los conocimientos necesarios para acelerar el desarrollo116. El modelo universitario norteamericano se convirtió en ejemplo a seguir en varios países latinoamericanos, a pesar de que estos no tenían las mismas condiciones materiales e históricas de Estados Unidos. Algunos de los elementos que se pretendieron retomar fueron la idea de perfectibilidad humana; la pretensión de extender los beneficios del mundo científico al campo social, incluso con la idea de exportación de la libertad política; la estrecha relación del conocimiento científico y tecnológico con el crecimiento económico; la desaparición de las barreras infranqueables entre ciencias básicas y carreras profesionales; la importancia de la investigación y la creación de los posgrados para generar continuidad con los pregrados profesionales, entre otros aspectos. En todo caso, el eje de todo el modelo era potenciar una economía planificada sostenida en el individualismo económico y la propia iniciativa117.

La universidad fue, en consecuencia, el escenario predilecto para llevar adelante estos intentos de modernización de la educación y de la sociedad colombiana después de 1950. Siguiendo las recomendaciones de Atcon en Colombia se puso en marcha el Plan Básico. Un programa con el cual se identificó el horizonte que se le trazaría a la educación superior desde referentes estadounidenses. Atcon estaba convencido de que la principal tarea que debían adelantar los gobiernos de América Latina, si pretendían salir del subdesarrollo, no era otra que formar al capital humano necesario para producir un despegue social:

Los mejores planes –escribió en su informe– son inútiles sin contar con la gente. Y el desarrollo de este continente depende, primero que todo, del desarrollo de su propia gente. Es el factor humano, el factor humano local y no el importado, el que a la larga deberá no sólo mantener las máquinas y las ideas importadas, sino también, imaginativamente, innovar, inventar y descubrir otras nuevas, concebidas específicamente para la satisfacción de las necesidades y de las condiciones locales. Entonces, y sólo entonces, un pueblo, una sociedad, una nación llega a ser realmente libre, realmente independiente. La exportación de inventos nuevos sólo puede presentarse después de que esta etapa haya sido alcanzada y consolidada. Sin embargo, hasta ahora este factor, innegablemente crucial, ha sido omitido íntegramente de nuestra planeación para el desarrollo socioeconómico118.

La preponderancia que Atcon daba al factor humano local implicaba una modelación de las nuevas generaciones nacionales a partir de una planificación integral que deviniera en la realización de planes de desarrollo totales, coordinados y dinámicos, con el fin de evitar la dispersión en los esfuerzos e iniciativas de las sociedades latinoamericanas. Si la inversión estatal debía centrarse en el factor humano antes que en la importación de maquinaria y tecnología, la principal forma de llevar adelante una auténtica modernización de las sociedades tradicionales era a través de la inversión en el desarrollo educativo.

Atcon llamó la atención sobre las falsas expectativas que se creaban las sociedades subdesarrolladas al pretender que la importación de tecnología era la única vía de desarrollo posible. Sobre este punto, el asesor norteamericano no podía estar en mayor desacuerdo, pues afirmaba categóricamente que la única forma de acceder al desarrollo era aumentando y favoreciendo los recursos para la educación. Esto no significaba, sin embargo, que todos los recursos de una nación debían ser dirigidos a un único sector, sino que la inversión debía llevarse a cabo a través de una política integral que armonizara los planes educativos y los proyectos económicos y sociales para alcanzar un progreso efectivo. Por consiguiente, su concepción era totalmente contraria a la de la mayoría de los especialistas de la época. Su acento no recaía sobre un único sector de la economía, –principalmente el sector secundario–, sino sobre el sistema en su conjunto. Estas recomendaciones debían ser aplicadas por los científicos sociales y planificadores nacionales, y con la ayuda de la asistencia técnica de los países que ya habían recorrido el sendero de una correcta planeación119.

Con base en estas indicaciones generales, Atcon perfiló el ámbito universitario como el área que los gobiernos nacionales estaban llamados a priorizar. Por consiguiente, desde su punto de vista, los niveles de la educación primaria y secundaria debían quedar subordinados al nivel universitario:

La educación superior constituye la verdadera encrucijada en el desarrollo de América Latina –escribió– […]. El principio de un cambio estructural planeado y coordinado se aplica, por supuesto, a todas las instituciones, organizaciones o creencias. Al menos en teoría podríamos invadir el organismo social por cualquier sitio, siempre y cuando se mantenga el principio de interconexión e interdependencia para todos los cambios que se deseen o que se adelanten. En la práctica, sin embargo –concluiría–, será más eficaz comenzar con la educación, dado que ella está en la raíz del mismo problema que en todas partes se nos presenta120.

Con esta sentencia, Atcon reafirmaba la convicción de la época sobre el papel central que cumpliría la universidad en la conquista del anhelado desarrollo, toda vez que la universidad reproducía, a escala micro, la complejidad, las taras y las posibilidades de las sociedades latinoamericanas. En el desarrollo de su pensamiento sobre la universidad, concluía que esta era la institución más conservadora que tenía esta sociedad. Tildada de medieval, la universidad debía responder a los retos que le imponía al continente el escenario de posguerra. Retos que no eran más que independencia económica, industrialización y satisfacción de las crecientes demandas del consumidor. Estos objetivos implicarían una profunda reestructuración de la universidad con el fin de propiciar una transición de la universidad de elites a una universidad de masas. Por consiguiente, la meta trazada para la universidad consistiría en hacerla pasar de institución académica, es decir teórica y reproductora de conocimiento, a entidad creadora de ciencia pura y aplicada al servicio de la comunidad.

La propuesta de Atcon se afincaba en su conocimiento de la realidad latinoamericana. Ciertamente, sabía que la educación superior en América Latina estaba anclada a una tradición que hacía de la formación una simple cuestión de prestigio social. Veía en este hecho un mecanismo que actuaba en detrimento de lo que consideraba debía ser su verdadera función: resolver, mediante las técnicas profesionales y científicas, los problemas de la sociedad. Contrario a la lectura común, Atcon consideraba que la universidad tenía la obligación de trascender el elitismo colonial y el adiestramiento profesional para preparar auténticos ciudadanos, bien formados profesionalmente y con un alto sentido ético y científico. De este modo, el asesor norteamericano criticó abiertamente a la “oligarquía académica” que solo se preocupaba por acceder a un título para conseguir una posición privilegiada en la sociedad tradicional. Este tipo de personajes, por definición, se oponían a la masificación de la universidad y tenían gran responsabilidad en la carencia de soluciones a los problemas materiales de estas naciones, pues no se interesaban en adquirir y aplicar el conocimiento científico a su realidad121.

 

En el nivel estructural, Atcon veía que las universidades también experimentaban un gran agotamiento. Concretamente, sometió a crítica la organización interna de las casas de estudio en unidades cerradas y autistas, tales como las escuelas y las facultades, entidades que ostentaban un monopolio del conocimiento que compartimentaba la formación de los profesionales. La elección de las autoridades respectivas (decano o director de escuela) asociaba, con una metáfora provocadora, a la perpetuación del poder de los señores feudales, pues veía que aquellos no respondían sino a los miembros de su círculo de dominio sin ceñirse a criterios técnicos y racionales. El azar o las presiones personales de acuerdo con ciertos intereses eran el sostén real de las decisiones de estas unidades académicas. Esta dinámica respondía o era resultado de la manera como se concebía y experimentaba la cátedra, célula básica en la que se concentraban todos los vicios de la universidad oligárquica. Según Atcon, las cátedras eran consideradas casi como propiedad vitalicia de personajes “mediocres e incompetentes”, quienes al acceder a una plaza se desinteresaban plenamente por la producción académica para dar cabida a sus veleidades de prestigio y fama.

En síntesis, las críticas de Atcon a la realidad de la educación superior indicaban que las universidades del continente carecían de una verdadera administración universitaria y no poseían ni la autonomía política ni la autonomía financiera necesarias para servir al Estado. Esto las convertía en una mera plataforma de cargos y prebendas políticas. Finalmente, consideraba que los estudiantes influenciados por los desvaríos políticos del momento, habían forjado en las universidades los “modales” y las “mentalidad de barricadas” que el comunismo cubano había llevado a la región. De manera que, en vez de contar las universidades con estudiantes preocupados por buscar una “verdad disciplinada, serena, ordenada y seria”122, había una masa de activistas políticos preocupados por acallar a gritos a sus adversarios, emplear consignas y suscitar emociones en vez de razonar sobre los hechos. Acciones que, en todo caso, juzgaba alejadas de los comportamientos democráticos.

Caracterizada la universidad latinoamericana, Atcon propuso una serie de medidas encaminadas a solucionar los problemas identificados. A su juicio, la principal medida que los gobiernos latinoamericanos debían aplicar para solucionar aquellos problemas consistía en convertir a “la competencia” en el motor de todo el sistema educativo y social, ya que, como buen liberal, consideraba que solo “la competencia” entre los individuos podía erigirse en “causa” del crecimiento colectivo. Desde su punto de vista, la lucha entre los sujetos constituía el mecanismo más adecuado para fomentar la eficacia y la efectividad de las acciones colectivas, pues solo la lucha sacaba a flote lo mejor de cada individuo. De ello se podían inferir dos consecuencias básicas. La primera indicaba que un mayor número de individuos adecuadamente formados y éticamente construidos generarían, gracias a la competencia, un desarrollo social mayor. Y la segunda, que de tal competencia nada era más inminente que la eliminación gradual de los privilegios premodernos en las universidades latinoamericanas. Pero la competencia y la productividad no eran nada, decía Atcon, sin la disciplina y la responsabilidad. Por ello recomendó que junto a la promoción de la competencia se debían adoptar medidas disciplinarias rigurosas que fomentaran el cumplimiento responsable de las tareas que correspondía a cada uno de los miembros de la comunidad universitaria: directores, administrativos, profesores y estudiantes, es decir, dirigir, administrar, enseñar y estudiar, respectivamente. Con todo, las implicaciones de su propuesta no paraban allí. Una universidad fundada en la competencia, la productividad y la disciplina debía reformular la idea de autonomía, principio que había cobrado importancia durante la primera mitad del siglo pero que en ese momento tomaba nuevos matices al resonar en el marco de la Alianza para el progreso, el programa con el cual Estados Unidos recuperaba su influencia regional. ¿Cuál era pues la idea de autonomía que Atcon proponía?

En síntesis, la noción de autonomía que propuso en el famoso informe radicaba en la idea de una total emancipación de cualquier forma de dominio directo o indirecto que atentara contra los objetivos científicos y democráticos propios de la universidad. La autonomía respondía entonces a principios como el de “un máximo de rendimiento con la menor inversión de las disponibilidades financieras dentro de su limitadísimo presupuesto anual”123. Paralelo a este modelo de administración, la universidad debía procurarse nuevas fuentes de ingreso para garantizar la expansión. Sobre la financiación, Atcon consideraba que una auténtica autonomía debía corresponder a la completa independencia económica de las universidades, como eran los casos de algunas universidades de Estados Unidos en las que su condición de privadas les permitía no depender ni de recursos oficiales y ni siquiera regularse por normas estatales. Este sueño se complementaba con la idea de una universidad laica y moderna cuyo vínculo con la sociedad no podía ser otro que el de una alta responsabilidad social y una praxis de libertad.

Pues bien, en Colombia todos estos aspectos no cayeron en saco roto. La primera experiencia de alcance nacional se dio en la Universidad Nacional de Colombia bajo la rectoría de José Félix Patiño, quien en sintonía plena con Atcon esperaba convertir esta universidad en un “instrumento” del cambio social y económico de la nación. Así pues recogió casi todas las ideas fundamentales del asesor norteamericano en un proyecto que se conocería como la Reforma Patiño. En cuentas resumidas, la reforma se propuso organizar la universidad en tres facultades básicas: Ciencias, Artes y Ciencias Humanas. El propósito con esta unificación era hacer un mejor uso de los escasos recursos y permitir el diálogo interdisciplinario en el interior de los departamentos con el fin de superar la dispersión y fragmentación que hasta el momento caracterizaba a la universidad colombiana. De esta manera, el rector Patiño esperaba alcanzar la anhelada formación integral de los colombianos para que así se comenzara a superar la condición de atraso de la nación: “la integración es un mecanismo para alcanzar una meta que es el desarrollo” –diría en la presentación de su propuesta–124.

Patiño insistió en la necesidad de encaminar la universidad colombiana hacia la investigación. La investigación que Colombia necesitaba –diría– debe estar orientada hacia la búsqueda de soluciones para los propios y muy peculiares problemas. La investigación más valiosa era el estudio de la realidad, la determinación de las causas del subdesarrollo, la observación y análisis de las precarias estadísticas vitales. Para ello era necesario –complementaba Patiño– adelantar los cambios institucionales sugeridos por Atcon: mejoramiento de una planeación racional con base en estadísticas confiables, acometer una reorganización administrativa, cualificar la planta docente implementando la carrera universitaria y tener plena conciencia de la formación del capital humano en las mejores condiciones125.