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La transformación de las razas en América

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EL PASADO Y EL PRESENTE

La característica mental del hombre en la edad media fue el miedo a los muertos y el terror a la muerte. La del hombre moderno es lo inverso, cada día más pronunciadamente, y de aquí proviene el debilitamiento progresivo de los poderes de derecho divino, fundados sobre la supervivencia de los difuntos, resucitados para penarlos, si fueren malos, y para petardearlos, si fueren buenos, y que al fin empiezan a descansar en paz, reintegrados a la tranquilidad definitiva por la razón humana, para libertar a la vida humana de las peores formas de la imbecilidad humana.

La decadencia de los poderes espirituales que gobiernan a los vivos por delegación de los muertos es un hecho paralelo y concomitante con el relevamiento de la inteligencia humana por la civilización moderna. La que fue más grande y más fúnebre en su ya lejana época de esplendor, la que ha perseguido, torturado y destruido a mayor número de vivos en desagravio de los muertos, la que en mayor medida sigue achatando a los vivientes en homenaje a los fallecidos, es ya un poder en decadencia manifiesta, un gigante en el ocaso de su existencia; un poder social que gravita en favor de las hijas fósiles de la inteligencia humana y en contra de su nueva y robusta prole; un poder que fue absolutamente incontrastable hasta el siglo XV; un poder que fue aun irresistible para el común de los hombres, pero ya afrontable por los príncipes y los reyes hasta el siglo XVII; un poder que después de haber hecho temblar a los emperadores puede ser despreciado por los niños.

Su función consiste siempre en alarmar las conciencias con terrores imaginarios para venderles a precio de oro y de salud, la tranquilidad que el racionalismo da gratis y completa, sobre un campo de acción que para éste se ensancha y para aquélla se restringe, día por día, en cantidad y en calidad, pues con el procedimiento de los teólogos cristianos para la curación de la perversidad en los hombres por el terror del infierno viene sucediendo lo que aconteció con la curación de los heridos en las batallas por el aceite hirviendo: que la primera vez que faltó medicamento para la mitad de los enfermos, los cirujanos pudieron constatar, perplejos, que los no curados sanaron más pronto. Apenas disminuido el miedo a los males del mañana, aumentó el valor para afrontar los males del presente, y la barbarie, la esclavitud, la servidumbre, el despotismo, la rapiña, las pestes, la guerra, la imbecilidad, la ignorancia y la miseria, que por 18 siglos habían coexistido con el pensamiento antiguo no pudieron coexistir con el pensamiento moderno, – y vienen desapareciendo rápidamente con el crecimiento de éste por la educación liberal.

Y las concepciones cristianas que sustituyeron a las del paganismo, se encuentran hoy en la misma situación en que se encontraron éstas en los tiempos de Séneca, que la describió así: "La religión es considerada por el pueblo como verdadera, por los filósofos como falsa y por los gobernantes como útil". De ella había dicho ya Polibio: "Si fuera posible que un Estado sólo se compusiera de sabios, semejante institución sería inútil; pero como la multitud es naturalmente inconstante, llena de arranques desenfrenados y de cóleras locas, ha sido necesario apelar a esos terrores de lo desconocido y a todo ese aparato de ficciones aterradoras para dominarla".

Es, exactamente, a 2.200 años de distancia, el mismo razonamiento en virtud del cual los gobernantes modernos subvencionan al cura para que asuste al pueblo con patrañas y no van a misa porque entienden que ese insano régimen del miedo crónico por peligros imaginarios, que no es bueno para las personas ilustradas, es bueno para los ignorantes.

Felizmente, la reciente guerra ruso-japonesa, poniendo al descubierto el enorme flaco de esta elaboración de la docilidad humana por el aceite hirviendo del infierno, por los terrores del más allá y no por la educación de las multitudes para la justicia, la rectitud, la benevolencia y la cordura, les hará ver por egoísmo lo que no han querido ver por generosidad de alma: que las sociedades organizadas sobre el miedo al castigo, serán siempre inferiores en poder moral a las sociedades organizadas sobre el sentimiento de la dignidad humana.

De todos modos, la terapéutica del pasado para la salud del alma y del cuerpo mediante la magia religiosa está herida de muerte por la ciencia positiva, aunque no esté muerta aun. Por lo pronto, este siglo XX empieza para los factores de milagros por fuerzas sobrenaturales con una disminución de sesenta millones de francos en la sola Francia, que fue siempre el granero principal del vicario de Dios en la tierra, y que hoy, sólo con cerrarle la bolsa del Estado, ha puesto a los cardenales a medio sueldo en Roma.

Los grandes criminales contra la religión, que la Iglesia condenó y quemó vivos, empiezan a tener estatuas; y mientras la literatura del infierno está en bancarrota definitiva, las ciencias sociales, que aun no han concluido de nacer, son ya dueñas del mercado.

El espíritu de investigación que está revisando, reformando, rehaciendo y renovando todas las ideas de los hombres sobre el universo y la vida, que nada ni nadie ha podido detener antes, que cada día es más vigoroso, más amplio y más decidido, y que está paseando la antorcha de la Ciencia hasta por los terrenos vedados a la razón humana por la palabra divina, viene también, detrás de los fugitivos de Francia y de Filipinas, a rescatar para la moral del amor y de la simpatía, del pensamiento y la acción, esta América del Sud, que fue consagrada a la moral del infierno y al servilismo espiritual por sus primeros colonizadores, y que ha sido desde entonces un infierno de odios y rencores, de esterilidad mental y de persecuciones y atrocidades sin cuento, simplemente porque los caudillos políticos acudieron a los mismos resortes de gobierno que la religión había implantado en el alma de los sudamericanos; el miedo al mal y la resignación para aguantarlo pasivamente.

Hace apenas un siglo que empezó a desviarse hacia los sanatorios y las clínicas, la corriente de enfermos y lisiados que antes inundaban los santuarios de las diferentes Mecas cristianas en busca de la salud por el milagro, y hoy ya es río lo que hace 50 años era arroyo y viceversa. Y los mismos sacerdotes de Lourdes y de Luján, testigos fehacientes de tantas y tan variadas curas maravillosas, cuando se enferman, llaman al médico, su viejo rival antes proscrito y quemado vivo, y hoy triunfante en toda la línea.

Todo viene por su orden. Ahora empieza a haber quienes piensen en la emancipación moral del pueblo; mañana habrá quienes la realicen. "Si se nos preguntase cuál es la fe que anima actualmente no sólo al liberalismo político en todo el mundo civilizado, sino también a las masas de hombres y mujeres que no pueden decir a qué escuela pertenecen, la respuesta sería que lo que guía, inspira y sostiene a la democracia moderna, es la convicción del progreso ascendente en los destinos de la humanidad, dice John Morley. Y es emocionante pensar cuán nueva es esta convicción; a cuántas mentes privilegiadas fue desconocido éste que es el más fortificante de todos los lugares comunes… La moderna creencia en el progreso no figuró entre los ideales del siglo XVIII, aun tomando por sus exponentes a Voltaire, Montesquieu y Diderot, y Rousseau concebía la historia de la civilización como la de la caída del hombre".

Y lo que la ciencia divina no ha podido realizar en 18 siglos de ayunos, penitencias, excomuniones, autos de fe, procesiones, rogativas, peregrinaciones, exorcismos, misas y novenas: la disminución de la perversidad humana, que era su principal objetivo, la ciencia humana lo ha realizado en uno solo, haciendo adelantar más a la humanidad en los últimos cien años que en los cien mil años anteriores.

Para adecentar la vida pública y la moral privada, v. gr., la sola libertad de la prensa ha resultado más eficaz que las legiones de censores, confesores, inquisidores y predicadores, que torturaban disidentes y liberales mientras el papa Alejandro VI, su hijo el cardenal César Borgia y su hija Lucrecia, daban a la Europa cristiana el modelo de una perversidad y depravación que no han sido superadas.

Por lo menos quince siglos fueron consagrados íntegramente al estudio de las cosas que sólo existían en la imaginación de los visionarios de primera agua o de contagio, y desde el doctor en teología hasta el labriego, nuestros antepasados, ignorando casi todas las cosas necesarias a la salud en este mundo, o sabiéndolas al revés, tenían conocimientos seguros, precisos y detallados sobre todas las cosas necesarias a la salud en el otro mundo. Nada sabían de las ciencias y las artes de la salud y la riqueza en la tierra, teniendo apenas conocimientos rudimentarios de agricultura, pero eran eruditos en milagros y reliquias, y profundamente versados en historias de santos, de brujas, diablos, duendes, fantasmas y sucedidos maravillosos; ignoraban casi toda la historia y la geografía de este mundo, pero sabían perfectamente la historia y la geografía del otro, habiendo llegado hasta determinar la ubicación, la capacidad, la extensión y la población del cielo, el purgatorio y el infierno, y el nombre de los ángeles, que lo tienen, dice Hubbard, "para que la lavandera no les confunda la ropa".

La educación de los niños sin el castigo y la emulación, por la bondad y la simpatía como medio de apartar a los hombres del mal por la provisión de aptitudes para el bien, de decencia y aseo, de iniciativa, dignidad, autocontrol y valor para el trabajo, el más importante de los descubrimientos modernos, no fue ni siquiera sospechado, y sólo pudo pensarse en el látigo y el azúcar con que se amansa a las bestias, para amansar a los hombres; en la recompensa y el castigo, como únicos medios posibles, aunque ineficaces para inducirlos al bien y alejarlos del mal, en este mundo y en el otro. "La prisión, la tortura y la muerte constituían una trinidad bajo cuya protección la sociedad podía sentirse segura, dice el coronel Ingersoll… Hace algunos años solamente, que más de 200 ofensas eran penables con la muerte, en la Gran Bretaña. La horca fructificaba todo el año y el verdugo era el hombre más ocupado del reino – pero los criminales aumentaban… porque no hay reforma en la degradación: todo degradado por la sociedad se convierte en su enemigo implacable".

 

Desde que los hombres creyeron en el cielo y el infierno, escapar al infierno y ganar el cielo era la gran cuestión, y la infelicidad era el medio porque estaba dicho que los últimos serían los primeros y los primeros serían los últimos en el reino del Señor.

En la plena seguridad de ser, en definitiva, archipagados en dicha futura de todas sus desdichas presentes, los creyentes sinceros no se preocuparon de evitarlas sino de padecerlas adrede, como los pordioseros que avivan constantemente sus lacras profesionales para sacar más dinero a los transeúntes compasivos, y como el perro de la fábula, que cruzando el río, vio reflejado en el agua y agrandado por la refracción el trozo de carne que llevaba en el hocico, y, creyendo que eran dos, lo soltó para agarrar el más grande; así el bienestar presente fue abandonado para alcanzar la dicha eterna. Y la libertad, la justicia, el progreso, el bienestar, las ciencias y las artes, todo lo que realmente vale, no importó ya un bledo a la conciencia humana.

Y sólo después de 1.600 años consagrados a producir los héroes de la otra vida, y los sabios del otro mundo, cuyas imágenes pueblan los nichos de las iglesias, pudieron las naciones cristianas empezar a producir, al fin, los sabios de este mundo y los héroes de esta vida, cuyas estatuas se levantan en las plazas públicas para ofrecer nuevos modelos de conducta a las nuevas generaciones.

Y del deseo y la esperanza del bien en este mundo surgió el instrumento del bien en este mundo; el espíritu de progreso que viene embelleciendo y alargando la existencia, sin despojarla de esa emancipación suprema que es la muerte, y sin descorrer la cortina que oculta el más allá en el insondable enigma que hace el encanto de la vida, según la expresión de Holyoake, y que desaparecería desde el momento en que la jugásemos a cartas vistas, como en efecto desaparece por completo para los completamente convencidos de la existencia real de la dicha y la desdicha eternas, que vegetan en la ermita o en el claustro esa infecunda y monótona vida de atesoradores de dicha póstuma por abstinencia de dichas presentes, sin hogar, sin familia, sin amor, sin afecciones, y a medias para los convencidos a medias, que en la sociedad viven un poco para este mundo y el resto para el otro.

"Usted me pregunta ¿cómo puedo ser feliz sin la esperanza de una vida futura? El niño que no piensa nunca en una vida futura encuentra, no obstante, los medios de ser feliz", dice Elisa Movory Bliven. Y los desgraciados niños a quienes se obliga a pensar en el diablo, el purgatorio y el infierno, tienen desde entonces y según la dosis del veneno, más o menos malogradas sus alegrías del presente por sus aprensiones y sus temores del más allá. "El peso de la muerte se alivia a cada generación, a medida que sus formas violentas, y sus terrores póstumos se atenúan, dice Maeterlinck. Lo que más tememos en ella es el dolor que la acompaña o la enfermedad que la precede. Pero ya no es la hora del juez irritado e incognoscible el objeto único y espantoso, el abismo de tinieblas y de castigos eternos. Nuestra moral ¿es menos alta y menos pura desde que es más desinteresada? ¿La humanidad ha perdido un sentimiento indispensable o precioso perdiendo un temor?"

LA ESCUELA RELIGIOSA

Por el contrario, la humanidad ha ganado inmensamente desde que empezó a convalecer del miedo al infierno que la hizo tan miserable, tan cruel, tan dura y tan implacable en el pasado.

La proporcionalidad del castigo con la falta, por ejemplo, ha empezado a ser desde el siglo último la regla en las leyes de la tierra, gracias al abogado Beccaria, y en la actualidad las personas de sentimientos morales refinados son ya capaces de comprender la monstruosa iniquidad de los tormentos eternos que sancionaron los iluminados por el Espíritu Santo para castigar en el otro mundo los errores de los hombres en éste.

El presidio perpetuo con tormentos vitalicios, que fue la pena común, hasta para muchas acciones que hoy consideramos como derecho corriente y perfecto del ciudadano, la ergástula está desapareciendo de la legislación de las naciones civilizadas, aun para los delitos monstruosos y la ergástula a perpetuidad para la segunda vida subsiste todavía en el código moral de la Iglesia medioeval, hasta para el mero cumplimiento de los deberes naturales, que ella considera crímenes si son realizados sin su licencia y sacramento cuando se practican con su intervención.

Es que la moral milenaria, la moral revelada a los hombres de una vez para siempre en la infancia de la civilización, no puede cambiar sin una nueva revelación que anularía a las precedentes, quitando a la Iglesia su única base posible: el origen divino y la infalibilidad, que es su corolalario, y en cambio, puede ser inoculada al hombre moderno en la infancia del entendimiento que corresponde a la infancia de la especie.

En ese momento crítico de la vida en que la curiosidad ingenua, sedienta e indiscriminativa, hace su primera provisión de explicaciones sobre los hechos y las cosas del mundo, y en que toda clase de supersticiones puede penetrar en la mente y arraigar, el hogar, el ambiente y la escuela tienen un rol de primera clase.

Y en esas circunstancias, el plan de la escuela religiosa es satisfacer la curiosidad natural del niño sobre los hechos y las cosas del universo que le rodea, con las explicaciones que los sabios antiguos, graduados en dilatados cursos de ayuno y meditación solitaria en los desiertos, en las cuevas, en las ruinas o en los claustros, pusieron en boca de los dioses de entonces, para darles una autoridad que ellos no tenían, a fin de exigir una aquiescencia absoluta, única manera posible de hacerlas eficaces en su tiempo, y el objeto de la escuela positiva es satisfacer esa misma curiosidad con los conocimientos positivos adquiridos por los sabios modernos en la investigación de la naturaleza con los métodos modernos, y sin exigir para ellos obediencia ni aquiescencia de ninguna clase, que el progreso de la inteligencia humana ha hecho innecesarias, desde que la verdad no trae ya de un supuesto mandato de los muertos, sino de su concordancia con la realidad, su fuerza de convicción sobre el entendimiento.

LA REVELACIÓN Y LA EVOLUCIÓN

La concepción judía que informa los dos testamentos, y según la cual la marcha de la humanidad es un proceso de decadencia apenas contenido, porque el hombre salió perfecto de las manos del creador y se deterioró a perpetuidad por el pecado original, la más diametralmente opuesta al concepto moderno de la evolución ascendente de la especie humana, fue un concepto común a todos los pueblos antiguos, el fruto natural del pesimismo resultante de la impotencia del hombre ante los males de la tierra y la omnipotencia de las leyes naturales, inconquistadas por la inteligencia humana.

Y en todas, el ideal consciente o subsconsciente fue la permanencia o el acercamiento al estado o condición en que el hombre estuvo en contacto con la sabiduría máxima de su respectivo Confucio o Salomón, o en comunicación con la divinidad misma por los respectivos profetas o apóstoles; todos vivían con el pensamiento en el pasado y confiando en el auxilio póstumo de los antepasados; todos entendían que los tiempos felices, los tiempos heroicos, los tiempos santos estaban detrás y no delante de la humanidad presente. Los estudios de los filósofos y de los teólogos – utopistas retrospectivos – la enseñanza en las escuelas, la predicación en los púlpitos, todo estaba orientado sobre la ansiada vuelta al pasado glorioso, o santo, o dichoso. La sabiduría era una fórmula verbal salida del pasado y del misterio.

Y así, el don capital de la especie humana: la posibilidad de mejorarse indefinidamente, quedaba siempre más o menos anulado por todas las doctrinas religiosas o filosóficas que entendían darle nueva vida, porque "toda teoría es gris, y el árbol de la vida es siempre verde", como dijo Goethe, porque el pensamiento humano es como el agua, que estancada se corrompe y en movimiento se purifica. Aunque haya caído del cielo en gotas cristalinas y oxigenadas, de la inmovilidad del charco o del pantano se enturbia, poblándose de inquilinos dañosos, de microbios, infusorios, larvas y guzarapos. Así las miriadas de mogigatos, sacristanes, legos, frailes, monjas, ermitaños, abates, canónigos, curas y obispos, sobrevenidos por generación espontánea de alimañas en el pensamiento cristiano, estancado desde el siglo III y corrompido en consecuencia inevitable, por los credos, los dogmas, las bulas, los breves y los cánones.

Es que el mal de todas las religiones está en su esencia misma, en que no pueden reverdecer constantemente como el árbol de la vida, reponiendo con hojas verdes las hojas secas y con nuevos retoños los troncos viejos; en que no puedan cambiar y caminar con el progreso del espíritu humano. Son un soplo de vida y acción, una llamarada de infinito que alumbra y deslumbra un momento, como lo hizo el mahometismo en los tiempos históricos, para caer después en un nuevo plan de oscuridad mental, de esterilidad espiritual y moral. La filosofía, la literatura y el arte griego viven aun, reincorporados a nuestro caudal intelectual. De las religiones egipcia, griega y romana que imperaron por tantos siglos, no queda nada, nada, si no es el lamentable fetichismo incorporado a las iglesias griega y latina, de las que tampoco quedará nada.

En la Europa y la América cristiana, como en la China, como en el África musulmana, el pasado espiritual primaba en absoluto sobre el presente; la palabra del "maestro", de los profetas y de los apóstoles era la última ratio del espíritu humano. Como el Cid, que ganó batallas después de muerto, San Juan Crisóstomo, San Agustín y Santo Tomás, han triunfado por muchos siglos en todas las controversias. En derecho, en medicina, en ciencias naturales, "lo que pensaron los sabios antiguos" hacía ley para los sabios modernos. Los más atrasados, vale decir, los más versados en el saber antiguo, eran los más calificados para enseñar el pasado al presente, y a ese título la Iglesia fue la institutriz universal.

Recién cuando en el siglo XIX la paleontología, la filología, la arqueología, etc., etc., pusieron en descubierto el enorme error de aquellas concepciones, demostrando que el hombre cuanto más antiguo había sido menos fuerte y menos sano, menos sabio y más bárbaro, surgió la teoría de la evolución ascendente y se empezó a concebir la perfección del hombre como un hecho del presente y del futuro, y el espíritu humano pudo transferir su orientación y sus objetivos del servicio de los muertos al servicio de los vivos, de los males que fueron a los males que son, del mundo de la nada al mundo de la vida, del estancamiento al progreso, del quietismo a la acción, del absolutismo a la libertad, de la tradición a la evolución, "trasladando el centro de gravedad intelectual y emocional de Dios a la humanidad", el inmenso acontecimiento que se está realizando en nuestros días, y que será el principio de una transformación universal más grande y más feliz que todas las que la han precedido en el curso del tiempo.

Por el momento estamos en el período de transición, con la escuela religiosa que, ayudada por la inercia intelectual que comportan 18 siglos de oscurantismo, en credulidad e ignorancia crónicas, educa a los niños para las verdades y las virtudes del pasado, y la escuela liberal que los educa para las posibilidades del presente en rumbo al porvenir; con escuela sectaria que cierra y la escuela positiva que reabre la curiosidad humana, esa benéfica hambre de saber y de inventar que nos da, en término medio, una maravilla por semana.

Entre nosotros, el progreso del liberalismo es bastante satisfactorio, si se considera que surgimos a la refulgente libertad moderna desde la miserable intelectualidad medioeval, tan celosamente preservada por los frailes en la España y en sus colonias; que aun no llevamos un siglo de vida independiente y que su primera mitad fue, fatalmente, la prolongación del terrorismo y del oscurantismo coloniales, que hicieron fracasar la temprana iniciativa liberal de Rivadavia, y proscribieron la ilustración clausurando las escuelas en la época de Rosas, después de la cual fueron reabiertas bajo la férula de los sacerdotes – beneficiarios en todas las épocas de salvajismo; que nuestra instrucción pública sólo es aproximadamente laica desde 1884; que hasta el setenta y tantos los internos de los recientes colegios nacionales solíamos tener que fugar, todavía, saltando las paredes del fondo para escapar a la confesión obligatoria en semana santa; que la humanidad no produce sino un educador en cada siglo, como dijo Emerson, y que recién empezamos a no echar de menos a Sarmiento en la dirección superior de la instrucción pública; que nuestra ley de matrimonio civil es de ayer y la estadística arroja, ya en nuestra gran capital dos tercios de matrimonios sin intervención del cura; que la casi totalidad de nuestros hombres maduros tuvieron fresco el entendimiento cuando estaban verdes y no se habían difundido aún, con los ferrocarriles y la prensa, las ideas y los sentimientos modernos, cada día más amplios en el amor a la verdad y a la humanidad, que inducen a las almas bien templadas a trabajar en este mundo de los vivientes para dejarlo a su partida mejor que lo encontraron a su llegada, a la inversa de ese mezquino sentimiento de los creyentes en la magia religiosa que los induce a dar y legar a las iglesias para el bien de su alma exclusivamente.