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La transformación de las razas en América

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"Solamente podemos ver fuera lo que tenemos dentro", dice Emerson; cuando estamos llenos de rencor, de iniquidad o de imbecilidad, en todas partes los encontramos; cuando estamos llenos de diablos y fantasmas, los vemos y los sentimos en todas partes, porque a todas partes los llevamos. Y lo que se ha hecho siempre con los niños, a título de "educarlos en las creencias de sus mayores", ha sido llenarles la cabeza de brujas, duendes y demonios y el resultado es que todo creyente está embrujado, endemoniado o "engualichado" por los demonios, las brujas o los "gualichos" en que cree, y predispuesto a creer en las demás zonceras de la misma especie, como la jettatura y el trece, verbigracia.

* * *

La teoría de los poderes divinos y de los poderes diabólicos para la explicación metafísica del bien y del mal, ha sido de una fecundidad prodigiosa para extraviar y trastornar la inteligencia humana. La fragmentación de los efectos, implicando la fragmentación o gradación de las causas, sugirió la subdivisión y ubicación de éstas en las personas, en las cosas, en las palabras, en los números, que vinieron a ser así, milagrosamente buenas o milagrosamente malas en diferente medida; escalonáronse las primeras en los ángeles, los santos, las vírgenes, las reliquias, las plegarias, hasta la simple agua bendita, y las segundas en los diablos, las brujas, los duendes, los hechiceros, hasta la inocente lechuza.

Ambos poderes fueron más completamente materializados todavía, de manera que hubo el olor de sanidad y el olor a diablo, sambenito que les cayó en lote al azufre y al ozono, resultante de la condensación del oxígeno del aire por el rayo. Naturalmente contra las partículas de poder diabólico en los sortilegios, daños, encantamientos y maleficios, bastaban las partículas de poder divino contenidas en las bendiciones, el bautismo, las reliquias y escapularios, o el puño en cruz; como basta el puño en cuernos contra la jettatura o el catorce contra el trece.

De la misma naturaleza, origen, materiales, formas y estructura inmoral de los dioses monstruosamente horribles y bárbaros de los pueblos salvajes, es el diablo: aterrador, seductor, astuto, traidor, hipócrita, dañino de oficio, perverso de profesión, deleitándose en el mal de los niños y de los adultos, obligados por las creencias de sus mayores a vivir en peligro perpetuo y en guardia permanente contra sus incansables asechanzas, especialmente encaminadas a malear a los buenos, para hacerlos caer, por la condenación divina, en su rebaño de condenados perpetuos, habiendo él mismo llegado a la impunidad absoluta de sus maldades ulteriores por haber incurrido desde la primera en el máximum de castigo. El ubicuo diablo cristiano es el subdiós de la iniquidad, el summum del salvajismo sobrenatural.

Eterno e indestructible por construcción imaginaria, los ritos y las ceremonias mágicas no son más que una organización defensiva permanente contra sus poderes mágicos inextinguibles; los santos y los ángeles son una especie de gendarmería espiritual también, eficaz para herirlo y alejarlo, pero impotente para matarlo, porque está muerto. Consideramos que la impunidad de las malvados es desmoralizadora, pero no existe perversidad más grande y más impune que la de Satanás y sus legiones; si nuestros caudillos bárbaros han sido feroces, es porque el infierno y no el cielo era el más fuerte componente de las supersticiones de su espíritu.

En el ambiente de patrones apenas alfabetos, y de sirvientes y trabajadores totalmente analfabetos en que transcurría nuestra infancia, todos temían y nadie había visto nunca a Dios; pero todos habían visto, oído, olido o sentido al diablo, rondándoles el alma o pisándoles los talones, en mil circunstancias nocturnas o aun diurnas.

Demasiado elevado, complicado e inabordable el primero, sólo ha descendido de las alturas y se ha dejado ver en muy contadas ocasiones, por los profetas elegidos al efecto, y allá en tiempos muy remotos; el segundo, en cambio, eminentemente democrático, anda suelto y sin aparato en la tierra, y se deja ver por todo el mundo en figura de hombre o de animal, sin ceremonias previas, en estado de gracia o de desgracia, sembrando gratuitamente el miedo y el terror. Son estos dos atributos, el terror y el miedo, los que deprimen la vida apocando el espíritu, hacen el caldo gordo para los atrevidos y producen larga cosecha de beneficios de toda especie para los proveedores de preservativos, porque "no hay mal que por bien no venga", como dice el refrán, y que no sea a la vez, sincera y ardientemente propagado y cultivado por los beneficiados, especialmente cuando ellos mismos están personalmente inmunizados a su respecto, porque las ideas más puras y los intereses más sórdidos suelen anudar en las profundidades del espíritu vinculaciones secretas que pasan totalmente inadvertidas a la conciencia más sinceramente honrada.

En el tiempo y en el medio en que yo era niño y crédulo, la condición espiritual del niño cristiano era el del unitario en tiempo de Rosas, según la descripción de Vélez Sársfield. "Sé vivía entre pavores" porque la parte inteligible y corriente de la religión versaba sobre demonios perversos e incastigables, sobre suplicios infernales eternos, sobre mártires y santos, sobre buenas gentes, que se habían cocinado previamente en el purgatorio para acabar de ganar la bienaventuranza con las abstinencias y los sufrimientos de su vida miserable.

Todo el "folk lore", es decir, todo el material intelectual y moral circulante, versaba sobre basiliscos, salamandras, salamancas, aquelarres, hechiceros y doncellas encantadas, sobre el mandinga, la pericana, las brujas, los duendes, los fantasmas, que pueblan de visiones el espacio para los crédulos, y les hacen angustiosa la simple ausencia de la luz en la oscuridad de la noche.

Las mujeres de la casa que se agrupaban compungidas por la noche a rezar en alta voz, hacían la impresión de los sitiados que se preparan afanosamente a rechazar un ataque nocturno del enemigo. La portación del viático a un moribundo, desfilando de día con cirios o faroles encendidos, repicando campanillas por el centro de la calle, las gentes azoradas que se hincaban a rezar a la vista o al ruido de la eternidad que pasaba en procesión fúnebre encabezada por el cura, y el resto en la capilla mortuoria del hogar angustiado, hacían la impresión macabra de las ejecuciones capitales en la plaza pública, también con sacerdotes, con reo en capilla, y marchas fúnebres, y espectadores conmovidos.

Las personas de edad solían ser repertorios vivos de procedimientos ridículos para prevenir y para remediar males y peligros reales e imaginarios. El que bostezaba, se santiguaba sobre la boca abierta de par en par, a fin de impedir que Satanás se le entrase por ella aprovechando la conyuntura, y a la persona resfriada que estornudaba, se le decía con el mismo objeto: "Jesús lo ayude". Un notario, que era especialista en escrituras falsas para despojar a viudas, huérfanos y tilingos, y abanderado de todas las cofradías, que hacía punta en las procesiones y andaba permanentemente acorazado con escapularios benditos, llevaba sus precauciones contra el diablo en la mesa, hasta trazar una cruz preventiva sobre cada bocado que se llevaba al buche; y al finalizar sus picardías, defraudando al diablo y al infierno, se fue "derechito al cielo", arrepentido y contrito y "confortado con los auxilios de la santa religión", como rezaban los avisos fúnebres.

Pues, en efecto, la manera clásica de ser diablo contra el diablo consistía en ponerse bien con Dios, acogerse a la Iglesia, afiliarse a las cofradías, encomendarse a los santos y proveerse de reliquias y de indulgencias por mayor para hacer diabluras a mansalva y morir "quand même" en olor de santidad.

* * *

En la vida de aldea, que caracterizaba a la sociedad colonial, el diablo, con todos sus derivados, eran entidades domésticas omnipresentes y proteiformes, esencialmente malevolentes y obsesionantes. Era un invernáculo de supersticiones, a cargo y beneficio de un sembrador y cultivador oficial de los terrores ancestrales que marchitan la alegría de vivir en el niño y el buen humor en el adulto, para salvarles el alma.

Particularmente de noche, todos los incidentes insólitos eran atribuidos a las potencias diabólicas. Una combinación de luz y sombra a que la imaginación presta sus formas preconcebidas, un gato negro, un perro desconocido que se presenta de improviso en procura de restos de comida, un buho en excursión alimenticia, el espanto de un caballo, las luces y los ruidos sin causa conocida, todo era imputado a la peligrosa presencia del cazador furtivo de almas desprevenidas, y comprador generoso de almas en apuros, listo a concurrir donde lo llamasen o lo nombrasen, y cerrar trato sin regatear precio, asustando en sus momentos de buen humor a las buenas gentes, disfrazado de "viuda", como hace pocos años en el Rosario, o de "chancho", como en los suburbios de Buenos Aires, donde dio origen a la conocida milonga: "Corre que te corre el chancho", etc.

Como los perdedores a la ruleta, en Mar del Plata, que atribuían su mala suerte a los "patos" o mirones de atrás, si la leche o la crema se cortaban era porque habían sido miradas por una persona de mal ojo; si un árbol se secaba, era porque había sido tocado por una persona de mala sangre; capturar víboras o arañas vivas era cosa de brujería, etc., etc. Era consuetudinaria la tendencia a explicar las cosas comunes por causas maravillosas.

Del mismo modo que los chinos encienden por la noche una luz en la puerta de su casa, para ahuyentar a los malos espíritus, las casas tenían en la reja de la ventana o en la puerta de calle un manojo de ramas de olivo o de palmas benditas para espantar a los demonios; todos los sitios donde un hombre había sido asesinado, sin darle tiempo de arrepentirse de su vida para salvar su alma, tenían un nicho, en el que encendían velas por la noche los miedosos de las ánimas en pena.

 

El miedo a la soledad y a la oscuridad, que no existen en el niño educado laicamente, y que afligen a los niños educados "cristianamente" deprimen también a los adultos ignorantes y supersticiosos, con las más lamentables consecuencias, como, verbigracia, este caso que me fue referido por mi primo Roberto Suárez. En la estancia "El Cepillo", al pie de la cordillera, en una noche oscura y tormentosa de invierno, se sintieron gritos de niño. De catorce peones presentes en la casa, ni uno solo, ni todos juntos, se animaron a acompañarlo a ir en su auxilio, pretextando que debía ser el mismo demonio quien lloraba para atraerlos a una celada, acabando por contagiarle sus terrores a él, que era apenas un adolescente y que había sido educado cristianamente en el colegio de los jesuítas de esta capital. Al día siguiente encontraron, en efecto, a un pobre niño extraviado, acurrucado en el hueco de un árbol viejo y muerto de frío.

* * *

Nosotros, que habíamos visto, oído u observado muchas particularidades que se nos dijeron ser rastros o manifestaciones del fatídico personaje, acabamos, al fin, por encontrarnos con el "diablo" en persona y de manos a boca.

Fue en el departamento de San Vicente, hoy Belgrano, en la provincia de Mendoza. Un muchacho de la vecindad, que era mandado todas las tardes a segar pasto en una viña, teniendo que volver, ya entrada la noche, por una callejuela solitaria, con su fardo a cuestas, nos pedía que lo acompañásemos para achicarse el miedo con nuestra presencia, lo que sólo podíamos hacer nosotros clandestinamente, regresando por el interior de la finca que se extendía hasta la precitada callejuela, y penetrando por la pared divisoria con una huerta vecina.

Una noche muy oscura, mi hermano, que iba adelante por el lomo de la pared, se detiene y, volviendo la cabeza, me dice en voz baja: "Volvámonos, que ahí está el diablo". ¿Dónde? le digo yo, levantando la cabeza por encima de sus espaldas, para mirar hacia adelante; y apenas le hube divisado, de poncho y chambergo, con una mano a la espalda, en actitud de sacar el cuchillo de la cintura y echando chispas por la boca, la nerviosidad consecutiva nos hizo resbalar a los dos y caer. Levantarnos y salir por el medio de la callejuela, y luego por el centro de la calle real como almas que corre el diablo, para llegar casi sin resuello y temblando de miedo a nuestra casa, a referir lo sucedido, fue cosa de un santiamén, que asimismo nos pareció eterno.

Entre los peones, alguno propuso ir todos juntos a verificar los hechos; pero, finalmente, ninguno se atrevió, y sólo a la mañana siguiente se pudo ver, en el sitio de la aparición, que en un portillo, cerrado provisoriamente con palos, habían sido cortadas con cuchillo las ataduras de cuero que sujetaban los travesaños horizontales y robados éstos. Fue fácil inferir, entonces, que el ladrón fumaba, en esa circunstancia, uno de esos cigarrillos gruesos de picadura de tabaco tarijeño, con más palos que hoja, y que por esto solían despedir chispas como una chimenea.

Fue esa la vez en que nosotros experimentamos en mayor escala lo que se llama tan estúpida y diabólicamente "el santo terror del infierno".

Cuando la proporción de ácido acético en el vino es muy considerable, se le llama vinagre, y si con el mismo criterio hubiésemos de dar a las épocas pasadas el nombre del componente principal del espíritu y de la conducta humanos, deberíamos decir que la era satánica empezó a terminar en América en 1810; el reinado supersticioso del diablo recrudeció entre nosotros desde 1820 hasta 1852, para prolongarse en forma cada vez menos acentuada hasta el presente.