Parábola del salmón

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Sobre la banca en la que antes me dormí está ahora un muchacho con la toalla abierta, pajeándose. Su piel es morena y sus facciones me recuerdan a la gente del Caribe. Me mira a los ojos y sonríe con una sutileza que ni la Mona Lisa. Lo entiendo: la idea es insinuar, no correr a ofrecerse. Lo miro también. En la penumbra (solo hay la luz de la pantalla del televisor) se advierte cierto brillo de picardía en lo blanco de sus ojos. Desliza con suavidad la mirada hacia lo suyo. Me siento como el ratón con el que juguetea el gato. Me divierte. Bajo la mirada yo también hacia lo suyo, tan curvo que parecía señalarle el ombligo; y más que erecto, amenazante. “Este es dominicano”, pienso mientras paso de largo y recuerdo la legendaria medida de Porfirio Rubirosa. Lo veo de reojo por última vez y él me devuelve una mirada herida, casi vacía.

Camino por entre los corredores por los que se accede a las habitaciones. Por entre las puertas abiertas veo a uno acostado de espaldas moviendo el culo insinuante (o vulgar, según se mire); en otra habitación, uno de pie sodomiza a otro en cuatro sobre la cama y pienso en aquellos a los que les encanta que los vean teniendo sexo como una invitación al voyerista para que también participe. Porque luego de la muerte el sexo sigue: Barcelona es puro chemsex, chemical sex, sexo químico.

Llega la policía y nos hace pasar uno a uno a interrogarnos en el pequeño bar a un costado de la entrada. Los efectos han desaparecido, salvo el dolor de cabeza que comienzo a padecer poco tiempo después de despertar esa mañana —bum, bum, bum, las venas de las sienes trepidan como si fueran a estallar, cada vez más fuerte: imagino que en cualquier momento pueden romper la piel— y el sabor de tantas pepas juntas que resbala por mi garganta. ¡Cuánto detesto ese sabor! Miro el reloj en la pared. Tictaquea. Finalmente paso al banquillo. 2:37 p.m. Me pienso ridículo contestando preguntas a un policía, vestido tan solo con una toalla tan húmeda que todo lo trasluce. “Yo estaba dormido”, contesto. El hombre juguetea con la barba como si fuera un personaje de la televisión. “Sí, eso dicen todos”.

Ya en la calle, oigo a un par. “Se pasó de coca con la viagra”. Los ojos se me despepitan. La culpa se desliza por todo dentro de mí como la luz del sol que penetra en una habitación y poco a poco se adueña de la mañana. Me pongo pálido por dentro, me cojea el alma. Siento ganas de llorar, pero me contengo. ¿Por qué habría de permitirlo? ¿Acaso llorar me va a hacer más fuerte? ¿Acaso lloraba aquellas tardes en que pasaba aquello? “¡Ni mierda!”, me digo con rabia y sigo a paso firme, pero lento. Resistir no es gritar, ni camorrear, ni alardear con golpes de pecho, como los gorilas, para parecer feroz y ahuyentar al enemigo. Es más bien permanecer en pie. Solo eso. Como el boxeador apaleado contra las cuerdas, el rostro sangrante, los ojos en carne viva y sin una ñisca de fuerza para sostenerse y, aun así, se niega a dar el brazo a torcer cuando su entrenador tira ante el juez la toalla para dar por terminada la contienda. Así he sido desde pequeño: prefiero morir a ser derrotado. No por los hombres, inseguros, frágiles y fracasados, sino por la vida, que es lo que importa.

Por eso, lo que me asusta ahora en Barcelona es pensar que, si algo me pasa, nadie sabrá quién soy, de dónde vengo ni para dónde voy. Eso es lo que me preocupa: lo que sucederá con mi cuerpo cuando ya no esté aquí para ocuparme de él. ¿Me llevarán a la morgue y me enterrarán luego como a un n.n.? Como al poeta, quizá, que todavía nadie sabe dónde diablos lo escondieron tan pronto lo fusilaron, mientras que a sus asesinos les rinden en sus tumbas honores y pleitesías.

Siento un ardor que me sube del estómago. El esófago me quema. Debo detenerme a mitad de la calle porque la tos no me deja respirar. Entro a una farmacia a comprar alguna pastilla. Detesto tomar pastillas. Puedo estar muriéndome, pero creo que los medicamentos matan más de lo que alivian. En esta ocasión parece que no hay de otra. Me piden fórmula médica. “¿Para una gastritis? Pero si eso en Colombia se vende como pan recién salido del horno”. La chica se alza de hombros, como diciéndome vaya y cómprelas en su país.

Camino al hostal. La quemazón es cada vez peor. Siento salir del esófago una humareda negra. Me digo una y otra vez que aquello no es gastritis, que el ardor es puro invento mío, que desde chico todos los problemas los somatizo, que aquello no es más que culpa por lo que he presenciado en el sauna. La culpa por haber estado allí. La culpa que es también el miedo de saber que aquello bien pudo haberme pasado a mí. La culpa: esa lombriz que culebrea por entre mis tripas alimentándose de mis miserias, de mis miedos, de mis complejos; esa larva que me irrita y me amarga y me atormenta; ese gusano que sonríe con mis angustias; esa que solo es feliz haciéndome sentir poca cosa, convenciéndome de que soy menos que nada. ¿Para qué arrancar ese gusano de las tripas si es el que alimenta la tortura y el dolor? La culpa, esa amargura que me anima la vida.

Podría comerme una pepa sabiendo que cualquier mal se me va pronto, pero me da por pensar en aquel chico que murió por los excesos. “Pero yo no meto coca ni tomo pastillitas azules”, me digo para caer en mi propia trampa. ¡Qué fascinante es el autoengaño! Lo conozco bien, mejor que las palmas de mis manos. Pero lo dejo que actúe porque, ajá, no es malo mentirse a uno mismo una que otra vez. Así me digo y así de fácil me convenzo porque la que es puta es práctica, como dice mi amigo, la Lupe; y la vida ha de seguir. De modo que saco otra pepa del bolsillo, la miro. La carita feliz esculpida en una de sus caras me hace ojitos. Susurra suave y melodiosamente: “Trágame, trágame”. Salivo de placer imaginando oír el gluglú mientras atraviesa mi garganta. Pero no. Entro a un locutorio y mando un mail a N, mi amigo en Berlín: “El muerto es otro”.

Subo a la habitación. Entro al baño, enciendo la luz. Toda la pared del fondo es un solo espejo. Detesto los espejos, no soporto que me miren los espejos, aborrezco la sola palabra. ¿No basta con tener que “verme” por dentro todos los días? El amor es para los lindos y con los estragos de la noche estoy ahora muy feo para que alguien me quiera. ¡Ni yo mismo soy capaz de consentirme! Orino con la luz del baño apagada; orino como si nunca antes hubiera orinado: demoro más de cinco minutos desocupando la vejiga. A la cama entonces. Doy vueltas y vueltas y vueltas. ¡Cuánta falta me hacen mis almohadas que de tanto usarlas están ya talladas con las formas de mis sueños! Los científicos del caso afirman que a una persona que no duerme durante largos períodos se le imposibilita generar nuevos recuerdos. Dicen que el cerebro hace clic y desconecta el limbo al que van a parar todas esas nuevas experiencias que luego se entremezclan en la memoria como si fueran una ensalada de lechuga, tomate, zanahoria y aguacate. Hubiera sido feliz de haber conocido este dato en la niñez con tal de evitar que se almacenara todo aquello que nunca debió suceder y que no lograba ahora que rebotara y saliera corriendo, ahuyentado por el chispún chispún chispún y la alegría y el jajajá.

En lugar de un sueño esto es una pesadilla: de nuevo lo de antes, lo de siempre, ese pánico al pensar que moriré solo, a 8.582 kilómetros de casa, y que encontrarán mi cadáver varios días después, cuando la hediondez inunde todo el hostal. Es un miedo recurrente —denso, pesado—, que me paraliza nomás con pensarlo y ahora está ahí, acostado a mi lado en esa cama fría, en esa cama extensa, en esa cama a la que le sobra más de la mitad del colchón. Y así estoy ahora: solo. Como cuando de niño enfrenté el abismo de vivir en pecado o no vivir. Y luego negarme en público para sobrevivir. El miedo ahí y uno sin poder hablarlo, sin tener al lado a alguien en quien confiar.

Y había una rabia. Todo me molestaba: la gente, la casa, el colegio, yo mismo. En el audio que retumbaba en mi cabeza se repetían el ¡buuuuum!, el pum pam, el traca traca. El silencio de esa rabia era buscado: sabía que cada palabra que dijera era una bala dispuesta en el tambor. No quería matar sino tan solo herir para que cada vez que esas personas me vieran recordaran, con su propio dolor, el dolor que me habían causado. “Aunque el destino sea trágico, hay que seguir adelante”, había anotado la frase en otra servilleta olvidando el nombre de su autor.

En casa de mis padres, donde vivía, me movía a hurtadillas, con el temor siempre de un nuevo regaño, de una nueva culpa, de otra comparación. ¿Cómo vivir en casa propia cuando no eres más que un invitado? Yo mismo también me castigaba. ¡Y bien fuerte! Me deslizaba cauteloso, como un ratón, usando siempre zapatos de suela silenciosa; ni alzaba la voz ni carcajeaba para que no me notaran; sonreía para que de antemano me perdonaran la existencia. Hubo un tiempo en el que evitaba de mi mente cualquier idea “abyecta” creyendo que alguien podía leerla y descubrir el “pecado” que arrastraba. Y a la hora de las comidas me concentraba en lo que había en el plato, evitando tener que sostenerle a alguien la mirada para que no pudiera leer mis pensamientos.

Fueron tiempos difíciles. Siempre lo fueron: el mundo no es un buen lugar para vivir. Era la culpa, ahora lo sé, la culpa por saber que me habitaba lo que para los otros no era más que la maldad, ese “monstruo” que crecía en mí cada vez con más fuerza y no lograba dominar. Aquel daño que me hacía a mí mismo… No lo sabía, pero así opera la culpa. ¿Cómo no temer de ti mismo cuando todos te gritan que por dentro arrastras al mismísimo demonio?

En aquel entonces vivía en una esquizofrenia. Oía voces en mi cabeza: la voz de mi propio Pepe Grillo que me decía que cualquier cosa que hacía estaba mal hecha; una voz que me limitaba, que me reprendía, que me insultaba, que me inmovilizaba, que me ataba, que me impedía cualquier vestigio de libertad. “No hagas esto, ni aquello, ni mucho menos eso otro”. Muchísimos años después aprendí de todo eso que no hay mayor miedo que el que uno siente por uno mismo, por dejar aflorar todo aquello que se reprime, por permitir que otro supiera —¿o sepa? ¿Cómo debe ir el verbo aquí?— lo que movían mis deseos, lo que yo era; miedo a permitirme todo aquello de lo que me sabía capaz. El lío es que, de tanto pensar en ti, te vuelves narcisista y el problema con el narcisismo no es el egoísmo, sino la incapacidad de entender que los otros también sienten. El narcisismo no deja ver a los otros. Nos hace insensibles ante todo lo que no sea el yo.

 

Algo que escribí en mi pubertad con esa letra agarrapatada que me cuesta tanto a mí mismo leer, dice: “Salvo escribir, todo me asusta”. Escribir era lo que hacía para liberarme, pero, ante todo, lo hacía como un acto de resistencia. ¿Escribo, luego vivo? Era también lo único en lo que confiaba, y por eso estoy cargado de papeles desde la adolescencia: cuadernos, libretas, hojas sueltas, post-it, pañuelos, servilletas. Cajas repletas con papeles en los que he documentado toda mi existencia. Y luego está la soledad, esa mariposa negra que se mete en el alma y una vez allí es imposible de espantar. Leo en una libreta de tiempo atrás: “Nadie imagina lo difícil que es tener que vivir solo conmigo mismo. Necesito la compañía de mis demonios. De todos. Me ayudan a enfrentar, día a día, no el odio, ni la furia, ni la burla, ni aquello ni lo demás, sino lo peor: la resignación, eso de tener que ser lo que soy como si se tratara de un libreto escrito desde el más allá; un libreto al que no puedo aportarle nada diferente de lo que ya dice; un libreto en el que me debo conformar con ser tan solo el protagonista; un libreto en el que ‘elegir’ no es un verbo que pueda pronunciar en primera persona”.

De modo que para lograr el sueño esa tarde en Barcelona, me imaginé en otra piel, en otro cuerpo, en otros huesos más fuertes que los míos. “Si fuera un animal, sería un morrocoyo”, me digo. Como hubiera querido serlo cuando niño para perderme en la tierra y no volver a casa nunca más, pero también por saber que su corteza es tan fuerte que nadie puede atravesarla. Entre sueños, oigo en la habitación de al lado, o creo oír durante la duermevela, un piano alegre y una voz que canta que se me hace familiar.

I wish I knew how

It would feel to be free

I wish I could break

All the chains holding me

I wish I could say

All the things that I should say

Say ‘em loud say ‘em clear

For the whole round world to hear.

No sé hasta las cuantas duermo. Solo sé que, al despertar, la pena me obliga a mantenerme acaracolado bajo las cobijas. Está todo tan oscuro y hay tanto silencio que imagino estar en un ataúd. Solo se oye, como una uña que se hace trizas al deslizarse sobre un vidrio, la voz de aquella mujer en la habitación de al lado; la voz de aquella mujer que ahora identifico claramente: la voz de Nina Simone, tan desgarrada, tan desgarradora, como la cuerda de una guitarra.

I wish I could give

All I’m longin’ to give

I wish I could live

Like I’m longin’ to live

I wish I could do

All the things that I can do

And though I’m way overdue

I’d be starting anew.

Al segundo día, la culpa comienza a disiparse. La idea no es morir. La idea es vivir al límite. Como un funámbulo cojo que camina sobre la cuerda floja. Pienso que mañana amaneceré con los labios desbordados de aftas, como cuando le tenía miedo al sida y pensaba que moriría con la boca colmada de llagas. Las llagas del estrés, del miedo, de la culpa; las llagas de la muerte. “Lo malo de morir es que uno no puede disfrutar de su propio funeral”, me digo sabiendo que hay algo peor: que cuando uno muere la vida sigue como si nada para los demás. Uno bien muerto y todos esos hijoeputas bailando sobre la tierra, como la cola que le han cortado a una lagartija. Pero no hablemos de esto por ahora, pues las hormonas vuelven a impacientarse.

Como si fuera un adolescente alebrestado, el resto de los días camino como perro jadeante buscando en cada rincón un celo nuevo. Acaso, como escribió mi propio sabio catalán, “para saber de amor, para aprenderle, haber estado solo es necesario. Y es necesario en cuatrocientas noches —con cuatrocientos cuerpos diferentes— haber hecho el amor. Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen”. Porque así, Gil de Biedma se me adelantó y escribió todo lo que yo hubiera querido tener el talento para escribir.

Todo empezó en mi adolescencia, mucho tiempo después de descubrir que crecía en mí ese otro yo que para el resto del mundo no era más que un súcubo, un pecado, una aberración (cómo resuenan las palabras de esa Iglesia que nos llena el morro de perversiones). No solo era pecado. También era ilegal. Que dos personas del mismo sexo se revolcaran en la cama estaba tipificado en ese entonces en el Código Penal. No supe de nadie que hubiera estado en la cárcel por ser homosexual, pero el riesgo estaba ahí.

Valledupar en ese entonces no alcanzaba los sesenta mil habitantes y todos nos conocíamos, o al menos bastaba con conocer los dos primeros apellidos para saber de quién era hijo, quiénes eran sus abuelos, qué historias ocultaba su familia, cuáles eran sus taras, sus lunares negros, sus ovejas rosadas.

En mi familia no había ovejas rosas, lo que me hacía aún más solitario, más inseguro y, por supuesto, más necesitado de mis propias verdades. Desde niño, lo que más recuerdo haber buscado fue a otros que, como yo, llevaran por dentro esa supuesta pulsión malsana que cada vez se hacía más grande dentro de mí.

Es fácil decirlo ahora que he cruzado a salvo el puente. Sin embargo, mi adolescencia estuvo plagada de pesadillas y sueños con la muerte. Mil veces pensé en el suicidio, mil veces hubiera querido hacerlo: hundir la daga en la panza, desgarrar la herida y sacarme a fuerzas las entrañas hasta dejarlas tiradas sobre la arena, como dicen que hizo Marco Catón cuando César lo persiguió. También me encerré en mí mismo para que todos me borraran de su memoria. El olvido, esa otra manera de morir.

Yo no puedo olvidar, por más de que lo intento. Y menos cuando estoy empepado. La droga me devuelve los recuerdos que siempre he querido dejar atrás. Y luego el bajón, que llega cuando comienzo a sentir que el efecto se va. “¡Es la serotonina, estúpido!”, me repito para no olvidar que el asunto es temporal, para no olvidar que de esta depre de mierda también saldré, para no olvidar que tarde o temprano dejaré de llorar. La otra opción es hacer lo de siempre: tragarme otra y otra más. Esta vez, reponiendo fuerzas con un café y una torta de zanahorias y con el libro de Orton que acababa de comprar sobre la mesa, me dejé llevar por el guayabo.

No fue la mía, jamás, una infancia inocente. ¿Cómo, si mi alma no estaba exenta de toda esa culpa? No era una culpa propia, aclaro, sino impuesta. Hasta me preguntaba de qué era culpable. ¿Cómo podía seguir siendo cuando pretendían convencerme de que no podía ser? No hablo de algo que pasó una sola vez. Sucedió durante años enteros en los que me preguntaba si todo ese odio era solo por desear a los hombres, lo que lleva a la eterna pregunta: ¿por qué debo ser como los demás, si no soy como los demás? Más que machista, Valledupar es un pueblo sospechosamente misógino. La misoginia no implica solamente odio hacia la mujer, sino un miedo profundo a lo femenino. Lo opuesto a ese macho duro y arbitrario que grita, golpea e impone es lo sensible, la ternura. Y esa misoginia, como tantos otros prejuicios, la heredé. “Todo, menos femenino”, me decía.

Yo era ya un niño solitario cuando mis padres se mudaron a una casa, en un barrio a las afueras de la ciudad, llamado Novalito. A partir de ese momento mi mundo eran mis dos hermanas y las cuatro niñas que vivían en la casa vecina, las dos únicas residencias en quinientos metros a la redonda: solo mujeres que jugaban a las barbies y a la casita y yo, que no tenía con quien jugar.

Poco después aparecieron el cine y los libros y aquello fue para mí como el mar que se abrió frente a Moisés. Descubrí que “no solo de pan vive el hombre ni solo habita en la casa del Señor”. Convertí en lema esta frase que memoricé de alguna lectura que ahora no recuerdo. La literatura me permitía salir de allí, viajar a otros pueblos, soñar que algún día podría irme a vivir en alguna de esas ciudades que servían de escenario a las películas. Quizá en el Buenos Aires de Sandro de América o de La Mary, una cinta “escandalosa” en la que salían Susana Giménez y Carlos Monzón.

El primer libro que leí completo, de un tirón, fue Robinson Crusoe, la novela de Daniel Defoe, de una edición juvenil. Inmediatamente se convirtió en mi héroe. Yo vivía, como él, en una isla en la que no tenía con quién hablar, a quién gritarle, a quién amar. Quizá algún día aparecería un Viernes, pero no era lo que me preocupaba en ese momento.

Con Robinson Crusoe aprendí a jugar con los personajes de ficción, a conocerlos, a moldearlos, a hacerlos mis amigos. No leía para contarles a otros lo que leía. Lo hacía para apropiarme del universo que me ofrecía el libro y jugar luego con él —y eso me quedó—. Sucedió lo mismo con la escritura: no lo hacía para compartirla, para presumir de ella, sino para divertirme en solitario con los personajes y las historias que creaba, aunque también para demostrarme que podía hacerlo.

Nadie mostraba interés en mis palabras y pronto dejé de interesarme en hablar con alguien más que con los animales de plástico con los que me divertía cada día bajo las ramas de la trinitaria con flores de colores obispales, al fondo del patio de la casa. O jugaba solitario en mi habitación, construyendo casas con las fichas de Estralandia. Crear esos mundos me hacía muy feliz. A esto se sumó que me volví enfermizo y mal deportista, lo que comenzó a generar sospechas en mis compañeros, que pronto me hicieron a un lado y comenzaron a gritarme “mariquita”. Quizá por ello, nunca fui llamado para engrosar las filas de algún equipo al momento de patear o batear. Preferían jugar incompletos antes que aceptarme como parte del grupo. Yo no era astuto para esas lides, me faltaban pericia, malicia y fuerza. Fue justo en aquel momento cuando encontré mi primer gran refugio: el cine. Mis abuelos maternos habían fundado en 1952 el primero que tuvo Valledupar, y en ese momento eran cuatro. Uno de ellos estaba tras cruzar una pequeña puerta en el patio de su casa. Me acostumbré todos los días a ver la película de cartelera. Era cine mexicano, wésterns, kung-fu, puño, patada y esas cosas, pero eran historias que me llevaban a imaginar otras. Más que cualquier libro, el cine fue para mí lo que el hielo para Aureliano.

El cine fue un rayo de esperanza. Soñaba, cada vez más, con personas y lugares desconocidos. De hecho, comencé a inventarlos con tal de salir de allí, aunque fuera solo en mi mente.

De tantas cintas que vi en aquellos años solo recuerdo tres que aludían a lo gay: La gata sobre el tejado de zinc, El zoo de cristal y Reflejos en un ojo dorado, sumadas a las trusas que usaba Sandro de América en sus películas y que encendían mi lujuria; o algunas escenas que parecían escritas como para “el que lo entendió, lo entendió”, como aquella en la que Ben-Hur y Messala entrecruzan los brazos para brindar por el reencuentro: “Después de tantos años, todavía cerca”, dice uno y el otro contesta: “Sí, en todos los sentidos». Y otro diálogo, esta vez en Río Rojo, en el que John Ireland le dice a Montgomery Clift, ambos en el rol de varoniles y apuestos vaqueros: “Bonita arma la que tiene usted. ¿Me permite verla?”. Montgomery hace entonces ese gesto de consentimiento de rascarse la nariz que tantas veces había visto en algunos hombres de mi pueblo que se miraban con deseo. Montgomery entonces le entrega su arma mientras Ireland se saca la suya y se la da en la mano: “Tal vez le interese ver la mía”.

En ese entonces las películas demoraban hasta un mes en ser rotadas, de modo que, cada vez que repetían Río Rojo, imaginaba en esta escena a esos mismos hombres de mi pueblo, deseoso cada uno de confirmar el tamaño del arma del otro, pero incapaz de pedirle que la desenfundara. Aunque con los años me enteré que esto sucedía más a menudo de lo que yo hubiera podido imaginar.

Y en mi afán por encontrarme a mí mismo encontré la literatura. No había librerías en Valledupar, pero papá con frecuencia volvía de Barranquilla cargado de libros que compraba en la Librería Nacional. Camus, Faulkner, Steinbeck, Hemingway… eran los nombres más repetidos en la biblioteca. Ni siquiera en Capote encontré lo que buscaba. ¿Acaso yo era el único marica en el universo? Sin embargo, había algo en los libros que me encantaba: la existencia de un mundo lejano e inmenso al otro lado de las montañas de ese valle donde nací.

 

La casa de mis padres era lo más cercano a un club social: todo el día, todos los días, había amigos que la visitaban. Desde que me despertaba había gente merodeando por ahí. Entre mi habitación y la cocina debía pasar por el hall de las mecedoras donde siempre había “adultos hablando cosas de adultos”. Solían ser las mismas personas que chismeaban siempre de lo mismo con palabras cargadas de miedos, de envidias, de prejuicios. Entre más gente había, más solo me sabía. No encajaba en ese lugar. Luego vino el colegio, esa herida que se abrió para siempre, y me sentí aún más solo e inseguro.

Además de literatura, en la adolescencia descubrí el placer por las revistas de banalidades, tipo Buenhogar y Vanidades, y por las Selecciones del The Reader’s Digest , que acumulaba papá. Y había una cuarta revista a la que me hacía clandestinamente y ocultaba bajo llave, como veía que otros más hacían: Playgirl. Así como mis compañeros se masturbaban viendo Playboy, Penthouse o Hustler, o teniendo sexo con las burras y las cabras, a mí me gustaba hojear Playgirl. Ver cada mes un nuevo ejemplar de esta revista me invadía por dentro de deseo. Pero que nadie lo imagine, pues no era un deseo sexual. Aquellos cuerpos de hombres desnudos me hablaban de libertad; me confirmaban lo que ya sabía: que había otro mundo, un mundo donde la gente era tan libre que no le daba importancia a mostrarse desnuda ante los demás; un mundo donde la gente no tenía ataduras, ni se preocupaba por resaltar las culpas ajenas ni escandalizarse con los juicios morales. Tenía quince años cuando decidí alistarme en la Escuela Militar de Cadetes que, equivocadamente, creí sería mi tabla de salvación.

Cuando leí Maurice, de E.M. Forster, ya vivía en Bogotá, en los ochenta, y su lectura fue importante no solo porque me confirmó que no estaba solo, sino porque es una novela escrita desde una perspectiva no condenatoria. “Ah, entonces sí se puede”, me dije a mí mismo. Para entonces tenía un par de amigos gais con quienes me iba de juerga. Las discotecas me divertían un rato, pero no resolvían mis preguntas. Me hacían creer que me aceptaba como gay, que sentía eso que llaman con pompa “orgullo”, mientras por dentro seguía negándomelo. En el empeño por otros libros que hablaran de mis dilemas conocí a Whitman, a Kavafis, a Mishima, a Yourcenar (amé tanto Alexis que la repetí de corrido tres o cuatro veces), a Isherwood, a McCullers… Encontré entre estas páginas las mismas dudas, los mismos problemas sin resolver. “La literatura no trae respuestas, pero te ayuda a encontrarlas”, leí también por entonces.

Fue en ese camino que me topé con Corto Maltés, que no es gay, pero es como si lo fuera. Es elegante, bonito, cosmopolita, pero, sobre todo, es libre. Libre como un gato. Es decir, como un gay. Y entonces quise ser como Corto Maltés: ni justiciero ni moralista. Tan solo un aventurero que recorre el mundo sin tener que explicarle a nadie por qué es como es. Corto Maltés me enseñó a soñar con la libertad y la libertad, lo entendí entonces, no es más que ser uno mismo.

Escribir no fue una decisión. Ni siquiera lo pensé. Lo hice por la necesidad de buscar mi propia voz en un entorno que negaba la mía. En un pueblo misógino que desconocía la opinión de las mujeres, que las obligaba a callar, un marica no era más que un mudo. Yo era visible solo para las burlas, pero mi voz era inaudible: me gritaban, pero no me permitían hablar. Sentía todo el tiempo un pesado pie en la garganta; una parálisis de las cuerdas vocales impuesta por todos esos señores que se creían superiores por presumir de muy machos. Del silencio de aquellos tiempos me fue quedando una voz que gaguea cuando me encuentro de repente hablando ante el silencio ajeno.

De modo que desde muy joven enfrenté la disyuntiva de escribir o escribir. No había otra opción. Me encerraba con doble seguro en mi habitación y escribía historias cargadas de terror porque era lo que sentía en ese momento: terror ante la vida, terror a que cualquiera supiera que habitaba en mí un monstruo que luchaba cada vez con más fuerzas por hacer añicos los barrotes.

Dejé de escribir cuando me gradué de abogado. No pensé en volver a hacerlo hasta que se me cruzó una novela que, de alguna manera, cambió mi vida: En el camino, de Jack Kerouac, y con ella descubrí que se podía escribir desde el margen. Solo que en ese momento no se me ocurrió escribir absolutamente nada, ni al día siguiente, ni al otro mes, ni siquiera en los dos o tres años que pasaron después. Pero la creación aparece de maneras misteriosas y escribir no es un asunto tan simple como teclear frente a un computador. La creación obedece a un proceso, que a algunos nos toma más y, a otros, menos tiempo. Yo soy de los lentos, quizá porque no me afano y permito que mi mente haga su trabajo mientras me dedico a realizar cualquier otra cosa. Esto lo aprendí una mañana de sábado cuando caminaba las cuatro cuadras entre mi apartamento y el gimnasio que diariamente frecuentaba y de repente se me vino de chorro una historia inesperada. De chorro: como un caudal. No lo dudé. Regresé a casa, me senté frente al computador y, atropellando la gramática, comencé a tipear los primeros párrafos de la biografía de Edwin Rodríguez Buelvas.

En esa época yo trabajaba en la Contraloría General de la República. Era uno de esos burócratas aburridos que sobrevive entre las 8 y las 5 sorteando la pesadez de los chismes, las intrigas de los mandos medios y los intríngulis del poder y su hermanastra, la corrupción. Una ostra se divertía mil veces más que yo. Pero al llegar a casa todos los días, promediando las seis de la tarde, me iba al gimnasio y monologueaba: adelantaba mentalmente el tramado de la historia, es decir, de la lucha. Porque la trama, como la vida misma, siempre es una lucha. Al volver luego a casa me encerraba en el pequeño estudio sin ventanas ubicado al otro lado de la cocina y transcribía en el computador lo que ya había tallado en la memoria: la lucha de Edwin Rodríguez por alcanzar la fama y los detalles azarosos de su vida privada. Los detalles, los detalles, los detalles, que son los que dan verosimilitud y fuerza a una historia y a un personaje.

Mientras escribía, no pensé jamás en un posible lector. En uno siquiera. Este fue el contexto: me sabía excluido. A pesar de vivir físicamente en Bogotá, seguía atado a lo que pensaba de mí toda esa gente que yo había dejado atrás. De modo que ni siquiera concebía la idea de que alguien pudiera leer algo hecho por mí.

La primera persona que leyó esa historia, varios años después de haberla terminado, fue un compañero de la oficina. Este hombre había vivido las últimas décadas en Nueva York y le sorprendió encontrar en mi trabajo rastros de American Psycho (el protagonismo de las marcas y los sitios de moda, por ejemplo), la novela de Bret Easton Ellis que había sido publicada apenas un par de años atrás y que yo desconocía. En ese momento para mí no era claro que ese texto que yo le había entregado a mi amigo podía llamarse novela. No supe si sus elogios fueron sinceros, pues suelo recelar de la sinceridad de los aplausos recordando el mantra del fatalismo que viene de Laocoonte: “Desconfía de los griegos cuando traen regalos”. Sin embargo, sus palabras me motivaron para entregarle el texto a un segundo amigo, un cuentista cubano que dictaba un taller de escritura en ese entonces en Bogotá; y luego a un amigo vallenato que para entonces estudiaba Literatura en la Javeriana y finalmente a una de mis amigas más cercanas, cuya familia había crecido, como yo, en Valledupar. Los consejos de estas cuatro personas fueron claves para terminar de apuntalar mi trabajo, pero, más aún, para llenarme de fe en lo que hacía.

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