Cinco: La Gran Profecía

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Aquella mañana amaneció bastante nublada, así que pensé que era el momento idóneo para pasear por el bosque de Narf y ascender al Temon. Me encantaba la compañía silenciosa de los árboles. La buscaba por su beneficio físico y mental, aunque estaba segura de que aún la humanidad desconocía gran parte de los beneficiosos secretos que esconden en sus entrañas. Los baños de bosque constituían otra de mis actividades favoritas. Me gusta la cultura japonesa y su forma de entender la naturaleza. En Japón, cada árbol tiene un significado y una utilidad. El más común de ellos es el «sugi», un árbol de más de mil años de vida y de gran altura. Existe la creencia que dice que en ellos viven «kodamas», que son deidades. Si alguien se propone talar uno de estos árboles debe saber que estará expuesto a sufrir una maldición.

Cogí una pequeña mochila con algo de fruta y una cantimplora con agua fresca, me puse calzado cómodo y me decidí a sufrir un poco subiendo la empinada ladera del monte. Mi intención era coronarlo, disfrutar de las estupendas vistas y regresar a tiempo para comer en casa y soplar las velas sobre un pastelito que compré en el supermercado cuando hice el pedido semanal.

La senda por el bosque fue muy reconfortante. Siempre que salía seguía la misma dirección y conocía bien cada árbol, cada recoveco, cada sonido. El olor a naturaleza me fascinaba; la diversidad de aromas provenientes de las flores, los helechos, el musgo, el rastro de algún animal. Este bosque, mezcla de pinos, abetos, robles y hayas centenarios de entre seiscientos y mil quinientos años de antigüedad, apenas había cambiado de aspecto en todo ese tiempo y sus tres mil hectáreas eran consideradas un lugar de especial interés científico por su excelente conservación, por lo que había sido nombrado reserva natural. En primavera, el suelo quedaba cubierto por el violeta de los jacintos, mientras que, en otoño, las hojas caídas formaban un manto de tonos ocres. Muchas veces había pensado en cuántos años podría tener, cuántas vidas de gente que había deambulado por sus caminos habría conocido, cuántas aventuras y desventuras había presenciado. Alguna vez lo he recorrido de noche, cuando había luna llena. Al anochecer, todo el bosque parece otro y las sensaciones cambian.

No hacía mucho calor e iba relajada, caminando a un paso normal. Cuando llevaba paseando aproximadamente una hora y media, comencé la ascensión intentando mantener el mismo ritmo. A la mitad del recorrido que lleva hasta la cumbre, paré a descansar y a degustar la fruta que había cogido: un plátano maduro, una manzana roja y un puñado de picotas. Proseguí la ruta tras el refrigerio y, en una hora, encumbré el monte. Las magníficas vistas resarcían con creces el esfuerzo de la ascensión. Se veía la casa diminuta como una hormiga. Visto desde arriba, el bosque de Narf dejaba al descubierto, como si fuera un secreto bien guardado que salía a la luz, las cascadas y los riachuelos que lo conformaban, los senderos, las ruinas lejanas de lo que debió ser un antiguo castillo. Su peculiaridad residía en el amplio abanico de árboles y colores: el inmutable verde de los pinos y los abetos se mezclaba en otoño con las hojas de las hayas, primero doradas y luego inflamadas de rojo, para dar paso en invierno a la caducidad de algunos y a la blanca perennidad de otros. En primavera y verano, el mismo color verde se imponía como una manta que lo cubría todo. Esta riqueza vegetal era un hábitat perfecto para la nutria, el oso pardo, el ciervo rojo, el jabalí y cientos de especies de aves. Me senté con las piernas cruzadas para absorber todo lo que había alrededor, en un intento por regenerar completamente mi organismo: el aire puro mezcla de brisa marina y olor a bosque, el trinar de los pájaros, el cri-cri de algún grillo, el murmullo de las hojas de los árboles postrándose a mis pies, el rugir lejano de las olas, las gaviotas. Me encontraba tan relajada que por un momento cerré los ojos y me dejé llevar sin siquiera imaginar todo lo que estaba por acontecer.

No debieron pasar más de diez minutos cuando lo oí por primera vez. Un largo y estridente alarido que me puso los pelos de punta. Un sonido que no fui capaz de identificar como humano ni como animal, algo chirriante, maléfico. En ese momento solo sentí que estaba asustada, tremendamente asustada. El corazón me latía a mil por hora, porque al mismo tiempo comencé a notar una sensación extraña que me produjo un intenso malestar. Sentí, justo sobre la nuca, una especie de respiración, un jadeo entrecortado que me heló la sangre. Una bocanada nauseabunda de aire frío penetró en mis entrañas y me produjo arcadas. ¿Había alguien o algo detrás de mí? El miedo surgió de inmediato, pero mi instinto de supervivencia avanzó más rápido que el terror que comenzaba a paralizarme el cuerpo y me obligó a darme repentinamente la vuelta. No había nada ni nadie. Las sienes me latían como un martillo golpeando sin cesar una pared, estaba sudorosa y me costaba respirar. Di un par de vueltas con cuidado de no marearme y me aseguré de que estaba sola en aquel claro. Noté un regusto dulzón y hediondo en la boca, por lo que escupí con asco mi propia saliva. Un frío glacial había impregnado hasta el último poro de mi piel y comencé a temblar. No eran más de las doce del mediodía, pero el cielo estaba cubierto de un color plomizo que daba la impresión de que en cualquier momento iba a desprenderse y caer. Nubes amenazadoras de lluvia se aproximaban a gran velocidad y se comenzaron a escuchar truenos cada vez más cercanos. En cuanto pude pensar con algo de claridad, decidí volver sobres mis pasos y regresar a casa, donde aun estando sola probablemente me iba a sentir más segura, mas no sabía con exactitud de qué. La cabeza me daba vueltas, pensando una y otra vez en el extraño suceso que acababa de vivir, pero eso no impedía que mi paso fuera mucho más rápido que en la ascensión. Casi podía decirse que bajaba volando, dirigiendo la mirada constantemente hacia atrás, asegurándome de no ser seguida. Los truenos retumbaban ya por encima, precedidos por unos relámpagos impresionantes que cruzaban como látigos de fuego en todas las direcciones. Se había formado una gran tormenta no pronosticada por el servicio de meteorología, algo de lo que me había cerciorado antes de salir. Comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia que arreciaron de tal forma que se convirtieron en un auténtico aguacero. Ráfagas de viento soplaban vigorosamente y hacían que mis pasos comenzaran a tambalearse. Resbalé por la tierra mojada un par de veces y a la tercera me caí, desplomándome cuan larga era y golpeándome en la cara con una piedra, doblándome de mala forma el brazo con el que intenté mitigar el impacto. Todo se quedó negro.

—Papá, los truenos me dan mucho miedo —confesó Divav mientras permanecía en su cama casi oculto por el edredón. Afuera, una enorme tormenta arreciaba a pasos agigantados y se acercaba hacia nuestra casa.

—A mí también me lo daban, cariño.

—¿Ahora ya no te asustan? —pregunté yo incrédula. A todo el mundo le daban miedo los truenos. Cuando sonaban, parecía que el cielo iba a estallar.

—Cuando era pequeño como vosotros, la abuela Adia, una noche que hubo una grandísima tormenta eléctrica, me contó que los truenos no son más que los ruidos que producen nuestros seres queridos y antepasados jugando a los bolos en el cielo.

—Así que ese es el abuelo jugando con sus amigos —pregunté yo inocentemente, mientras Divav asentía sentado en la cama de al lado.

—Por supuesto, Lía. Al abuelo siempre le gustó hacer mucho ruido —me sonrió mi padre—. No debéis asustaros cuando los oigáis. Pensad en el abuelo y en lo bien que se lo estará pasando.

Me quedé quieta durante unos minutos que se me hicieron eternos, pero era incapaz de reaccionar. Una lacerante corriente de dolor me subió desde los dedos hasta el hombro, haciendo que tuviera que postrarme de rodillas en el suelo mientras un pitido me ensordecía, como si tuviera la sirena de una ambulancia metida dentro de la cabeza. Me encontraba dolorida, aterrada y tan sola que no pude evitar romper a llorar. Pensé en el teléfono móvil que había dejado encima de la mesa de la cocina. ¡Me hubiera venido tan bien poder contactar con alguien y solicitar ayuda! Pero no, en plena era de la tecnología, decidí salir sin él y ahora me arrepentía tanto.

Al incorporarme, el dolor en el brazo derecho se volvió casi insoportable, como el aguijonazo constante de una enorme avispa. La manga chorreaba sangre y al subírmela con mucho cuidado pude observar una herida punzante y algo blanquecino que sobresalía, lo que con toda probabilidad era un hueso roto. Comencé a marearme y temí perder el conocimiento. Saqué fuerzas de flaqueza, me desabroché el cinturón y me hice un torniquete como pude. Con la ayuda de los dientes apreté con fuerza y me puse la chaqueta que llevaba guardaba en la mochila a modo de cabestrillo, intentando inmovilizar el brazo lo máximo posible. Reanudé con sumo esfuerzo la marcha, ahora mucho más despacio por temor a volver a resbalar. Llovía torrencialmente y los truenos bombardeaban el cielo sin compasión. El instinto me decía que aquello era más que una simple tormenta y que lo mejor sería encontrar un sitio donde refugiarme. Ya no percibía los maravillosos olores ni los colores del bosque, atrás había quedado ese precioso paseo del que iba dispuesta a disfrutar. Mis sentidos estaban ocupados al máximo en guarecerme lo más rápido posible, mientras seguía avanzando despavorida y cerciorándome de que nada ni nadie me perseguía. No sabía si era a causa del ruido ensordecedor, pero no había vuelto a oír aquellos tremendos alaridos, aunque me costaba sacarlos de la cabeza. Los tenía grabados y con toda seguridad iban a estarlo durante mucho tiempo. La tenue luz con la frondosidad de los árboles, la negrura del cielo y la lluvia, que había menguado de forma considerable, hacían que me costara ver lo que había delante. El corazón no cesaba de repiquetear como una locomotora y el dolor lacerante del brazo aumentaba a cada paso. Empecé a sentir que me había extraviado y una ráfaga de pavor me atenazó, provocando que comenzara a correr. Esto fue lo peor que pude hacer, porque tras avanzar unos metros advertí que el suelo desaparecía bajo mis pies, caí hacia abajo gritando y acabé aterrizando contra un suelo de piedra al tiempo que emitía un grito de dolor. Eché un vistazo alrededor. Parecía que estaba en una cueva. Al momento perdí el conocimiento.

 

No sabía exactamente el tiempo que permanecí inconsciente, no pudo ser mucho, pero comencé a recuperar poco a poco el sentido y me sentí exhausta y extremadamente aturdida. Noté la mano del brazo roto muy hinchada y amoratada palpitando de dolor. No podía abrir un ojo y sentía unas fuertes punzadas en el tobillo izquierdo. Era consciente de que estaba gravemente herida, pero di gracias por estar viva. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde me hallaba? ¿Qué me había estado acechando? Las preguntas se agolpaban una tras otra e impedían que me tranquilizara. Pensé con no poca dificultad en las opciones que tenía: sin teléfono, malherida, inmóvil, perdida, atrapada —porque, por lo poco que pude observar mirando hacia arriba, me había precipitado por una especie de trampa o agujero de aproximadamente unos diez metros—. No sin cierta dificultad logré ponerme de pie y me quedé quieta unos instantes para asegurarme de no perder el equilibrio. El tobillo me dolía, pero no debía estar roto. No conseguía reflexionar con nitidez y mi primera decisión fue intentar salir de allí por otro espacio que no fuera por donde había caído, ya que iba a resultar imposible subir.

—¡Socorro! ¡Auxilio! ¿Alguien puede oírme ahí arriba? ¡Por favor! ¡Estoy atrapada en un agujero! —gritaba a duras penas, malherida, sin moverme casi—. ¡Aquí abajooo! ¿No se me oye, maldita sea? ¿No hay nadie más que yo en todo el bosque? Me duele, me duele mucho, mucho.

Continué llorando, desesperada de sufrimiento por tener parte de un hueso del brazo roto sobresaliéndome por la piel y un tobillo hinchado que casi no me permitía ponerme en pie. Sin poder prácticamente abrir un ojo y las manos sanguinolentas y repletas de heridas, continué mi perorata y mis quejidos durante casi una hora desde que caí en aquel fatídico orificio en la tierra, uno que jamás antes había visto durante mis incursiones por el bosque de Narf. Aquella terrible tormenta que había surgido de la nada en pleno día sofocante de verano me había puesto en esa peligrosa situación. Esa sensación tan extraña de que algo o alguien resoplaba sobre mi nuca, creando ese hedor tan nauseabundo y asqueroso, pero sin embargo no había nada ni nadie junto a mí. Por más que lo pensaba, no conseguía encontrar una explicación lógica. Me asusté y bajé corriendo el monte, quizás ese fue mi mayor error. Me dejé llevar por el miedo, cayendo y resbalando mil y una veces, mirando atrás sin cesar, aterrada mientras los truenos y los relámpagos sacudían los árboles como si fueran de juguete, al tiempo que los arbustos del camino me producían rasguños en los brazos y me hacían creer que eran huesudas garras con largas uñas que me iban arañando hasta que el suelo se abrió ante mí. Ya había decidido salir de aquella cárcel de piedra y tenía que moverme. Se adivinaba luz al fondo y hacia ella me dirigí cojeando. Por el camino volví a sentir la sensación de que alguien me observaba, pero continuaba estando sola. Me había quedado fría y el dolor había aumentado notablemente. La cavidad se iba estrechando a medida que avanzaba por ella y mi cuerpo entumecido protestaba. En pocos metros un sol cegador hizo que tuviera que ponerme la única mano que podía mover a modo de visera y sentí una andanada de aire fresco. Suspiré aliviada y volví a sentarme llorando. En apenas unos minutos había pasado de sufrir una feroz tormenta a disfrutar del cálido y soleado paisaje del bosque, donde me extrañó que todo estuviera seco. No había ningún rastro de la lluvia caída. ¿Cómo era eso posible? Desde donde me encontraba no se divisaba el Temon. Mi cuerpo extenuado me dio la férrea orden de parar y de nuevo volví a quedar inconsciente.

—Parece una mujer joven. ¿Estará muerta? —oí a alguien cuchicheando, una voz de muchacho.

—Esperad, ¡no la toquéis! —Otra voz diferente pero más autoritaria, también de hombre. Conseguí abrir un ojo pero no llegué a distinguirlos, ya que de forma brusca se echaron hacia atrás asustados. Se escucharon más pasos y murmullos, cascos, un relinchar de caballos y ladridos de perros que me taladraron la ya dolorida cabeza.

Un grupo de hombres vestidos con ropa antigua, barbas y largos cabellos me observaban entre curiosos y atemorizados. Intenté incorporarme pero fue imposible, no tenía fuerzas. Uno de ellos, el de la voz autoritaria, se acercó y me escudriñó. De mi boca no salía más que un tenue gemido lastimero consecuencia de los dolores que estaba soportando.

—Alteza, quizás no debierais ni rozar su cuerpo.

—Es una muchacha y está malherida. No podemos dejarla aquí en este estado —aseveró de nuevo el hombre de voz enérgica, quien con toda probabilidad debía ser quien estuviera al mando de todos ellos.

Levanté la mirada hacia él, ya que le tenía justo delante, y descubrí los ojos azules más profundos y penetrantes que había visto nunca. Era una mirada añil tan pura que tuve la sensación de estar siendo observada a través de dos lapislázulis preciosos y únicos que me atravesaron el alma. Era el rostro de hombre más perfecto y hermoso que había visto jamás. Pensé que estaba soñando y me dejé llevar de la mano de Morfeo una vez más.

CAPÍTULO 2

Nicco

Despierto como casi siempre hago, con el primer canto del gallo. Despunta el alba y con toda probabilidad se avecina una jornada calurosa. La luz comienza a inundar poco a poco mi alcoba y me incorporo en la cama sintiéndome algo apático. Se supone que hoy debería ser un gran día para mí, pero no estoy muy convencido de ello.

Es 23 de julio y hoy celebro mi décimo noveno aniversario. Nunca me ha gustado tener que madrugar. Prefiero disfrutar de la caída del sol, un momento durante el cual la luz es muy suave, muy difusa y con poca intensidad: el ocaso. Mi abuela siempre lo llamaba la hora dorada, mi momento preferido del día. Es cuando la noche está a punto de llegar y el mar rojizo lo demuestra. Disfruto paseando por la playa en soledad, meditando sobre todo lo que ha ocurrido durante el día, el ayer o el mañana. Mis problemas son llevados por la brisa y por el blanco oleaje que golpea una y otra vez contra la orilla. Ese momento mágico, en el que el sol atraviesa la línea del horizonte y desaparece de mi vista tras un leve parpadeo, me fascina. El hermoso y brillante sol bañando sus largos dedos de oro en el mar a lo lejos, un rojo anaranjado tiñendo las nubes bajas mientras el horizonte se va abriendo, brillando en una extraña luz. Se ciernen ya las sombras de la noche y el horizonte, a lo lejos, apenas se distingue, mar y cielo se funden en un mismo tono apagado. Es hora de regresar a descansar para dar paso a una nueva jornada.

Me llamo Nicco, soy príncipe del Reino de Briatacán y nací en un año bastante especial: mil, el año bisiesto del primer milenio de la era de la luz, el año cien del siglo XI.

Desciendo de una gran familia por parte de ambos progenitores, dos grandes linajes. Mi padre, el rey Jaunma, es hijo a su vez del rey Toberla, conocido como el Rey Eterno, ya que falleció a los sesenta y seis años, algo muy inusual en la época, un gran guerrero y estratega, muy temido y respetado por sus enemigos. Así podría seguir desgranando mi árbol genealógico durante cientos de años atrás. Por parte de Amma, mi madre, procedo de un linaje milenario de magos considerado sagrado por nuestro pueblo. Briatacán es un gran reino que ocupa una vasta extensión de tierra. Serpenteado por un largo río alimentado por tres afluentes que confluyen en él durante su andadura, se une al mar en un estuario formado por un solo brazo en el que sus aguas se mezclan juguetonas. El reino está formado por dos ciudades principales: Rálova, que es donde la familia real vive durante gran parte del año, y la ciudad de Boeg, nuestra residencia de invierno, ubicada más al sur, con lo que sus temperaturas son más suaves en esa época. De esta forma, hacemos patente nuestra presencia a lo largo y ancho del reino, ya que disponemos de otros pequeños castillos dispersos por varias zonas. Rálova está bañada por el mar. La pequeña playa de Acurma me sirve de refugio cuando quiero estar solo y galopar a mis anchas, una de mis grandes aficiones.

Soy el mayor de cinco hermanos. Como primogénito, a mí me corresponde heredar el trono a la muerte de nuestro padre. Después de mí sigue Gídeo, mi hermano favorito, que es con quien mejor relación tengo. Nos gusta pasar tiempo juntos y charlar frente a la chimenea en días lluviosos. Es un chico especial. Nuestra madre tuvo serios problemas durante el parto y desde entonces Gídeo tiene un pequeño retraso que, entre otras cosas, le hace ser como un niño grande. Con Jusés, el tercero, ocurre todo lo contrario. Nos llevamos como el perro y el gato, siempre peleando por los motivos más triviales y por otros asuntos más serios. Sin mucha intención de dedicar su vida a algún menester de provecho, le saca partido a su papel de príncipe y recorre las tabernas de los pueblos disfrutando de una existencia pendenciera de conquistador, mujeriego y jugador aun siendo tan joven. Le sigue Aleurio, que pese a su juventud está preparándose para ser el responsable de uno de los mayores tesoros del reino, la biblioteca real. Es bastante antigua y está compuesta de miles de libros, una escribanía y un taller de encuadernación. Lo curioso es que, a pesar de que puede resultar pesado y aburrido, es un cargo que le fascina. Pasa horas y horas encerrado en la inmensa sala ordenando, leyendo y revisando el trabajo del grupo de hombres que están a su cargo, avezados profesionales que se encargan de realizar los dibujos en los libros elegidos. Es, asimismo, el custodio del Libro Sagrado, nuestro mayor secreto. El benjamín es Nebran, a quien saco siete años. Es el más callado de los cinco, pero a la vez el más travieso. Ahora no se encuentra en castillo, ya que está estudiando en la fortaleza de Ávialer, a muchas leguas de distancia, para ser mago bajo la protección y las enseñanzas de nuestra tía Ulcaí y el Gran Maestro Mago Serca.

Como heredero al trono, ostento el cargo de general de nuestro ejército. Desde que tengo seis años llevo preparándome para ello bajo la tutela del conde Samiel, mi mentor y maestro. Me ha enseñado a manejar diestramente cualquier tipo de arma, a defenderme cuerpo a cuerpo, a seguir un rastro enemigo, a esconder el mío para no ser localizado, a cazar y a ser, en definitiva, un buen guerrero, el mejor. Controlo que todos los nobles, caballeros y todas las ciudades del reino presten ayuda militar al rey cuando se precise. En un primer momento, caballero es todo aquel que posee caballo, armas para hacer la guerra y jura lealtad al rey. Eso ya significa ser de un determinado estatus social y tener cierto poder adquisitivo, pues mantener caballo y armas adecuadas no es nada económico. Sin embargo, no es necesario venir de un linaje concreto, ni reunir unas condiciones de sangre que avalen la pertenencia a un grupo social privilegiado para ser considerado caballero. Los hombres que poseen caballo cada vez son más requeridos por los reyes para formar parte de sus mesnadas, y cada vez van obteniendo mayores privilegios y prebendas a cambio de sus servicios militares.

Hoy, a primera hora de la mañana, voy a salir con mis hombres a practicar mi actividad preferida por el bosque de Narf, la caza. Siempre he considerado que la caza nos permite poner en valor nuestros orígenes, volver sobre ellos y recuperar nuestras raíces, ya que logramos extraer parte de la esencia que llevamos dentro, de lo que somos. La caza es respeto. Para mí, no existe otra forma de relacionarme con la naturaleza y con la fauna que lo habita más que a través de la ética, la justicia y el respeto. La cuadrilla de esta jornada estaba dispuesta para partir. Escuché su jaleo abajo en el patio, con los perros ladrando y en medio de todo ello, como no podía ser de otra forma, las instrucciones de mi madre, una gran dama en todos los sentidos de la palabra.

—¿Habéis recogido en la cocina las viandas que os han preparado? —interpeló a mi fiel escudero, Depro, a quien la pregunta le cogió por sorpresa, ya que efectivamente lo había olvidado.

 

—Ciertamente no, mi señora —contestó afligido, anticipando una buena regañina.

Depro llevaba a mi servicio desde que nací. Era un buen hombre, trabajador y responsable, que nunca descuidaba sus tareas. Para mí, suponía el hombro sobre el que lloraba todas mis penas desde que tenía uso de razón.

—¡Depro! ¿En qué diantres estáis pensando hoy? Si no estoy yo al tanto, todo sería un auténtico caos —bramó enfadada Amma, taladrándole con la mirada.

—Disculpadme, majestad —respondió cabizbajo y haciendo una reverencia—. Ahora mismo voy a por ello.

Sonreí desde el ventanal viendo cómo Depro corría hacia las cocinas como alma que lleva el diablo. Bajando hacia el patio me crucé con mi hermano Gídeo, quien al verme me agarró por la cabeza, pillándome por sorpresa y dándome un sonoro beso en la frente. Era bastante corpulento y tenía una fuerza que, en ocasiones, no controlaba. Detrás de él apareció Aleurio.

—¡Felices diecinueve años, hermano! —exclamó dándome un abrazo—. Esta noche lo celebraremos como es debido.

—Muchas gracias a los dos por vuestras felicitaciones. No creáis que hoy me he levantado muy apetente de celebración alguna.

—¿Qué decís, Nicco? No puedo creeros. Pensé que estabais deseando volver a ver a la bella lady Plira—formuló Aleurio.

—¿Lady Plira? —le pregunté extrañado—. ¿Os referís a la hija pequeña de los condes de Luapa?

—Sí, hermanito, sí, no os hagáis el sorprendido. Sé de buena tinta que le tenéis echado el ojo y que ella a su vez os tira los tejos.

—Siento mucho tener que contradeciros —repuse. Desde niños, lady Plira y yo somos buenos amigos, pero solo es eso, amistad. No albergo por ella ningún otro sentimiento y me sentiría mal si ella no se viese correspondida, porque jamás le he dado pie a ello.

—Pues no es eso lo que tengo entendido —prosiguió argumentando y comenzó a incomodarme la conversación—. Nuestra prima Rolca y ella son inseparables, y me ha confesado que en sus conversaciones sale en multitud de ocasiones vuestro nombre. Creo que se os avecina un problema, hermanito. ¡Muchas felicidades!

Y riéndose a sonoras carcajadas, me dejó plantado con cara de asombro y sin saber reaccionar. Gídeo corrió tras él. Me parecía inverosímil que Plira sintiera por mí algo más profundo. Nunca percibí nada más en sus sonrisas y sus palabras. Sentía un cariño hacia ella, pero como pudiera haberlo tenido con una hermana. Poco a poco, mi cumpleaños iba torciéndose cada vez más y mi mal humor iba en aumento. Tenía pocas ganas de encontrarme abajo con Amma, mas, para mi ventura, encontró otro sirviente al que amonestar. Suspiré aliviado.

Mientras los cazadores ultimamos los preparativos, cada montero salió con su perro sabueso atado a la traílla para iniciar el rastreo de los jabalíes. Al poco se oyó el primer sonido de un cuerno no muy lejano. Habían hallado un rastro de la noche anterior. Comenzaron a seguir los pasos nocturnos del animal durante muchas leguas hasta dar con el lugar donde estaba encamado, descansando durante el día. Para corroborar que se encontraba en una espesura, monteros y sabuesos, después de dar entrada a su rastro en la misma, procedieron a rodearla para saber si el jabalí salió de la misma continuando su camino o bien permanecía en ella descansando. Comprobaron que había salido y tuvieron que proseguir siguiendo el rastro hasta otra espesura en la que repitieron la operación. Una vez que los distintos monteros con sus sabuesos iban volviendo al punto de encuentro previamente convenido, que ese día era la Gran Gruta, cada uno procedió a darnos cuenta al resto de lo que había encontrado. Preferentemente elegimos como objetivo los encames de jabalíes machos adultos. Cuando hubo un consenso sobre qué encame atacar, soltamos unos cuantos sabuesos sobre el rastro de entrada del jabalí en la espesura. Los canes fueron marcando el camino realizado por el jabalí durante la noche con su voz, a la que llamamos «latido», hasta que llegaron al lugar donde estaba descansando. Los perros comenzaron a ladrar de manera continua con valentía pero sin atacarlo frontalmente, de manera que el jabalí rompió a correr mientras los sabuesos lo perseguían ladrando, hasta que lo obligaron a pasar por el lugar donde nos encontrábamos apostados los cazadores.

Yo ya estaba cruzado y no me sonrió la suerte. La fiera se enfrentó valientemente al duque Gejor, mi mejor amigo, quien lo embistió a caballo con su lanza, dejándolo postrado en el suelo en ese primer ataque. Era un animal enorme, se resistía a su suerte e intentó incorporarse aturdido, pero el duque fue más rápido que él y de un gran hachazo le abrió su descomunal cabeza. Al instante el animal bufó un par de veces y soltó un último gruñido largo y lastimero que puso fin a su vida. Toda la cuadrilla soltó vítores de alegría por la victoria del duque.

—Enhorabuena por la pieza, Gejor —le felicité—. Suerte habéis tenido de pillarlo por sorpresa y que no os embistiera él a vos. No me hubiera gustado nada tener que haber acudido en vuestro auxilio —me reí sonoramente—. Creo que esta ha sido la jornada de caza más sencilla que hemos tenido nunca. Pena de cabeza para exhibir como trofeo en la sala de caza.

—Nada me hubiera complacido más que haber necesitado de vuestra ayuda —contestó—. Pero ya que hoy es vuestro aniversario, he creído oportuno libraros de tal tarea y ofreceros este preciado regalo —dijo y me señaló orgulloso la pieza caída, realizando una pequeña pero exagerada reverencia.

Desmontamos de los caballos y nos dimos un abrazo que se tornó en un amigable forcejeo. Gejor era cuatro años mayor que yo y para mi desgracia mucho más fuerte. Alto y bien parecido, poseía una abundante cabellera larga y rizada de tono castaño oscuro. Su cara era redonda y tenía los ojos color miel. Era mi mano derecha, no solo por la amistad fraternal que nos unía, sino también por el título heredado de su padre y su extraordinaria capacidad e intuición para la estrategia militar.

—Cargad la pieza y regresemos a castillo —ordené a mis sirvientes—. Almorzaremos por el camino. La sombra cercana a la Gran Gruta nos dará amparo ante este sol de mil demonios.

Volvimos sobre nuestros pasos a una chopera junto al río, a escasos pies de la entrada a la cueva. Unos mozos comenzaron a preparar el avituallamiento mientras otros refrescaban a los perros y a los caballos.

—Así que, querido Nicco, poco a poco os vais haciendo mayor —se mofó de mí Gejor, guiñándome un ojo cuando nos encontramos solos—. Estoy deseando que llegue esta noche para celebrarlo a lo grande con uno de esos espectaculares banquetes a los que nos tiene acostumbrados vuestra real madre y ese buen vino que guarda celosamente vuestro padre en la bodega.

—Hoy me he levantado sintiéndome extraño. Pensé que era apatía y aburrimiento pensando en la velada de esta noche, pero ese sentimiento ha ido cambiando a lo largo del día. Presiento algo, pero soy incapaz de expresarlo.

—¡Ay amigo mío! Con el paso de los años nos hacemos viejos y pensamos en rarezas —exclamó—. ¿Pretendéis decirme que no estáis ansioso por conocer cuál va a ser el presente con el que os van a agasajar vuestros padres este año? Cada año se superan.

—Miedo me da, Gejor —susurré—. Mucho me temo que su intención es ofrecerme la mano de mi futura esposa. Llevo observando hace tiempo las idas y venidas de mi madre y sus cuchicheos por las estancias de castillo. Cuando yo me acerco, comienza a parlotear tonterías. Lo que más me enfurece es que me lo quieran imponer. Por ahora no me interesa el amor de ninguna mujer. No, no digáis nada —levanté presuroso el tono de voz al ver que iba a hablar—. Lady Plira no despierta en mí ninguna pasión ni deseo. Lo hablé antes con Aleurio y doy por zanjado el asunto. No insistáis, por favor.