Capitanes de almas

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El segundo, una vez escuchada la idea de maniobra y repartir a la gente de mando en sus puestos, se acercó para hablar en «petit comité» con el comandante.

—Comandante, ¿bajo qué amparo vamos a actuar? Actualmente nuestra misión no contempla la acción contra la piratería ni la inmigración ilegal, estamos simplemente de tránsito a nuestra zona —preguntó el segundo, buscando la reflexión del comandante.

—Lo sé, Manu. Actúo bajo la obligación de asistencia en la mar. La vida de esas personas depende de nuestra actuación. Estamos comprometidos a ello, y acabamos de comprometer a la Armada y a España. Actuemos o no, ya estamos comprometidos y seremos juzgados —respondió el comandante aceptando el cuestionamiento del segundo.

—Comandante, ni tenemos los medios ni es nuestra misión —insistió— esas pobres almas estaban ya condenadas antes de que llegáramos. —Hizo una pausa, buscando serenidad para pensar en las consecuencias—. Si no actuamos, nadie nos podrá perseguir ni juzgar por ello —prosiguió el segundo abriendo una puerta a la sensatez cartesiana.

—Tienes razón, Manu, nadie lo va a hacer. —Hizo también una pausa, con una mirada penetrante de resignación hacia el segundo—. Excepto nuestras conciencias —concluyó el comandante.

Manu intentó sacudir el razonamiento del comandante, hacerle reflexionar desde otra percepción enfrentada y presentarle las consecuencias que acarrearía su salida del procedimiento. Después del Viejo, él era el oficial con más experiencia en el submarino y el único que podía rebatirle su línea de acción. El comandante se encontraba solo ante una situación desconocida, sin referencias por las cuales poder guiarse. Su planeamiento era fruto de la experiencia y su intuición, el análisis de lo que pensaba que era la mejor decisión o en todo caso, la menos mala. Confiaba plenamente en la lealtad del segundo y el hecho de que este pusiera en duda su planeamiento consolidaba el valor de su lealtad. Después de la breve conversación la decisión del comandante fue tomada por el segundo como suya propia.

En pocos minutos todo el mundo estaba preparado. El buque estaba listo para el combate, no había un zafarrancho de combate sucedáneo para atacar un barco indefenso, la preparación era la misma, tanto en la proa como en mando el personal iba ataviado con sus máscaras y guantes ignífugos. El baile de procedimientos comenzó a una velocidad vertiginosa, cada cámara informaba de su estado de alistamiento y la cámara de torpedos preparaba el tubo número dos designado por el jefe de armas, con un torpedo de combate en su interior.

Todo se desarrolló en apenas tres minutos y medio, cuando se dio la voz «listo tubo 2».

El comandante posicionó el submarino por la proa del mercante a 2300 yardas. Con el periscopio de observación daba distancias radar cada diez segundos para refrescar la situación exacta del buque. El torpedo, a la orden del comandante: «fuego el tubo 2», salió como un poseso a cuarenta y cinco nudos. Detrás de él, un remolino de burbujas provocado por la cavitación de las hélices y una filo guía de dos milímetros de diámetro que se desenrollaba a la misma velocidad del torpedo le seguían. Su rumbo inicial era hacia una posición calculada por la consola a unos trescientos metros por la proa del mercante. A partir de ese punto, se le dejaría seguir al torpedo en modo escucha para recorrer el casco del buque en busca de su popa, la hélice. La carrera total del torpedo no duraría más de un minuto y medio.

—¡Comandante, el torpedo ha perdido percepciones del buque, no lo oye en modo pasivo!, ¡lo paso a modo activo! —exclamó el jefe de armas al comprobar con sorpresa que el torpedo dejaba de escuchar la propulsión del mercante justo al llegar por su proa.

—¡Negativo!, déjale ir, Emilio, está justo en su sitio, está sordo a causa de la ola de empuje que provoca la proa del mercante y que enmascara el ruido de propulsión —aclaró el comandante.

Apenas terminó la frase el comandante, el jefe de armas exclamó con alivio que el torpedo había recuperado las percepciones sonoras centrales y que entraban con fuerza. Un instante después se escuchó un fuerte impacto metálico, como si hubieran golpeado con un martillo en el casco del submarino, seguido por la confirmación del sonarista de «impacto». Las revoluciones del eje del mercante fueron reduciéndose como un disco de vinilo que pasa de 45 a 33 revoluciones, a la vez que se escuchaba un chirrido estridente asociado a esa misma frecuencia, hasta su completa parada unos minutos de agonía más tarde.

La cantidad de movimiento provocada por la masa metálica del torpedo de 1500 kilos, a una velocidad absoluta de cincuenta y siete nudos, liberó la energía necesaria para partir una de las palas de la enorme hélice de cinco metros de diámetro. El impacto se transmitió al eje que sufrió una flexión. La inercia del giro de la hélice a sus sesenta revoluciones hizo el resto, provocando que la hélice, ya desequilibrada, forzara aún más el roce del eje con la chumacera y lo fuera frenando progresivamente. Las seguridades de la transmisión del motor del mercante saltaron automáticamente, liberando la carga y evitando una avería mayor. La hélice dejó de dar vueltas dejando el barco a la deriva.

En la cámara de mando hubo una exaltación de alegría al comprobar el éxito del lanzamiento. El segundo puso orden y mandó continuar con el procedimiento antes de proponer al comandante la retirada de la situación de zafarrancho de combate. El comandante le ordenó tomar la voz y vigilar la actitud del mercante, mientras contactaba con el estado mayor para informar.

El jefe de flotilla se quejaba a gritos por el teléfono, no daba crédito a lo que el capitán de fragata Lobo le estaba contando. No se explicaba cómo se había metido en tal berenjenal sin ninguna autorización. El hecho debía ponerse en conocimiento directo del AJEMA (Almirante Jefe del Estado Mayor de la Armada) y del JEMAD (Jefe del Estado Mayor de la Defensa), que informaría al ministro de Defensa de la situación. ¿Cómo explicar a la opinión pública el ataque de un submarino sobre un mercante? La carrera a contrarreloj para informar a las autoridades, antes de que se desayunaran la noticia con el telediario matutino, había empezado.

El suboficial de guerra electrónica alertó al segundo de la captación de una conversación satélite interferida al mercante. Por lo que se podía entender, el capitán del barco se quejaba a su armador de ser atacado por un submarino no identificado posiblemente de la OTAN. Confirmaba el daño en la propulsión que no podía dar avante y que debía deshacerse de la carga antes de que fuera inspeccionado. El armador, ante tal expectativa, le ordenó abandonar el buque y hundirlo; al menos recuperaría el valor del seguro y eludiría un juicio.

El segundo fue informado de las intenciones del capitán del mercante y una media hora más tarde se confirmaba lo escuchado por la conversación telefónica. El sonarista anunciaba ruido de apertura de válvulas de casco en el mercante, la presión del agua entrando en el buque hacía un ruido bien conocido e inquietante para los submarinistas.

La luz del alba comenzaba a pintar el horizonte. Las figuras de los miembros del buque correteaban de un lado para otro, diferenciándose de aquellas de los inmigrantes ilegales que esperaban en cubierta tapados con mantas y expectantes a que alguien les explicara cuál era el nuevo programa.

La seguridad de los inmigrantes volvió a ser un dilema. Si el barco iba a ser abandonado, ellos entrarían en el lote para evitar toda prueba. El segundo solicitó a la radio localizar el número de teléfono interceptado del armador y llamarle reinyectándole su propia conversación grabada con el capitán del buque. Con ello le dejó saber que ningún seguro pagaría por la pérdida del buque al escuchar dicha grabación.

Por los movimientos de sus brazos, el capitán del barco parecía encarnar al mismísimo capitán Haddock, sacado de una de las mejores viñetas de Hergé en pleno ataque de histeria. Cuando este volvió a recibir la llamada del armador, se dio cuenta de que tenía la batalla perdida, todo lo que hacía o decía estaba siendo grabado y ahora había comprometido a su armador. Ordenó cerrar las válvulas de inundación. Ya nada le quedaba por hacer, solo esperar a que vinieran a buscarle y preparar una defensa contra los posibles cargos que pudieran imputarle.

El comandante después de una fuerte disputa con el jefe de flotilla comenzó a preparar su informe. Fue breve y preciso. No añadió nada más de lo que había ocurrido, una situación no conforme, una urgencia, una decisión tomada, y unas consecuencias que ahora habría que gestionar y estaba dispuesto a asumir.

Los ecos del incidente no tardaron en llegar a la mañana siguiente. El armador había denunciado a la Agencia Efe el ataque de un submarino de la OTAN a uno de sus cargos, implicando a los mandos españoles responsables de la operación CENTINELA.

El AJEMA había pedido una comunicación directa con el comandante del Hispania, quería saber de primera mano qué es lo que tenía en la cabeza el capitán de fragata Lobo, para haber actuado de tal manera, antes de ser convocado al despacho del ministro.

La conversación no fue muy extensa. El comandante ya la había tenido con el jefe de flotilla y se limitó a explicar objetivamente lo que había ocurrido. El AJEMA era submarinista, conocía personalmente a Ángel y era consciente de su brillante carrera profesional, pero le hizo ver que había sacado los pies del tiesto, yendo más allá de lo implícitamente escrito en la directiva, sin medir el precio de las consecuencias. Entre ellas la de la opinión pública; desde la Segunda Guerra Mundial solo se había reconocido oficialmente un ataque de submarino. Ocurrió en la guerra de las Malvinas: el submarino HMS Conqueror hundió el crucero General Belgrano y ello provocó el amarre de la Fuerza Naval argentina durante la contienda. Ahora el más moderno submarino europeo y prestigio de la Armada, el Hispania, se estrenaba haciendo historia y entraría en la exclusiva lista al atacar un mercante en defensa de un puñado de inmigrantes. El almirante concluyó de forma tajante, sería relevado del mando al entrar en Ciudad del Cabo.

 

El segundo estaba a su lado en el local de la radio cuando el comandante cerró el micro. Las únicas palabras que le salieron de su boca fue un «lo siento» algo seco pero sincero.

—No te preocupes, Manu, estaba dentro del riesgo, a veces situaciones así ocurren… sin buscarlas. Yo también lo siento, pero no me arrepiento —le confesó mirándole a los ojos.

Por las venas del Viejo corría agua salada, decían algunos. Su padre, submarinista como él, desapareció junto con toda la dotación de un submarino francés, el Eurydice, que se hundió en los años setenta, unos meses antes de que él naciera. Un misterio nunca resuelto en la Armada, porque oficialmente el Brigada Lobo no formaba parte de la dotación de aquel submarino siniestrado. Ángel y Lobo, mitad mito, mitad misterio, el Viejo Lobo era un gran oficial de submarinos. Es difícil explicar las cualidades que debe tener un comandante de submarinos… el Viejo las tenía todas. Los que le conocíamos a Ángel más de cerca, sabíamos que no se trataba de ningún mito en absoluto, sino de un buen tipo en el que coincidían la astucia, la discreción y un liderazgo natural. Tampoco hacíamos nada por desmentirlo, al fin y al cabo, los mitos son para los que tienen necesidad de creer en ellos.

El Hispania continuaba su tránsito hacia Ciudad del Cabo, aumentando su velocidad de crucero para atrapar el retraso que le había provocado el incidente con el Bright Star.

El ambiente en el submarino era diferente, la gente no bromeaba ni se oía el tumulto de las partidas en las cámaras; si acaso, conversaciones discretas sobre lo ocurrido. La conversación privada del comandante con el AJEMA era un secreto a voces y la dotación estaba profundamente afectada. Nadie estaba de acuerdo con perder a un comandante de esa talla, aunque todos sabían que había cruzado una línea roja. No había nada que hacer.

CAPÍTULO IV

Tránsito a Ciudad del Cabo

La navegación continuaba pesada y monótona, en la central el personal estaba en silencio y solo se escuchaba la fraseología entre operarios de cada equipo dando novedades. El jefe de máquinas estaba curioseando con aire de estar hastiado del ambiente funerario en el submarino. Estando próximo al local del mástil de inducción, se levantó las gafas y se acercó a la tapa del registro apretando los ojos para agudizar la mirada y comprobar algo. Entonces comenzó a montar una de sus marimorenas.

—¡Me cago en la mismísima puta de oros! ¿No he estado a punto de abrirle la cabeza al pobre cocinero con la llave inglesa?

Los operarios de la cámara central no entendían las exclamaciones del jefe. El muy lince acababa de resolver el enigma de la aparición del famoso tornillo en el conducto del mástil. Uno de los tornillos de la tapa del registro intermedio del mástil tenía un color más brillante que el resto y era de las mismas características que el tornillo sospechoso que ahora reposaba en el pozo. Lo que debió de ocurrir es que algún operario al abrir la tapa dejó caer un tornillo. Al parecer el tornillo perdido de la tapa fue reemplazado por otro nuevo, sin que nadie informara de su caída. En ese momento, no era cuestión de encontrar culpables por la negligencia, sino de descargar la culpa del compañero al que todos habían señalado con el dedo.

Ahora el incidente del tornillo el jefe lo relacionaba con la manipulación de los cables de la antena que quedaron fuera del guardacables. Aquello era una chapuza que no tenía sentido, los que tocaron los cables debieron de haber perdido el tornillo causante de la avería. El jefe fue al listado de obras para comprobar qué empresas habían estado trabajando en el mástil. Nada extraño, excepto una nueva empresa local subcontratada por una tal Inter Global Services. Ese dato luego resultaría ser una pieza clave.

La representación del jefe hizo reír a los miembros de la central y seguido empezaron a bromear sobre lo que tuvo que aguantar el pobre cocinero cuando todos, entre miradas, le acusábamos de ser el saboteador del mástil. La tensión que se había generado entre los miembros de la dotación al pensar que había una manzana podrida se disipó.

El segundo lo dejó estar así, como un error de un operario, pero continuó su investigación de forma discreta junto al jefe informando únicamente al comandante.

Unos días más tarde, el Hispania estaba en cota periscópica para recibir el tráfico de mensajes. El radio aprovechaba, una vez la antena satélite izada, para dar señal de televisión satélite a las cámaras, para que la dotación pudiera ver las noticias de España mientras tomaban el desayuno. En la cámara de suboficiales olía a café recién hecho y pan tostado. Un agradable aroma de bienvenida a los salientes de guardia que bromeaban con los que terminaban su desayuno para entrar de guardia. Don Pedro mojaba la tostada de aceite y sal en el café con leche cuando, con asombro, descubrió que en las noticias estaban hablando del Bright Star. De inmediato mandó silencio en la cámara y avisó al resto de cámaras por el interfono. El reportaje hablaba de un mercante remolcado a Tenerife que había tenido una avería en alta mar, la guardia civil detenía a su capitán por tráfico ilegal de una veintena de inmigrantes.

Ahora se apreciaba en color y de forma nítida la imagen verde de aquel capitán Haddock que berreaba en cubierta maldiciendo su suerte. Andaba con las manos esposadas a la espalda y con la cara mirando al frente con aire de revancha.

La imagen más impactante fue una instantánea de apenas dos segundos, en la que aparecía el SAMUR llevando en una camilla a un hombre de raza negra delgado, tapado hasta los hombros con una manta térmica. Al cruzarse con la cámara, aquel lánguido rostro cadavérico al límite de la extenuación lanzó una mirada de desorientación y esperanza. El reflejo de las luces de la ambulancia, en aquella sábana dorada, no desprendía tanto brillo como la producida por el contraste blanquinegro de sus grandes ojos mirando a su alrededor. Su vida volvía a cotizar en bolsa y ganaba puntos; pasaba de ser un despojo humano incómodo del que había que desprenderse, a una persona que merecía cuidados y atenciones. Aquellos hombres uniformados se interesaban por él. Los miembros de la dotación que desde las cámaras de habitabilidad seguían las noticias, dieron un brinco de alegría asociándole con el muerto viviente que salvaron la noche anterior en alta mar. No sabíamos si era el mismo hombre, pero la dotación así quiso darlo por hecho.

La moral de la dotación se vino arriba aquel día. Ya nadie pensaba en que el comandante sería relevado. Era un hecho que debían asumir, un coste caro que se había pagado y que ahora cualquier miembro de la dotación también estaría dispuesto a pagar por el buen nombre de la unidad a la que pertenecían: el submarino Hispania, que empezaba a escribir su propia historia, como hizo dos siglos atrás Méndez Núñez tomando la iniciativa de preferir «honra sin barco que barco sin honra». Ahora el Hispania creó su fama y honra y buenos comandantes para mandarlo no le faltarían.

Más adelante, nos quedamos atónitos ante la nota de prensa del Ministerio de Defensa:

«Un mercante a la deriva, a causa de una avería en su propul­sión, ha sido rescatado frente a las costas de Nigeria por unidades de la operación CENTINE­LA y remolcado al puerto de Santa Cruz de Tenerife. En la operación de rescate fueron descubiertos inmigrantes ilegales, por lo que el capitán del buque fue detenido por la Guardia Civil y puesto a disposición judicial».

La información del ataque submarino tuvo que llegar del cuartel general de la Armada a Defensa, pero al parecer el Ministerio optó por la política de silencio.

Noticias puntuales y contradictorias aparecieron en algún medio local e incluso nacional, pero sin más fuente que las declaraciones sin contrastar del armador que insistía que su barco había sido atacado por un submarino aliado, aparentemente una insensatez.

Ahora se daba la siguiente paradoja, ¿por qué razón el comandante de la unidad más moderna de la Armada debería ser relevado en plena misión?

El ambiente en la cámara de oficiales, al igual que en el resto del submarino, volvió a ser el de antes. Se recuperó la costumbre de alargar la sobremesa después de la cena, contando historias y anécdotas de otros embarques. Entre ellas el jefe contaba de nuevo su favorita, cuando en un ejercicio de recuperación de un comando de operaciones especiales, el submarino en cota periscópica esperaba la señal del jefe del comando para soplar lastres y hacer superficie recuperándolos en la cubierta del submarino. En aquel caso, el segundo comandante que dirigía la maniobra perdía la paciencia porque el comando no llegaba a dar la orden y la maniobra de mantener el submarino justo debajo de las lanchas neumáticas a velocidad prácticamente nula era muy complicada. El jefe parecía un cuentacuentos imitando de pie con gestos los movimientos de los protagonistas de la historia, que por supuesto nos sabíamos de memoria. Proseguía contando, que el jefe de los hombres-rana puso el puño en alto levantando el pulgar y con la otra mano extendida hizo el gesto de elevarla suavemente como si levitara. ¡Por fin la señal esperada! Relataba entonces que el segundo comandante reaccionó con tal rapidez que dio la orden equivocada de «sopla todo» en vez de «sopla el lastre central». La consecuencia fue que en vez de sacar el submarino a ras de cubierta, subió con demasiada fuerza levantando las embarcaciones neumáticas de la mar de golpe y volcándolas. El espectáculo, tal y como lo imitaba el jefe, era una comedia de Louis de Funes. Algunos infantes, los más ágiles, consiguieron agarrarse como pudieron a la vela, pero la mayoría se encontraron en cuestión de segundos nadando alrededor de las dos embarcaciones intentando rescatar el máximo de material posible.

La narrativa del jefe no tenía desperdicio, sobre todo cuando se trataba de meterse con los comandos, «los del chándal verde» o «matapollos», como le gustaba llamarles.

El submarino continuaba su navegación recuperando día a día el retraso que le había supuesto el incidente con el Bright Star, en unos días estarían entrando en puerto.

El horizonte era confuso, el contraste que formaban con él las nubes bajas invitaba a imaginar un posible relieve de montañas, delatando así la presencia del impresionante continente africano.

El milagro de la navegación de cabotaje se volvía a repetir sin dejar de sorprender gratamente al marino que descubría la costa a la vista. Varios siglos han pasado y las técnicas de navegación han evolucionado, pero la sensación de volver a rencontrarse con tierra después de una navegación en alta mar sigue siendo la misma para un marino; un acto de reconciliación agradable con aquello que le ataba a lo mundano, el puerto: un teatro donde proyectar sus proezas y aventuras vividas en la mar alrededor de unos tragos.

El rojo violeta intenso entre las demoras 085 y 095 era el preludio de un sol que nacía con fuerza. Una bola, naranja fragua, rompía el relieve de las montañas y se abría paso con decisión. En escasos minutos el ángulo de elevación que tomaba, la liberaba de la capa protectora de la atmósfera y la bola prendía en un amarillo fuego molesto. La brisa matutina hacía su parte trayendo el olor inconfundible a salitre. Era de día.

Una hora más tarde la navegación en superficie se hacía a la vista siguiendo la demora de aproximación dada por la marca del faro de Robben Island al 110.

La isla aumentaba su tamaño a medida que nos aproximábamos a ella. Un simple islote rocoso de altitud constante que en su meseta mostraba algo de forestación y unas construcciones grises que guardaban en su interior un pedazo de historia. Precisamente treinta años, quizás casi nada para Gardel, casi todo para Mandela. Me quedé observando la isla pensando en cómo pudo un hombre estar tanto tiempo picando piedra en aquella prisión y al salir no guardar rencor a sus cautivadores. Después se me antojó recordar el poema de William Ernest Henley, que utilizó Clint Eastwood en su película sobre la vida de Mandela:

INVICTUS

En la noche que me envuelve,

 

negra como un pozo insondable,

doy gracias al Dios que fuere,

por mi alma inconquistable.

En las garras de las circunstancias,

no he gemido ni llorado,

ante las puñaladas del azar,

si bien he sangrado, jamás me he postrado.

Más allá de este lugar de ira y llantos,

acecha la oscuridad con su horror,

no obstante la amenaza de los años me halla,

y me hallará sin temor.

Ya no importa cuán recto ha sido el camino,

ni cuántos castigos lleve a la espalda,

soy el amo de mi destino,

soy el capitán de mi alma.

Solo Dios sabe lo que tuvo que pasar allí. ¿Cómo un hombre puede recibir tantos golpes y volverse a levantar? Hablábamos de ello entrando en conversaciones profundas.

La cabo de operaciones apareció en la vela para tomar el aire. Era una muchacha de cara bonita, cuerpo menudo, pelo hasta los hombros y pechos bien formados, con los que inevitablemente más de uno después de un par de semanas de navegación habría tenido pensamientos no muy nobles. Su carácter mantenía a raya a cualquiera que osara faltarle el mínimo respeto por ser mujer y además la única a bordo. El segundo era consciente del reto de tener a una mujer a bordo. Este tomaba, en cierta medida, precauciones para evitar que algunas situaciones complicadas de gestionar, en un ambiente tan estrecho, no llegaran a ser incómodas para nadie. Pero con Almudena, la cabo de operaciones, era sencillo. Tenía una inteligencia emocional muy por encima de la media, sabía cuándo exigir su sitio y cuándo tomarse una dosis de paciencia con sus compañeros.

Nos quedamos mirando el amanecer como idiotas, como de costumbre. La vela era un sitio ideal para compartir momentos de intimidad, café y tabaco. La belleza de la mar, la discreción de un «petit comité» de dos o tres individuos… en fin, todo invitaba a contar los problemas y emociones similares. Me fijé en ella, no como militar, sino como mujer y pensé entonces que quizás pudiera ayudarme a desvelar qué le podía estar pasando a María. ¿Por qué no contestaba a mis mails? Su silencio… ¿sería algún tipo de castigo que usan las mujeres? «Menuda estupidez», pensé saliendo de mi embotamiento; «si fuese una oficial y tuviera más confianza con ella… además ni siquiera está casada».

La línea de costa aparecía tímidamente y luego poco a poco el contraste de los edificios que iban dibujando el perímetro de la ciudad. A medida que navegábamos al sur, esta vez siguiendo la demora del espigón de entrada al puerto, la costa se abría a babor y estribor descubriéndonos el paso hacia al interior de una rada donde se alojaba el puerto de Ciudad del Cabo.

«Babor y estribor de guardia para entrar en puerto». Un incesante tránsito de proa a popa dificultaba el desplazamiento por el interior del submarino. El personal de guardia se había reducido al mínimo necesario para asegurar la navegación en superficie, la limpieza se hacía por destinos, todo debía quedar impecable.

Ya solo estábamos los de siempre en la vela. Barullo, el segundo, el comandante y yo. Los curiosos, después de haber echado una ojeada y un pitillo, acudieron a sus responsabilidades en preparación para entrar en puerto. Barullo, como oficial de navegación, ya había tomado el relevo del oficial de guardia para hacer la presentación del puerto antes de pasarle la voz al comandante.

La vista era espectacular. Una vez dejado el espigón estábamos ya en el interior de una gran rada. A medida que el submarino se introducía silenciosamente hacia el interior de ella, Ciudad del Cabo nos iba rodeando. No me daba tiempo a verlo todo, edificios, arboledas, barcos atracados, autovías… Cuanto más nos acercábamos, todo se hacía más grande y desfilaba más rápido llamando mi atención.

Para llegar al muelle, debíamos pasar por un canal que estaba controlado por una compuerta, la Cape Town Harbor Nelson Mandela Gateway. La compuerta giraba noventa grados sobre un solo eje y estaba abierta esperando nuestro paso.

Unos cientos de metros antes de llegar al lugar de atraque asignado, dos grandes remolcadores forrados con neumáticos se posicionaron por las bandas del submarino esperando órdenes del práctico.

El submarino paró el motor eléctrico y se dejó guiar por los dos forzudos hasta que lo apoyaron suavemente en el muelle. Allí esperaba la comitiva de bienvenida presidida por el embajador español, el agregado naval y su ayudante, y el oficial de enlace de la Marina sudafricana.

El paso a la situación de puerto siempre era un caos, la marinería formaba una cadena para sacar la basura, a la vez que las cámaras se arranchaban y limpiaban. Había un interés generalizado por acabar rápido y salir de franco. Nadie de la dotación había estado antes en Ciudad del Cabo, la curiosidad y las ganas de pasear por la ciudad producían un estrés positivo en la dotación.

En cuanto acabé con mis obligaciones, salté al muelle para ir a buscar un lugar donde poder tener Wifi. Llamé a María, pero no había forma de que lo cogiera. Era extraño, ella sabía que hoy llegaba a puerto; debía de estar fuera con los niños en la playa o el club naval, o por lo menos… eso quise pensar.

CAPÍTULO V

En puerto

La impresionante estatua de hielo, en forma de delfines entrelazados saltando del agua, era una auténtica obra de arte. Los invitados le hacían fotos en la entrada del hotel, sabiendo que estaba condenada a derretirse con la suave temperatura que hacía aquella tarde. La embajada había preparado cuidadosamente todos los detalles de la recepción en el impresionante Victoria and Alfred Hotel Waterfront. La visita del ministro de Defensa, con su comitiva de empresarios y personal del Estado Mayor de la Armada, lo justificaba; Sudáfrica era un potencial comprador de los submarinos S-90 y la visita oficial del Hispania tenía un componente comercial importante.

Ángel dio una corta conferencia de presentación de las capacidades del submarino ante las autoridades navales y gubernamentales que fueron invitadas, luego apareció el ministro de Defensa español, acompañado de la SEGENPOL8 y el AJEMA,9 que habló de la cooperación entre ambos países y de las incipientes relaciones en la industria de defensa que según él comenzaban una época dorada.

El discurso del ministro no captó en absoluto el interés del comandante que pensaba en su dotación, en lo que estarían disfrutando tomando cervezas en cualquier bar del centro de la ciudad. Pero, en un momento dado, se quedó atónito cuando escuchó decir al ministro, delante de toda la audiencia y medios de comunicación, que el submarino iba a participar en la operación ATALANTA en pleno crucero de resistencia. Todo ello debido a los buenos resultados que estaba teniendo y la confianza que tenían en la plataforma. Adiós a la misión encubierta del Hispania, ahora todo el mundo sabría que estaríamos allí.

Al comienzo de la recepción, una vez finalizado el discurso, el comandante se acercó a presentarse al AJEMA.

—A tus órdenes almirante, bienvenido a Ciudad del Cabo —Ángel saludó de forma militar, pero con una sonrisa amistosa.

—Hola, Ángel, buena conferencia, clara y precisa. ¿Cómo estás? ¿Cómo va el Hispania? ¿has tenido alguna novedad o complicación hasta ahora? —se preocupó el almirante por su misión.

—Ninguna, almirante, además el personal tiene la moral alta, están muy motivados y no creo que les afecte demasiado mi relevo, ¿sabe cuándo será?

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