Capitanes de almas

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
  • Rozmiar: 370 str.
  • Kategoria: literaturoznawstwoEdytuj
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Sin anestesia. Se encontraba al frente de una de las guardias de navegación más complicadas; no tuvo tiempo para dudar, cogió el micro de operaciones e hizo lo que había aprendido a hacer en la especialidad. Tragando con disimulo saliva, comunicó en voz alta:

—¡Mando, alférez de navío Noriega toma la voz!

Era el día de su alternativa.

Emilio entró en la cámara de oficiales con el dossier de armas y comentó al comandante que Mario se había quedado de guardia solo en pleno paso del estrecho, este le miró a los ojos y asintió con una sonrisa de complicidad.

Atardecía y la dotación iba cogiendo bien el ritmo de la navegación. Pasé por la cámara de suboficiales a tomar un café y nos invitaron al jefe y a mí a echar una partida de mus contra los campeones de su cámara. El jefe era el oficial que tenía más personal bajo su mando directo. Era muy querido por su forma de ser natural, cercano y a la vez respetado porque conocía el barco como nadie. Su forma de tratar a la gente era completamente distinta a la mía, era directo y no le costaba ir al grano, decía las cosas como las entendía y si tenía que perder una amistad por no callarse una buena crítica no se privaba del gusto.

Después de la partida me crucé con el cabo cocinero en el pasillo. Tenía un aspecto más aliviado y esbozaba una vergonzosa sonrisa. A sus espaldas, se movía el rumor de la acusación de haber provocado la avería del mástil de inducción; debía sentir el vacío de sus compañeros hacia alguien que abandonaba el grupo.

Yo le miré a los ojos al cruzarme y él apartó la mirada para evitar una conversación incómoda. Me sentía algo decepcionado por no haber detectado hasta qué punto llegaba su desesperación. Lo asumía como un error porque pensaba que le conocía bien. Aún me costaba creer que realmente hubiera hecho una cosa así; pero, por otro lado… ¿y si no me hubiera equivocado y no había sido él? Si, como decía el segundo una negligencia de ese porte no era normal y el cocinero no había sido, cabía todavía la hipótesis de que el saboteador estuviera todavía a bordo. No quería preocupar al segundo con ese tema, pero eso no dejaba de intrigarme.

Llegada la hora de la cena pasé a ver el espectáculo en mando, al parecer Mario había conseguido lidiar su toro con éxito. Se le veía pletórico dirigiendo una orquesta que sonaba bien. Los miembros de la guardia seguían las indicaciones del oficial y las situaciones salían con precisión. Tuvo dificultades al principio, pero cuando consiguió calcular la velocidad de la corriente, pudo descifrar el resto del problema aplicando la oportuna corrección. El comandante pasó por allí y con un comentario dejo caer una señal de aprobación al trabajo del joven oficial. Todo estaba dicho, pañuelo blanco, a partir de ahora montaría guardia solo.

A la salida del estrecho, el comandante decidió pinchar5 para recibir mensajes. Para ello buscó una zona libre del denso tráfico marítimo, al sur del dispositivo del estrecho. La zona elegida, al noroeste de Tánger, tenía el inconveniente de ser una zona frecuentada por pesqueros marroquíes que usaban distintas artes de pesca.

Los vecinos más incómodos son los barcos de pesca. Su navegación aleatoria, con diferentes paradas, dificulta mucho el cálculo de su cinemática con el sonar pasivo. El peligro que representan sus redes hace que sean contactos a evitar en todo momento.

—Lucas, vamos a pinchar en esta zona, quiero una exploración acústica impecable, dos vueltas completas escuchando bien en la zona de bafles6 y que los sonaristas estén atentos a posibles pesqueros. No dudéis en dar la alarma. En caso de presencia de pesquero aborto la subida —precisó el comandante.

—Bien, comandante, voy a preparar al equipo de mando.

Lucas Estela, «Barullo», el jefe de operaciones y oficial de derrota era otro oficial antiguo de la misma promoción del Marqués. Lucas tenía tez algo morena, pelo negro acaracolado y ojos oscuros que había heredado de los hermosos rasgos árabes de su madre; hija de una princesa mora casada con un militar español. Barullo tenía una sonrisa contagiosa y siempre estaba de buen humor. Tenía una forma de ser envidiable, pues a todo le encontraba un lado divertido o al menos positivo. Su mayor activo era su increíble habilidad para mantener siempre un nivel justo de buen humor en cada situación según la necesidad del momento, ya fuera en el trabajo en la guardia o en una reunión, guardando siempre un rigor profesional que le caracterizaba como un oficial de valor.

Las broncas más divertidas en la cámara eran protagonizadas por Lucas cuando pinchaba al jefe y este se defendía sin tapujos, aprovechando para darse gusto y atacar a todo lo que se movía a su alrededor.

—«Señor, tú que dispones de viento y mar haces la calma y la tempestad, ten de nosotros Señor piedad, piedad Señor, Señor piedad». —El jefe de central difundió por órdenes generales la tradicional «oración» en los buques de la Armada a la hora de la puesta de sol—. Buenas noches, dotación.

La iluminación dentro del submarino se atenuó hasta pasar a modo nocturno con un color rojo «puticlub», oficialmente era de noche. El submarino aprovechaba la discreción de la noche para subir a cota periscópica. El comandante y Lucas, listos para atender los periscopios, llevaban puesto el parche de pirata en un ojo para acomodarse a la oscuridad.

—Comandante, exploración de la popa efectuada sin novedad, dos pesqueros: trazas 31 y 32 veinte grados abiertos por babor que desfilan hacia la popa, distancia mínima estimada 1500 metros. Equipo sonar listo para subir a cota periscópica.

—¡Avante 3, cota 14 metros! —ordenó el comandante.

—Cuarenta metros, treinta metros, veinte metros… —anunciaba la profundidad el servidor del periscopio.

—Top, ¡a la vista! —el comandante anunció que el periscopio había roto la superficie y que ya podía comenzar su exploración visual.

—¡Una vuelta efectuada, dos vueltas efectuadas!

—Libre. Tengo las trazas 31 y 32 a la vista y hay un tercer pesquero parado a unos ochocientos metros por la proa. Quince grados de caña a estribor, atentos a los movimientos de este pesquero —ordenó el comandante maniobrando para evitar el pesquero de la proa.

—Comandante, sonar informa que el pesquero que ves por la proa, traza 33, acaba de arrancar motores, comienza a desfilar ligeramente hacia la derecha. Está a menos de quinientos metros. —El oficial le informaba de una traza peligrosa.

—Bien parece que se nos quiere cruzar, cambio de maniobra, caña a la vía, quince grados de caña a babor, pasaré por su popa. Confirmadme rumbo exacto y CPA.7

—¡Ruido de cadenas, comandante, se confirma traza 33 pesquero al arrastre! —alertó el sonarista en voz alta.

Las cadenas, que hacían de lastre de la red para barrer el fondo marino, confirmaron el tipo de arte de pesca, el más peligroso para un submarino.

—Enterado, avante 4, caña a la vía, toda la caña a estribor a quedar al 180, cota 55. Arrío periscopio de observación; pinchada abortada, nos vamos para abajo, no podemos pasar por la popa del pesquero con cadenas. Lucas, avísame cuando se despeje la fiesta arriba y volvemos a pinchar —ordenó el comandante dando por finalizada la maniobra.

La maniobra había acabado en una retirada en emergencia, el pesquero parado resultó estar preparando una maniobra de arrastre y se cruzó en la derrota del submarino.

Dependíamos de las excelentes capacidades del submarino y de la velocidad de reacción del personal de guardia.

Con la excusa de pasar a ver a todo el mundo, me gustaba meterme por todos los rincones del submarino y curiosear. En el compartimento de auxiliares estaba de guardia el peculiar «Súper-López». El cabo López era conocido por su capacidad de hacer mil cosas al mismo tiempo, con precisión. Antiguo camarero en la Puerta del Sol, él decía que de ahí le venía el adiestramiento «poniendo cañas y tapitas a los guiris». Nervioso, incapaz de mantenerse quieto, tenía una figura delgada, pelo liso, fino y moreno. Sus manos huesudas y alargadas como las pintaba el Greco, curiosamente no eran las propias de un mecánico, limpias y bien cuidadas. Su cabeza casi tocaba el techo del compartimento, por el que se movía como una anguila en el agua, entre angostos pasillos que separaban los compresores, acumuladores, bombas de agua, y demás equipos en plena marcha.

—¿Cómo vas, Súper, sigues hinchándote a ver revistas guarras, aquí que nadie te ve, eh? —saludé al cabo en voz alta para superar el umbral de ruido, mientras bajaba la escala.

—¡Eh, capitán!, nada de eso, están todas más que vistas, ya las tiré, porque además la gente venía solo para echarles un vistazo y no daban palique —contestó mostrando su alegría por la visita.

—Veo que tienes todo impecable de limpio, así da gusto currar… —empecé a decir, perdiendo el hilo de la conversación al ver una estatuilla de la Virgen del Carmen en lo alto, presidiendo el local, justo encima de un póster de una tremenda hembra con el torso desnudo entre cocoteros en una playa caribeña. La foto invitaba al observador a meterse en la foto para ponerle crema…—. ¡Pero tío no seas monstruo, no me las pongas juntas!… —le dije saliendo de mi asombro y señalando el póster sin poder aguantar la risa al ver tal folclórico contraste.

—¡Capitán, lo cortés no quita lo valiente!, yo sin mi virgen no salgo a navegar y el calendario… ¡es el Michelín! Si le ha gustado la tía no se pierda la de diciembre, estoy deseando que llegue el frío, con eso le digo todo —respondió el mecánico.

—Bueno y ¿cómo te adaptas a los nuevos equipos, tienes mucho curro? —pregunté dando por perdida la discusión de las imágenes.

—Pues ¿sabe que esto es más aburrido que los «Agosta»? Antes en los otros submarinos metía mano a varios equipos a la vez. Pero ahora ¡joder! a veces me aburro más que una mona porque me dedico a mirar paneles digitales y comprobar únicamente que las órdenes dadas por el procesador de la central se ejecutan correctamente. Pero de tocar, tocar, como a la del póster, más bien poco. —Se reía él mismo de sus bromas.

 

A la altura de Las Palmas de Gran Canaria desembarcamos al cabo cocinero con el apoyo de una embarcación de la comandancia de Marina. El único elemento de discordia, que podía haber enrarecido el excelente ambiente a bordo, fue apartado de la misión.

Pasada la primera semana, la navegación, ya rumbo al sur, continuaba con buen ritmo. El equipo que formaba la dotación empezaba a rodar como la maquinaria de un reloj. Las partidas de mus por la tarde en las cámaras amenizaban la convivencia después de una jornada de trabajo.

En la cámara de proa, donde alojaba la marinería, los roces de los primeros días de navegación fueron desapareciendo a medida que la gente iba encontrando su espacio vital y respetaba el del vecino. Se respiraba una paz relativa bajo el umbral del ruido ambiente creado por la ventilación forzada y el movimiento aleatorio de los pistones hidráulicos de los timones de profundidad. Ruido de fondo aliñado con ronquidos esporádicos, algún que otro pedo huérfano, y el descuidado tarareo de alguno que, encerrado tras la cortina de su litera, escuchaba en la intimidad música con el móvil.

CAPÍTULO III

El Bright Star

Era la una de la mañana, la guardia de media ya había entrado y los salientes se iban silenciosamente metiendo en sus literas. Había sido otro día largo para mí, ya era hora de ir a acostarse. Antes de hacerlo, me pasé por mando para echar un vistazo a la carta y ver por dónde andábamos, sin embargo, el movimiento del personal de guardia despertó mi curiosidad. Estábamos en cota periscópica y el comandante parecía entretenido con el periscopio de ataque. Emilio, el Marqués, estaba de guardia en mando.

El equipo tenía órdenes de poner a prueba el sistema de combate desde que comenzó la navegación. Múltiples trazas acústicas de mercantes se fueron introduciendo en la base de datos para después compararlas con la base de datos existente de inteligencia. Ahora el sistema anunció que una traza recientemente grabada había vuelto a ser interceptada. El comandante ordenó acercarse al contacto que se encontraba próximo de la costa africana para explotar la información y se subió al periscopio de ataque.

—Emilio, paso a modo intensificador de luz, esta traza me es familiar y si mis sospechas son ciertas, esta vez vamos a curiosear. Desde que tengáis la identificación acústica dadme el tipo y nombre del mercante —explicó el comandante su maniobra.

—¡Comandante! la traza del mercante que tienes a la vista tiene un 95 % de compatibilidad con la del Bright Star que nos cruzamos en el estrecho —respondió el oficial sorprendido con el hallazgo del comandante—, tantos millones en tecnología para confirmar una traza que ya había fichado el Viejo —murmuró para la mesa de derrota el oficial de guardia.

—Emilio, abrid registro integral de datos, audio, video, acústico y electromagnético a partir de este momento: el «cliente» traza 44 coincide con el mercante que presentaba movimientos erráticos en el límite de las aguas territoriales en el estrecho; se trata del carguero Bright Star, punto. Añadir características enviadas por el CIFAS punto. Procedo a aproximarme para investigar sus movimientos —informó el comandante de la intención de su maniobra dictando para el registro.

—Comandante, «cliente» a quinientos metros, inclinación 140 estribor, velocidad un nudo, motores en marcha, eje parado. Estamos a seis millas de las aguas territoriales de Nigeria.

Los movimientos del Bright Star volvían a mostrar una anormalidad que levantaba todo tipo de sospecha. El comandante se fue acercando hasta una distancia mínima de seguridad de doscientos metros.

La noche estaba tranquila, había luna menguante y una ligera marejadilla camuflaba el periscopio de ataque. El Bright Star no estaba fondeado. Llevaba las luces de navegación pero no daba avante y tampoco llevaba las luces rojas de buque sin gobierno para avisar de una restringida capacidad de maniobra. La superestructura del barco se podía apreciar perfectamente en contraste con el cielo, la óptica del periscopio, con el intensificador de luz activado, conseguía el milagro de la visión nocturna gracias a la luz de la luna. Como una película antigua, pero en blanco y verde, se podía distinguir con claridad el movimiento dentro del buque de los miembros de la dotación.

El bullicio en el Bright Star era evidente aunque no se escuchase. La mira graduada, impresa en la óptica del periscopio del comandante, iba apuntando a uno y otro los miembros de la dotación buscando de dónde venían las órdenes. Unos estaban dando vueltas alrededor de un bulto que apenas sobrepasaba la altura de la borda del primer entrepuente. Otros apelotonados e inactivos con atuendos distintos, mantas y abrigos se limitaban simplemente a esperar algo, esos no eran parte de la dotación. La mira repasaba despacio todos los rincones del barco y la imagen de video se transmitía a una de las consolas de mando. El comandante entonces solicitó una comunicación satélite urgente con el jefe de la flotilla de submarinos en Cartagena.

En mando, solo se escuchaban las órdenes discretas del oficial de guardia para maniobrar el submarino y mantenerse navegando paralelo próximo al mercante. Mientras tanto, el comandante seguía espiando los movimientos de cada miembro intentando descifrar el argumento de la película. La mira verde se centraba en uno de los marineros de cubierta que discutía con otro cuando, este hizo un gesto con la mano hacia arriba señalando en una dirección. La mira indiscreta siguió la dirección de la mano y dos cubiertas por encima, apareció en uno de los alerones del puente el capitán del barco. No había duda, un hombre de raza blanca algo obeso de unos cincuenta y tantos años de edad y mediana estatura, con una gorra de visera que dejaba escapar una melena que le llegaba a la nuca. Parecía furioso y por el movimiento de las manos, se apreciaba cómo daba órdenes a la gente en cubierta.

La mira volvió hacia abajo a la cubierta donde estaba el tumulto, entonces captó la imagen de dos marineros que balanceaban un bulto y a la de tres lo tiraban por la borda. El comandante siguió la caída libre del bulto lo rápido que podía, pero al llegar a la superficie del mar solo quedaba espuma. El bulto entró en el agua como un cuerpo muerto y se hundió. En la cámara de mando cada operador se ocupaba de su consola pero aquellos que estaban cerca del repetidor del periscopio miraban lo que ocurría y murmuraban sobre una terrible sospecha. La dotación de mando estaba descolocada, normalmente estaban preparados para hacer frente a amenazas del aire, superficie o submarina, sabían reaccionar para evadirse o atacar, pero no para defender a un simple ser humano de la barbarie de su semejante.

El carguero debía de dedicarse al tráfico de inmigrantes y el deplorable estado en el que estos llegaban al buque desde sus pueblos de origen, más las condiciones infrahumanas que allí sufrían, hacía que muchos de ellos no lo consiguieran. A los que morían durante la travesía los arrojaban por la borda para evitar cualquier complicación sanitaria o legal, una práctica heredada de los barcos negreros.

La mira volvió a subir a cubierta y otro bulto estaba siendo preparado por los marineros. La impotencia del comandante aparecía reflejada en la velocidad de la mira, que subía de cubierta al puente para ver la señal que iba a dar el presidente de tal siniestra ceremonia. La mira quedó fija en el nuevo bulto cuando, de repente, se pudo apreciar una mano delgada y luego un frágil brazo que intentaban abrirse camino a través de una comisura del saco. Pocas opciones tuvo, pues uno de los marineros la volvía a acompañar al interior del saco con toda naturalidad.

—¡Van a tirarlo vivo por la borda!, ¿contactamos, comandante? —increpó Emilio sin pensar realmente en las consecuencias de su propuesta. Descubrir la identidad del submarino no disuadiría al mercante de continuar con su actividad y cualquier amenaza simplemente no sería creíble.

—No. Quiero hablar ya con el jefe de flotilla, que lo saquen de la cama si hace falta pero que lo localicen ya. Contactad con el avión de patrulla marítima en zona. Imprimidme el registro completo del mercante, quiero tener en la mano todos sus datos, incluido el nombre del capitán —ordenó el comandante.

—¡Armas, lanzad una bengala blanca! —añadió con firmeza sabiendo que la decisión que acababa de tomar podría delatar nuestra presencia, en contra del objetivo de la misión.

El personal de armas en proa disparó el artificio que emergió en superficie y subió hasta quinientos metros de altitud, donde se encendió como una estrella iluminando con intensidad el cielo. Allí se mantuvo descendiendo lentamente desde el cénit del mercante. De pronto, nacieron las sombras de todos los rincones de la superestructura del mercante, que se movían al son del balanceo de la bengala dando vida a todo volumen en el buque. La inmensa luz que desprendía la bengala era un regalo para la noche. De repente allí se hizo de día porque alguien así lo decidió.

El comandante redujo la sensibilidad del intensificador de luz para no quedar cegado. La mira indiscreta fue directamente a comprobar el efecto deseado sobre el Bright Star. El personal en cubierta apuntaba con el dedo índice el fenómeno luminoso como los pastores en su día debieron de hacer al ver la estrella de Oriente. La luz de la bengala encandilaba y sorprendía a la dotación del barco, que mostraba confusión al no encontrar una explicación a tan extraño fenómeno.

La actitud del capitán del barco parecía más de inquietud que de asombro. Miraba al cielo con aire de desesperación, intentando vislumbrar alguna aeronave que hubiera descubierto sus actividades. Volvió a dirigirse de nuevo a su dotación en cubierta, supuestamente para terminar con la macabra maniobra, cuando por la radio en el puente escuchó una extraña llamada:

—¡Pietro, Pietro Stellakis!

En la cámara de mando del Hispania todos se quedaron helados al ver que el comandante había tomado la iniciativa de romper el silencio, usando el micro del periscopio conectado al canal 16 de emergencias.

La imagen del periscopio era alentadora, la llamada por radio había conseguido el efecto deseado. El capitán del barco entraba en el puente, pasaba al otro alerón, salía de nuevo y volvía a fijarse en la luz de la bengala. Su formación cartesiana de marino mercante parecía que le estaba fallando. Miraba al cielo como intentando descubrir la explicación de tal meteoro. Seguramente se resistía a aceptar un posible fenómeno paranormal provocado por los efectos de la luz y la voz en la radio que le llamó por su nombre propio. Creyente o no, su preocupación dejó de ser la maniobra de cubierta.

—¡Pietro, Pietro Stellakis! —repitió el comandante por la radio.

—Qui est vous? —preguntó asombrado al comprobar que su nombre sonaba por la radio.

—Un Ange… je suis l’ange de la lumière —contestó el comandante sin dar más pistas.

El jefe de la flotilla de submarinos en Cartagena y el jefe de servicio en el mando de operaciones ya estaban en conferencia en la misma línea del comandante. El segundo les había dado un primer informe de lo ocurrido y el comandante solicitaba al mando de operaciones (MOPS) apoyo para poder intervenir al mercante mientras informaba al jefe de flotilla al mismo tiempo. La aeronave más cercana que se encontraba patrullando en la operación CENTINELA, contra la inmigración ilegal en el golfo de Guinea, estaba a media hora de camino, y el patrullero más próximo con capacidad de intervenir a seis horas

—¿Quién me llama, qué ángel de la luz, es un buque? ¿no? —increpaba al mismo tiempo el capitán del mercante queriendo desenmascarar la voz de la radio.

—Mi coronel —se dirigió el comandante al jefe de guardia en el MOPS—, los videos que le he enviado por satélite son pruebas claras. Debo ser breve porque no voy a poder entretener por mucho tiempo al capitán del barco. Si entra en aguas territoriales de Nigeria no podremos detener sus acciones. Solicito apoyo inmediato de un equipo de intervención de operaciones especiales vía aérea.

—Imposible, comandante, sabes que no tengo autoridad para enviar una orden de ese tipo. Ese buque esta fuera de las aguas de la operación CENTINELA y haría falta una autorización expresa del Ministerio. Con suerte en veinticuatro horas podríamos conseguirla si hay luz verde, pero no te puedo prometer nada. Tendrás que valerte por ti mismo hasta entonces —advirtió el coronel.

 

—¿Y qué sugieres que haga el submarino, superficie y le dé el alto por la proa al mercante? —ironizó el jefe de flotilla, en línea, mostrando su malestar por el desconocimiento del coronel del ejército de tierra sobre el modus operandi de un submarino.

Emilio alertaba al comandante sobre la dilatada exposición de la antena satélite, que podría delatarnos. La discusión continuó entre ambos jefes superiores, mientras el capitán del mercante continuaba llamando al éter cada vez más ofuscado en búsqueda de una respuesta.

—¿Quién es el ángel de la luz?, es una broma ¿no? —preguntaba por la radio mirando todavía a la bengala en el cielo.

—Soy el ángel de la luz que ilumina allí donde hay oscuridad e injusticia —continuó el comandante, tratando de ganar tiempo, sin dar pistas sobre su identidad.

Los desplazamientos del alerón de una banda a otra, sin dejar de mirar al cielo en dirección de la bengala, mostraban la ansiedad del capitán al comprender que había sido sorprendido y las caras consecuencias que ello le acarrearía. El capitán seguía en el alerón con el micro en una mano y los prismáticos en la otra escudriñando el horizonte, hasta clavarse justo en una demora exacta. La misma línea de mira del periscopio.

—¡Te tengo! ¡Un submarino! ¡un maldito submarino! ¡Pero… qué cojones! Ja ja, ja. Tú no eres más que un maldito y pobre lobo solitario, más asustado que yo, que se ha perdido de la manada y se ha encontrado con una presa mayor de lo que puede cazar —increpó por la radio con una gran carcajada.

La mira del periscopio confirmaba los hechos, los prismáticos del capitán se mantenían justo en la demora del submarino. La estela provocada por el mástil indiscreto de la antena satélite, necesaria para contactar con el mando, había delatado su posición. La farsa había sido descubierta y el capitán del mercante se sentía pletórico. Encontró una pepita de oro en un río de lodo, su angustia se transformó en alivio. El capitán dio orden de dar avante y puso rumbo buscando refugio hacia la costa.

—Pero ¿quién te crees que eres, Gunther Prien? ¡Hijo mío, reconozco que lo has intentado, pero te faltan muchas marejadas para engañar a este viejo con mejillones en los huevos! Esto es de lo mejor que me ha pasado en muchos años de navegación. Y ahora qué vas a hacer ¿me vas a detener? —preguntó el capitán del barco jactándose de su victoria con una nueva carcajada.

Sí. Detenga la máquina, ilumine la cubierta y espere a ser inspeccionado, en caso contrario nos veremos obligados a usar la fuerza —contestó el comandante con voz firme y serena como la de un guardia civil que acaba de dar el alto.

—Anda, lobezno. —Soltó otra carcajada—. Vuelve con tu manada, me has arreglado el día. Realmente tienes huevos e imaginación. Sabes que no va a venir nadie en las próximas horas y yo no puedo quedarme a jugar contigo, así que deja de ladrar.

—Los lobos no ladran —respondió el Viejo aceptando la metáfora y cerrando el micro.

El silencio en la cámara de mando era sepulcral. Nadie sabía continuar la historia porque el guion de la película era pura ciencia ficción, estaban en un callejón desconocido esperando las órdenes del comandante.

El único elemento sorpresa se había desvanecido en el aire, solo habían ganado algunos minutos de vida para aquellas almas perdidas. El submarino tenía capacidad de disuasión mientras fuera creíble la aplicación de la fuerza y ya no lo era. Esta no tenía sentido, pues la potencia de sus armas era de una desproporción brutal y por tanto inaplicable.

Un misil volaría el puente e incendiaria el barco. Y en el caso de un torpedo, peor todavía. Un torpedo está diseñado para hundir un barco de ese porte en menos de tres minutos. La fuerza de la explosión, un metro por debajo de la quilla, provocaría una onda de presión del agua que levantaría en peso un buque de ese porte, rompiéndole la quilla literalmente en dos y unas centésimas de segundo después los gases de la explosión atravesarían la misma zona mortalmente dañada, separando las dos mitades del buque de cuajo. En cuestión de minutos solo quedarían algunos restos flotando entre la espuma.

Todos los miembros de la cámara de mando estaban frustrados por dejar escapar el buque y por la impotencia de no poder hacer nada. No había sentimiento de vejación por el comandante pues habían entendido cuál era su intención, una de las tácticas más antiguas en el arte de la guerra, «la decepción», aunque al final no hubiese dado resultado.

El silencio lo rompió el oficial de guardia, Emilio, que una vez en movimiento el mercante comenzó a pasar los datos del «cliente» como si de un ejercicio se tratara. El barco se alejaba a doce nudos rumbo al este, en poco tiempo dejaría las aguas internacionales. El comandante, pensativo, parecía estar haciendo algún cálculo mental.

—¡Zafarrancho de combate! —ordenó el comandante ante el asombro de todos.

La voz se extendió por todos los compartimentos a través de la red de órdenes generales acompañada de su alarma inconfundible. Las camas se vaciaban de oficiales, suboficiales y marinería que bajaban de un salto en calzoncillos con los ojos medio abiertos sin preguntarse siquiera, si a la orden dada de zafarrancho le había precedido la expresión de «ejercicio de». La fuerza del adiestramiento arrastraba sus torpes cuerpos como zombis a la carrera, seguidos detrás de sus almas que regresaban del mundo de Morfeo.

El comandante explicó su idea de maniobra dirigiéndose al segundo que daría los detalles al equipo. Nos situaríamos con velocidad por la amura del mercante de vuelta encontrada. Lanzaríamos un torpedo filo guiado en modo pasivo justo por su proa que recorrería toda la quilla del barco a medio metro por debajo de ella. Al llegar a la zona de popa atraído por el ruido de propulsión, el torpedo sería absorbido por el flujo de la hélice contra la cual impactaría dañando únicamente el propulsor del barco. Para ello la seguridad del torpedo permanecería en todo momento activada para evitar que la cabeza de combate explotara por el impacto.

La probabilidad de éxito era totalmente desconocida. El objetivo era detener el barco en aguas internacionales hasta que un equipo de otra unidad, con capacidad de abordaje, pudiera inspeccionarlo. Por la cinemática analizada, solo teníamos tiempo para un intento antes de que el Bright Star entrara en aguas de Nigeria.

Emilio, ahora actuando como jefe de armas, había propuesto inicialmente un ataque convencional por la popa del mercante, pues sería más sencillo guiar el torpedo directamente hacia la fuente de ruido, pero esta fue rechazada por el comandante. El flujo de agua removido por la hélice podría desviar la trayectoria del torpedo en los últimos metros decisivos haciéndole impactar en cualquier otra parte del casco, sin mayores consecuencias.

He aquí un ejemplo del arte militar, el oficial jefe de armas era el artesano, el especialista de la consola de dirección de tiro, el gran conocedor del empleo táctico y los detalles técnicos del arma. Era él quien aplicaba la norma y estaba mejor adiestrado para filo guiar el torpedo hasta el objetivo. El artista era el comandante, este imaginaba lo que nunca se había intentado, quien osaba escapar del procedimiento y convertir un arma diseñada para destruir, en una herramienta de detención. Quien, gracias a una simbiosis entre instinto y experiencia, podía coquetear con el rígido procedimiento para presentar una solución a un problema nunca planteado. El artista y a la vez el único responsable.