Capitanes de almas

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Las primeras singladuras eran las más incómodas, todos buscábamos el espacio físico íntimo que necesitaríamos durante las siguientes semanas hasta que volviésemos a entrar en puerto. Todo el barco era un caos, el desorden de los camarotes con los petates a medio deshacer, los víveres arranchados por doquier y las publicaciones sobre documentación técnica por toda la mesa de la cámara de oficiales esperando turno para ser ordenadas. Un caos general que poco a poco debía ir tomando la forma de unidad de combate organizada. Sin embargo, el ambiente que se respiraba era bueno. Todos teníamos deseo de dejar atrás la angustia personal de la despedida, las pruebas de mar con la invasión diaria de los técnicos supervisores de NAVANTIA, las visitas de Vips y periodistas, y de navegar por fin un buen periodo con todos los equipos a estrenar y poder consolidar la dotación del Hispania. A la dotación le fatigaba más estar entrando y saliendo de puerto a diario durante dos semanas, que una navegación prolongada. En una patrulla cada uno se iba acomodando en su madriguera, trabajando en su chiringuito y adquiriendo su propia autonomía.

Estábamos en nuestra segunda singladura, el jefe de central anunció el reparto del primer turno de cena. Este era un buen momento para medir la temperatura del ambiente en las cámaras de oficiales, suboficiales y tropa.

Me venía bien un poco de conversación con los compañeros, curábamos la pena de la salida con bromas y anécdotas durante la sobremesa.

La mesa estaba lista, el repostero de oficiales ya había llamado al primer turno para comer. Nos sentamos el comandante, el segundo, Mario, el Marqués y yo. Era el primer momento en el que nos relajábamos un poco, el momento para atacar al oficial nuevo.

—Permiso, comandante, un nuevo parte meteo. Parece que el temporal del estrecho va a más —informa el suboficial de derrota entregando el parte al comandante.

—Eso parece, Arturo, vamos a ver cómo navega con la mar de proa —comentó el comandante.

—Y a ver cómo aguanta la pérdida de potencia del turbocompresor de baja —comenté discretamente.

El comandante, al oír el disparate, levantó la mirada que tenía fija en la tablilla de mensajes hacia mí y luego el segundo quien le hizo un pequeño gesto hacia el joven oficial.

—Cierto, espero que aguante sin dar problemas, ¿Mario, podrías preguntarle al jefe cómo va la reparación? —remató de forma brillante la jugada.

—Voy, comandante —contestó Mario con prestancia levantándose de su silla y saliendo de la cámara en búsqueda del jefe de máquinas.

Al poco apareció Manolo, el repostero de oficiales, que comenzó a servir la cena. Manolo era un gallego robusto de 1,85 metros, cachetes rojizos y sonrisa permanente en la cara. Era un mozo gallego con denominación de origen, precisamente de Orense. Un tipo sano en todos los sentidos y con un carácter fuerte, peculiarmente campechano, que agradaba a todo el mundo, aunque sus modales distaban de ser ejemplo militar.

—Ya está discutiendo el jefe —dejó caer en voz baja Manolo, con su marcado acento gallego, sin poder evitar hablar mientras servía la cena.

—Ya se ha encontrado con Mario, a ver qué le cuenta —respondí para la mesa.

Se oían de lejos los gritos del jefe que, al cabo de unos minutos de escuchar la absurda pregunta de Mario, supuso lo que ocurría. A su ya tono natural de voz elevado, le aumentó unos decibelios para que desde la cámara de oficiales se pudiera escuchar el paternal rapapolvo y fuera de común disfrute:

—¡Pero hermoso mío, menuda empanada mental llevas encima!, ¿oye, tú aprobaste la especialidad de submarinos? ¿O es que te lo montabas con la hija del jefe de estudios? ¿De qué carallo de turbocompresor me estás hablando?

Las carcajadas en la cámara desvelaron la emboscada; el pobre Mario no tenía dónde meterse, no sabía si enfadarse o reír. Finalmente decidió por retomar su asiento en la cámara con el resto de los oficiales.

—¡Qué cabrones! —murmuró cabizbajo con aire de resignación.

—Ánimo, Mario, mira el lado bueno, no hay que reparar ningún turbocompresor —comentó el comandante.

El equipo estaba consolidado, se podía notar que la joven vida del Hispania tenía una buena madre.2

El jefe se unió a la sobremesa para contar chistes. Decidimos no poner la película que se proyectaba después de la cena porque se había hecho algo tarde charlando con el café. Mario estaba contando las experiencias del curso y las aventuras de los alumnos y profesores; cuando de pronto en un receso el segundo, el comandante y el jefe se quedaron inmóviles y cruzaron sus miradas con la expresión en la cara de haber oído un ruido ajeno al barco. Yo no oí nada que me llamara la atención en absoluto. Entre la proyección de la película en la cámara de la dotación, el ruido del osmotizador en auxiliares proa, justo una cubierta por debajo y un sinfín de otros pequeños ruidos, no podía distinguir nada extraño. Mario intentó continuar con su historia sin darle importancia al gesto, pensando que sería alguna otra broma, pero yo le agarré del antebrazo en señal de que mantuviera silencio.

Solo los más antiguos podían percibir un ruido que no estaba en el espectro de frecuencias del ruido propio del submarino; estas las tenían registradas en el subconsciente después de miles de horas de inmersión. El ruido volvió y el jefe de un salto se levantó y fue hacia popa. El comandante continuó tomando su café como si nada hubiera ocurrido y el segundo tomó el micro para enlazar con central de operaciones.

—Operaciones, avisad al oficial de guardia de un ruido que llevamos colgando por la aleta de estribor, a ver qué tenéis en los hidrófonos de control de ruido. Parece que hemos hecho nuestra primera pesca —comentó para la mesa.

—Cámara de oficiales, de mando, habla el oficial de guardia; hemos enganchado un palangre probablemente con el timón estribor de la vela. El ruido se localiza a popa del lastre número 2.

—Mal sitio —comentó el comandante terminando el café con un gesto de resignación.

El largo día se acababa, el comandante charlaba con el segundo en la cámara mientras miraban la carta del estrecho, el cual cruzaríamos al día siguiente. La intención del comandante era pasarlo en inmersión, pero no quería arrastrar el ruido del palangre delante de la línea de hidrófonos de escucha que tienen los ingleses en Gibraltar. El ruido del palangre asociado al submarino podía delatar la firma casi imperceptible de la propulsión eléctrica del Hispania.

Manolo mientras recogía no podía evitar tomar parte de la discusión de los oficiales, pero lo hacía con tal inocencia e interés que no molestaba. Cualquier otro subordinado hubiera sido reprendido por ello.

—Pero los ingleses son aliados de la OTAN —se le escapó el comentario—. ¡No entiendo por qué no nos pueden escuchar!

El comandante sonrió y contestó de forma didáctica.

—A ver, Manolo, que te lleves bien con tu vecina no significa que te vaya a dejar ver su ropa interior ¿no?

—¡Pues no! Comandante, ya me gustaría a mí ¡con lo buena moza que está! —respondió Manolo con sonrisa picarona.

—Pues la firma acústica es como la ropa interior del submarino, no se muestra —contestó el comandante.

—Pero mi vecina tiene un novio que ese sí que tiene que haberla catado… —continuaba Manolo sin poder contener el comentario.

—¡Ya vale, Manolo!, termina y déjanos trabajar —concluyó el segundo, mientras el comandante intentaba evitar una carcajada.

El flujo de gente por el único pasillo del submarino fue descendiendo poco a poco, los primeros en irse al catre eran aquellos que entraban de guardia de madrugada. En la cámara de proa, donde se alojaba la marinería, la luz roja iluminaba lo justo para no pisar en falso y poder desplazarse por ella. La luz que escapaba por entre las cortinas de las literas delataba a aquellos que en la intimidad de su guarida escuchaban música, leían una novela o escribían sus primeras experiencias.

Me di una vuelta por la cámara central antes de acostarme, ya estaba más tranquilo y quería coger la cama con sueño. Debía procurar no pensar más en la desafortunada despedida, además aprovechaba momentos de tranquilidad para hablar con la dotación; con los antiguos recordando viejas batallas y con los nuevos comprobando cuáles eran sus inquietudes y motivos que les habían llevado a meterse en el «tubo negro».

Después de algunas conversaciones y un par de cafés, decidí buscar mi litera y acostarme. Era entonces el momento de pensar en María. Busqué mi vieja biblia donde siempre llevaba su foto. Entonces me vino de nuevo aquella frase e intenté descifrar su significado durante algunos minutos, sin llegar a nada bueno.

Aquella foto me encantaba, tenía esa misma sonrisa que me enamoró el día que la conocí. Recuerdo que estaba en la biblioteca de la facultad cuando me senté en su misma mesa. Una chica bastante mona. De ojos marrones y pelo castaño ondulado, entonces se lo enredaba entre sus dedos mientras se concentraba y me desconcentraba. Nos mirábamos disimulando bastante mal, yo intentando sacar algo más de sus escasos movimientos y ella no lo sé… porque nunca me confesó que me miraba. Al cuarto de hora de estar haciendo el tonto, ella me regaló por sorpresa esa sonrisa que encendió todo un arcoíris de colores en su cara. Decidimos ir a tomar un café juntos y ya nunca nos separamos. Ahora pensando en ello, extrañaba aquella sonrisa, a decir verdad, hacía ya bastante tiempo que no sonreía de aquella manera.

Me sentía realmente mal. Al día siguiente debía volver a apartarla de mis pensamientos, mientras cumplía con mi trabajo. De día era más fácil, pero de noche los fantasmas me asaltaban. «¿Qué estará haciendo ahora? ¿Habrá dejado de llorar?» Esta vez quizá era distinto. «¿Se habrá cansado de mí? ¿Qué hacer?… Nada». Recé una oración por nosotros, intenté serenarme y dejé que la fatiga pasara su factura.

 

Debía de ser ya de madrugada cuando me desperté de un sobresalto. No era una pesadilla, era real, estábamos demasiado inclinados, perdíamos cota rápidamente quizás debido a una vía de agua, o un trincado de timones a bajar. «¡Dios mío han perdido el control, nos vamos directos al fondo!». Sentí sudor frío por la espalda. Y entonces me ubiqué. Me desperté por completo, me orienté y recobré la calma. «He pasado demasiado tiempo en tierra», pensé. Era solo un cambio de inclinación, estaríamos subiendo ya a cota periscópica por algún motivo.

Me desvelé, eran las 06h00 y ya estábamos en cota periscópica. El olor a café y algunas tazas vacías en la cámara de oficiales dejaba el rastro del paso del oficial de guardia, comandante y segundo. Me serví algo de café y preparé unas tostadas rápidamente, sabía que pronto haríamos superficie y quería subir a echar un vistazo.

De pronto escuché el estruendo del soplado de lastres… demasiado tarde ¡hacíamos superficie!

Pedí permiso para subir y todavía con un pedazo de tostada en la boca, me encaramé en la escala para remontar hacia la vela y acompañar al oficial de guardia.

Amanecía. Mi curiosidad se vio recompensada. El sol salía sin molestar, su suave luz se esparcía desde el horizonte por todo un sendero hasta el costado del submarino, remontaba la vela y me coloreaba la cara de naranja. Sentía el lengüetazo, un dulce calor que secaba la pegajosa humedad de la madrugada. El movimiento de la mar mecía el sendero naranja mermelada que nos acompañaba en demora constante desde el sol naciente. Me quedé observando ese movimiento hipnótico como el fuego de una hoguera. Se me cerraban los ojos y me venían recuerdos agradables de mi niñez, ya soñaba ya me despertaba, una y otra vez. Era un momento único delicioso, el estreno de otro día, un regalo. Mis preocupaciones se disipaban. Todo estaba bien, de alguna manera todo volvería a ser como antes y entonces me acordaba de la sonrisa de María.

Juanjo, el oficial de guardia, había acabado con la maniobra, pero no conversábamos; los dos disfrutábamos de ese momento personal, cada uno en su medio metro cuadrado buscaba esos minutos de silencio que, después, ya habría ocasiones de perder dentro del tubo. El solo hecho de partir a alta mar con un barco, de dimensiones siempre limitadas, requería una buena dosis de humildad y un amanecer en la mar como ese, era una justa recompensa.

El equipo de intervención en cubierta se cargó el momento dorado:

—Mi oficial, permiso para bajar a cubierta y hacer una inspección.

—Muy bien, ojo con la mar de fondo, que no me acuerdo muy bien de cómo era la maniobra de hombre al agua —reaccionó el oficial de guardia.

—Descuide, mi oficial, que si me caigo ya voy nadando hasta Málaga, que mi novia es de allí —contestó el avispado cabo primero maniobra.

Como suricatos cuando el peligro ha pasado, no tardaron en aparecer por la escotilla las cabezas de los fumadores más enganchados. Aprovechaban la navegación en superficie para subir a la vela a echarse un pitillo y poner el contador del mono a cero. Entre ellos estaba el cocinero, con aire de preocupación con la mirada perdida en el cigarro. A su mujer, que era primeriza, le iban a practicar una cesárea en los próximos días.

De haber planteado el problema con tiempo antes de partir, quizás se hubiera buscado un sustituto para que se pudiera haber quedado en el parto de su hijo, pero no lo dijo hasta el último momento y el problema se complicó, no hubo forma de buscar otro cocinero.

Otro visitante incondicional era Manolo, que había terminado de recoger la mesa del desayuno y subiendo a tirar basuras orgánicas aprovechaba la oportunidad para curiosear y quedarse un rato de cháchara.

En el exterior, el personal de cubierta había terminado de desenganchar el palangre.

—Poca cosa mi oficial… un par de doradas, con los «Agosta» merecía la pena salir a cubierta de pesca, pero este submarino mucha tecnología y mucha historia, pero no pilla nada —informó el contramaestre.

—Ok, ¡central puente! para el comandante, estamos libres del palangre. Pongo rumbo al tráfico de entrada al estrecho de Gibraltar —explicó el oficial de guardia.

Al poco apareció el comandante para echar un vistazo, las personas que habían subido a fumar se fueron escurriendo de la vela al interior para dejar sitio al comandante y segundo. El comandante charlaba con el oficial de guardia un rato antes de volver a hacer inmersión, mientras tanto observaba la mar.

El barco navegaba con elegancia, las olas entraban y salían acariciando la cubierta de proa y luego de popa, y nos gustaba verlo. La dotación empezaba a conectar con el Hispania, sus capacidades nos asombraban día a día según las íbamos descubriendo, como quien estrena el último modelo de un vehículo de gama alta.

Nada había como salir a observar la mar por uno mismo. Salir a sentir la mar, el cielo, el viento, la humedad, apreciar la visibilidad, el tráfico, la costa… en fin, todo el horizonte visual para despertar el instinto marino. Una sensación que la tecnología más avanzada no había conseguido transmitir a ninguna de las pantallas digitales del sistema de combate.

Aquella mañana tuvimos el primer contacto con el Bright Star. El comandante, mientras charlaba, miraba un mercante con los prismáticos, un barco antiguo de casco amarillo y fuertes marcas de corrosión del escoben y ancla a la línea de flotación. Tenía el castillo alto y dos plumas de carga en el medio.

—Juanjo, ¿qué hace ese barco? —preguntó el comandante.

—Va hacia el estrecho con una derrota un tanto errática, ha cambiado un par de veces el rumbo hacia costa y luego hacia el sur. Al principio pensé que estaba maniobrando para gobernar a otro barco, pero estamos solos; el tráfico más cercano está a diez millas… el capitán debe de andar con resaca —respondió sin darle mayor importancia.

—Pide que te den un informe de él, a ver qué sacamos.

—Enterado, comandante —contestó, comprendiendo que algo había despertado su curiosidad.

En el interior del submarino la vida cotidiana ya había tomado forma en todos sus aspectos, el ayudante de cocina, una vez retirado el desayuno, se había adueñado de la cámara de tropa para pelar cebollas. En la puerta de la cocina estaba colgado el menú, hoy tocaba lentejas de primero.

En la cámara de oficiales no se podía entrar, pues el segundo discutía a puerta cerrada con alguien. Me aproximé y pude comprender que se trataba del cocinero, que al parecer fue a pedir al segundo que le desembarcara para poder estar en el parto de su mujer. El segundo estaba furioso y no le faltaba razón, le echaba en cara su falta de profesionalidad y atención con el resto de la dotación. Si hubiera avisado a tiempo quizás se podría haber intentado un relevo, pero ahora no aceptaba chantajes emocionales de depresiones ni historias de ese tipo.

—Permiso, segundo, pero he oído la palabra «depresión» y pensé que debía saber del caso —increpé entrando en el despacho y cerrando la puerta detrás de mí.

—Pasa, Fran, ¿sabías algo de la depresión que padece el cabo cocinero?

El cabo hizo un gesto como si quisiera rectificar el vocablo «depresión».

—¡Sergio! —dirigiéndome al cabo—, eso ya lo habíamos hablado, tú no tienes ninguna depresión, tú tienes un problema en casa como lo tenemos todos cuando salimos de patrulla y eso te provoca cierta ansiedad; igual que a todos. Tienes que controlar esa ansiedad y confiar en que todo va a salir bien; una cesárea es una operación muy común, y tu mujer está en buenas manos con su familia —procuré hacerle entrar en razón.

—Además, aquí tienes otros problemas que sí puedes resolver a los que te debes enfrentar, eres el responsable de la alimentación de cuarenta personas, y tienes un ayudante que tiene que aprender durante esta navegación para que un día le des la alternativa —añadió el segundo con intención de bajar el tono y buscar la motivación.

—Sí, bueno —retomó el cabo con la voz medio entre cortada—, yo lo hubiera dicho antes, pero me enteré tarde y no sabía que la salida se iba a adelantar y ahora veo que he abandonado a mi mujer que es primeriza y le tienen que hacer una cesárea —se excusó el cabo.

—Tu mujer está bien acompañada por su familia. Tanto el capitán médico como yo hemos tenido hijos durante navegaciones y sabemos lo que a uno le pasa por la cabeza, pero debes controlar esos pensamientos, estás en un submarino, aquí somos todos un equipo y si uno falla, el equipo falla. Puedes retirarte —finalizó el segundo evitando alargar una conversación que volvía a repetir los mismos argumentos.

El cocinero abandonó la cámara de oficiales con aire de frustración. Yo me quedé pensativo. Su problema me afectó, me faltó poco para soltarle que mi mujer se quedó llorando, que ya no lo aguantaba más y eso me estaba comiendo por dentro. Luego me alegré de haberme mordido la lengua.

En el centro de operaciones preparaban las cartas especialmente diseñadas para cruzar el estrecho en inmersión.

El informe del Bright Star llegó del CIFAS,3 se trataba de un carguero de 17 000 toneladas que actualmente llevaba una carga de material de construcción de Marsella a Costa de Marfil. El barco tenía bandera panameña y estaba registrado en Chipre. No llevaba encendido el AIS4 obligatorio para un barco de su porte. Aparte de eso, no mostraba nada sospechoso. El no llevar activado el AIS podía ser simple negligencia del oficial de guardia en el puente.

Sin embargo, el gesto del comandante al leerlo era de sospecha. Quizás era el comportamiento del buque. Un conjunto de actitudes que no eran delictivas, pero no tenían ninguna coherencia para un mercante de ese tipo. Se quedó mirando el informe sin llegar a releerlo, con mirada pensativa, parecía que la pista que buscaba no se encontraba entre los datos del papel.

—Operaciones, que el jefe de armas venga a verme —solicitó el comandante.

—A tus órdenes, comandante, dime. —Apareció Emilio al poco en la cámara.

—Un barco mercante que no lleva rumbo fijo, entrando en el estrecho, es que está haciendo alguna maniobra o tiene algún problema. ¿Tienes la base de datos acústica de mercantes en la zona? —preguntó el comandante intrigado.

—Sí, debemos de tener registradas el 70 % de las señales acústicas del tráfico que pasa por el estrecho.

—Saca el registro de audio de la firma del Bright Star y comprueba que coincide con la base de datos y con lo que nos han mandado —pidió el comandante.

—Enterado, me pongo con ello.

Nunca había visto una orden igual, me dio la impresión de que además de satisfacer su curiosidad quería comprobar la capacidad real del sistema de información del barco.

Los generadores se pararon. Se apreció el cambio de la ventilación forzada, en un minuto nos sumergiríamos de nuevo. Las voces entre mando y control comenzaron a cantar el procedimiento para hacer inmersión. De repente sentí un extraño vacío fonético, algo faltaba en el ritual, no sabía qué era, pero ese silencio no me sonaba.

—Puente, central: diésel apagados, mástil de inducción no arriado, luz roja indicación posición de mástil izado, solicito confirmación posición del mástil.

—Central, puente, parece que el mástil no ha llegado a arriar del todo, repita la maniobra, comprueben presión en el circuito de aceite y acumulador neumático.

—Mi oficial, ya lo hemos repetido y da la misma señal, las lecturas son correctas, parece que algo impide bajar el mástil.

—Vale llamad al jefe. Para el comandante: inmersión abortada, procedo a investigar avería por posible obstrucción en el mástil de inducción.

No había terminado de pasar el comunicado cuando apareció la cabeza del comandante, seguida por la del jefe y el segundo que salían del tronco de subida a la vela.

A veces algún cuerpo extraño, un trozo de madera o plástico, podía introducirse en la vaina de algún mástil y entorpecer la maniobra de arriado, quizás parte del palangre se enredó también en el mástil.

El jefe llevaba una linterna y un ingenio que se había fabricado él mismo, una vieja antena telescópica de coche a la cual le había soldado un espejito en el extremo. Se tumbó en la parte alta de la superestructura de fibra de vidrio y comenzó a hurgar, iluminando con la linterna, en los nueve milímetros de huelgo que había entre el mástil y la camisa.

 

—Nada, aquí no se ve una puta mierda, no hay nada —sentenció con voz resignada—. Me voy para abajo tengo que abrir el registro de estanqueidad de medio recorrido, ¡esto no me gusta!, por aquí no ha entrado ningún cuerpo extraño. Parece más bien que alguien ha metido mano a la novia equivocada y como me entere de quién ha sido ¡le voy a cortar los huevos!

El comandante lanzó una mirada penetrante al segundo. Si por alguna remota razón la avería había sido causada por alguno de los miembros de la dotación, el segundo debía de tener ya alguna explicación. Parte de su responsabilidad era la dotación y conocer la situación personal de cada uno de ellos.

El jefe abrió el registro y consiguió ver que un tornillo suelto de considerable tamaño era el causante de la obstrucción cuando el mástil se arriaba. No conseguía recuperarlo con la ayuda de un pequeño imán, pero consiguió empujarlo hasta el pozo del mástil donde no molestaría a la maniobra de arriado.

Por otro lado, observó unos cables de la antena del mástil que estaban sueltos fuera de su guardacables. Algo muy extraño, porque en esa zona aislada no existe movimiento alguno y solo alguien de forma intencionada debió sacarlos de su guía u olvidar volver a meterlos. El motivo, lo desconocía, pero era cuestión de tiempo. No pararía de darle vueltas hasta encontrar la razón.

El segundo habló con el jefe y llegaron a la conclusión objetiva de que el tornillo llegó allí por negligencia o sabotaje. Aunque era muy extraño, pudiera haber ocurrido que algún miembro de la dotación intentara dañar algún equipo vital para abortar la salida a la mar. ¿Una manzana podrida en el cesto?

La hipótesis sobre la negligencia de algún trabajador, que hubiera operado cerca del mástil de inducción, también era extraña ya que se hacían diversos controles de calidad.

La inquietud del segundo era que, si alguien podía haber hecho algo así intencionadamente, tendría que saber perfectamente lo que hacía. La incapacidad de arriar alguno de los mástiles era causa suficiente para volver a puerto y si había que sacar el mástil, eran mínimo dos semanas de parada.

Cualquier miembro de la dotación tenía acceso en todo momento a la vela y los conocimientos suficientes para saber qué consecuencias acarrearía ese tipo de avería, por lo que la pregunta se orientaba de otra forma, ¿quién tendría un interés tal para evitar a toda costa el salir a navegar?

Cuando el segundo me llamó para hablar de los miembros de la dotación que tenían problemas personales de consideración, ambos llegamos rápidamente a la misma conclusión: el cabo cocinero. A parte de él, algunos miembros de la dotación tenían problemas de orden personal como la boda de un hermano, viajes programados y anulados en el último minuto o reuniones familiares, pero no eran motivos para hacer una estupidez de ese tamaño.

La ansiedad del cabo cocinero podría haber sido el causante del hecho, además había pasado por la vela antes de hacer inmersión.

Los rumores en un submarino corren a la velocidad de la luz. Todo el personal de guardia sabía lo que había ocurrido y cuáles eran las posibles causas que se barajaban. Al cambio de guardia, todo el submarino estaría al corriente de la posibilidad de contar con la compañía de un saboteador a bordo. Nada bueno.

El segundo habló con don Pedro Pagán, su mano derecha. Le explicó que seguramente el incidente sería a causa de algún olvido de un trabajador del astillero. El correr el rumor de la existencia de un posible saboteador no le hacía bien a nadie, teniendo en cuenta que teníamos tres meses de patrulla por la proa. Don Pedro entendió bien el mensaje y comenzó a hacer su labor de desmentir el bulo del saboteador.

En cuanto al comandante, el segundo le debía algunas explicaciones. Le comentó el caso personal del cocinero; le dijo que lo trató como un tema típico de ansiedad y que en cuanto naciera su hijo se calmaría y volvería a estar centrado en su trabajo. Pero ahora con los hechos que han ocurrido no podía descartar una sospecha sobre él.

El comandante, después de escuchar al segundo, nos reunió a los dos para tener en cuenta nuestros puntos de vista sobre la personalidad del cocinero. Al cabo de una larga discusión y rebuscar en el historial profesional del cabo, no encontramos argumentos de peso para poder acusarle. Después de una pausa y con los argumentos ya agotados, nos encontrábamos de nuevo en el punto de partida.

—Segundo, desembárcame al cabo, prefiero cometer una injusticia por error, que arriesgar la misión. —El comandante dio su veredicto.

—Enterado, comandante, estará todavía a tiempo de llegar al parto de su mujer —respondió el segundo con una propuesta que ya tenía en mente.

—Prepararé al pinche de cocina para que aprenda a toda velocidad —añadí yo.

La navegación en inmersión se reanudó y volvimos a entrar en el dispositivo de tráfico a la entrada este del estrecho de Gibraltar.

El oficial de guardia estableció «silencio de vigilancia», es decir el procedimiento por el cual toda operación ruidosa debía ser pospuesta hasta nueva orden. Con ello, cada cámara del submarino sabía qué operaciones podía y cuáles no podía efectuar. Por encima de esta restricción estaba la de «silencio total» para situación de guerra antisubmarina, en la que la restricción era tal que hasta los movimientos de personal estaban restringidos.

El oficial de derrota preparó la carta de navegación por sondas, en la cual estaba representado al mínimo detalle el fondo del estrecho de Gibraltar. El relieve del fondo, en forma de valle con islas de veriles en su parte central, permitía hacer uso de la navegación tradicional submarina por sondas. Las Instrucciones Permanentes del comandante ordenaban emplear el sistema de navegación por sondas en el estrecho, para mantener el adiestramiento en la navegación submarina por relieve. Si el oficial y su equipo de guardia estaban bien entrenados, la precisión era de pocos cientos de yardas, suficiente para un tránsito que podía durar unas seis horas.

Para los oficiales el paso del estrecho, utilizando este método prescindiendo del navegador inercial, era un auténtico dolor de muelas. Para el comandante, sin embargo, era una excelente prueba para meterles en jaque, no solamente para comprobar sus conocimientos de navegación, sino para observar su autocontrol y gestión del estrés, cualidades claves para un submarinista.

Era Emilio de Norbercourt quien estaba de guardia y tenía como adjunto al joven Mario Noriega, que todavía no montaba solo como oficial de guardia. Emilio preparó al equipo para la navegación con una escueta presentación.

El comandante pasó por la central de operaciones y observó cómo el joven Noriega tomaba nota y estaba completamente inmerso en la charla preparatoria del oficial de guardia.

Al llegar a la cámara de oficiales se sentó y llamó a la central de mando por el intercomunicador.

—Mando, soy el comandante. Emilio, cuando puedas tráeme el plan de mantenimiento de las armas embarcadas.

—Enterado, comandante, voy a por los papeles —respondió el oficial de guardia—. Mario, toma la voz y termina tú el briefing. —Le entregó el micro de mando.

La mirada de Mario al escuchar la contestación del oficial de guardia fue la de un niño perdido en una verbena de pueblo. Sin preaviso la arena de la plaza de toros abarrotada de gente con un ambiente agradable y festivo se vació, ya no quedaban ni carritos de helados, ni puestos de venta de chucherías, ni globos en forma de delfín rodeados de niños. Las grandes puertas rojo carmín se abrieron y apareció un miura de seiscientos kilos que venía a paso ligero decidido hacia él.