No lo sé, no recuerdo, no me consta

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—Lo que me cuenta es que había llegado a un acuerdo para formar un gobierno con el PP porque no estaba de acuerdo en cómo funcionaba su partido, la guerra aquella entre Renovadores por la Base, guerristas y toda aquella ensalada que había en el PSOE de Madrid. Ese acuerdo no llega a buen puerto porque, finalmente, gobierna el PP en solitario, y Tamayo me dice que quiere una compensación económica porque no ha conseguido lo que supuestamente se había pactado en aquellas reuniones. Le digo que no sé de qué me está hablando, que me suena a chino todo lo que me está diciendo, pero que se lo voy a trasladar a la presidenta. Aguirre me dice que ella no conoce esos acuerdos, y, por lo tanto, que de compensación económica, nada.

—¿Y qué compensación económica decía que había pactado? —pregunta Inda.

—Algún millón de euros, más de dos y menos de cinco. Se los negué, porque Aguirre no conocía nada de ese acuerdo. Tamayo después se presentó algún día en la Puerta del Sol exigiéndolo. Eso es todo lo que sé del «Tamayazo», que es nada. Es lo que me contó Tamayo y que yo no me creo, porque vi cómo Esperanza Aguirre dijo: «A este señor, nada de nada».

—¿Y con quién le dijo que había pactado?

—Con los que entonces mandaban en el PP de Madrid. No me especificó.

—¿Pío García-Escudero?

—Tamayo me dijo que él había hablado con la dirección del PP en Madrid. No sé si fue con uno o con tres. O con ninguno.

La tesis de la traición remunerada también se desprende de los denominados «Papeles de Tamayo», publicados por Infolibre11. Son cuatro folios manuscritos, supuestamente elaborados por el exdiputado socialista, en los que, de forma bastante embrollada, sitúa a Dionisio Ramos en el centro de la trama. Este enigmático personaje había sido compañero de militancia de José Luis Balbás en UCD. Balbás, a su vez, fue el mentor de Tamayo, y también compañero en la Universidad Complutense de Madrid de la entonces diputada y después presidenta regional Cristina Cifuentes, a quien además recomendó el máster que posteriormente supuso el principio del fin de su carrera política.

Alrededor del «Tamayazo» se repiten siempre los mismos nombres propios. Y se suceden las coincidencias. En los años previos a la traición, entre 1999 y 2002, la Complutense mantuvo también una caja de fondos B que funcionaba de forma paralela a la contabilidad oficial, con la que se realizaron gratificaciones a personal ajeno a la institución por valor de 894.000 euros. Entre los beneficiarios de esa contabilidad oculta, que supuestamente gestionaba Dionisio Ramos, se encontraba José Antonio Expósito, el vigilante privado que acompañó a Tamayo y Sáez cuando abandonaron la Asamblea aquel día que todo comenzó a joderse12. Expósito, según El País, trabajó en el Banco Santander durante diez años, primero como miembro del equipo de seguridad y después, como conductor. Más tarde, fue empleado del Grupo Intereconomía. En 2010 fue condenado a 22 meses de prisión por hacerse pasar por agente del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y conseguir que dos agentes le facilitaran información reservada entre 2003 y 2004. El falso espía se bautizó a sí mismo como «Agente Tango 00»13.

Tamayo, por su parte, se mudó a Guinea Ecuatorial, donde comenzó a hacer negocios relacionados con la asesoría empresarial y la construcción en 2009. Once años más tarde, en 2020, un juzgado de Vigo llegó a imputarle por una presunta extorsión a un empresario — junto al líder del sindicato Manos Limpias, Miguel Bernad—, pero la Audiencia Provincial de Pontevedra archivó la causa por falta de indicios.

Uniendo todas las piezas del puzle, se llega a la conclusión de que el PP tenía abiertos canales de comunicación con Tamayo y con las personas que posibilitaron su escapada en un momento en el que el partido recibía aportaciones millonarias para su caja B de grandes constructoras, empresas que, a cambio, multiplicaron sus beneficios en la Comunidad durante el auge de la burbuja inmobiliaria. La deserción del socialista contribuyó decisivamente a que la izquierda no haya vuelto a gobernar en Madrid desde 1995. Pero el «Tamayazo» nunca se llegó a investigar en los tribunales. El entonces fiscal jefe de Madrid, Mariano Fernández Bermejo, más tarde ministro de Justicia con el PSOE, aseguró en 2007 que recibió órdenes para no hacerlo14. Al frente de la Fiscalía General del Estado se encontraba en aquel momento Jesús Cardenal, nombrado por el Gobierno de Aznar. Los perfiles que se publicaron sobre Cardenal le definían como «un alma educada, disciplinada, obediente y muy conservadora», que además era miembro del Opus Dei15.

Dieciocho años después de aquellos hechos, charlo con el principal afectado del «Tamayazo», Rafael Simancas, el hombre que pudo ser presidente. Repite los mismos argumentos que decía en aquel lejano 2003. Si cierro los ojos, me puedo ver a mí mismo, con veintipocos años, tomando notas en alguna de las maratonianas ruedas de prensa que Simancas protagonizaba en la Asamblea de Madrid o en la destartalada sede de los socialistas madrileños en la calle Santa Engracia. Simancas es el único protagonista que sigue en primera línea de la política, como portavoz adjunto del Grupo Socialista en el Congreso, desde el que defiende al Gobierno de coalición de Pedro Sánchez frente a la oposición de derechas. Continúa negando con la misma contundencia que el «Tamayazo» se debiera a presiones entre las familias socialistas: «Fue una operación artera, ilegítima y antidemocrática que les dio una sensación de impunidad extraordinaria», afirma muy serio. Reconoce, meneando un poco la cabeza, que la traición le causó «una gran frustración personal» y que supuso «una decepción colectiva» para su organización. Pero, sobre todo, lamenta las consecuencias para la sociedad madrileña: «Urbanismo salvaje, depredación de lo público y privatización de la sanidad y la educación».

Para Simancas, lo que propició aquel episodio negro fue el enriquecimiento desbocado de la burbuja inmobiliaria: «Estábamos en los tiempos en los que la legislación de Aznar liberalizaba el suelo, y algunos entendían que las recalificaciones urbanísticas eran el gran maná. De pronto, aparece un candidato que habla de someter el suelo a una mayor regulación; de hacer un plan de estrategia territorial en el que iban a participar las universidades y en el que los ayuntamientos, de uno y otro color, no iban a tener vía libre para transformar suelo rústico o dotacional en suelo residencial». Mientras mueve las manos con vehemencia, añade: «¡Unos cuantos decidieron que mejor no!, ¡que quiénes eran los madrileños para elegir a su presidente!, ¡que para eso estaban ellos!». Simancas sostiene que el «Tamayazo» abrió la puerta de la corrupción en Madrid: «Fue el principio de toda esta escalada de corruptelas que han protagonizado los Gobiernos del Partido Popular. Allí, en buena medida, empezó todo; significó la barra libre. Si podían comprar un Gobierno y salir impunes, recalificar un par de parcelas y repartirse los beneficios, o ejercer de comisionistas y poner la mano ante los contratistas en la Administración, eso eran asuntos menores. Si habían podido hacer lo mayor, ¿por qué no iban a hacer, con total impunidad, lo menor?».

CAPÍTULO 2
EL GOBIERNO DE LOS MEJORES...
ABOGADOS

De aquella bochornosa comisión de investigación del «Tamayazo», en la que solo salieron a la luz las miserias políticas de los socialistas madrileños y en la que la política quedó enfangada en lo que se llamó la «táctica del calamar» —echar la tinta sobre el oponente, por decirlo finamente—, emergió un político simpático y campechano, encargado de presidir la mesa que controlaba los interrogatorios. Lo hizo con mesura y sentido común, y fue elogiado a izquierda y derecha por la sensatez con la que había manejado una situación institucional tan delicada. Su ascenso en el partido, paralelo a los negocios que años después fue desvelando el sumario del caso Púnica, resultó meteórico.

Francisco Granados Lerena llegó a la Asamblea de Madrid como el alcalde de moda en el PP, pues había conseguido romper el cinturón rojo de la izquierda en Valdemoro y encadenar un par de mayorías absolutas consecutivas. Su flechazo con una parte de la prensa fue inmediato, hasta el punto de que, al término de la comisión de investigación, celebró el final de las sesiones con una cena en un restaurante oriental a la que asistieron varios informadores. No estuve en ese encuentro, pero no por un don para detectar a políticos relacionados con asuntos turbios, sino porque estaba fuera de Madrid de vacaciones.

En las elecciones repetidas en octubre de 2003, que se desarrollaron en un clima de apatía y desmovilización de la izquierda, con casi siete puntos menos de participación, Aguirre recuperó la mayoría absoluta por 28.000 votos y le arrebató al PSOE los dos escaños que necesitaba para gobernar en solitario. IU subió en porcentaje de voto casi un punto, pero el crecimiento no bastó para aumentar sus nueve diputados. Nuevo Socialismo, el partido que lideró Tamayo para «centrar» a los descolgados del PSOE madrileño, consiguió 6.176 votos, un 0,22 % del electorado. Durante la campaña, visité su sede en una pequeña oficina de uno de los edificios más cochambrosos de la plaza de Castilla. Al cabo de unos meses, no quedaba ni rastro de ella.

El sábado 22 de noviembre de 2003, en la Real Casa de Correos, Esperanza Aguirre tomó posesión de su cargo con un mensaje a los madrileños: podían estar «tranquilos» porque tenía «el mejor equipo» de gestión de la «historia del Estado autonómico de España». Eran nueve hombres y dos mujeres, y a dos de ellos se les veía especialmente radiantes: Ignacio González, quien, tras su paso por el Ministerio del Interior, fue nombrado vicepresidente regional y consejero de Presidencia con amplios poderes; y Francisco Granados, al que Aguirre le entregó la Consejería de Obras Públicas, desde la cual iba a acometer la mayor ampliación del Metro de Madrid de su historia.

 

El acto de aquella toma de posesión de los cargos públicos no lo organizó la trama Gürtel, a la que la Comunidad de Madrid adjudicó a dedo más de seis millones de euros de contratos durante los años siguientes1, no organizó el acto de aquella toma de posesión, pero sí muchos de los que vinieron después, como el homenaje a las víctimas del 11M, que se troceó en más de diez facturas diferentes para que ninguna superara el límite de 12.000 euros que obligaba a publicitar el concurso. En aquel momento, nada auguraba algo así, pero la «doble G» del Gobierno de Aguirre, Granados y González, los enemigos íntimos que ordenaban espiarse y que se cruzaban dosieres sobre sus negocios, acabaron su trayectoria política sentados en el banquillo de los acusados por gravísimos delitos de corrupción. Los dos, señalados como presuntos líderes de sendas organizaciones criminales cuyos entramados desentrañaron las investigaciones judiciales de las operaciones Púnica —Granados— y Lezo —González—. El juez de la Audiencia Nacional Eloy Velasco abrió dos macrosumarios en 2014 y 2016, respectivamente, que investigaron decenas de amaños de contratos públicos a cambio de mordidas, así como el saqueo de instituciones públicas como el Canal de Isabel II o la empresa Áreas de Promoción Empresarial con Gestión Industrial Organizada, S. A. (Arpegio). El «Gobierno de los mejores» acabó siendo el de los mejores abogados de Madrid, que asumieron la defensa en los tribunales de los políticos implicados a cambio de elevadas minutas.

Durante aquellos años de contratos insólitos, el sospechoso enriquecimiento personal de Ignacio González se convirtió en un secreto a voces en Madrid. Hasta el punto de que, durante una de las cenas de Navidad que el Gobierno regional organizaba en su sede —a todo trapo—, Esperanza Aguirre, siempre socarrona, llegó a pasearse de mesa en mesa preguntando a los periodistas si su número dos era «tan corrupto como se decía». Atónitos, mis compañeros y yo nos limitábamos a sonreír, cuando lo que deberíamos haber hecho es dedicar más tiempo a investigarle. Algunos diputados incluso nos recomendaban tomar fotografías de los valiosos relojes que González exhibía cada semana en las ruedas de prensa posteriores a los consejos de gobierno, porque, según insistían, «algún día serán noticia». Tan notorios eran los desmanes que al gerente del Canal de Isabel II, Ildefonso de Miguel, se le conocía jocosamente como el Egipcio por su manera —decían— de colocar la mano para cobrar comisiones. Al cabo de los años, el juez abrió una investigación para determinar si la construcción de los Teatros del Canal, que acumuló más de veinticinco millones de euros en sobrecostes, incluyó mordidas.

Tras aquellas multitudinarias cenas de Navidad con la prensa, los invitados a la Real Casa de Correos cruzaban al edificio de enfrente, hasta la Consejería de Presidencia, que dirigía el siempre divertido Granados, para disfrutar de la barra libre que organizaba su amigo Pepe, «el inventor de la discoteca móvil». Pepe era José Luis Huertas, dueño de Waiter Music, otra de las empresas investigadas en la operación Púnica por hinchar contratos a cambio de favores personales al político de Valdemoro. ¿Qué periodista no se tomó en aquella época un cubata con Granados, entre risas y chascarrillos? ¿Quién podía sospechar que era un presunto corrupto? No seré yo quien levante la mano. En aquella primera legislatura de Aguirre, los viajes de prensa empezaron a multiplicarse, la mayoría sin sentido. Cubrí uno de cinco días en Israel, con visitas a Tel Aviv, Jerusalén y los Santos Lugares, cuyo único interés informativo consistió en una reunión de los técnicos del Canal con expertos israelíes en gestión del agua. Forzando las naderías que nos habían contado, titulé el teletipo que envié a la agencia apuntando que el Gobierno de Madrid estudiaba «bombardear las nubes con yoduro de plata para incrementar las lluvias en el embalse de El Atazar»2. Algo que, por supuesto, nunca sucedió.

La Comunidad de Madrid vivía entonces un furor de hormigón: siete nuevos hospitales, la ampliación del Metro y hasta tres actos al día de Aguirre con la prensa. «Nos llevaba con la lengua fuera», cuenta el cámara de televisión Carlos Matarranz, quien cubría la información de la Comunidad. Recuerdo la inauguración del Metro a Villaverde, con conciertos de Isabel Pantoja y Medina Azahara sufragados por la constructora FCC3. Populismo puro y duro antes de que los ahora llamados populistas entraran en la escena política. Aguirre era la estrella de aquellas fiestas y los vecinos la aplaudían: «¡Sois los mejores, Esperanza presidenta!», gritaban. Y Aguirre, sin parar de dar besos, repetía: «De todas las inauguraciones de Metro que vamos a hacer, esta es la que más me llega al corazón». El control con el que manejaba el partido, el Gobierno y la comunicación durante aquella primera legislatura era absoluto, a pesar de sus reiteradas negativas en los tribunales a reconocer la financiación irregular del PP de Madrid. La presidenta era la primera que se beneficiaba de aquellos actos de propaganda y exaltación de su persona. Su frase preferida, como le recordó Granados en una carta desde prisión, era: «Todo se puede delegar, menos la supervisión».

Varios ejemplos demuestran que en los años locos del «aguirrismo» que siguieron al «Tamayazo» nada se hacía sin el visto bueno de la Jefa, como la llamaban sus colaboradores. Romero de Tejada, el secretario general al que se vinculó con la deserción de Tamayo, se enteró de que no iba a seguir en su puesto por un titular de prensa que fue portada del diario El Mundo y que probablemente es uno de los más antológicos que he leído en toda mi carrera: «Romero de Tejada va a dimitir tras el 26-O, pero aún no lo sabe»4. Enterarse por la prensa de un nombramiento o una destitución es un clásico de la política, esa entrañable disciplina en la que existen «adversarios, enemigos y compañeros de partido», según la cita que —con pequeñas modificaciones y matices— se suele atribuir a Giulio Andreotti, Konrad Adenauer y, cómo no, a Winston Churchill.

«Aguirre lo controlaba todo, si había una rotonda que no le gustaba, nos decía que la cambiáramos», asegura el exalcade de Boadilla del Monte Arturo González Panero, quien ha aportado a la operación Púnica un valioso testimonio sobre la omnipresencia de la política madrileña en sus años de mandato. El periodista de La Sexta Rubén Regalado también da fe de esa realidad: «Una vez fui a visitar un colegio público recién estrenado y dijo que no le gustaba el color de las puertas. Al día siguiente las habían pintado todas de otro color». El control absoluto de Aguirre —que después negó ante los tribunales alegando que solo dos cargos públicos, Francisco Granados y Alberto López Viejo, le salieron «rana»— lo ejemplifica otra anécdota que me trasladaron los compañeros que la seguían a diario: en una ocasión, a la presidenta le disgustó el belén que habían instalado en la sede de la Comunidad con motivo de las fiestas navideñas porque no tenía «lavandera». En aquella época, el entonces líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Josep-Lluís Carod-Rovira, era considerado como el enemigo público número uno en Chamberí. Así que, tras escuchar la observación de Aguirre, uno de sus colaboradores fue a una tienda de souvenirs y compró una bandera nacional, que colocó con mimo en los faldones del belén, dando al conjunto un aspecto verdaderamente pintoresco. Cuando «la Jefa» advirtió el cambio, en lugar de la esperada felicitación, se rio y espetó: «¡Pero, hombre, yo decía lavandera de lavar!». Hasta el belén de la Puerta del Sol controlaba Aguirre.

CAPÍTULO 3
EL LEGADO DE AGUIRRE:
LA LEZO Y LA PÚNICA

Al principio de los años dos mil, la burbuja inmobiliaria seguía creciendo en Madrid. Lo sabemos bien quienes nos independizamos de casa de nuestros padres en esa época y, alentados por las desgravaciones fiscales y la trampa de las cuentas de ahorro para la vivienda, cometimos el error de comprar un piso en la capital, que en mi caso estaré pagando hasta el simpático año 2032 —si la cosa no se tuerce, y las series de ficción que anuncian el colapso del sistema y el apocalipsis planetario no se hacen realidad—. «¿Qué puede salir mal adquiriendo una hipoteca joven que viene avalada por la Comunidad de Madrid?». «Esto de la cláusula suelo es muy difícil que pase, ¿no?». Ambas eran preguntas que cualquier joven pareja lanzaba al amable director de la sucursal del barrio. El director contestaba —siempre con una amplia sonrisa— con el mismo mensaje de seguridad y confianza en el futuro que minutos más tarde trasladaba a la anciana a la que convencía para que metiera los ahorros de toda su vida en un nuevo producto financiero que ofrecía más rentabilidad que los depósitos: «Se llaman preferentes». Por alguna razón, cuando la crisis empezó a asomar, aquel director de banco, con el que había que reprimirse para no abrazarle de agradecimiento, pidió el cambio de sucursal y se dio el piro. Y si te he visto, no me acuerdo.

En 2004, los atentados del 11M sacudieron la capital. Las mentiras con las que el Gobierno de Aznar intentó atribuir la matanza yihadista a la banda terrorista ETA llevaron al candidato socialista José Luis Rodríguez Zapatero a La Moncloa tras derrotar a Mariano Rajoy, el elegido por el dedazo de Aznar para pilotar su sucesión. Lejos de incomodarse con la nueva situación, Esperanza Aguirre vio una oportunidad para afianzar su poder y proyectarse como la líder nacional que la derecha necesitaba para «liberar» a España del socialismo. Era la nueva «lideresa», como ya se empezaba a decir. Y la Margaret Thatcher castiza estaba lanzada. Ese año consiguió el control total del PP madrileño tras vapulear en el congreso del partido a Manuel Cobo, mano derecha de Alberto Ruiz-Gallardón, al que nunca perdonó sus gestos con el PSOE con motivo del «Tamayazo». Aunque investido alcalde, Gallardón continuaba siendo presidente regional en funciones cuando Tamayo tomó la palabra en la investidura frustrada de Simancas1, momento en el que el del PP abandonó el hemiciclo de la Asamblea junto a los diputados de la izquierda. Aguirre se cobró la venganza en el congreso de 2004: Granados fue nombrado secretario general del PP y González, responsable del Comité Electoral. El «aguirrismo» tomaba el poder. Así se inició una alocada carrera entre la presidenta y el alcalde, haciéndose mutuamente la puñeta, con la vista en la posible caída del derrotado Rajoy, competición en la que involucraron a las dos administraciones encargadas de gestionar los asuntos más importantes de los madrileños. La tensión se mantuvo hasta 2011, cuando Gallardón fue propuesto para el Ministerio de Justicia —el último cargo que ocupó antes de desaparecer del mapa político—, y dejó la Alcaldía en manos de Ana Botella, esposa de Aznar.

Durante su gobierno, Aguirre despachaba a Simancas en la Asamblea de Madrid sin prestarle demasiada atención y centraba su verdadera labor política en hacer de oposición al Gobierno socialista de la nación, repitiendo machaconamente una idea que empezó a dominar todos los discursos, entrevistas y notas de prensa de la Administración autonómica: «Zapatero asfixia a Madrid». Cualquier carencia que sufría la región se debía a la falta de inversión del Gobierno central, que marginaba a los madrileños para beneficiar a otras regiones, especialmente a Cataluña. «Cero Zapatero para Madrid», reiteraban los dirigentes del PP. Si algún colegio no tenía calefacción, la culpa era de Zapatero. Si había peajes en las carreteras, los permitía el Ministerio de Fomento. Había nacido el nacionalismo madrileño liberal, del que Isabel Díaz Ayuso, quince años después, es digna heredera.

Por contra, el PP, en su funcionamiento interno, era una balsa de aceite que Aguirre controlaba con rotundidad. En 2005 se encontró con un pequeño problema en Majadahonda, motivado por un conflicto con la adjudicación de unas parcelas, que la presidenta solucionó con el relevo del alcalde, Guillermo Ortega, y con la expulsión de dos desconocidos concejales, Juan José Moreno y José Luis Peñas. Según el relato de Peñas, el presidente de Dico, una constructora con importantes intereses en Madrid, llamó al alcalde Ortega el mismo día en el que la Jefa del Gobierno regional iniciaba un viaje a China en compañía de la prensa, y le dijo: «Te tienes que ir. El candidato oficial de la presidenta de la Comunidad y de Génova es Narciso de Foxá. Vete mirando qué puesto quieres en la Comunidad». La expulsión de los dos concejales, marionetas en manos de un empresario con excelentes contactos con el PP llamado Francisco Correa, permitió a Aguirre presumir en la Asamblea de Madrid de no haber cedido a su chantaje con una frase que le persiguió durante años: «Yo destapé la trama Gürtel»2. Nadie lo sabía entonces, pero esa decisión puso la semilla para que dos años más tarde estallara el citado caso cuando Peñas decidió grabar subrepticiamente a su protector. Porque, mientras se solventaban los problemillas internos y se denunciaban las agresiones del malvado Gobierno central, la corrupción iba incrementando el poder y el patrimonio de los dos delfines de Aguirre: González y Granados. Vicepresidente regional y responsable electoral el primero, y consejero de Obras Públicas y secretario general del PP madrileño el otro. Pero entonces, su presunto enriquecimiento ilícito solo se intuía.

 

Casi todas las adjudicaciones pasaban por sus manos. Las siete piezas que componen el sumario del caso Lezo ponen de relieve los manejos de Ignacio González, el lugarteniente más cercano a Aguirre, que se quedó al frente de la Comunidad en septiembre de 2012 cuando aquella dimitió por «razones personales». La expresidenta definió a González como la persona «con más experiencia y mejor dotada» con la que había trabajado, un colaborador «enormemente trabajador» y «con un gran conocimiento de la Administración»3. Cinco años más tarde, tras comparecer como testigo del caso Gürtel en la Audiencia Nacional, los periodistas de tribunales contemplamos con estupefacción cómo Aguirre llegaba prácticamente a las lágrimas al hablar de su delfín, quien había sido detenido unos días antes. «Si es culpable, para mí, que he puesto mi confianza en él durante tantos años, es un palo verdaderamente muy, muy relevante. Y si no lo es, yo también estoy conmocionada por el calvario que está pasando y que le queda por pasar, porque la Justicia en España es muy lenta», dijo. Acto seguido, salió de la Audiencia, esquivó como pudo los gritos que le lanzaban una veintena de «preferentistas» de Caja Madrid que protestaban a la puerta, y se montó en un coche que escapó derrapando. La guinda del colosal follón la pusieron cuatro figurantes disfrazados de ranas que bailaban al son de la canción «Comerranas» de Seguridad Social, enviados por el programa de televisión El Intermedio4.

En el caso Lezo, la pieza principal se centra en la compra de la sociedad brasileña Emissao por parte del Canal de Isabel II —el cortijo en el que hacía y deshacía González—. La operación se desarrolló entre 2012 y 2014, y tuvo un presupuesto de 27 millones de euros. La investigación destapó un supuesto sobrecoste de entre 6,4 y 9,6 millones, y un reparto de comisiones de 5,4 millones del que, además del político madrileño, se habrían beneficiado presuntamente su amigo y testaferro, Edmundo Rodríguez Sobrino, y el exdelegado del Gobierno en Ceuta Luis Vicente Moro. En otra pieza, en la que llegó a estar imputado el exministro Alberto Ruiz-Gallardón, se investigó la adquisición de la empresa colombiana Inassa, aunque el juez acabó archivando las actuaciones contra González al no encontrar indicios de delito.

El juez Manuel García-Castellón abrió otra causa para saber si González cobró 1,4 millones de euros a través de una cuenta en Suiza a cambio de la adjudicación a la constructora OHL del tren que iba a unir Móstoles con Navalcarnero, obra que nunca se llegó a realizar. E igualmente resultó sospechosa la modificación del proyecto del Tercer Depósito del Canal en Chamberí, que reconvirtió unos terrenos que se iban a destinar inicialmente a un parque en un campo de golf urbano. El cambio de uso benefició presuntamente a un hermano del vicepresidente regional y a su cuñado. También se investigaron irregularidades en la empresa pública Mercasa por blanqueo de capitales, e incluso en el concurso de adjudicación de los videomarcadores del Palacio de los Deportes5. Pero la lista de supuestos chanchullos del número dos de Esperanza Aguirre no acaba ahí: un juzgado de Estepona (Málaga) le investigó por la sospechosa adquisición de un ático dúplex de lujo que había sido propiedad de una empresa establecida en el paraíso fiscal de Delaware, en Estados Unidos. La causa se enredó durante años en comisiones rogatorias y traducciones fallidas y se acabó archivando. González, hombre de trato áspero y especializado en la intriga, se defendió siempre de las acusaciones con suficiencia. En 2007, ante una pregunta parlamentaria sobre la legalidad del proyecto del Canal, atribuyó la contratación a los servicios técnicos de la empresa y sugirió que, si «alguien» consideraba que «alguna actuación administrativa» pudiera ser «delictiva» y poseía «pruebas», lo denunciara ante la Justicia. Ese día acabó llegando.

El sumario del caso Púnica también destapó a qué se dedicaba Francisco Granados en aquellos años en los que inauguraba estaciones de Metro, comía con empresarios e invitaba a los periodistas a las fiestas de Valdemoro. Granados dirigía supuestamente una organización delictiva que había amañado contratos por valor de más de 250 millones de euros para adjudicar suelo a empresarios amigos, para que construyeran viviendas y colegios concertados. En marzo de 2019, el Tribunal Supremo confirmó la pena de dos años de cárcel por un delito de revelación de secretos que le impuso la Audiencia Nacional a causa de un chivatazo sobre la investigación que un guardia civil que participaba en las pesquisas6 le había dado a Granados. Las doce piezas que tiene este sumario se centraron en los contratos, el amaño de concursos y las adjudicaciones supuestamente irregulares de parcelas en Valdemoro, en otros municipios madrileños, en la Diputación de León y en la Región de Murcia. Con la llegada de la crisis de 2008, los chanchullos habituales tuvieron que reconvertirse en otros negocios y los cerebros de la trama Púnica alumbraron la feliz idea de trucar la adjudicación de programas de eficiencia energética para los edificios municipales7. De una pieza desgajada de la Púnica y otra de la Lezo, a su vez, surgió un procedimiento sobre la financiación supuestamente irregular del PP de Esperanza Aguirre.

Granados, hijo de agricultor y un político hecho a sí mismo, comparte con su antigua jefa la chulería madrileña de quien se cree más listo que los demás. Siempre ha defendido su inocencia, a pesar de que la Guardia Civil localizó una cuenta en Suiza en la que ocultó 1,6 millones de euros, cuenta que había abierto dieciséis días antes de ser proclamado alcalde de la localidad madrileña de Valdemoro, en 1999. Su patrimonio también incluye una casa en construcción en este municipio del sur de Madrid que figuraba a nombre de un empresario. En la vivienda de sus sueños, que se estaba construyendo cuando fue detenido, tenía previsto instalar suelos de mármol y una gran cascada de agua que cruzaría el jardín. La Audiencia Nacional también le adjudica una finca en la localidad abulense de Higuera de las Dueñas, con caballerizas, piscina y un embalse. Un informe sobre la investigación patrimonial aportado al caso en 2021 señaló que Granados mantuvo cuentas abiertas en Suiza entre 2000 y 2006, y que parte de ese capital se transfirió a su entonces socio, David Marjaliza, acabando en Singapur a nombre de terceros8.