El Conde de Montecristo

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—¡Oh, señor! —dijo el ministro—, a Dios gracias, nada hay que inventar en cuanto a eso; porque todos los días nos llueven denuncias, y muy detalladas, de infelices que creen hacer un servicio y esperan que se les pague. La mayor parte ve visiones; pero esperan que la casualidad las convierta hoy o mañana en realidad.

—Está bien, vaya, y tenga en cuenta que lo espero —dijo el rey Luis XVIII.

—No haré sino ir y volver. Antes de diez minutos estoy de vuelta.

—Yo, señor, voy en busca de mi mensajero —dijo el señor de Blacas.

—Espere, espere un instante —respondió Luis XVIII—. A decir verdad, conde, debo cambiarle las armas del escudo: pondré desde ahora un águila volando con una presa entre sus garras que pugna en vano por escapársele, y esta divisa: Tenax.

—Ya escucho, señor —dijo impaciente el señor de Blacas.

—Quería consultarle sobre este pasaje: Molli fugies anhelitu..., ya sabe..., se trata del ciervo que huye del lobo. ¿No es usted cazador, y de lobos? Entonces, ¿qué le parece el molli anhelitu?

—¡Admirable, señor!, pero mi hombre es como el ciervo del que habla. En tres días escasos ha recorrido doscientas veinte leguas, en silla de posta.

—Buena tontería, cuando el telégrafo sin cansarse nada gasta tres o cuatro horas solamente.

—¡Ah, señor!, qué mal paga a ese pobre joven, que viene tan apresurado a dar a Su Majestad un aviso útil. Aunque no sea sino por el señor de Salvieux que me lo recomienda, le ruego que lo reciba bien.

—¿El señor de Salvieux, el chambelán de mi hermano?

—El mismo.

—Está efectivamente en Marsella.

—Desde allí me ha escrito,

—¿Le habla también de esa conspiración?

—No; pero me recomienda al señor de Villefort, encargándome que lo traiga a la presencia de Su Majestad.

—¡El señor de Villefort! —exclamó el rey—. ¿Ese mensajero es el señor de Villefort?

—Sí, señor.

—¿Y es el que viene de Marsella?

—En persona.

—¿Por qué no me dijo su nombre desde un principio? —exclamó el rey, cuyo semblante reflejó de repente cierto aire de inquietud.

—Creía que le era desconocido.

—No, no, Blacas; es un hombre de talento, de miras elevadas y sobre todo ambicioso. Me parece que usted conoce de nombre a su padre.

—¿A su padre?

—Sí, a Noirtier.

—¿Noirtier, el girondino? ¿Noirtier, el senador?

—Exacto.

—¡Y Su Majestad emplea al hijo de semejante hombre!

—Blacas, amigo mío, usted no sabe vivir. ¿No le dije que Villefort es ambicioso? Por medrar sacrificará hasta a su padre.

—Entonces ¿le traigo?

—En seguida, en seguida... ¿Dónde está?

—Debe de esperarme abajo, en su carruaje.

—Vaya a buscarle.

—Voy en seguida.

El conde salió de la cámara con la rapidez de un joven, porque su sincero realismo le prestaba el ardor propio de los veinte años, y se quedó Luis XVIII solo, volviendo a hojear el libro entreabierto y murmurando:

—Justum et tenacem propositi virum.

Con la misma rapidez volvió el señor de Blacas; pero en la antecámara se vio obligado a invocar la autoridad del rey, porque el traje empolvado y no conforme a la etiqueta de Villefort alarmó al señor de Brezé, que no comprendía cómo un hombre pudiera atreverse a presentarse al rey de aquella manera.

Pero el conde allanó todos los obstáculos con esta sola frase: Por orden de Su Majestad; y a pesar de cuantas reflexiones hizo el maestro de ceremonias, penetró Villefort en la cámara regia.

El rey se hallaba sentado donde le dejara Blacas, por lo que al abrir la puerta Villefort se halló frente a frente del monarca. En el primer momento, el joven magistrado se detuvo, titubeando.

—Entre, señor de Villefort —le dijo el rey—, entre.

Saludó el sustituto adelantándose algunos pasos y esperando que le interrogaran.

—Señor de Villefort —continuó Luis XVIII—, asegura el señor de Blacas que tiene que hacernos importantes revelaciones.

—Señor, el conde tiene razón, y espero que Su Majestad se la dará también por su parte.

—Pero, ante todo, dígame, ¿es en su opinión el mal tan grave como me lo quieren hacer creer?

—Señor, yo lo creo gravísimo, pero no irreparable, gracias a mis precauciones. Así lo espero.

—Hable, hable todo lo que quiera, caballero —dijo el rey, que empezaba a contagiarse del temor del señor Blacas y del que revelaba también la voz de Villefort—; hable y, sobre todo, comience por el principio, porque me gusta el orden en todas las cosas.

—Señor —dijo Villefort—, haré a Su Majestad una relación muy fiel del asunto; pero suplicándole de paso que disculpe la oscuridad que acaso ponga en mis palabras mi presente turbación.

Una mirada del rey después de este exordio insinuante, aseguró a Villefort de que se le escuchaba con benevolencia.

—Señor —continuó—, he venido a París con toda la celeridad posible, a anunciar a Su Majestad que en el ejercicio de mis funciones he descubierto, no una de esas conspiraciones vulgares e insignificantes, como las que se urden todos los días, así por el ejército como por las gentes del pueblo, sino una verdadera conspiración que amenaza nada menos que al trono de Su Majestad. Señor, el usurpador se ocupa en armar tres navíos: medita un proyecto, insensato quizá, pero por esto mismo, terrible. En estos momentos debe de haber salido de la isla de Elba, ignoro en qué dirección, pero seguramente intentará un desembarco en Nápoles, en las costas de Toscana, o quizás en nuestro mismo suelo. Su Majestad no ignora que el soberano de la isla de Elba mantiene aún relaciones con Italia y con Francia.

—Sí, lo sé, caballero —dijo el rey muy conmovido—, y hace poco nos avisaron de que en la calle de Santiago se efectuaban reuniones bonapartistas. Pero continúe, se lo ruego. ¿Cómo obtuvo esas noticias?

—Son el resultado de un interrogatorio que hice a un hombre de Marsella a quien de mucho tiempo atrás vigilaba. Lo hice detener el mismo día de mi marcha. Aquel hombre, marino revoltoso, y bonapartista acérrimo, ha ido a la isla de Elba secretamente, donde el gran mariscal le encargó una misión verbal para cierto bonapartista de París, cuyo nombre no he podido arrancarle: esta misión se reducía a encargar al bonapartista que preparase los ánimos a una restauración (tenga presente, señor, que copio el interrogatorio), restauración que no puede menos de estar próxima.

—¿Y qué ha sido de ese hombre? —preguntó Luis XVIII.

—Está preso, señor.

—Así, pues, ¿le parece tan grave el asunto?

—Tan grave, señor, que la primera noticia me sorprendió en una fiesta de familia, el día de mi compromiso, y lo he abandonado todo en el mismo momento para venir a demostrar a Su Majestad mis temores y mi adhesión.

—Es cierto —dijo Luis XVIII—. ¿No existía un proyecto de matrimonio entre usted y la señorita de Saint Meran?

—Hija de uno de los más fieles servidores de Su Majestad.

—Sí, sí; pero volvamos a ese complot, señor de Villefort.

—Temo que sea más que un complot, una conspiración.

—Una conspiración en estos tiempos —repuso sonriendo Luis XVIII—, es cosa muy fácil de proyectar, pero difícil de llevar a cabo, porque restablecidos como quien dice ayer en el trono de nuestros abuelos, estamos amaestrados por el presente, por el pasado y para el porvenir. De diez meses a esta parte redoblan mis ministros su vigilancia en el litoral del Mediterráneo. Si desembarcara Napoleón en Nápoles, antes de que llegase a Piombino, se levantarían en masa los pueblos coaligados; si desembarca en Toscana, aquel país es su enemigo; si en Francia, ¿quién le seguiría?: un puñado de hombres, y fácilmente le haríamos desistir de su intento, mayormente cuando tanto le aborrece el pueblo. Tranquilícese pues, caballero; mas no por eso esté menos seguro de nuestra real gratitud.

—Aquí está el señor barón de Dandré —exclamó en esto el conde de Blacas.

En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse.

Villefort dio un paso para salir; pero le retuvo un apretón de manos del señor de Blacas.

Capítulo once: El ogro de Córcega

Al contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII rechazó violentamente la mesa a que estaba sentado.

—¿Qué le pasa, señor barón? —exclamó—. ¡Está turbado y vacilante! ¿Tiene alguna relación eso con lo que decía el conde de Blacas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort?

Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés.

—Señor... —balbució el barón.

—Acabe —dijo Luis XVIII.

Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desesperación, corrió a postrarse a los pies del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas.

—¿No hablará? —dijo.

—¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré.

—Caballero —dijo Luis XVIII—, le mando que hable.

—Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo.

—¿Dónde? —preguntó el rey vivamente.

—En Francia, señor, en un puerto cercano a Antibes, en el golfo Juan.

—¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabe esta noticia... ¡Eso es imposible, caballero! Le han informado mal o está loco.

 

—¡Ay, señor! Ojalá fuera como dice.

Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.

—¡En Francia! —exclamó—. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él?

—¡Oh, señor! —exclamó el conde de Blacas—, a una persona como el barón de Dandré no se le puede acusar de traición. Todos estábamos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de policía. Este es todo su crimen.

—Pero... —dijo Villefort, y repuso al momento reportándose—. Perdón, señor, perdón, mi celo me hace audaz. Dígnese Su Majestad excusarme.

—Hable, caballero, hable libremente —contestó el rey Luis XVIII—. Ya que nos ha prevenido del mal, ayúdenos a buscarle el remedio.

—Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; me parece que si osa penetrar en su territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él.

—Sin duda —dijo el ministro—; pero viene por Gap y Sisteron.

—¡Viene! —exclamó Luis XVIII—. ¿Viene a París?

El silencio del ministro equivalía a una confesión.

—¿Y cree, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? —preguntó el rey a Villefort.

—Lamento infinito, señor, decir a Su Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas.

—Vamos —murmuró Luis XVIII—, bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene?

—Señor, me es imposible decirlo a Su Majestad porque lo ignoro —dijo el ministro de policía.

—¡No lo sabe! ¿No le han informado de esta circunstancia? En verdad que no es importante —añadió el rey con una sonrisa irónica.

—No pude informarme, señor. El despacho anunciaba solamente el desembarco y el camino que trae el usurpador.

—¿Por qué medio ha recibido ese despacho?

El ministro bajó la cabeza, y el bochorno se pintaba en su semblante.

—Por el telégrafo, señor —dijo Dandré.

Luis XVIII dio un paso hacia atrás cruzándose de brazos, como Napoleón hubiera hecho, y dijo pálido de cólera:

—¡Así que una coalición de siete ejércitos ha derrocado a ese hombre, así que un milagro de Dios me ha restituido el trono de mis padres tras veintitrés años de exilio, así que he estudiado, sondeado y analizado en ese destierro los hombres y las cosas de esta Francia, mi tierra de promisión, para que, al llegar al goce de mis anhelos, el mismo poder de que dispongo se escape de mis manos para aniquilarme!

—Señor, es la fatalidad... —murmuró el ministro, aplastado por aquellas abrumadoras palabras.

—¿De modo que es verdad lo que murmuraban nuestros enemigos? ¿Nada hemos aprendido? ¿Nada hemos olvidado? Si me vendiesen como a él le vendieron, me consolaría; pero estar rodeado de personas encumbradas por mí, que deben velar por mí, con más cuidado que por ellas mismas, porque mi fortuna es su fortuna, porque no eran nada antes que yo subiese al trono, porque nada serán si yo caigo, y caer, y por torpeza, y por incapacidad. ¡Ah! ¡Cuánta razón tiene, señor mío, la fatalidad...!

El ministro se inclinaba bajo el peso de tan terrible anatema; Blacas se limpiaba la frente cubierta de sudor, y Villefort, viendo crecer su importancia, estaba satisfecho en su fuero interno.

—¡Caer...! —prosiguió Luis XVIII, que de una sola mirada sondeó el abismo que amenazaba tragar su trono—. ¡Caer! ¡Y saber por el telégrafo la noticia! ¡Oh!, mejor quisiera subir al cadalso de mi hermano Luis XVI, que bajar así las escaleras de las Tullerías, expuesto de ese modo al ridículo... ¿Sabe, caballero, lo que el ridículo puede en Francia? No lo sabe, aunque tenía que saberlo.

—Señor, ¡señor! —murmuró el ministro—, ¡por piedad!

—Acérquese, señor de Villefort —continuó el rey encarándose con el joven, que de pie y un tanto retirado observaba el desarrollo de esta conversación, en que se trataba el destino de un reino—, acérquese y diga a este caballero que pudo saber antes lo que no supo.

—Señor, era materialmente imposible adivinar proyectos que el usurpador ocultaba a todo el mundo.

—¡Materialmente imposible! ¡Gran palabra! Desgraciadamente hay palabras tan grandes como grandes hombres; ya las conozco a ellas y a ellos. ¡Imposible a un ministro que cuenta con una administración, con oficinas, con agentes, con gendarmes, con espías, con un millón y quinientos mil francos de fondos secretos, imposible saber lo que pasa a sesenta leguas de las costas de Francia! Pues escuche: este caballero no contaba con ninguno de tales recursos; este caballero, simple magistrado, sabía más que usted con toda su policía, y hubiese salvado mi corona a tener como usted el derecho de dirigir un telégrafo.

El ministro miró con una expresión de despecho a Villefort, que inclinó la cabeza con la modestia del triunfo.

—No lo digo por usted, Blacas —continuó Luis XVIII—, pues si bien nada ha descubierto, tuvo al menos la cordura de sospechar, y sospechar con perseverancia. Otro hombre, acaso hubiera tenido por intrascendente la revelación del señor Villefort, o por hija de una innoble ambición.

Estas palabras aludían a las que el ministro de policía pronunció tan sobre seguro una hora antes.

Villefort comprendió perfectamente al rey. Otro en su lugar acaso se desvaneciera con el humo de la alabanza; pero temió, crearse un enemigo mortal en el ministro de policía, aunque lo tuviese por hombre perdido sin remedio. En efecto, aquel ministro que en la plenitud de su poder no supo adivinar el secreto de Napoleón, podía en sus últimos instantes de vida política descubrir el de Villefort, solamente con interrogar a Dantés. Por esto, en vez de cebarse en el caído le alargó la mano.

—Señor —dijo—, la rapidez de este suceso debe probar a Su Majestad que solo Dios podía impedirlo. Lo que Su Majestad achaca en mí a una perspicacia notable, es hijo del azar pura y simplemente. Lo he aprovechado como un servidor fiel, y nada más. No me conceda mérito mayor que el que tengo, para no verse obligado a recobrar la primera opinión que se formó de mí.

El ministro de policía, agradecido, dirigió al joven una elocuente mirada, con lo que conoció Villefort que había logrado su deseo, es decir, que sin perder la gratitud del rey, acababa de ganar un amigo con quien podía contar siempre.

—Está bien —dijo Luis XVIII.

Y añadió luego, volviéndose al ministro de policía y al señor de Blacas:

—Pueden retirarse, señores. Lo que hay que hacer ahora atañe al ministro de la Guerra.

—Afortunadamente —dijo el señor de Blacas—, podemos contar con la marina, Su Majestad sabe cuán adicta es a su gobierno, según todos los informes.

—No me hable, conde, de informes, que ya sé la confianza que puedo poner en ellos. Y a propósito de informes, señor barón, ¿ha sabido algo nuevo sobre el asunto de la calle de Santiago?

—¡El asunto de la calle de Santiago! —exclamó el sustituto sin poder reprimir una exclamación.

Pero en seguida repuso:

—Perdón, señor, si mi adhesión a Su Majestad hace que me olvide, no del respeto que le debo, que ese está grabado profundamente, en mi corazón, sino de la etiqueta de palacio.

—Diga y haga lo que quiera, caballero —respondió el rey Luis XVIII—; en esta ocasión ha adquirido el derecho de interrogar.

—Señor —respondió el ministro de policía—, venía justamente ahora a comunicar a Su Majestad las últimas noticias que he adquirido sobre el asunto que nos ocupa. La muerte del general Quesnel nos va a dar el hilo de un gran complot.

El nombre del general Quesnel hizo estremecer a Villefort.

—En efecto, señor —prosiguió el ministro de policía—, todo induce a creer que esta muerte no ha sido un suicidio, como al principio creía todo el mundo, sino un asesinato. Cuando desapareció, salía, al parecer, el general Quesnel de un club bonapartista. Un hombre desconocido le fue a buscar aquella misma mañana, citándole en la calle de Santiago: desgraciadamente el ayuda de cámara del general, que le estaba peinando al entrar el desconocido en el gabinete, aunque recuerda bien que la calle era la de Santiago, no se acuerda del número de la casa.

A medida que el ministro daba estos pormenores al rey, Villefort, como pendiente de sus labios, mudaba instantáneamente de color.

El monarca se volvió hacia él.

—¿No supone como yo, señor de Villefort, que el general, a quien se tenía justamente por adicto al usurpador, pero que en el fondo era todo mío, haya muerto víctima de una venganza bonapartista?

—Es probable, señor —respondió Villefort—; pero ¿no se conocen más detalles?

—Hemos dado con el hombre de la cita, y se le sigue la pista.

—¡Se le sigue la pista! —repitió el sustituto.

—Sí; el ayuda de cámara dio sus señas. Es un hombre de cincuenta o cincuenta y dos años; moreno, ojos negros, cejas espesas y bigote. Lleva un levitón azul abotonado, y en un ojal la insignia de oficial de la Legión de Honor. Ayer la policía siguió a un individuo exactamente igual en todo a ese sujeto; pero le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.

Villefort tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón, porque a medida que el ministro hablaba, se negaban sus piernas a sostenerlo; pero cuando supo que el desconocido había escapado al agente que le seguía, respiró a sus anchas.

—Busque a ese hombre, caballero —dijo el rey al ministro de policía—, porque si es verdad, como todo hace suponer, que el general Quesnel que tan útil nos hubiera sido en estas circunstancias, ha caído bajo el puñal de un asesino, bonapartistas o no, quiero que los criminales sean castigados como se merecen.

Villefort necesitó de toda su sangre fría para no dejar traslucir los terrores que le inspiraban estas palabras del rey.

—¡Cosa extraña! —prosiguió el rey, como bromeando—; la policía cree haberlo dicho todo cuando dice: se ha cometido un asesinato; y haberlo hecho todo cuando añade: he encontrado la pista de los culpables.

—Señor, confío en que Su Majestad quede satisfecho esta vez.

—Ya veremos. No quiero entretenerlo más, barón; vaya a descansar, señor de Villefort, que debe estar muy fatigado del viaje. ¿Se aloja en casa de su padre?

Villefort se turbó visiblemente.

—No, señor —dijo—. Me hospedo en el hotel de Madrid, situado en la calle de Tournon.

—Pero supongo que lo habrá visto.

—Señor, en cuanto llegué fui a buscar al conde de Blacas.

—Pero ¿le verá?

—Ni siquiera trataré de hacerlo.

—¡Ah!, es justo —dijo el rey sonriéndose como para probar que todas sus preguntas encerraban intención—; me olvidaba de que está algo enfadado con el señor Noirtier, nuevo sacrificio a la causa real, que debo recompensarle.

—La bondad con que me trata Su Majestad es ya recompensa sobre todos mis deseos, que nada más tengo que pedir al rey.

—No importa, caballero, le tendremos presente, descuide, entretanto, esta cruz...

Y quitándose el rey la cruz de la Legión de Honor que solía llevar en el pecho cerca de la cruz de San Luis, y por encima de las placas de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de San Lázaro, se la dio a Villefort, que repuso:

—Señor, Su Majestad se equivoca, esta cruz es de oficial.

—Tómela, a fe mía, sea la que fuere —dijo el rey—, que no tengo tiempo para pedir otra. Blacas, haga que extiendan el diploma al señor de Villefort.

Los ojos de este se humedecieron con una lágrima de orgullosa alegría; tomó la cruz y la besó.

—¿Qué órdenes —dijo— tiene Su Majestad que darme en este momento?

—Descanse el tiempo que le haga falta, y tenga presente que si en París no puede servirme en nada, en Marsella puede ser muy al contrario.

—Señor —respondió inclinándose Villefort—, dentro de una hora habré salido de París.

—Marche, caballero —dijo el rey—, y si yo lo olvidase, que los reyes son desmemoriados, no tema el hacerse recordar... Señor barón, ordene que busquen al ministro de la Guerra. Blacas, quédese.

—¡Ah, señor! —dijo al magistrado el ministro de policía, cuando salieron de palacio—. ¡Entre con buen pie: su fortuna es cosa hecha!

 

—¿Durará mucho? —murmuró el magistrado saludando al ministro, cuya fortuna se deshacía, y buscando con los ojos un coche para volver a su casa.

A una seña de Villefort se acercó un coche, a cuyo conductor dio las señas de su casa, lanzándose al fondo en seguida, donde se entregó a sus sueños ambiciosos.

Diez minutos más tarde, el magistrado estaba ya en su casa, y mandó que le sirviesen el almuerzo y que preparasen los caballos para dentro de dos horas.

Iba ya a sentarse a la mesa, cuando sonó fuertemente la campanilla, como agitada por una mano vigorosa. El ayuda de cámara fue a abrir, y Villefort pudo oír que pronunciaban su nombre.

—¿Quién puede saber que estoy en París? —murmuró.

En este momento entró el ayuda de cámara.

—¿Y bien? —le dijo Villefort—. ¿Quién ha llamado? ¿Quién pregunta por mí?

—Una persona que no quiere decir su nombre.

—¡Una persona que no quiere decir su nombre! ¿Y qué quiere?

—Desea hablar con usted.

—¿Conmigo?

—Sí, señor.

—¿Ha dado mis señas? ¿Sabe quién soy yo?

—Indudablemente.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es un hombre de unos cincuenta años.

—¿Alto? ¿Bajo?

—De la estatura del señor, sobre poco más o menos.

—¿Blanco o moreno?

—Muy moreno; de cabellos, ojos y cejas negros.

—¿Y cómo va vestido? —preguntó vivamente el magistrado.

—Una levita azul, abotonada hasta arriba, con la roseta de la Legión de Honor.

—¡Él es! —murmuró Villefort palideciendo.

—¡Diablos! —dijo asomando en la puerta el hombre que hemos descrito ya dos veces—. ¡Diablos! ¡Qué conducta tan extraña! ¿Así hacen en Marsella esperar los hijos a sus padres en la antecámara?

—¡Padre mío...! —exclamó el sustituto—, no me equivoqué..., sospechaba que fuese usted.

—Si lo sospechabas —contestó el recién llegado dejando el bastón en un rincón y el sombrero en una silla—, permíteme entonces, querido Gerardo, hacerte ver que has obrado mal haciéndome esperar.

—Déjenos, Germán —dijo Villefort.

El criado se retiró, y se veía que le sorprendía lo ocurrido.

Capítulo doce: Padre e hijo

El señor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con la vista al criado hasta que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a abrir por su propia mano. No fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la antecámara dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre. El señor Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de la antecámara, y echando el cerrojo a la de la alcoba, se acercó, tendiéndole la mano, a Villefort, que aún no había dominado la sorpresa que le causaban aquellas operaciones.

—¿Sabes, querido Gerardo —le dijo mirándolo de una manera indefinible—, sabes que me parece que no te alegras mucho de verme?

—Padre mío —respondió Villefort—, me alegro con toda el alma; pero no esperaba su visita y me ha sorprendido.

—Mas ahora que caigo en ello —respondió el señor Noirtier—, que yo le podría decir otro tanto. Me anuncia desde Marsella su compromiso para el 28 de febrero, ¡y está en París el 3 de marzo!

—No se queje, padre mío, de mi estancia en París —dijo Gerardo acercándose al señor Noirtier—. He venido por usted, y mi viaje puede salvarlo.

—¿De veras? —dijo el señor Noirtier acomodándose en un sillón—; ¿de veras? Cuénteme eso, señor magistrado, que debe de ser cosa curiosa.

—¿Ha oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de Santiago?

—¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente.

—Su sangre fría me hace temblar, padre.

—¿Qué quieres? Quien ha sido proscrito por la Montaña, quien ha huido de París en un carro de heno, quien ha corrido por las Landas de Burdeos perseguido por los sabuesos de Robespierre, se acostumbra a todo en esta vida. Sigue. ¿Qué ha pasado en ese club de la calle de Santiago?

—Lo que ha pasado es que han citado a él al general Quesnel, y este, que salió a las nueve de la noche de su casa, ha sido hallado muerto en el Sena.

—¿Y quién le contó esa historia?

—El mismo rey, señor.

—Pues a cambio de ella voy a darle una noticia —prosiguió Noirtier.

—Supongo que ya sé de qué se trata.

—¡Ah! ¿Sabe el desembarco de Su Majestad el emperador?

—¡Silencio, padre! Se lo suplico por usted y por mí. Ya sabía yo esa noticia, y aún antes que usted, porque hace tres días que bebo los vientos desde Marsella a París, rabioso por no poder apartar de mi imaginación esa idea que me la trastorna.

—¡Hace tres días! ¿Está loco? Hace tres días no se había embarcado todavía el emperador.

—No importa. Yo sabía su intento.

—¿Cómo?

—Por una carta que le dirigían a usted desde la isla de Elba.

—¿A mí?

—A usted: la he sorprendido, así como al mensajero. Si aquella carta hubiera caído en otras manos, quizás estaría fusilado a estas horas, padre mío.

El señor Noirtier se echó a reír.

—No parece —dijo— sino que la restauración haya aprendido del imperio el modo de dar remate pronto a los asuntos. ¡Fusilado! ¿Adónde vamos a parar? ¿Y qué es de esa carta? Le conozco bien para temer que haya dejado de destruirla.

—La quemé, temeroso de que hubiese en el mundo un solo fragmento; porque aquella carta era su perdición.

—Y la pérdida de su carrera —repuso fríamente Noirtier—. Ya lo comprendo todo; pero no hay por qué temer, pues me protege por su interés.

—Más que eso aún: lo salvo.

—¡Vaya, vaya! El interés dramático sube de punto. Explíquese.

—Volvamos a hablar del club de la calle de Santiago.

—Parece que el tal club ocupa mucho a la policía. Si lo buscasen mejor ya darían con él.

Ya han dado con la pista.

—Esa es la frase sacramental. Cuando la policía no ve más allá de sus narices en un asunto, asegura que ha dado con la pista; y con esto espera el gobierno tranquilamente a que venga a decirle con las orejas gachas: he perdido la pista.

—Sí, pero encontró un cadáver. Al general le han matado y en todas partes del mundo se llama eso un asesinato.

—¿Un asesinato dice? ¿Quién prueba que el general ha sido víctima de un asesinato? Todos los días se encuentran en el Sena cadáveres de desesperados o de personas que no saben nadar.

—Sabe muy bien, padre mío, que el general no se ha suicidado, así como que en el mes de enero nadie se baña. No, no, no se engañe a usted mismo. Su muerte está bien calificada de asesinato.

—¿Y quién la califica así?

—El propio rey.

—¿El rey? Lo tenía por filósofo: ¿cómo cree que en política haya asesinatos? En política, querido mío, y usted lo sabe tan bien como yo, no hay hombres, sino ideas; no sentimientos, sino intereses; en política no se mata a un hombre, sino se allana un obstáculo. ¿Quiere que le diga cómo ha acaecido lo del general Quesnel? Pues voy a decírselo. Creíamos poder contar con él, y aun nos lo habían recomendado de la isla de Elba. Uno de nosotros fue a su casa a invitarlo para que asistiera a una reunión de amigos en la calle de Santiago. Accede a ello, se le descubre el plan, la fuga de la isla de Elba, el desembarco, todo en fin; y cuando lo sabe, cuando ya nada le queda por saber, nos declara que es realista. Entonces nos miramos unos a otros; le hacemos jurar, pero jura de tan mala gana que parecía como si tentase a Dios... Pues oye, a pesar de esto, se le deja salir en libertad, en libertad absoluta... Si no ha vuelto a su casa..., ¿qué sé yo? Habrá errado el camino, porque él se separó de nosotros sano y salvo. ¡Asesinato dice! Me sorprende en verdad, Villefort, que usted, sustituto del procurador del rey, base una acusación en tan malas pruebas. ¿Me ha ocurrido nunca a mí, cuando cumpliendo su deber de realista corta la cabeza a uno de los míos, me ha ocurrido nunca el ir a decirle: ha cometido un asesinato? No, sino que le he dicho: bien, muy bien; mañana tomaremos el desquite.

—Pero tenga en cuenta, padre mío, que cuando nosotros la tomemos será terrible.

—No lo comprendo.

—¿Usted cuenta con la vuelta del usurpador?