El Conde de Montecristo

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—Adivina que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? —dijo Caderousse sonriendo—. Pero ¿qué quiere? No basta ser hombre honrado, para prosperar en este mundo.

El abate clavó en él una mirada penetrante:

—Sí, señor, honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero —dijo el posadero, arrostrando la mirada del abate, poniendo una mano sobre el corazón y mirándole de pies a cabeza—, y en estos tiempos, no todos pueden decir otro tanto.

—Tanto mejor, si de lo que se jacta es cierto —añadió el abate— porque tarde o temprano, yo estoy firmemente convencido de que el hombre de bien será recompensado, y el malo, castigado.

—Usted debe decir eso, señor abate; usted debe decir eso —replicó Caderousse con una expresión amarga—, pero uno es dueño de creer o no creer lo que dice.

—Hace mal en hablar así —repuso el abate—, porque acaso muy en breve voy a ser yo mismo una prueba de lo que pronostico.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Caderousse asombrado.

—Quiero decir que es necesario que me asegure de si es usted el que yo busco.

—¿Qué prueba quiere que le dé?

—¿Conoció en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés?

—¡Que si lo conocí! ¡Que si conocí a ese pobre Edmundo! Vaya, ya lo creo, como que era uno de mis mejores amigos —exclamó Caderousse, cuyo rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mientras que la mirada fija y tranquila del abate parecía dilatarse para cubrir enteramente a aquel a quien interrogaba.

—Sí, me parece que, en efecto, ese era su nombre.

—¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como yo me llamo Gaspar Caderousse. ¿Y qué ha sido de ese pobre Edmundo? —continuó el posadero—. ¿Lo ha conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre? ¿Es dichoso?

—Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que arrastran su cadena en el presidio de Tolón —respondió el abate.

Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo encarnado que se había apoderado antes de él; se volvió, y el abate vio que enjugaba una lágrima con su pañuelo.

—¡Pobrecillo! —murmuró Caderousse—. ¡Y bien! Ahí tiene una prueba de lo que yo le decía antes, señor abate, que Dios solo es bueno para los malos. ¡Ah! —continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los naturales del Mediodía—, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y acabemos de una vez.

—Al parecer amaba a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? —preguntó el abate.

—Sí, mucho —dijo Caderousse—, aunque tenga que echarme en cara el haberle envidiado por un momento su dicha. Pero, después, se lo juro a fe de Caderousse, compadezco su deplorable suerte.

Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante de interrogar la fisonomía movible del posadero.

—¿Y usted lo ha conocido? —continuó Caderousse.

—He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los socorros de la religión —respondió el abate.

—¿Y de qué ha muerto? —preguntó Caderousse con una angustia mortal.

—¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de la prisión misma?

Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente.

—Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos momentos, me juró por el Santo Cristo, cuyos pies besaba, que no sabía la verdadera causa de su cautiverio.

—Es verdad, es verdad —murmuró Caderousse—, no podía saberla, no, señor abate, el pobre muchacho no mentía.

—Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que él no pudo descubrir, y reivindicara su buen nombre, por si acaso había sido mancillado.

Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la expresión casi sombría que se había pintado en el rostro de Caderousse.

—Un rico inglés —continuó el abate—, compañero suyo de infortunio, y que salió de la cárcel al verificarse la segunda restauración, poseía un diamante de un valor inmenso, y habiéndole cuidado Dantés como un hermano, en una enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el diamante. En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra parte, podían tomarlo y después hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre preciosamente para el caso de que saliese en libertad, porque si llegaba a salir, su fortuna estaba asegurada con solo la venta de aquel diamante.

—¿Y, era como decía —preguntó Caderousse con los ojos inflamados por la codicia—, un diamante muy valioso?

—Todo es relativo —replicó el abate—. Lo era para Edmundo: estaba tasado en cincuenta mil francos.

—¡Cincuenta mil francos! —dijo Caderousse—. ¡Entonces sería tan grueso como una nuez!

—No, pero poco le faltaba —dijo el abate—. Pero usted mismo va a juzgarlo porque lo tengo conmigo.

Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que hablaba. Este sacó de su bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió e hizo brillar a los ojos atónitos de Caderousse la deslumbrante maravilla, montada en una sortija de un trabajo admirable.

—¿Y esto vale cincuenta mil francos? —preguntó Caderousse.

—Sin el engaste, que vale otro tanto —dijo el abate.

Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no obstante, continuaba brillando en el pensamiento de Caderousse.

—Pero ¿cómo es que posee ese diamante, señor abate? —preguntó Caderousse—. ¿Le ha hecho Edmundo heredero suyo?

—No, pero sí su ejecutor testamentario: “Yo tenía tres buenos amigos y una muchacha con quien iba a casarme —me dijo—, los cuatro, estoy seguro, sintieron mi suerte amargamente; uno de estos cuatro amigos se llama Caderousse”.

Este se estremeció.

—“El otro —continuó el abate, haciendo como que no advertía la emoción de Caderousse—, el otro se llamaba Danglars; el tercero —añadió—, porque mi rival me amaba también...”.

Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un movimiento para interrumpir al abate.

—Espere —dijo este—. Déjeme acabar, y si tiene alguna observación que hacerme, pronto lo escucharé. “El otro, porque mi rival me amaba también, se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre era...”.

—Mercedes —dijo Caderousse.

—¡Ah! Sí, eso es —replicó el abate con un suspiro ahogado—. Mercedes.

—¿Y bien? —preguntó Caderousse.

—Deme un poco de agua —dijo el abate.

Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos sorbos.

—¿Dónde estábamos? —inquirió, colocando el vaso sobre la mesa—. La prometida se llamaba Mercedes, sí, eso es. “Irá a Marsella...”. Dantés es quien habla, ¿comprende?

—Perfectamente.

—“Venderá ese diamante, hará cinco partes y las repartirá entre esos buenos amigos, los únicos que me han amado en la tierra”.

—¿Cómo cinco partes? —dijo Caderousse—. ¡No ha nombrado más que cuatro personas!

—Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto... La quinta era el padre de Dantés.

—¡Ay! Sí —dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que combatían en él—. ¡Ay! Sí, ¡el pobre hombre ha muerto!

—Me enteré de ello en Marsella —respondió el abate haciendo un esfuerzo por parecer indiferente—. Pero hace tanto tiempo que murió que no he podido adquirir más detalles... ¿Sabría usted algo del fin que tuvo ese anciano?

—¡Ah! —dijo Caderousse—, ¿quién puede saberlo mejor que yo...? Vivía al lado de él... ¡Ah, Dios mío! Sí, un año casi después de la desaparición de su hijo murió el pobre anciano.

—Pero ¿de qué murió?

—Los médicos dijeron que de una gastroenteritis... Otros aseguran que murió de dolor, y yo, que casi lo he visto morir, digo que ha muerto...

Caderousse se detuvo.

—¿Muerto de qué? —preguntó el sacerdote con ansiedad.

—De hambre...

—¡De hambre! —exclamó el abate saltando sobre su banquillo—, ¡de hambre! ¡Los animales más viles no mueren de hambre, los perros que vagan por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un pedazo de pan! ¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres que como él se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible!

—Vuelvo a repetir lo que he dicho —dijo Caderousse.

—Y haces muy mal —dijo una voz en la escalera—. ¿Para qué lo mezclas en cosas que nada le importan?

Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la cabeza de la Carconte, que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba la conversación sentada en el último escalón, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas.

—¿Y tú por qué te metes en esto, mujer? —dijo Caderousse—. El señor me pide informes, la cortesía exige que yo se los dé.

—Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién le ha dicho con qué intención lo quieren hacer hablar, imbécil?

—Muy excelente, señora, le respondo a ello —dijo el abate—. Su marido nada tiene que temer con tal que hable francamente.

—Nada que temer..., sí, siempre se empieza por muy buenas promesas, después se añade que nada hay que temer, luego se deja por cumplir lo prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una desgracia, sin saber por dónde ni cómo vino.

—Descuide, buena mujer —respondió el abate—, no le sucederá ninguna desgracia por parte mía, se lo aseguro.

La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, y continuó tiritando, dejando a su marido libre de continuar su conversación. Pero colocada de manera que no perdía una sola palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se había repuesto algún tanto.

 

—Pero —replicó—, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el mundo para que haya muerto de semejante muerte?

—¡Oh!, caballero —replicó Caderousse—, no fue porque Mercedes, la catalana, ni M. Morrel lo hubiesen abandonado, pero el pobre anciano había cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo —continuó Caderousse con una sonrisa irónica—, que Dantés le ha dicho ser uno de sus amigos.

—¿Es que no lo era? —dijo el abate.

—¡Gaspar, Gaspar! —murmuró la mujer desde lo alto de la escalera—. ¡Mira lo que dices!

Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le hacían más que:

—¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? —respondió al abate—. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos... ¡Pobre Edmundo...! En fin, mejor es que no haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir... Y digan lo que quieran —continuó Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda poesía—, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos.

—¡Imbécil! —murmuró la Carconte.

—¿Sabe lo que hizo Fernando contra Dantés?

—¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!

—Hable, pues.

—Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño —dijo su mujer—, pero deberías creerme y no decir una palabra.

—Me parece que tienes razón, mujer —dijo Caderousse.

—¿Conque no quiere decir nada? —replicó el abate.

—¿Para qué? —dijo Caderousse—. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de tierra, según dice, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación.

—¿Entonces quiere —dijo el abate— que yo dé a esas personas, que usted considera enemigos, una recompensa destinada a la fidelidad?

—Es cierto, tiene razón —dijo Caderousse—. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo...? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar.

—Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán —dijo la mujer.

—Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?

—¿Entonces no sabe su historia?

—No; cuéntemela.

Caderousse pareció reflexionar un instante.

—No, porque sería muy largo.

—Haga lo que más le convenga, amigo mío —dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia—, yo respeto sus escrúpulos; por otra parte, lo que hace es propio de un hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encargado? De una simple formalidad. Venderé este diamante —y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.

—Ven a verlo, mujer —dijo este con voz ronca.

—¡Un diamante! —dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera—. ¿Qué diamante es ese?

—¿No lo has oído, mujer? —dijo Caderousse—. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.

—¡Oh, qué joya tan preciosa! —dijo ella.

—¿Así que nos pertenece la quinta parte de esta suma? —dijo Caderousse.

—Sí, caballero —respondió el abate—. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre ustedes cuatro.

—¿Y por qué cuatro? —preguntó la Carconte.

—Porque cuatro son los amigos de Edmundo.

—No son amigos los que hacen traición —murmuró sordamente la mujer.

—Sí, sí —dijo Caderousse—, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez.

—Usted lo ha querido —replicó tranquilamente el abate, volviendo a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana—. Ahora deme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad.

La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y volvió.

Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.

—¡Sería para nosotros el diamante entero! —dijo Caderousse.

—¿Lo crees así? —respondió la mujer.

—Un eclesiástico no querría engañarnos.

—Haz lo que quieras —dijo la mujer—. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada.

Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante.

—Reflexiónalo bien, Gaspar —dijo.

—Ya estoy decidido —respondió Caderousse.

La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, se oyó el ruido de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada.

—¿A qué está decidido? —preguntó el abate.

—A decírselo todo —respondió.

—Me parece que eso es lo mejor que pudiera hacer —dijo el sacerdote—. No porque yo quiera saber lo que usted quiere ocultarme, pero, en fin, si puede ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor.

—Así lo espero —respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición.

—Lo escucho —dijo el abate.

—Aguarde un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que ha venido aquí.

Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que solo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que quedaba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos.

Caderousse acercó un banquillo y se colocó delante de él.

—Acuérdate de que yo no te he inducido a que hables —dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba.

—Está bien, está bien —dijo Caderousse—. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.

Capítulo cuatro: Declaraciones

—Ante todo —dijo Caderousse—, debo rogarle, caballero, que me prometa una cosa.

—¿Cuál? —preguntó el abate.

—Que si llega a hacer uso de los detalles que voy a darle, nadie debe saber jamás que los ha adquirido de mí, porque aquellos de quienes voy a hablarle son ricos y poderosos, y conque me tocaran solamente con la punta de un dedo, me harían pedazos como si fuera de cristal.

—Tranquilícese, amigo mío —dijo el abate— soy sacerdote y las confesiones mueren en mi seno. Acuérdese de que no tenemos otro fin más que cumplir dignamente la última voluntad de nuestro amigo. Hable, pues, sin temor y sin odio; diga la pura verdad. Yo no conozco, y probablemente no conoceré jamás, a las personas de que va a hablarme; por otra parte, soy italiano, y no francés, pertenezco a Dios, y no a los hombres, y pronto volveré a entrar en mi convento, del que no he salido más que para cumplir con la última voluntad de un moribundo.

Esta promesa positiva pareció tranquilizar algún tanto a Caderousse.

—¡Pues bien! En ese caso —dijo Caderousse—, quiero, o más bien debo desengañarle acerca de esas amistades que el pobre Edmundo creía sinceras y desinteresadas.

—Empecemos hablando de su padre, si le parece —dijo el abate—. Edmundo me ha hablado mucho de ese anciano, a quien profesaba un amor profundo.

—La historia es triste, señor —dijo Caderousse inclinando la cabeza—. ¿Probablemente sabrá el principio?

—Sí —respondió el abate—, Edmundo me lo contó todo, hasta el momento en que fue detenido en una taberna cerca de Marsella.

—En la Reserva. ¡Oh, Dios mío! Sí, me acuerdo como si lo estuviera viendo.

—¿No fue en la comida de sus bodas?

—Sí, y la comida que tan bien empezó, tuvo un fin bastante triste. Un comisario de policía, seguido de cuatro soldados armados, entró, y Dantés fue detenido.

—Hasta ese suceso es lo que yo sé —dijo el sacerdote—. Dantés mismo no sabía más que lo que le era absolutamente personal, porque no volvió a ver a ninguna de las personas que le he nombrado, ni oído hablar de ellas.

—¡Pues bien! Cuando detuvieron a Dantés, el señor Morrel corrió a tomar informes, que fueron bien tristes. El anciano volvió solo a su casa, dobló su vestido de bodas llorando, pasó todo el día dando paseos por su cuarto, y no se acostó; porque yo vivía debajo de él, y escuché sus pasos toda la noche. Yo mismo he de confesar que tampoco dormí, el dolor de aquel pobre padre me causaba mucho mal, y cada uno de sus pasos me estrujaba el corazón como si hubiese puesto el pie sobre mi pecho. Al día siguiente, Mercedes fue a Marsella para implorar la protección de M. Villefort, pero nada obtuvo; en seguida fue a hacer una visita al anciano. Cuando lo vio tan sombrío y tan abatido, cuando supo que había pasado la noche sin acostarse, y que no había comido desde el día anterior, quiso llevárselo a su casa para prodigarle los cuidados de una hija a un padre, pero el anciano no quiso consentir en ello: “No —decía—, no saldré de esta casa, porque a mí es a quien más ama mi desgraciado hijo, y si sale de la prisión a quien primero correrá a ver será a mí. Y entonces, ¿qué diría si no me viese aquí esperándole?”.

»Yo escuchaba todo esto desde mi cuarto, y hubiera querido que Mercedes determinase al anciano a seguirla, porque aquellos pasos día y noche sobre mi cabeza no me dejaban descansar.

—Pero ¿no subía usted a consolar al anciano?

—¡Ah!, caballero —respondió Caderousse—, no se puede consolar al que no quiere ser consolado, y él era de esta especie; además, no sé por qué, pero me parecía que tenía repugnancia en verme. Pero una noche que oía sus sollozos, no pude resistir por más tiempo, y subí; pero cuando llegué a la puerta, ya no sollozaba, oraba. La elocuencia y ternura de sus palabras, yo no sabré describirla, caballero; aquello era más que piedad, era más que dolor; así, pues, yo, que no soy muy santurrón y que no gusto mucho de los jesuitas, dije para mí ese día: “Ahora me alegro de ser solo y de que Dios no me haya enviado ningún hijo, porque si fuera padre y sintiese un dolor semejante al de ese anciano, no pudiendo hallar en mi memoria ni en mi corazón todo cuanto él dice al Señor, me precipitaría al mar por no sufrir tanto tiempo”.

—¡Pobre padre! —murmuró el sacerdote.

—Cada vez vivía más solo y aislado. El señor Morrel y Mercedes venían a verle a menudo, pero su puerta seguía cerrada y aunque yo tenía completa seguridad de que estaba en su habitación, él no respondía. Un día que, contra su costumbre recibió a Mercedes, y la pobre joven igualmente desesperada, procuraba socorrerle: “Créeme, hija mía —le dijo—, ha muerto... y, en lugar de esperarle nosotros, él es quien nos espera... de este modo yo soy muy feliz; porque soy el más viejo y, de consiguiente, le veré primero que nadie...”. Por bueno que uno sea, pronto cesa de visitar a las personas que le entristecen; el viejo Dantés acabó por quedarse completamente solo. Yo no veía subir a su casa más que a personas desconocidas, que bajaban con algún paquete mal encubierto; comprendí después lo que eran aquellos paquetes. Iba vendiendo poco a poco, para vivir, lo que tenía. Finalmente, se agotaron los recursos del pobre anciano..., debía tres plazos, le amenazaron con echarle de la casa; entonces pidió ocho días de término y le fueron concedidos. Supe estos pormenores, porque el casero entró en mi casa después de haber salido de la suya. Durante los tres primeros días oía sus pasos como de costumbre, pero al cuarto ya no oía nada. Me atreví a subir, la puerta estaba cerrada y a través del agujero de la llave, le vi tan pálido y tan demudado que, juzgándole muy enfermo, hice avisar al señor Morrel y corrí a casa de Mercedes. Los dos se apresuraron a ir a socorrerle. El señor Morrel llevaba consigo un médico, el cual reconoció que aquella enfermedad era una gastroenteritis, y le mandó que guardase dieta. Yo estaba allí, caballero, y nunca olvidaré la sonrisa del anciano al oír aquella orden. Desde entonces abrió su puerta, ya tenía una excusa para no comer, puesto que el médico le había mandado guardar rigurosa dieta.

 

El abate lanzó un gemido.

—Esta historia le enternece, ¿no es verdad, caballero? —dijo Caderousse.

—Sí —respondió el abate—, me enternece mucho.

Mercedes volvió y le halló tan demudado, que como la primera vez quiso llevarlo a su casa. Tal era la opinión del señor Morrel, pero el anciano gritó y se desesperó tanto, que tuvieron que dejarlo. Mercedes se quedó a la cabecera de su cama. El señor Morrel se alejó, haciendo señal a la catalana de que dejaba una bolsa sobre la chimenea. Pero, escudado en el mandato del médico, el anciano no quiso tomar nada. En fin, después de nueve días de desesperación y de abstinencia, expiró maldiciendo a los que habían causado su desgracia, y diciendo a Mercedes: “Si vuelve a ver a Edmundo, dígale que muero bendiciéndole”.

El abate se levantó, dio unos cuantos pasos por el cuarto, llevándose ambas manos a la cabeza.

—¿Y usted cree que ha muerto...?

—De hambre, caballero, de hambre —dijo Caderousse—, se lo aseguro, tan cierto como que los dos somos cristianos.

El abate cogió el vaso de agua medio lleno con una mano convulsiva, lo bebió de un solo sorbo, y se volvió a sentar con los ojos inflamados y las mejillas pálidas.

—Confiese que es una desgracia —dijo con voz ronca.

—Tanto mayor cuanto que Dios no se ha mezclado en nada; los hombres únicamente tienen la culpa de todo.

—Pasemos, pues, a hablar de esos hombres —dijo el abate— pero piense que se ha comprometido a decírmelo todo; veamos, ¿qué hombres son esos que han hecho morir al hijo de desesperación y al padre de hambre?

—Dos hombres celosos de él, caballero. El uno por amor, el otro por ambición: Fernando y Danglars.

—Y, dígame, ¿cómo se manifestaron esos celos?

—Denunciaron a Edmundo como agente bonapartista.

—Pero ¿quién de los dos lo denunció? ¿Quién de los dos fue el verdadero culpable?

—Ambos, caballero; el uno escribió la carta, el otro la echó al correo.

—¿Y dónde se escribió la carta?

—En la misma Reserva, la víspera del casamiento.

—Eso es, eso es —murmuró el abate—. ¡Oh! ¡Faria! ¡Faria! ¡Qué bien conocía los hombres y las cosas!

—¿Qué dice, caballero? —preguntó Caderousse.

—Nada —replicó el sacerdote—. Prosiga.

—Danglars fue quien escribió la denuncia con la mano izquierda, para que su letra no fuese conocida, y Fernando quien la envió.

—Pero —exclamó de repente el abate—, usted estaba allí...

—¿Yo? —dijo Caderousse asombrado—. ¿Quién le ha dicho que yo estaba?

El abate comprendió que se había adelantado demasiado.

—Nadie —dijo—, pero para estar tan al corriente de todos esos detalles, es preciso que haya sido testigo de ellos.

—Es verdad —dijo Caderousse con voz ahogada—, allí estaba.

—¿Y no se opuso a esa infamia? —dijo el abate—. Entonces es su cómplice.

—Caballero —dijo Caderousse—, me habían hecho beber los dos hasta el punto que perdí la razón. Todo lo veía como a través de una nube. Dije cuanto puede decir un hombre en ese estado, pero me dijeron que solo era una chanza lo que habían intentado hacer y que esta chanza no tendría consecuencias.

—Al día siguiente... al día siguiente... ya vio que tuvo consecuencias; sin embargo, no dijo nada, y estaba allí cuando lo detuvieron.

—Sí; estaba allí, y quise hablar, quise decirlo todo, pero Danglars me contuvo: “Y si es culpable, por casualidad, si verdaderamente ha arribado a la isla de Elba, si está encargado de una carta para la Junta bonapartista de París, si le encuentran esa carta, los que le hayan sostenido pasarán por cómplices suyos”. Tuve miedo de la policía tan rigurosa que había en aquel tiempo. Me callé, lo confieso; fue una cobardía, convengo en ello, pero no fue un crimen.

—Comprendo, dejó obrar.

—Sí, caballero —respondió Caderousse— y eso me causa día y noche espantosos remordimientos. Muchas veces pido perdón a Dios, se lo juro, tanto más, cuanto que esta acción, la única que tengo que echarme en cara en mi vida, es sin duda alguna la causa de mis adversidades. Estoy expiando un instante de egoísmo; así, pues, eso es lo que yo digo siempre a la Carconte cuando me viene con quejas: “Cállate, mujer, Dios lo quiere así”.

Y Caderousse bajó la cabeza, dando todas las muestras de un verdadero arrepentimiento.

—Bien, bien —dijo el abate—. Ha hablado con franqueza, acusarse de ese modo es merecer el perdón.

—Por desgracia —dijo Caderousse—, Edmundo ha muerto y no me ha perdonado.

—Sin duda lo ignoraba —dijo el abate.

—Pero ahora lo sabrá tal vez —replicó Caderousse—, dicen que los muertos todo lo saben.

Hubo una pausa. El abate se había levantado y se paseaba pensativo. Después se dirigió al sitio que ocupaba antes y se volvió a sentar con abatimiento.

—Me ha nombrado ya por dos o tres veces a un tal Morrel —le dijo—. ¿Quién es ese hombre?

—Era armador de El Faraón, y principal de Dantés.

—¿Y qué especie de papel ha hecho ese hombre en todo este triste suceso? —preguntó el abate.

—¡Ah!, el papel de un hombre de bien, de un hombre honrado, caballero. Veinte veces intercedió por Edmundo, y cuando el emperador volvió a ocupar el trono, escribió, suplicó, amenazó, en fin, hizo tanto para salvar a aquel desgraciado, que en la segunda restauración fue perseguido como bonapartista. Veinte veces, como ya le he dicho, fue a casa del padre de Dantés para llevarle a la suya, y la víspera o antevíspera de su muerte, como ya le he dicho, también, dejó sobre la chimenea un bolsillo, con el cual pudieran pagarse las deudas de aquel buen hombre y atender a los gastos de su entierro, de manera que aquel desgraciado anciano llegó a morir como había vivido, sin causar ningún perjuicio a nadie; yo mismo conservo aún aquel bolsillo, un bolsillo de seda encarnada.

—¿Y vive aún ese señor Morrel...? —preguntó el abate.

—Sí, señor —dijo Caderousse.

—En ese caso —continuó el abate— a ese hombre le habrá bendecido el cielo... y será rico... feliz...

Caderousse sonrió con amargura.

—Sí, feliz, tan feliz como yo —dijo.

—¡Pues qué! ¡El señor Morrel es tan desgraciado! —exclamó el abate.

—Se halla ya a las puertas de la miseria, caballero, y lo que es peor aún, a las del deshonor.

—¿Pues cómo es eso?

—¿Qué quiere...? —continuó Caderousse—. De esas cosas que suceden; después de veinticinco años de un continuo trabajo, después de haber adquirido un honroso lugar entre los comerciantes de Marsella, el desgraciado señor Morrel se ha arruinado completamente. Ha perdido cinco buques en dos años, ha sufrido tres quiebras espantosas, y todas sus esperanzas están cifradas ahora en El Faraón que mandaba el pobre Dantés, que, según dicen, debe volver de las Indias con un cargamento de cochinilla y de añil. Si El Faraón naufraga también como los otros, el señor Morrel estará perdido.

—¿Y tiene mujer..., tiene hijos ese desgraciado?

—Sí, señor; tiene una mujer que ha sobrellevado las desgracias de su esposo como una santa, tiene una hija que estaba para casarse con un hombre a quien amaba, y cuya familia no quiso consentir en que se casase con la hija de un comerciante en quiebra; y tiene, además, un hijo teniente de no sé qué cuerpo, pero comprenderá muy bien, todo esto aumenta el dolor en vez de dulcificarlo, a ese infeliz y honrado señor Morrel. Si fuese solo, es decir, si no tuviese familia, se levantaría la tapa de los sesos y asunto concluido.

—Pero eso es espantoso —interrumpió el abate.

—He aquí cómo recompensa Dios la virtud, caballero —dijo Caderousse—. Mire, yo, que nunca he hecho ninguna mala acción, excepto la que ya le he contado, me encuentro en la miseria más deplorable. Después de ver morir a mi pobre mujer de una fiebre, sin poder hacer nada por ella, moriré de hambre, como el padre de Dantés, mientras que Fernando y Danglars nadan en oro.

—¿Cómo es eso?

—Porque todo les sale bien, al paso que a mí, que soy un hombre honrado, todo me sale mal.

—¿Qué ha sido de Danglars, el más culpable; no es así?

—¿Qué ha sido de él? Abandonó Marsella, entró por recomendación de M. Morrel, que ignoraba su crimen, de primer dependiente en casa de un banquero español. Durante la guerra de España se encargó de una parte de las provisiones del ejército francés, e hizo fortuna con ese primer dinero, jugó sobre los fondos públicos, y triplicó, cuadruplicó sus capitales, y viudo después de la hija de su principal, se casó con otra viuda llamada madame Nargonne, hija de M. Servieux, canciller del rey actual, y que goza de la mayor influencia. Había llegado a ser millonario, lo hicieron barón, de modo que ahora es barón Danglars, y posee un magnífico palacio en la calle de Mont Blanc, diez soberbios caballos, seis lacayos en la antesala, y no sé cuántos millones en sus cajas.