El Conde de Montecristo

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Esta fue una de las noches más agitadas que Dantés pasó en su vida. Todas las probabilidades buenas y malas, todas las dudas y todas las certidumbres, se disputaban el dominio de su fantasía. Si cerraba los ojos, veía en la pared, escrita con letras de fuego, la carta del cardenal Spada; si un instante se rendía al sueño, las más insensatas visiones trastornaban su imaginación.

Ora se creía andando por grutas cuyo suelo eran esmeraldas, las paredes rubíes y las estalactitas diamantes. Como se filtra por lo común el agua subterránea, caían las perlas gota a gota. Absorto y maravillado, se llenaba los bolsillos de piedras preciosas, que al salir fuera se convertían en pedernales. Intentaba volver entonces a las maravillosas grutas, que apenas había registrado, pero perdía el camino en un dédalo de espirales infinitas. La entrada se había hecho invisible. En vano revolvía su fatigada memoria para recordar aquella palabra mágica y misteriosa que abría al pescador árabe las espléndidas cavernas de Alí Babá. Todo en vano. El tesoro desaparecía, el tesoro había vuelto a ser propiedad de los seres de la tierra, a quienes tuvo esperanzas de quitárselo.

El amanecer le sorprendió tan febril como había estado la noche entera, pero le hizo pensar con lógica y arreglar su proyecto, que hasta ahora vagaba en su cerebro.

Con la llegada de la noche comenzaron los preparativos del viaje, proporcionando a Dantés un medio de ocultar su turbación.

Poco a poco había ido adquiriendo sobre sus compañeros el derecho de mandar como jefe, y como sus órdenes eran siempre claras y facilísimas de ejecutar, le obedecían, no solo con prontitud, sino hasta con alegría.

El patrón le dejaba obrar a su antojo, porque también había reconocido la superioridad de Dantés sobre los marineros, y aun sobre él mismo. Miraba a aquel joven como a su natural sucesor, y sentía no tener una hija para casarla con él.

Los preparativos terminaron a las siete de la noche; a las siete y media doblaba la tartana el faro, en el momento en que se encendía.

El mar estaba tranquilo. Navegaban con un vientecillo fresco de Sudeste, bajo un cielo azul, tachonado de estrellas. Dantés declaró que todos los marineros podían acostarse, puesto que él se encargaba del timón. Semejante declaración del Maltés (así le llamaban a Edmundo Dantés los marineros) era suficiente para que todos se acostaran tranquilos.

Había ya sucedido esto algunas veces. Lanzado el joven desde la soledad al mundo, sentía de cuando en cuando deseos de estar solo. Ahora bien, ¿qué soledad más inmensa y más poética que la de un buque que boga aislado en alta mar, entre las tinieblas de la noche, en el silencio de lo infinito, bajo la mano de Dios?

Y entonces la soledad se poblaba con sus pensamientos, las tinieblas se desvanecían ante sus ilusiones, y el silencio se turbaba con sus votos y sus proyectos.

Cuando despertó el patrón, el navío navegaba a toda vela, parecía que tuviese alas; más de dos leguas y media avanzaba por hora. La isla de Montecristo se dibujaba en el horizonte.

Dantés entregó al patrón el mando de su barco, y fue a su vez a reclinarse en la hamaca, pero a pesar del insomnio de la noche anterior no pudo cerrar los ojos ni un instante.

Dos horas después volvió a subir al puente. El barco iba a doblar la isla de Elba, y se hallaba a la altura de la Mareciana, por encima de la verde y llana Pianosa. En el azul del cielo se recortaban los contornos del pico brillante de Montecristo.

Con el objeto de dejar la Pianosa a la derecha, mandó Dantés al timonero que pusiese el mástil a babor, porque calculaba que con esta maniobra se abreviaría un tanto el camino.

A las cinco de la tarde se veía ya la isla clara y distintamente. Hasta sus menores detalles saltaban a la vista, gracias a esa limpidez atmosférica que produce la luz poco antes del crepúsculo de la noche.

Edmundo devoraba con sus miradas aquella mole de rocas áridas y secas que iba tiñéndose con todos los colores crepusculares, desde el rosa más vivo hasta el azul más oscuro. Tal vez un fuego incomprensible le subía en llamaradas a su semblante y se enrojecía su frente, y una nube purpúrea pasaba por sus ojos.

Nunca jugador que arriesga a un golpe todo su caudal ha sentido las angustias que Edmundo experimentaba en aquel momento.

Llegó la noche. A las diez abordó a la isla la tartana, siendo la primera en acudir a la cita. A pesar del dominio que tenía sobre sí mismo, Dantés no pudo contenerse. Saltó el primero a tierra, y de no faltarle valor la hubiera besado cual otro Bruto.

La noche estaba bastante oscura, pero hacia las once la luna surgió de en medio del mar, plateando sus olas, y a medida que subía por el cielo sus rayos caían en cascadas de luz sobre los informes peñascos de aquella segunda Pelión.

La tripulación de La Joven Amelia conocía muy bien la isla de Montecristo, que era una de sus estaciones ordinarias, pero Dantés, aunque la había visto en cada uno de sus viajes a Levante, nunca había desembarcado en ella.

Esto hizo que decidiera sonsacar a Jacobo.

—¿Dónde pasaremos la noche? —le preguntó.

—¡Toma!, a bordo —respondió el marinero.

—¿No estaríamos mejor en las grutas?

—¿En qué grutas?

—En las de la isla.

—No sé yo que tenga gruta alguna —dijo Jacobo.

Un sudor frío inundó la frente de Dantés.

—¿Pues no hay en Montecristo unas grutas? —le volvió a preguntar.

—No.

Dantés quedó por un momento aturdido, mas después se le ocurrió la idea de que cualquier accidente podía haberlas cegado, o el mismo cardenal Spada para mayor precaución.

Todo cuanto tendría que hacer en este caso era encontrar la abertura tapada, y pareciéndole vano el buscarla por la noche, lo dejó para el día siguiente.

Además, una señal hecha como media legua mar adentro, señal a la que La Joven Amelia respondió con otra semejante, indicaba que había llegado el momento de poner manos a la obra.

El barco, que se había retardado, convencido por la señal de que no había temor ni peligro alguno, se deslizó silencioso como un fantasma, viniendo a echar el ancla a unas ciento veinte brazas de la ribera.

En seguida empezó el transporte.

En medio de su trabajo, pensaba Dantés en el hurra de júbilo que podría levantar entre aquellas gentes, solo con manifestar en alta voz el pensamiento que sin cesar bullía en su cabeza y resonaba en sus oídos. Pero en lugar de revelar el grandioso secreto, temía haber dicho ya demasiado y haber despertado sospechas con sus idas y venidas, sus numerosas preguntas y sus observaciones minuciosas. Por fortuna (que en esta ocasión era fortuna), su doloroso pasado reflejaba en su fisonomía una tristeza indeleble, y los arranques de su alegría, envueltos en esta nube de tristeza, no eran en verdad sino relámpagos.

Por consiguiente, nadie sospechó nada, y cuando a la mañana siguiente Dantés, tomando su fusil, pólvora y balas, manifestó que quería matar una de las numerosas cabras salvajes que se veían saltar de roca en roca, no se atribuyó su deseo sino a afición a la caza o amor a la soledad. solo Jacobo se empeñó en acompañarle, y Dantés no quiso oponerse, temiendo inspirar sospechas con esta repugnancia en ir acompañado, pero apenas recorrieron como un cuarto de legua, cuando disparó y mató una cabra, y se le ocurrió enviarla con Jacobo a sus compañeros, invitándoles a cocerla y rogándoles que cuando estuviese cocida le avisaran con un tiro de fusil para ir a comerla. Algunas frutas secas y una botella de vino de Monte-Pulciano debían completar el festín.

Dantés prosiguió su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza. En el pico de una peña se paró a contemplar a mil pies debajo de él a sus compañeros, ocupados en preparar el desayuno, aumentado, gracias a su destreza, con la cabra que acababa de llevarles Jacobo. Edmundo los contempló un instante con esa sonrisa dulce y melancólica del hombre superior.

—Dentro de dos horas —dijo—, esas gentes se volverán a hacer a la vela, ricas con cincuenta piastras, para ir a ganar otras cincuenta exponiendo su vida. Luego, con seiscientas libras por toda riqueza, irán a derrocharlas en cualquier población, con el orgullo de los sultanes y la arrogancia de los nababs. La esperanza me obliga hoy a despreciar su riqueza y a tenerla por miseria, pero quizá mañana el desengaño me obligue a tener esa misma miseria por la suprema felicidad. ¡Oh, no! —exclamó para sí—. No puede ser. El sabio, el infalible Faria, no se habrá engañado. No, sería preferible para mí la muerte a esta vida miserable y humillada.

Así aquel hombre, que tres meses antes solo aspiraba a la libertad, no tenía ya bastante con la libertad, y ambicionaba las riquezas. La culpa no era de Dantés, sino de la naturaleza, que haciendo tan limitado el poder del hombre, le ha puesto deseos infinitos.

Entretanto se acercaba al sitio donde suponía que debían de estar las grutas, siguiendo una vereda perdida entre rocas y cortada por un torrente. Según todas las probabilidades, nunca planta humana había hollado aquellos parajes. Siguiendo la orilla del mar, y examinando minuciosamente todos los objetos, creyó advertir en algunas rocas señales hechas por la mano del hombre.

El tiempo, que cubre con su pátina todas las cosas físicas, así como las cosas morales con su manto de olvido, parecía que hubiese respetado estas señales, trazadas con cierta regularidad y con el objeto evidente de indicar una especie de camino. Sin embargo, desaparecían a intervalos bajo el follaje de los mirtos, que extendían sobre las rocas sus ramas cargadas de flores, o bajo parásitas matas de líquenes. A cada paso, Edmundo tenía que apartar las ramas o levantar el musgo, para encontrar las señales indicadoras que le guiaban en aquel nuevo laberinto. Pero estas señales le habían llenado de esperanza. ¿Por qué no había de ser el cardenal Spada quien las hubiese trazado, para que sirviesen de guía a su sobrino, en caso de una catástrofe que no pudo prever tan completa? Aquel lugar solitario era sin duda el conveniente a un hombre que iba a ocultar su tesoro. Solo tenía una duda: ¿Aquellas señales no habrían llamado la atención de otros ojos que de aquellos para quien se grabaron? La isla maravillosa ¿habría guardado fielmente su magnífico secreto?

 

A sesenta pasos del puerto, más o menos, le pareció a Dantés, siempre oculto a sus amigos por las vueltas y revueltas de las rocas, que las señales terminaban sin que guiasen a gruta alguna. Un gran peñasco redondo, asentado en una base sólida, era el único objeto al que al parecer conducían. Con esto se imaginó que en vez de haber llegado al término, estaba quizás al principio de sus pesquisas, lo que le obligó a volverse por el mismo camino por el que había venido.

Y durante este intervalo, los marineros preparaban la merienda llevando agua, pan y fruta del barco, y cocían la cabra. En el momento en que la sacaban de su improvisado asador, vieron a Dantés saltando de roca en roca, ligero como un gamo y dispararon un tiro para indicarle que viniera a comer. En el mismo momento cambió el cazador de dirección, viniendo corriendo hacia ellos, pero cuando todos contemplaban asombrados la especie de vuelo que tendía sobre sus cabezas, tachándole de temerario, se le fue a Edmundo un pie, se le vio vacilar en la punta de una peña y desaparecer exhalando un grito de espanto. Todos corrieron en su auxilio como un solo hombre, porque todos le apreciaban. Jacobo fue, sin embargo, el primero que llegó.

Se hallaba Edmundo tendido en el suelo, ensangrentado y casi sin conocimiento; debió haber rodado una altura de doce a quince pies. Le hicieron tragar algunas gotas de ron, y este remedio, tan eficaz en él anteriormente, ahora le produjo el mismo efecto.

Abrió los ojos, quejándose de un dolor muy vivo en la rodilla, de pesadez muy grande en la cabeza, y punzadas horribles en los riñones. Intentaron llevarlo a la orilla, pero aunque fue Jacobo el director de la operación, declaró Edmundo con dolorosos gemidos que no se sentía con fuerzas para soportar el traqueteo del transporte.

Ya se comprenderá con esto que Dantés no pudo almorzar, pero exigió que sus camaradas, que no estaban en el mismo caso, volviesen a su puesto. En cuanto a él, dijo que solo necesitaba reposo, y que a su vuelta le encontrarían mejor. No se hicieron mucho de rogar los marineros; tenían hambre, y llegaba hasta allí el olor de la cabra; la gente de mar no suele gastar cumplidos.

Una hora después volvieron. Todo lo que había podido hacer Edmundo era arrastrarse como cosa de diez pasos para buscar apoyo en una roca cubierta de musgo.

Pero lejos de calmarse sus dolores, eran al parecer más violentos. El viejo patrón, que tenía que salir aquella mañana a desembarcar su contrabando en las fronteras del Piamonte y de Francia, entre Niza y Frejus, insistió en que Dantés probara de levantarse, pero los esfuerzos del joven para conseguirlo fueron infructuosos. A cada esfuerzo caía más pálido, profiriendo gemidos.

—¡Se ha roto el espinazo! —dijo el patrón en voz baja—. No importa, es un buen compañero, y no debemos abandonarlo. Procuremos llevarlo a la tartana.

Pero Edmundo declaró que prefería exponerse a la muerte que a los atroces dolores que le ocasionaría cualquier movimiento, por pequeño que fuese.

—Pues bien, suceda lo que suceda —repuso el patrón—, no se dirá que hemos dejado de socorrer a un compañero tan valeroso como tú. Hasta la noche no partiremos.

Esta decisión sorprendió mucho a los marineros, aunque ninguno la combatiese, sino todo lo contrario, pero el patrón era un hombre tan rígido, que era aquella la primera vez que se le veía renunciar a una empresa o retardar su ejecución. Por lo mismo, Dantés se opuso a que por su causa se faltara a la disciplina establecida a bordo.

—No, no —le dijo al patrón—. He sido torpe, y es justo que sufra el resultado de mi torpeza. Dejadme provisión de galleta, un fusil, pólvora y balas, para matar cabras o para defenderme en caso de apuro, y una azada para construirme una choza, si tarda mucho en volver por mí.

—Pero vas a morirte de hambre —le dijo el patrón.

—Lo prefiero al horrible dolor que me produce cualquier movimiento —respondió Edmundo.

El patrón a cada instante se volvía a contemplar su tartana ya medio aparejada, que se mecía graciosamente en el puerto, pronta a lanzarse al mar cuando su toilette estuviese concluida.

—¿Qué quieres que hagamos, Maltés? —le dijo—. No podemos abandonarte así, y no podemos tampoco permanecer en la isla.

—Que se vayan —respondió Dantés.

—Mira que vamos a tardar ocho días por lo menos, y que luego tendremos que apartarnos de nuestro camino para venir a buscarte.

—Escuche —repuso Dantés—, si dentro de dos o tres días se topa con algún barquichuelo pescador que se dirigiese hacia aquí, recomiéndeme a él. Le daré veinticinco piastras para que me lleve a Liorna. Si no lo encuentra, vuelva usted mismo.

El patrón movió la cabeza.

—Existe un medio que todo lo concilia, patrón Baldi —dijo Jacobo—. Márchese, y yo me quedaré a cuidar al herido.

—¿Renunciarás por mí a tu parte en las ganancias, Jacobo? —le dijo Edmundo.

—Sin duda alguna.

—Eres un excelente muchacho, Jacobo, y Dios lo tendrá en cuenta, pero gracias..., gracias..., no necesito a nadie. Con un día o dos de reposo me aliviaré, y espero además hallar entre estas rocas ciertas hierbas excelentes para contusiones.

Una sonrisa extraña asomó a los labios de Dantés, mientras apretaba con efusión la mano de Jacobo, pero seguía tenaz en su intento de quedarse solo.

Le dejaron sus compañeros lo que les había pedido, y se separaron de él, no sin volver el rostro muchas veces, haciéndole signos de cordial despedida, que contestaba Edmundo con la mano solamente como si no pudiera mover el resto del cuerpo. Cuando desaparecieron, murmuró sonriéndose:

—Es extraño que solo se encuentre la amistad y el desinterés entre hombres semejantes.

Arrastrándose con precaución hasta el pico de una peña que le ocultaba el mar, vio a la tartana acabarse de disponer, levar anclas, balancearse graciosamente como una gaviota que tiende su vuelo y partir.

A la hora ya había desaparecido completamente, o por lo menos resultaba imposible verla desde el sitio en que yacía el herido.

Entonces se levantó más ágil que las cabras que moraban en aquellos bosques agrestes, cogió con una mano su fusil, su azada con la otra, y corrió a la peña en que remataban las señales o hendiduras que con tanta alegría había advertido.

—Ahora —exclamó, recordando la historia del pescador árabe que Faria le había contado—, ahora... ¡Sésamo, ábrete!

Segunda Parte: Simbad el Marino

Capítulo uno: Fascinación

El sol había recorrido ya la tercera parte de su carrera y sus ardientes rayos se quebraban en las rocas, que parecían sentir su calor. Miles de cigarras ocultas entre el ramaje producían su monótono chirrido; las hojas de los mirtos y de los acebuches se mecían temblorosas, produciendo un sonido casi metálico. Cada paso que daba Edmundo en la roca calcinada ahuyentaba una turba de lagartos, verdes como la esmeralda; las cabras salvajes, que atraen tal vez cazadores a Montecristo, se veían a lo lejos saltar por los despeñaderos; la isla, en resumen, estaba habitada y viva, y Dantés sin embargo se sentía solo bajo la mano de Dios.

Sentía una extraña emoción, muy parecida al miedo, era esa desconfianza que inspira la luz del día, haciéndonos creer, aun en medio del desierto, que nos miran atentamente unos ojos escrutadores.

Era tan fuerte esta emoción, que al ir a emprender Edmundo su tarea, soltó la azada, cogió su fusil y subió por última vez a la roca más elevada de la isla, para examinar con nuevo cuidado sus contornos.

Pero lo que más le llamó su atención no fue ni la poética Córcega, ni esa Cerdeña, casi desconocida, que a continuación la sigue, ni la isla de Elba, con sus grandes recuerdos, ni aquella línea imperceptible, en fin, que se distribuía en el horizonte, y que al ojo experto de un marinero hubiera revelado la soberbia Génova y la comercial Liorna. No, lo que llamó la atención de Dantés fue el bergantín que había salido de Montecristo al amanecer, y la tartana que acababa de hacerse a la mar:

El bergantín estaba a punto de perderse de vista en el estrecho de Bonifacio; la tartana, con opuesto rumbo, costeaba la isa de Córcega, que se disponía a doblar.

Edmundo se tranquilizó, volviéndose para contemplar los objetos que más de cerca le rodeaban, se vio en el punto más elevado de la isla cónica, estatua puntiaguda de aquel inmenso zócalo, ni un hombre, ni una barca en torno suyo, nada más que el mar azulado que batía la base de la isla, adornándola con un cinturón de plata.

Entonces bajó con paso rápido, aunque precavido. En tal ocasión temía que le sucediera un accidente como el que con tanta habilidad había fingido.

Como hemos dicho, Dantés había retrocedido en el camino indicado por las señales hechas en las rocas, y había visto que este camino guiaba a una especie de ancón oculto como el baño de una ninfa de la antigüedad. La entrada era bastante ancha, y por el centro tenía bastante profundidad para que pudiese anclar en él un pequeño buque de guerra y permanecer oculto. De este modo, siguiendo el hilo de las inducciones, ese hilo, que en manos del abate Faria era un guía tan seguro y tan ingenioso en el dédalo de las probabilidades, se le ocurrió que el cardenal Spada, conviniéndole no ser visto, había abordado a este ancón, y ocultando allí su barco había tomado luego el camino que las señales indicaban, para esconder su tesoro en el extremo de esa línea. Esta suposición era la que llevaba a Dantés junto a la roca circular. Solamente una cosa le inquietaba, por ser opuesta a sus conocimientos sobre dinámica. ¿Cómo habían podido, sin emplear fuerzas considerables, levantar aquella enorme roca? De repente se le ocurrió una idea.

—En vez de subirla —dijo—, la habrán hecho bajar.

Y acto seguido trepó por encima del peñasco, en busca del sitio que antes ocupara.

En efecto, pronto reparó en una leve pendiente, hecha sin duda alguna intencionadamente. La roca había caído de su base al sitio que ahora ocupaba; otra piedra, del tamaño común a las que suelen emplearse en las paredes, le había servido de cala, y pedruscos y pedernales aquí y allí sembrados cuidadosamente ocultaban toda solución de continuidad, habiendo sembrado en las inmediaciones hierbas y musgo, de manera que entrelazándose con los mirtos y los lentiscos, parecía la nueva roca nacida en aquel mismo lugar. Dantés arrancó con precaución algunos terrones y creyó descubrir, o descubrió efectivamente, todo este magnífico artificio. Y se puso inmediatamente a destruir con su azada esta pared intermediaria, endurecida por el tiempo.

Al cabo de diez minutos de estar trabajando, la pared se desmoronó, abriéndose un agujero en que cabía el brazo. Corrió en seguida Edmundo a cortar el olivo más grueso de los alrededores, y despojándolo de las ramas, lo introdujo a guisa de palanca por el agujero. Pero la peña era bastante grande y estaba lo suficientemente adherida a su cimiento artificial, para que la pudiesen arrancar fuerzas humanas, ni aun las del mismo Hércules. Entonces reflexionó Dantés que lo que había que hacer era destruir este cimiento, pero ¿cómo? Tendió los ojos en torno suyo, con aire perplejo, y reparó en el cuerno de oveja griega que, lleno de pólvora, le había dejado su amigo Jacobo. Una sonrisa vagó por sus labios. La invención infernal iba a producir su efecto.

Con ayuda de la azada abrió Dantés entre el peñasco y su base un conducto, como suelen hacer los mineros cuando quieren ahorrarse un trabajo demasiado grande, lo llenó de pólvora hasta arriba, y luego, deshilachando su pañuelo y mojándolo en salitre, hizo una mecha de él. Después lo encendió y en seguida se apartó de allí. La explosión no se hizo esperar, la roca vaciló, conmovida por aquel impulso incalculable, y la base voló hecha añicos. Por el agujero que antes hizo Dantés salió atropellándose una multitud de amedrentados insectos, y una serpiente enorme, guardián de aquel misterioso sendero se deslizó entre el musgo y desapareció.

 

Se acercó Dantés; la roca, ya sin cimiento, se inclinaba sobre el abismo. Dio la vuelta el intrépido joven, eligió el punto menos firme e introduciendo su palanca de madera entre el suelo y la roca se apoyó con todas sus fuerzas, semejante a Sísifo.

Vaciló la roca con el empuje, y redobló Dantés su impulso. Cualquiera le habría tomado en aquellos momentos por uno de los Titanes que arrancaban las montañas de cuajo para hacer la guerra a Júpiter. Al fin cedió la roca, y ora rodando, ora rebotando, fue a sepultarse en el mar.

Dejaba descubierta una hondonada circular, en que brillaba una argolla de hierro en medio de una baldosa cuadrada.

Edmundo profirió un grito de admiración y alegría. Ninguna primera tentativa se vio jamás coronada de resultado tan grande e inmediato.

Quiso proseguir su obra, pero le temblaban las piernas de tal modo, y le latía el corazón tan fuertemente, y pasó tal nube por sus ojos, que se vio obligado a contenerse.

Esta vacilación duró, sin embargo, poquísimo. Pasó Edmundo su palanca por la argolla y se abrió con poco trabajo la baldosa, descubriendo una especie de escalera, que se perdía en una gruta, a cada escalón más oscura.

Otro que no fuera él, hubiese bajado en seguida, lanzando gritos de alegría, pero Dantés se detuvo, palideció y dudó.

—¡Venga!, hay que ser hombre —dijo— acostumbrado a la adversidad, no nos dejemos abatir por un desengaño. Si no para eso, ¿para qué he sufrido tanto? Si el corazón padece es porque, dilatado en demasía al fuego de la esperanza, entra a ver cara a cara el hielo de la realidad. Faria soñó. Nada ha guardado en esta gruta el cardenal Spada. Tal vez jamás vino a ella, o si vino, César Borgia, el aventurero intrépido, el ladrón infatigable y sombrío, vino también tras él, descubrió su huella y las mismas señales que he descubierto yo, levantó la roca como yo la he levantado, y no dejó nada, absolutamente nada al que venía detrás de él.

Inmóvil, pensativo, con la mirada fija en el lúgubre agujero, permaneció un instante.

—Ahora que ya no cuento con nada, ahora que ya me he dicho a mí mismo que toda esperanza sería vana, el proseguir esta aventura excita solamente mi curiosidad...

Y volvió a quedar inmóvil y meditabundo.

—Sí, sí; es una aventura digna de figurar en la vida de aquel regio ladrón, mezcla heterogénea de sombra y de luz en el caos de sucesos extraños que componen el tejido de su existencia. Este suceso fabuloso ha debido encadenarse insensiblemente a los demás. Sí, Borgia ha venido aquí una noche, con una antorcha en una mano y la espada en la otra, mientras a veinte pasos de él, quizá junto a esta roca, dos esbirros amenazadores espiaban la tierra, el aire y el mar, mientras su dueño entraba, como voy a entrar yo, ahuyentando las tinieblas con agitar la antorcha en su temible brazo.

—Sí, pero ¿qué habría hecho César Borgia con los esbirros que conociesen su secreto? —se preguntó Dantés a sí mismo.

—Lo que hicieron con los enterradores de Alarico —se respondió—, que los enterraron con el enterrado.

—Sin embargo —prosiguió Dantés—, en caso de haber venido se habría contentado con apoderarse del tesoro. Borgia, el hombre que comparaba la Italia a una alcachofa que se iba comiendo hoja por hoja, sabía muy bien cuánto vale el tiempo, para haber perdido el suyo volviendo a colocar la roca sobre su base. Bajemos.

Y bajó con la sonrisa de la duda en los labios, murmurando estas últimas palabras de la humana sabiduría:

—¿Quién sabe?

Pero en vez de las tinieblas que creía encontrar, en vez de una atmósfera opaca y enrarecida, halló Dantés una luz suave, azulada. Ella y el aire penetraban no solamente por el agujero que él acababa de abrir, sino también por hendiduras imperceptibles de las rocas, a través de las cuales se veía el cielo y las ramas juguetonas de las verdes encinas.

A los pocos instantes de su permanencia en esta gruta, cuyo ambiente, más bien templado que húmedo, antes aromático que nauseabundo, era a la temperatura de la isla lo que el resplandor al sol. Al momento, Dantés, que estaba acostumbrado a la oscuridad, como ya hemos dicho, pudo reconocer hasta los más ocultos rincones. La gruta era de granito, cuyas facetas relucían como diamantes.

—¡Ay! —dijo sonriendo al verlas—. Estos son seguramente los tesoros que ha dejado el cardenal; y el buen abate, que veía en sueños las paredes resplandecientes, se alimentó de quimeras.

Mas no por esto dejaba de recordar el testamento, que sabía de memoria: “En el ángulo más lejano de la segunda gruta”, decía. Dantés solo había penetrado en la primera; era pues necesario buscar la entrada de la segunda.

Empezó a orientarse. La segunda gruta debía internarse en la isla. Examinando la capa de las piedras, se puso a dar golpes en una de las paredes, donde le pareció que debía de estar la abertura, cubierta para mayor precaución. La azada resonó un instante, y este sonido hizo que la frente de Edmundo se bañara en sudor. Al fin le pareció que una parte de la granítica pared producía un eco más sordo y más profundo. Aproximó sus ojos febriles y con ese tacto del preso, pudo adivinar lo que nadie quizás hubiera conocido: que allí debía de haber una abertura.

No obstante, para no trabajar en balde, Dantés, que como César Borgia, conocía el valor del tiempo, golpeó con su azada las otras paredes, y el suelo con la culata de su fusil, se puso a cavar en los sitios que le infundían sospechas y viendo en fin que nada sacaba en limpio, volvió a la pared que sonaba un tanto hueca. De nuevo, y más fuertemente, volvió a golpear. Entonces vio una cosa extraña, y es que a los golpes de la azada se despegaba y caía en menudos pedazos una especie de barniz, semejante al que se pone en las paredes para pintar al fresco, dejando al descubierto las piedras blanquecinas, que no eran de mayor tamaño que el común. La entrada, pues, estaba tapiada con piedras de otra clase, que luego se habían cubierto con una capa de este barniz, imitando el color de las demás paredes.

Con esto volvió Dantés a dar golpes, pero con el pico de la azada, que se introdujo bastante en la pared. Allí estaba, indudablemente, la entrada. Por un extraño misterio de la organización humana, cuando más pruebas tenía Dantés de que Faria le había dicho la verdad, más y más su corazón desfallecía, y más y más le dominaban el desaliento y la duda. Este éxito, que debió de conferirle nuevas energías, le quitó las que le quedaban. Se escapó la herramienta de sus manos, la dejó en el suelo, se limpió la frente y salió de la gruta dándose a sí mismo el pretexto de ver si le espiaba alguien, pero en realidad porque necesitaba aire, porque conocía que se iba a desmayar.

La isla estaba desierta. El sol, en su cenit, la abarcaba toda con sus miradas de fuego. Las olas juguetonas parecían barquillas de zafiro.

No había comido nada en todo el día, pero en aquel momento no pensaba en comer. Tomó algunos tragos de ron y volvió a la gruta más tranquilo.

La azada, que le parecía tan pesada, se le antojó entonces una pluma y prosiguió su tarea.

A los primeros golpes advirtió que las piedras no estaban encaladas, sino sobrepuestas, y luego enjalbegadas con el barniz consabido. Introdujo la punta de la azada entre dos piedras, se apoyó en el mango y vio lleno de júbilo rodar la piedra, como si tuviera goznes a sus pies. A partir de aquel momento, ya no tuvo que hacer otra cosa sino ir sacando con la azada piedra a piedra. Por el espacio que dejó la primera hubiera podido Edmundo introducir su cuerpo, pero dando tregua a la realidad por algunos instantes, conservaba la esperanza. Finalmente, tras una momentánea perplejidad, se atrevió a pasar a la segunda gruta. Era esta más baja, más oscura y de peor aspecto que la primera. No recibiendo aire sino por el agujero que acababa de practicar Edmundo, estaba su atmósfera impregnada de los gases mefíticos que extrañó no hallar en la primera. Para entrar en ella tuvo que dar tiempo a que el aire del exterior renovase aquel ambiente malsano. A la derecha del portillo había un ángulo oscurísimo y profundo.