El Conde de Montecristo

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Todo.

—¿Y cambió de maneras durante el interrogatorio?

—Cuando leyó la denuncia, me pareció que sentía mi desgracia.

—¿Su desgracia?

—Sí.

—¿Estaba seguro de que era su desgracia lo que le apenaba?

—Por lo menos me dio una prueba muy grande de su simpatía hacia mí.

—¿Cuál?

—Quemó el único documento que podía comprometerme.

—¿Qué documento? ¿La denuncia?

—No, la carta.

—¿Está seguro?

—Lo vi con mis propios ojos.

—La cuestión varía. Este hombre puede ser más perverso de lo que usted cree.

—¡Me hace estremecer! —dijo Dantés—. ¿No estará poblado el mundo sino de tigres y cocodrilos?

—Sí, con la diferencia de que los tigres y cocodrilos de dos pies son más temibles que los otros. ¿Conque dice que quemó la carta?

—Sí, diciéndome por añadidura: “Ya lo ve, esta es la única prueba que existe contra usted, y la destruyo”.

—Muy sublime es esa conducta para ser natural.

—¿De veras?

—Estoy seguro. ¿A quién iba dirigida esa carta?

—Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13, en París.

—¿Y no sospecha que el sustituto pudiera tener interés en que desapareciese esa carta?

—Quizá, porque diciéndome que por mi interés lo hacía, me obligó a jurarle dos o tres veces que a nadie hablaría de la carta, ni menos de la persona a quien iba dirigida.

—¡Noirtier! ¡Noirtier! —murmuró el abate—. Yo he conocido un Noirtier en la corte de la antigua reina de Etruria, un Noirtier que había sido girondino en tiempo de la revolución. ¿Cómo se llama el sustituto de que ha hablado?

—Villefort es su apellido.

El abate se echó a reír a carcajadas. Dantés lo miraba estupefacto.

—¿De qué se ríe?

—¿Ve ese rayo de luz? —le preguntó Faria.

—Sí.

—Pues todo está tan claro como ese rayo transparente. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre joven! ¿Así que era muy bondadoso el magistrado?

—Sí.

—¿De modo que el digno sustituto quemó la carta?

—Sí.

—¿De modo que el honrado abastecedor del verdugo le hizo jurar que a nadie hablaría de Noirtier?

—Sí.

—Pues ese Noirtier, ¡qué pobre ciego es usted! Ese Noirtier, ¿no sabe quién era? Ese Noirtier era su padre.

Un rayo caído a sus pies, que abriera la boca del infierno, para tragárselo, habría causado a Edmundo menos impresión que aquellas palabras inesperadas. Como un loco recorría la habitación, sujetándose la cabeza con las manos por temor de que estallara.

—¡Su padre! ¡Su padre! —exclamaba.

—Sí, su padre, que se llama Noirtier de Villefort —repuso el abate.

Entonces un resplandor vivísimo iluminó la inteligencia del preso. Todo lo que hasta entonces le había parecido oscuro, se le apareció con la mayor claridad. Las bruscas alteraciones de Villefort durante el interrogatorio, la carta quemada, el juramento que le exigió, el tono casi de súplica el magistrado, que en vez de amenazar parecía que suplicase, todo le vino a la memoria. Profirió un grito, vaciló un instante como si estuviera borracho y lanzándose al agujero que conducía a su calabozo, exclamó:

—¡Oh!, necesito estar a solas para pensar en todo esto.

Y al llegar a su calabozo se arrojó sobre la cama, donde le halló por la noche el carcelero, sentado, con los ojos fijos, las facciones contraídas, e inmóvil y mudo como una estatua. Durante aquellas horas de meditación que habían corrido para él unos segundos, tomó una resolución terrible e hizo un juramento atroz.

Una voz sacó a Edmundo de sus reflexiones, era la del abate Faria, que habiendo recibido también la visita del carcelero, venía a convidar a Edmundo a comer. Su calidad de loco, y en particular de loco divertido, le proporcionaba algunos privilegios, como eran un pan más blando y una copa de vino los domingos. Precisamente aquel día era domingo, y el abate brindaba a su joven compañero la mitad de su pan y su vino.

Dantés le siguió. Se había serenado su rostro; pero al recobrar su ordinario aspecto le quedaba un no sé qué de sequedad y firmeza, que demostraba una resolución invariable. El abate le miró fijamente.

—Siento —le dijo el abate— el haberte ayudado en sus averiguaciones de ayer y haberle dicho lo que le dije.

—¿Por qué?

—Porque he engendrado en su corazón un sentimiento que antes no abrigaba: la venganza.

Dantés sonrió y dijo:

—Hablemos de otra cosa.

Le contempló el abate un momento todavía, y bajó tristemente la cabeza. Después, como Dantés le había exigido, se puso a hablar de otra cosa. El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñanza, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revelaban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían horizontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los navegantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.

—Tendría que enseñarme algo de lo que sabe, aunque no fuese sino para no cansarse de mí —le dijo una vez—. Me parece que la soledad le sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accede a lo que le pido, empeño mi palabra en no hablarle más de la fuga.

El abate sonrió.

—¡Ay, hijo mío! —le contestó—. El saber humano es tan limitado que cuando le enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabrá tanto como yo; ahora, pues, siempre necesitaré dos años para enseñarle toda mi ciencia.

—¡Dos años! —exclamó Dantés—. ¿Cree que podré aprender tantas cosas en dos años?

—En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.

—Pero ¿no se puede aprender la filosofía?

—La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.

—Veamos —dijo Dantés—. ¿Qué me enseñará primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.

—Todo —contestó el abate.

En efecto, aquella noche imaginaron los dos presos un sistema de educación, que desde el día siguiente se puso en práctica. Tenía Dantés una memoria prodigiosa y una extremada facilidad en concebir las ideas. La inclinación matemática de su inteligencia le predisponía a comprenderlo todo con ayuda del cálculo, al paso que el instinto poético del marino corregía lo que hubiese de aridez sobrada y materialismo en la demostración reducida a números o a líneas. Sabía ya, como se ha dicho, el italiano y un poco del románico o griego moderno, aprendido en sus viajes a Oriente. Estas dos lenguas le hicieron comprender fácilmente el mecanismo de las demás, por lo que a los seis meses empezaba a hablar el español, el inglés y el alemán.

Tal como le había prometido al abate Faria, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cumplidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instructivos. Al año estaba convertido en otro hombre.

En cuanto al abate Faria, reparaba Dantés que, a pesar de la distracción que en su cautividad le había proporcionado su compañía, cada día se iba poniendo más taciturno. Como si le dominase un pensamiento persistente e incesante, caía en profundas abstracciones, suspiraba involuntariamente, se incorporaba de súbito, y cruzando los brazos se ponía muy meditabundo a dar vueltas por su calabozo. Cierto día se paró de repente en medio de uno de esos círculos que sin tregua trazaba en derredor de la estancia, y exclamó:

—¡Ah! ¡Si no hubiera centinela!

—Si usted quiere, no lo habrá —dijo Dantés, que había seguido el curso de su pensamiento a través de las arrugas de su frente, como a través de un cristal.

—Ya le dije que el crimen me repugna —repuso el abate.

—Y, sin embargo, si cometiéramos ese crimen, sería por instinto de conservación, por un sentimiento de defensa personal.

—No importa, yo sería incapaz de...

—Pero ¿piensa en ello?

—A todas horas, a todas horas —murmuró el abate.

—Y ha encontrado algún medio, ¿no es así? —dijo Edmundo.

—Sí, como pusieran en la galería un centinela ciego y sordo.

—Será ciego y sordo —respondió Dantés con una resolución que asustaba al abate.

—¡No!, ¡no!, ¡imposible! —exclamó este.

Dantés quiso seguir hablando de aquello, pero Faria movió la cabeza y se negó a decir nada más. Pasaron tres meses.

—¿Tiene fuerza? —le preguntó el abate un día.

Dantés, sin responderle, cogió el escoplo, lo dobló como un cayado, y lo volvió a su forma primitiva.

—¿Me promete no matar al centinela, sino en el último extremo?

—Bajo palabra de honor.

—Entonces podemos ejecutar nuestro plan —dijo el abate.

—¿Cuánto tiempo necesitaremos?

—Un año, por lo menos.

—Pero ¿cuándo podemos empezar nuestros trabajos?

—Al instante.

—Ya lo ve, hemos perdido un año —exclamó Dantés.

—¿Cree que lo hemos perdido? —le replicó el abate.

 

—¡Oh! ¡Perdóneme! —dijo Edmundo sonrojándose.

—¡Calle! El hombre siempre es hombre, y usted uno de los mejores que yo haya conocido. Escuche mi plan.

El abate mostró entonces a Dantés un plano que había trazado, conteniendo su calabozo, el de Dantés y la excavación que juntaba uno con otro. En medio de este corredor estableció un ramal semejante a los que se abren en las minas; por él llegaban a la galería del centinela, y una vez allí desprendían del suelo una baldosa, que en un momento dado se hundiría bajo el peso del centinela, que desaparecería en la excavación. Edmundo se abalanzaba entonces a él, cuando aturdido por el golpe de la caída no pudiera defenderse, le sujetaba, le ataba, y luego, saliendo por una de las ventanas de aquella galería, se descolgaban ambos por la muralla exterior, para lo cual les serviría la escala del abate.

Este plan era tan sencillo, que no podía menos de salir bien, y Dantés lo aplaudió con entusiasmo. Desde aquel instante se pusieron a trabajar los mineros con tanto más ardor cuanto que habían descansado mucho tiempo, y aquel trabajo, según todas las probabilidades, no era sino continuación del pensamiento íntimo y secreto de cada uno de ellos.

Solo lo interrumpían en la hora en que se veían obligados a estar en su calabozo para recibir cada uno la visita de su carcelero. Se habían además acostumbrado tanto a distinguir el rumor imperceptible de los pasos de aquel hombre cuando bajaba la escalera, que nunca los sorprendió de improviso. La tierra que sacaban de la nueva mina, que habría llenado sin duda la cavidad antigua, la arrojaban puñado a puñado con precauciones inauditas por una a otra ventana, así del calabozo de Dantés como del abate, pulverizándola con mucho esmero, y el viento de la noche se la llevaba sin dejar la menor huella.

Más de un año se pasó en este trabajo, ejecutado con un escoplo, un cuchillo y una palanca de madera. En este período, y al mismo tiempo que trabajaban, el abate seguía instruyendo a Dantés, hablándole ora en una lengua, ora en otra, enseñándole la historia de los pueblos y la de los grandes hombres que dejan en pos de sí de siglo en siglo una de esas estelas brillantes que llaman la gloria. Hombre de mundo, Faria, y del gran mundo, tenía además en sus maneras una grandeza melancólica que Dantés, gracias al espíritu de asimilación que le había dotado la naturaleza, supo convertir en la finura elegante que le faltaba, y en esas maneras aristocráticas que no se adquieren sino con las costumbres y el continuo trato de las clases elevadas o de los hombres distinguidos.

Al cabo de quince meses, la excavación estaba terminada debajo de la galería. Se oían los pasos del centinela, y los dos obreros, precisados a esperar una noche sin luna para que su evasión tuviese más probabilidades aún de buen éxito, tenían solo un temor, y era que el suelo, falto de su base, se hundiera por sí mismo bajo los pies del soldado. Este inconveniente se remedió un tanto, colocando una especie de puntal que habían encontrado en sus excavaciones. Ocupado en asegurarlo estaba Dantés, cuando de pronto oyó al abate Faria, que se había quedado en el calabozo del joven aguzando una clavija para asegurar la escala, oyó, repetimos, que lo llamaba con acento de dolorosa angustia. Acudió Dantés al punto y encontró al abate de pie en medio de la estancia, pálido, con las manos crispadas, e inundada la frente de sudor.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Dantés—, ¿qué sucede? ¿Qué tiene?

—¡Pronto! ¡Pronto! —respondió el abate—, escúcheme.

Se fijó Dantés en su rostro lívido, sus ojos rodeados de una aureola negruzca, sus labios blancos, sus cabellos erizados, y lleno de terror dejó caer al suelo el escoplo que tenía en la mano.

—Pero ¿qué sucede?

—¡Estoy perdido! —dijo el abate—, escúcheme. Una enfermedad horrible y acaso mortal, va a acometerme, ya la siento llegar, ya la siento. El año antes de mi prisión me acometió también. solo tiene un remedio y se lo voy a decir: corra a mi calabozo, levante el pie de mi cama, que está hueco, y allí encontrará un frasquito de cristal medio lleno de un líquido rojo, tráigamelo... O si no... antes... es verdad, podrían sorprenderme fuera de mi calabozo... ayúdeme a volver, ahora que tengo algunas fuerzas todavía. ¿Quién sabe lo que va a suceder y el tiempo que durará el acceso?

Sin aturdirse Dantés, aunque aquella desdicha fue inmensa, bajó a la excavación remolcando, por decirlo así, a su desventurado compañero, y con muchísimo trabajo pudo llegar al calabozo del abate, al cual depositó en su lecho.

—Gracias —dijo el anciano, estremeciéndose—. Siento que la enfermedad se acerca, voy a caer en un estado de catalepsia, acaso no haré ni un movimiento siquiera, acaso no podré tampoco quejarme, pero acaso también echaré espuma por la boca, y gritaré y batallaré en extremo. Procure que no oigan mis gritos, que es lo más importante, porque tal vez me trasladarían a otro calabozo, separándonos para siempre. Cuando me vea inmóvil, frío y como muerto, solo entonces, téngalo bien entendido, me separará los dientes con el cuchillo, me echará en la boca ocho o diez gotas de ese licor, y acaso volveré a la vida.

—¿Acaso? —exclamó Dantés, suspirando.

—¡Acuda...! ya... ahora —exclamó el abate—, yo... me... mue...

El acceso fue tan súbito y violento, que ni aun pudo el desgraciado preso terminar la frase, una nube envolvió su frente, rápida y sombría como las tempestades del mar, la crisis le hizo abrir desmesuradamente los ojos, torció su boca y coloreó sus mejillas, rugió, forcejeó, vomitó espuma, pero Dantés ahogó sus gritos con la ropa de la cama, tal como se lo había pedido. El ataque duró dos horas. Después, inerte, más pálido y más frío que el mármol, y más destrozado que una caña que se pisotea, se agitó violentamente en una postrera convulsión, y se puso lívido.

Esto era lo único que esperaba Edmundo, a que aquella muerte aparente se hubiese apoderado de todo el cuerpo y helado el corazón. Cogió entonces el cuchillo, introdujo la punta entre los dientes, separó con muchísimo trabajo las mandíbulas contraídas, le echó, contándolas con exactitud, diez gotas de aquel licor rojo y esperó.

Dos horas pasaron sin que el viejo hiciera movimiento alguno. Temió Dantés haber acudido demasiado tarde, y le contemplaba fijamente con las manos puestas en la cabeza. Al fin sus mejillas se colorearon un poco, sus ojos constantemente abiertos e inmóviles volvieron a mirar, un débil suspiro salió de su boca, y por último hizo un movimiento.

—¡Se ha salvado! ¡Se ha salvado! —exclamó Dantés.

El enfermo, que no podía hablar aún, extendió con ansiedad visible la mano hacia la puerta. Se puso Dantés a escuchar, y oyó en efecto los pasos del carcelero. Iban a dar las siete; Dantés no había podido ocuparse en calcular el tiempo.

Al punto se precipitó por el agujero, volvió a colocar la baldosa sobre su cabeza y pasó a su calabozo.

Un instante después se abrió la puerta, y el carcelero, como siempre, encontró al joven sentado en su cama.

No bien había vuelto la espalda, apenas se perdió en el corredor el ruido de sus pasos, cuando Dantés, lleno de inquietud, sin pensar en la comida, tomó otra vez el camino que siguiera antes, y levantando la baldosa con su cabeza, entró en el calabozo del abate.

Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido sobre su lecho.

—Ya creía no volverle a ver —dijo a Edmundo.

—¿Por qué? —le preguntó el joven—. ¿Pensaba morir?

—No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que se escaparía.

La indignación se pintó en el rostro de Dantés.

—¡Sin usted! ¡Me ha creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? —exclamó.

—Ya veo que estaba equivocado —dijo el enfermo—. ¡Qué débil y qué rendido estoy!

—¡Valor! Pronto recobrará las fuerzas —le dijo Edmundo sentándose junto a la cama y cogiendo una de sus manos.

El abate Faria movió la cabeza:

—La otra vez —le dijo— el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.

—No, no, tranquilícese; no morirá. Cuando le dé, si le da, ese tercer ataque, ya estaremos libres, entonces le salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.

—Amigo mío —le contestó el anciano—, no se engañe a usted mismo. La crisis que acabo de pasar me ha condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.

—Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es necesario. En ese intervalo recobrará sus fuerzas. Todo está preparado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que más nos convenga. El día que se sienta capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en ejecución.

—Yo jamás podré nadar —dijo Faria—, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre. Levántelo usted mismo y verá cuánto pesa.

El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso.

Edmundo suspiró.

—Ya está convencido, ¿no es cierto? —le preguntó Faria—. Créame, sé bien lo que me digo. Desde que sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un momento de pensar en él. Ya me lo esperaba, porque es hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ataque, y mi abuelo también. El médico que preparó ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.

—¡El médico se engaña! —exclamó Dantés—. Y tocante a la parálisis, no me importa. Cargaré con usted y nadaré llevándole a la espalda.

—Joven —repuso el abate—, es marino y nadador, y debe saber por consiguiente que con tal peso ningún hombre es capaz de nadar cincuenta brazas. Deje de alucinar con quimeras, que no puede creer ni su mismo corazón, tan generoso. Yo permaneceré aquí hasta que suene la hora de mi libertad, que será la de la muerte. Usted huya, huya. Es joven, diestro y fuerte, no se preocupe por mí, le devuelvo su palabra.

—¡Oh! Entonces —dijo Edmundo—, también yo permaneceré aquí.

Luego, levantándose y extendiendo su mano sobre Faria, añadió solemnemente:

—Por la sangre de Cristo, juro no abandonarlo hasta la muerte.

El abate contempló a aquel joven tan noble y sencillo, tan grande, leyendo en sus facciones, animadas con el fuego del entusiasmo más puro, la sinceridad de su afecto y la lealtad de su juramento.

—Lo acepto —contestó—. Gracias.

Y tendiéndole la mano añadió:

—Quizá será recompensado por ese afecto tan desinteresado, empero como yo no puedo escaparme y usted no quiere, lo que importa es cegar el subterráneo que hemos hecho debajo de la galería. El soldado puede advertir que el suelo repite el eco de sus pasos, y avisar al gobernador, con lo cual nos descubrirían. Vaya, pues, a cegarlo usted, ya que desgraciadamente yo no puedo ayudarle. Emplee toda la noche si es preciso, y no vuelva a verme hasta mañana después de la visita del carcelero. Entonces quizá tendré que decirle alguna cosa importante.

Dantés estrechó la mano del abate, que él pagó con una sonrisa, y salió de la prisión, obediente y respetuoso, como era en todas ocasiones con su anciano amigo.

Capítulo dieciocho: El tesoro

Cuando Dantés entró a la mañana siguiente en el calabozo de su compañero, le encontró sentado y tranquilo. Iluminándole el único rayo de luz que penetraba por su angosta ventana, tenía en su mano derecha, la única de la que ya podía servirse, un pedazo de papel, que por haber estado arrollado mucho tiempo conservaba la forma cilíndrica, que sería muy difícil quitarle. El abate se lo enseñó a Dantés, sin decir una palabra.

—¿Qué es esto? —le preguntó el joven.

—Mírelo bien —repuso el abate sonriendo.

—Por más que miro —dijo Dantés—, no veo sino un papel medio quemado, que contiene algunas letras góticas, escritas con una tinta muy extraña.

—Este papel, amigo mío, ya puedo decírselo todo, puesto que le he probado, este papel es mi tesoro; la mitad le pertenece desde hoy.

Un sudor frío corrió por la frente de Dantés. Hasta entonces, ¡y ya hemos visto cuánto tiempo había transcurrido entonces!, evitó cuidadosamente el hablar a Faria de aquel tesoro, ocasión de su pretendida locura. Con su instintiva delicadeza, no había querido Edmundo herir esta fibra dolorosa; y por su parte Faria también calló, haciéndole tomar aquel silencio por el recobro de la razón, pero ahora sus palabras, justamente después de una enfermedad tan grave, anunciaban que recaía en la locura.

 

—¿Su tesoro? —balbuceó Dantés.

El abate sonrió.

—Sí —le dijo—. Su corazón, Edmundo, es noble en todo y de su palidez y su temblor infiero lo que le sucede en este instante. Pero tranquilícese, que no estoy loco. Este tesoro existe, Dantés, y ya que no he podido poseerlo, usted lo poseerá. Nadie quiso escucharme ni creerme, teniéndome por loco, pero usted que debe saber que no lo soy, me creerá después de lo que voy a decirle. Escúcheme.

“¡Ay! —murmuró Edmundo para sí—. Ha vuelto a recaer; esa desgracia me faltaba únicamente”.

Luego añadió en voz alta:

—Amigo mío, su enfermedad le habrá fatigado, tal vez. ¿No quiere descansar? Mañana, si le place, me contará su historia, pero hoy quiero cuidarle. Además —prosiguió sonriéndose—, un tesoro, ¿qué prisa nos corre?

—¡Mucha! ¡Mucha, Edmundo! —prosiguió el viejo—. ¿Quién sabe si mañana o pasado me dará el tercer ataque? Reflexioné que entonces todo se perdería. Sí, muchas veces he recordado con amargo placer esas riquezas, que harían la felicidad de diez familias, perdidas para esos hombres que no han querido atenderme. Esta idea me servía de venganza, y la saboreaba deliciosamente en la noche de mi calabozo y en la desesperación de mi estado. Mas ahora que por su cariño perdono al mundo, ahora que le veo joven y rico de porvenir, ahora que pienso en la fortuna que puedo proporcionarle con esta revelación, me asusta la tardanza, y temo no dejar seguras en manos de un propietario tan digno como usted, tantas riquezas sepultadas.

Edmundo volvió la cabeza suspirando.

—Persiste en su incredulidad, Edmundo —prosiguió Faria— mi voz no le ha convencido. Veo que necesita pruebas. Pues bien, lea ese papel que a nadie he mostrado aún.

—Mañana, amigo mío —respondió Dantés, rehusando acceder a lo que él creía locura del anciano—. Creí que estaba ya convencido que no hablaríamos de esto hasta mañana.

—No hablaremos hasta mañana, pero lea hoy este papel.

“No lo exasperemos”, se dijo Dantés.

Y tomando aquel papel, cuya mitad faltaba sin duda por haber sido consumida por algún accidente, leyó:

que puede ascender a dos

manos con corta diferenci

tando la roca vigésima, a c

Este en línea recta. Dos

grutas: el tesoro yace en

segunda. Como a mi úni

clusiva propiedad el refe

25 de abril de 14

—¡Y bien! —dijo Faria cuando el joven acabó su lectura.

—Yo aquí no encuentro —respondió Dantés— sino renglones cortados, palabras sin sentido. El fuego, además, ha puesto ininteligibles las letras.

—Para usted, amigo mío, que las lee por primera vez, pero no para mí, que he pasado leyéndolas muchas noches de claro en claro, reconstruyendo a mi modo cada frase, y completando cada pensamiento.

—¿Y cree haber encontrado ese sentido interrumpido?

—Estoy seguro, y usted mismo lo conocerá, pero ahora escuche la historia de ese papel.

—¡Silencio! —exclamó Dantés—, oigo pasos... se acercan... me voy... Adiós.

Y Dantés, feliz por haberse librado de la historia y de la explicación que esperaba le confirmasen la desgracia de su amigo, se deslizó ágilmente por el estrecho subterráneo, mientras Faria, con una especie de actividad producida por el terror, colocaba en su sitio la baldosa, dándole con el pie, y cubriéndola con un pedazo de estera, para que no se advirtiese la solución de continuidad que no había podido evitar con la prisa.

Era el gobernador, quien, informado por el carcelero de la enfermedad del abate, venía por sí mismo a asegurarse de su gravedad.

Lo recibió Faria sentado, y evitando todo movimiento que pudiera comprometerlo, logró ocultar al gobernador la parálisis que había invadido la mitad del cuerpo. Y lo hizo porque temía que el gobernador, compadecido de él, quisiese trasladarlo a un calabozo más saludable, separándolo de su joven compañero, pero no sucedió así por fortuna, y el gobernador se retiró convencido de que su pobre loco, por quien sentía cierta simpatía en el fondo de su corazón, no tenía más que una ligera indisposición.

En este intervalo, Edmundo, sentado en su cama, con la cabeza entre las manos, procuraba coordinar sus ideas. Todo lo que había visto en Faria desde que lo conoció, era tan razonable, tan lógico y tan sublime, que no podía comprender tanta cordura en tantas cosas y la demencia en una sola. ¿Sería que Faria se engañaba con esto de su tesoro, o que todo el mundo se equivocaba al juzgar a Faria?

Dantés permaneció todo el día en su calabozo sin atreverse a volver al de su amigo. Por este medio esperaba retardar la hora en que adquiriese la certidumbre de la locura del abate. Esta creencia iba a serle muy dolorosa.

Pero, por la noche, después de la visita ordinaria, viendo el anciano que Edmundo no venía, intentó salvar el espacio que los separaba. Edmundo tembló de pies a cabeza al oír los dolorosos esfuerzos que hacía para arrastrarse, porque una de sus piernas estaba paralítica, y el brazo no podía servirle de nada. Edmundo, pues, se vio precisado a ayudarlo, porque de lo contrario nunca hubiera podido salir por la estrecha boca del subterráneo que daba a su calabozo.

—Aquí me tiene, persiguiéndolo con tenacidad —le dijo con una sonrisa muy benévola.

—Sin duda creyó poder librarse de mi munificencia, pero no será así. Escúcheme, pues.

Edmundo comprendió que ya no le era posible retroceder. Hizo sentar al viejo en su cama, y se colocó a su lado en el banquillo.

—Ya sabe —dijo el abate— que yo era secretario, familiar y amigo del cardenal Spada, último de los príncipes de este nombre. A aquel prelado dignísimo debo cuanta felicidad haya gozado en mi vida. A pesar de que las riquezas de su familia eran proverbiales, y muchas veces oí decir: “Rico como un Spada”, no era rico, pero vivía a costa de esta reputación de riquezas. Así viven de sí mismas casi todas las reputaciones populares. Su palacio fue mi paraíso. Eduqué yo a sus sobrinos, que ya han muerto, y apenas se quedó él solo en el mundo, le pagué en adhesión cuanto había hecho por mí durante diez años.

»La casa del Cardenal no tuvo ya secretos de ninguna especie para mí. Muchas veces había yo visto ocupado a monseñor en compulsar los libros antiguos y hojear ávidamente los manuscritos, olvidados entre el polvo del archivo de la familia. Un día que yo le hice ver la inutilidad de sus afanes, pues no conseguía como premio de ellos más que quedarse muy abatido, me miró sonriendo con amargura, y por respuesta abrió un libro, que es la historia de la ciudad de Roma. En el capítulo XX de la vida del papa Alejandro VI, leí las siguientes líneas, que desde entonces no pude olvidar:

»Terminadas las tremendas guerras de la Romaña, César Borgia, su conquistador, necesitaba dinero para comprar el resto de Italia, y el Papa por su parte necesitaba también dinero para acabar con Luis XII rey de Francia, que a pesar de sus últimos reveses era un enemigo poderoso todavía. Resolvieron, pues, de común acuerdo, hacer un buen negocio, lo que era muy difícil en aquella pobre Italia, exhausta de recursos.

»Su Santidad concibió una idea muy feliz. Determinó crear dos cardenales.

»Al nombrar dos grandes personajes en Roma, es decir, a dos de los más ricos, hacía a la vez Su Santidad dos buenos negocios: primeramente podía vender los altos cargos y los magníficos empleos que aquellos dos cardenales poseían, y podía aprovecharse, en segundo lugar, del subido precio a que los dos capelos se venderían. Otra tercera especulación resultaba de esto, que podremos conocer muy pronto.

»Al momento encontraron el Papa y César Borgia a sus futuros cardenales. Uno era Juan Rospigliosi, que ostentaba las más altas dignidades de la Santa Sede, y el otro César Spada, uno de los romanos más notables y más ricos. Uno y otro podían apreciar en su verdadero valor el precio de semejante favor papal. Los dos eran ambiciosos.

»En cuanto ellos aceptaron, encontró César Borgia compradores para sus empleos. La consecuencia de esto fue que Rospigliosi y Spada pagaron por ser cardenales, y otros ocho pagaron también por ser lo que eran los cardenales antes de su creación. Ochocientos mil escudos ingresaron en las arcas papales.