El Conde de Montecristo

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Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que circulaban, y para hacer frente a los cien mil francos del señor de Boville a mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a vencer el 15 del mes siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta de El Faraón, cuya salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido al propio tiempo que él.

Pero la llegada de este buque, procedente, como El Faraón, de Calcuta, fue quince días atrás, mientras que de El Faraón no se tenía noticia alguna.

Este era el estado de la casa de Morrel e hijos, cuando en la misma mañana en que hemos dicho ajustó con el señor de Boville su importantísimo negocio el agente de Thomson y French, de Roma, se presentó en casa del señor Morrel.

Manuel salió a recibirlo, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada cara nueva veía un nuevo acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso evitar esta visita al señor Morrel, e hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada podía decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en persona.

Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la orden de llevar al extranjero al gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero lo siguió.

En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero con visible inquietud. Cocles no reparó en esta mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.

—El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? —le preguntó el cajero.

—Sí..., creo que sí —respondió la joven vacilando—. Cerciórese antes, Cocles, y si está, anuncie a este caballero.

—Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre —respondió el inglés—. Este caballero solo tiene que decir que soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma, con la cual está en relaciones la de su padre.

La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero seguían subiendo. Ella entró en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave que poseía para entrar a todas horas en el de su amo, abrió una puerta situada en un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala, abrió otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al comisionado de la casa de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas de que podía entrar.

Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al contemplar las columnas de números de su pasivo.

Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para acercar una silla; cuando lo vio sentado, se volvió él también a sentar.

Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de edad de treinta y seis al principio de esta historia. Ahora rondaba los cincuenta; sus cabellos habían encanecido, su frente, poblada de melancólicas arrugas, y su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga, como si temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un hombre.

El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.

—Caballero —le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que estaba siendo objeto—. Caballero, ¿desea hablarme?

—Sí, señor. Sabe de parte de quién vengo, ¿no es verdad?

—De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.

—Le ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de Thomson y French pagar en Francia unos cuatrocientos mil francos, y conociendo su probidad, ha reunido todo el papel que corría suyo, encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.

Morrel exhaló profundamente y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.

—¿Entonces tiene pagarés míos? —le preguntó al inglés.

—Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.

—¿Cuánto? —preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese firme.

—Ahí los tiene —respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo—. Aquí tiene un endoso de doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de Boville, inspector de cárceles. ¿Reconoce deber esta cantidad al señor de Boville?

—Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por ciento hará pronto cinco años.

—¿Y debe reembolsársela...?

—La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.

—Muy bien. Vea ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos francos, pagaderos a fin de este mes. Son pagarés suyos que nos han traspasado sus tenedores.

—Los reconozco —dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar que por primera vez en su vida no podría hacer honor a su firma—. ¿Es esto todo?

—No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos, traspasados a nuestra casa por las de Pascal y Wild y Turner de Marsella. Importan estas sumas doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

Era indescriptible lo que estaba sufriendo en aquellos momentos el pobre Morrel.

—¡Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos! —repitió maquinalmente.

—Sí, señor —repuso el comisionista—. Ahora, pues —prosiguió después de una breve pausa—, no debo ocultarle, señor Morrel, que aun reconociendo su probidad sin tacha hasta el presente, se dice por Marsella que no está en disposición de hacer frente a sus créditos.

A esta salida casi brutal, palideció Morrel.

—Caballero —dijo—, hasta el presente, y hace ya veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi padre, que a su vez la había regentado treinta y cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel e hijos se ha desairado en mi caja.

—Ya lo sé —respondió el inglés—, pero hábleme de hombre honrado a hombre honrado: ¿pagará estas con la misma exactitud?

Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que antes no había tenido.

—A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente de la misma manera. Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como espero, pues con su llegada recobraré el crédito que me han quitado las desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase El Faraón, si me faltase mi último recurso...

Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.

—¿De modo que si le faltase ese último recurso...? —le preguntó su interlocutor.

—Pues bien —repuso Morrel—, mucho me cuesta decirlo..., pero acostumbrado ya a la desgracia, necesito acostumbrarme también a la vergüenza... Pues bien..., me parece que me vería en la precisión de suspender los pagos...

—¿No cuenta con amigos que puedan ayudarlo en esta ocasión?

Morrel sonrió con tristeza.

—Bien sabe, caballero —contestó—, que en el comercio no hay amigos, sino socios.

—Es cierto —murmuró el inglés—. ¿Luego no tiene más que una esperanza?

—Una sola.

—¿Que es la última?

—La última.

—De suerte que si le sale defraudada...

—¡Estoy perdido, caballero, completamente perdido!

—Cuando yo me dirigía a su casa, entraba un buque en el puerto.

—Ya lo sé. Un joven que me ha permanecido fiel, a pesar de mi desgracia, pasa mucha parte del día en un mirador de esta casa, con la idea de poder traerme alguna buena noticia. Por él me enteré de que había llegado ese navío.

—¿Y no es el suyo?

—No, es La Gironda, buque bordelés, que viene también de la India, como el mío.

—Tal vez haya visto a El Faraón y le traiga noticias suyas.

—¿Quiere que le diga una cosa, caballero? Casi tanto temo saber noticias de mi bergantín, como estar en incertidumbre... la incertidumbre encierra algo de esperanza.

Luego añadió el señor Morrel con voz sorda:

—Esta tardanza no es natural. El Faraón salió de Calcuta el 5 de febrero, hace más de un mes que debía haber llegado.

—¿Qué es eso? —dijo el inglés aplicando el oído—. ¿Qué es ese barullo?

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? —exclamó Morrel, palideciendo.

En efecto, en la escalera se oía un ruido extraordinario, gentes que iban y venían y hasta lamentos y suspiros. Se levantó Morrel para abrir la puerta, pero le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su sillón. Los dos hombres estaban frente a frente. Morrel temblando de pies a cabeza, el extranjero mirándole con profunda compasión. Aunque había cesado el ruido, Morrel al parecer aguardaba alguna cosa. En efecto, el ruido debía tener su causa y además un resultado. Al extranjero le pareció oír que subían muy quedito la escalera, y que los pasos, que eran como de muchas personas, se paraban en el descansillo.

Alguien introdujo una llave en la cerradura de la primera puerta, cuyos goznes se oyeron rechinar.

—Solo dos personas tienen la llave de esa puerta: Cocles y Julia —murmuró el naviero.

Al mismo tiempo se abrió la segunda puerta, apareciendo la joven, pálida y bañada en llanto. Morrel se levantó temblando de su asiento, teniendo que apoyarse en el brazo de su sillón para no caer. Quería preguntar, pero le faltaba la voz.

—¡Oh, padre mío! —dijo la joven juntando las dos manos—, perdone a su hija el ser portadora de una triste nueva.

Morrel palideció intensamente y Julia se echó en sus brazos.

—¡Oh, padre mío! ¡Padre mío! —murmuraba—. ¡Valor!

—¿De modo que El Faraón se ha perdido? —balbució Morrel.

La joven no respondió, pero con la cabeza, que reclinaba en el seno de su padre, hizo una señal afirmativa.

 

—¿Y la tripulación? —inquirió Morrel.

—Se ha salvado —respondió la joven—. La ha salvado el navío bordelés que acaba de llegar.

El bueno del señor Morrel levantó las manos al cielo, con un sublime ademán de gratitud y resignación.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó—. Al menos solo me hiere a mí con este golpe.

No obstante su impasibilidad, el inglés se sintió afectado por la escena; una lágrima humedeció sus ojos.

—Entren —añadió Morrel—, entren, pues me presumo que están todos en la puerta.

En efecto, pronunciadas apenas estas palabras, apareció sollozando la señora Morrel, seguida de Manuel. En el fondo de la antecámara se percibían las rudas facciones de siete a ocho marineros medio desnudos.

La vista de estos hombres hizo estremecerse al inglés. Dio un paso como para salirles al encuentro, pero se detuvo, ocultándose, por el contrario, en el rincón más oscuro del gabinete. La señora Morrel fue a sentarse en el sillón, cogiendo una de las manos de su marido, mientras Julia reclinaba la cabeza sobre el pecho de su padre. Manuel se había quedado en medio de la estancia, como lazo que uniese a la familia de Morrel y a los marineros de la puerta.

—¿Cómo sucedió? —preguntó el naviero.

—Acérquese, Penelón —dijo el joven—, y cuénteme cómo ocurrió la desgracia.

Un marinero viejo, tostado por el sol del ecuador, se adelantó dando vueltas entre sus manos a los restos de su sombrero.

—Buenos días, señor Morrel —dijo, como si hubiera salido de Marsella la víspera o si llegase de Aix o de Tolón.

—Buenos días, amigo —contestó Morrel, no pudiendo menos de sonreír, a pesar de sus lágrimas—. Pero ¿dónde está el capitán?

—Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma, pero si Dios quiere, aquello no será nada, y dentro de pocos días le verá volver tan bueno y sano como usted y como yo.

—Está bien... Hable ahora, Penelón.

Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo, se puso la mano sobre la boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y contoneándose dijo:

—Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice entre el cabo Blanco y el cabo Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán Gaumard se me arrima, porque yo estaba en el timón, y me dice: “Compadre Penelón, ¿qué me dices de aquellas nubes que se van formando allá abajo?” Justamente yo las atisbaba en aquel momento.

»—¿Lo que yo le digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que deben y que son más negras que lo que conviene a nubes de buena intención.

»—Yo también opino lo mismo —me respondió el capitán—, y voy a tomar mis precauciones. Tenemos muchas velas para el viento que correrá pronto... ¡Atención! ¡Eh! ¡Cierren las escotillas! ¡Halen los foques!

»Ya era tiempo. No bien se había ejecutado la orden, cuando el aire se nos echó encima, poniendo al buque de costado.

»—Bueno —dijo el capitán—, todavía tenemos mucha vela. ¡Carga la grande!

»—Seis minutos más tarde estaba cargada la vela mayor, y navegábamos con la mesana, las gavias y los juanetes.

»—¿Qué es eso, compadre Penelón? —me dijo el capitán—. ¿Por qué mueves la cabeza?

»—Porque en su lugar, es un decir, yo no haría tan poca cosa.

»—Me parece que tienes razón, perro viejo —me contestó—; vamos a tener una bocanada de aire.

»—¡Ah, capitán! —le respondí—. El que cambiara una bocanada de aire por aquello que pasa allá abajo, no saldría perdiendo, a buen seguro. Es una tempestad en regla, o yo soy un topo.

»Es como si dijéramos que se veía venir el viento como se ve venir el polvo en Montedrón. Por suerte se las había cara a cara con un hombre bien templado.

»—¡Cada cual a su puesto! —gritó el capitán—. ¡Cojan dos rizos a las gavias! ¡Larguen las bolinas! ¡Brazas al aire! ¡Recojan las gavias! ¡Pasen los palanquines por las vergas!

—Poco era eso aún para aquellos sitios —dijo el inglés—. En su lugar yo habría cogido cuatro rizos, y me habría deshecho de la mesana.

Aquella voz firme, inesperada y sonora, estremeció a todo el mundo. El marino miró al que con tanto aplomo criticaba las maniobras de su capitán.

—Hicimos otra cosa, caballero —le contestó con algún respeto—. Cargamos la mesana y pusimos el timón al viento, para dejarnos llevar de la borrasca. Diez minutos más tarde, cargadas también las gavias, navegábamos a palo seco.

—Muy viejo era el buque para atreverse a tanto —dijo el inglés.

—Eso fue precisamente lo que nos perdió. Hacía ya doce horas que andábamos de aquí para allá dados a los demonios, cuando el barco empezó a hacer agua.

»—Penelón, viejo mío —me dijo el capitán—, me parece que nos vamos a fondo. Dame el timón, y baja a la sentina.

»Le di el timón, bajé en efecto... ya había tres pies de agua... Vuelvo a subir gritando: ¡A las bombas! ¡A las bombas! —aunque era ya un poco tarde. Pusimos manos a la obra, pero cuanta más agua sacábamos más entraba.

»—¡Ah! —dije al cabo de cuatro horas de trabajo—, puesto que nos vamos a fondo, dejémonos ir, que solo una vez se muere”.

»—¿De ese modo das el ejemplo, maese Penelón? —me dijo el capitán—. Espera, espera un poco.

»Y se fue a su camarote a coger un par de pistolas y salió diciendo:

»—Al primero que se aparte de la bomba le pego un tiro.

—Bien hecho —dijo el inglés.

—Nada hay que reanime tanto como las buenas razones —prosiguió el marinero—, sin contar que en este intervalo el tiempo se había ido aclarando y calmándose el aire. Sin embargo, el agua no cesaba de subir, poco, es verdad, unas dos pulgadas por hora, pero subía. Dos pulgadas por hora, ya ve, parece cosa despreciable, pues a las doce horas suman veinticuatro pulgadas, y veinticuatro pulgadas hacen dos pies. Dos pies, con tres que ya teníamos, sumaban cinco..., ¿eh? ¿Si podrá pasar por hidrópico un buque que tiene en el estómago cinco pies de agua?

»—Vamos —dijo el capitán—, me parece que el señor Morrel no se quejará. Hemos hecho por salvar el barco cuanto estaba en nuestro poder. Pensemos ahora en salvar a los hombres. Muchachos, a la lancha, ¡pronto!

»Tienes que saber, mi amo —dijo Penelón—, nosotros queríamos mucho a El Faraón, pero por mucho que el marinero quiera a su barco, quiere más a su pellejo. Así que no nos lo dijo dos veces. Y repare que también el buque, lamentándose, parecía que nos dijese: “¡Váyanse pronto, pronto!”. Pobre, no se engañaba El Faraón. Materialmente lo sentíamos hundirse bajo nuestros pies.

»En un instante echamos la chalupa al mar, y nosotros saltamos a ella.

»El capitán fue el último, o por mejor decir no lo fue, pues no quería abandonar el navío. Yo, yo fui el que lo cogí a brazo partido, y se lo eché a mis camaradas, saltando detrás de él. Ya era tiempo. No bien había yo saltado, cuando el puente se abrió con un ruido semejante al de las bordadas de un navío de a cuarenta y ocho.

»Diez minutos después se hundió por delante, luego por detrás, se puso a dar vueltas como un perro que quiere morderse la cola, y por último..., ¡adiós, mundo...! ¡Prrrrrrum...! ¡Adiós, Faraón!

»En cuanto a nosotros, estuvimos tres días sin comer ni beber..., como que ya hablábamos de echar suertes a ver a quién le tocaba servir de alimento a los otros, cuando vislumbramos a La Gironda. Le hicimos las señales consabidas, nos vio, se dirigió a nosotros y nos echó su chalupa y nos recogió. Este es el caso, señor Morrel, tal como ha pasado, a fe de marino, bajo la palabra de honor. ¿No es verdad, muchachos?

Un murmullo general de aprobación manifestó que el orador reunía todos los sufragios, así por lo verdadero del fondo, como por lo pintoresco de la forma.

—Bien, amigos míos —dijo el señor Morrel—, fueron valientes y muy bien me figuraba yo que no tendrían la culpa de esta desgracia, sino mi destino. Es voluntad de Dios y no culpa de los hombres. Díganme ahora, ¿cuánto se les debe de sueldo?

—¡Bah!, no hablemos de eso, señor Morrel.

—Al contrario, hablemos —repuso el naviero con una triste sonrisa.

—Pues bien se nos deben tres meses —añadió Penelón.

—Entregue doscientos francos a cada uno de esos valientes, Cocles. En otros tiempos, amigos míos —prosiguió Morrel—, hubiera yo añadido: Dé a cada uno doscientos francos de gratificación, pero estos tiempos son muy malos, amigos míos, y no me pertenece el poco dinero que me queda. Perdonen, y no por eso me quieran menos.

Penelón hizo un gesto de enternecimiento y volviéndose a sus compañeros, cambió con ellos algunas frases.

—En cuanto a eso, señor Morrel —añadió luego, trasladando al otro carrillo su mascada de tabaco, y arrojando a la antesala otro salivazo, que fue a hacer compañía al primero—, en cuanto a eso...

—¿A qué?

—Al dinero...

—Y bien, ¿qué?

—Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan cincuenta francos a cada uno, que esperarán por lo demás.

—¡Gracias, amigos míos, gracias! —exclamó el naviero, conmovido hasta el fondo del alma—. ¡Qué gran corazón tienen todos! Pero tomen los doscientos francos, tómenlos, y si encuentran un buen empleo, acéptenlo, porque están sin ocupación.

Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros, que se miraron unos a otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió a tiempo con su mano a la garganta.

—¿Cómo, señor Morrel, nos despide? —murmuró con voz ahogada—. ¿Está descontento de nosotros?

—No, hijos míos —contestó Morrel—, sino todo lo contrario. No les despido..., pero... ¿qué quiere?, ya no tengo barcos, ya no necesito marineros.

—¿Que no tiene barcos? —dijo Penelón—. Pues construirá otros..., esperaremos. Gracias a Dios, ya sabemos lo que es esperar.

—No tengo dinero para construir otros, Penelón —repuso Morrel con su melancólica sonrisa—; por lo tanto no puedo aceptar su oferta, aunque me sea muy satisfactoria.

—Pues si no tiene dinero, no debe pagarnos. Haremos como el pobre Faraón, navegar a palo seco.

—Callen, callen, amigos míos —respondió Morrel con voz entrecortada por la emoción—. Les ruego que acepten ese dinero. Ya nos volveremos a ver en mejores circunstancias. Manuel, acompáñelos —añadió—, y haga que se cumplan mis deseos.

—¿Volveremos a vernos, señor Morrel? —dijo Penelón.

—Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Váyanse.

E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de Manuel.

—Ahora —dijo el armador a su mujer y a su hija—, déjenme solo un instante, que tengo que hablar con este caballero.

Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos dicho.

Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de hielo.

Los dos hombres quedaron a solas.

—Venga, caballero —dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón—, ¡ya lo ha visto! ¡Ya lo ha oído! Nada tengo que añadir.

—Ya he visto, caballero —respondió el inglés—, que le viene otra desgracia, tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de serle útil.

—¡Oh, caballero! —murmuró Morrel.

—Veamos —prosiguió el comisionista—. Yo soy uno de sus principales acreedores, ¿no es cierto?

—Es al menos el que posee créditos a plazo más corto.

—¿Desea una prórroga para pagarme?

—Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida —repuso Morrel.

—¿De cuánto tiempo la quiere?

Morrel, vacilante, dijo:

—De dos meses.

—Le concedo tres —respondió el extranjero.

—¿Pero cree que la casa de Thomson y French...?

—Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.

—Sí.

—Renuéveme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora vendré a buscarlo. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana).

 

—Lo esperaré, caballero —dijo Morrel—, y usted quedará pagado, o muerto yo.

Se renovaron los pagarés, se rompieron los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.

Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y se despidió de Morrel, que lo acompañó hasta la puerta, bendiciéndolo.

En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.

—¡Oh, caballero! —dijo juntando las manos.

—Señorita —respondió el inglés—, si en alguna ocasión recibe una carta... firmada por... por Simbad el Marino..., efectúe al pie de la letra lo que le encargue, aunque le parezca extraño mi consejo.

—Lo haré, caballero —respondió Julia.

—¿Me promete hacerlo?

—Se lo juro.

—Bien. Adiós, entonces, señorita. Prosiga como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que Dios la recompensará dándole a Manuel por marido.

Julia exhaló un grito imperceptible y se puso encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para no caer.

El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.

En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía llevárselos o no.

—Sígame, amigo mío, tengo que hablarle —le dijo.

Capítulo siete: El 5 de septiembre

El plazo concedido a Morrel por la casa de Thomson y French cuando menos lo esperaba, se le antojó al pobre naviero uno de esos vislumbres de felicidad que vienen a anunciarnos que el infortunio se ha cansado de acosarnos. Contó el mismo día el suceso a su hija, a su esposa y a Manuel, con lo que tornó al seno de la triste familia un tanto de esperanza, si no de tranquilidad, mas, por desgracia, Morrel no tenía deudas solo con la casa de Thomson y French, tan fácil de contentar. Como él mismo había dicho, en el comercio no hay amigos, sino socios.

Al pensar en aquella acción de los comerciantes de Roma, solo podía explicársela como un cálculo egoísta e inteligente a la par. Thomson y French habrían dicho para sí: “Más nos conviene sostener a un hombre que nos debe cerca de trescientos mil francos, más nos conviene cobrarlos dentro de tres meses, que no apresurar su quiebra, cobrando solamente el siete o el ocho por ciento del capital”.

Desgraciadamente no pensaron de la misma manera los otros corresponsales de Morrel, sea por ceguedad, sea por envidia, y aun los hubo que obraron completamente al contrario. Con nimia exactitud fue presentándose en la caja todo el papel que tenía Morrel en circulación, y gracias al respiro concedido por el inglés, pudo pagarlos el cajero. Con esto prosiguió Cocles en su fatídica impasibilidad, pero no Morrel, que calculó con terror que, a pesar del plazo, era hombre perdido cuando tuviese que abonar los pagarés del comisionista.

La opinión de todo el comercio de Marsella era que el naviero no podría resistir tantos desastres, por lo que causó grandísima admiración ver que se habían cumplido fielmente las obligaciones de fin de mes. Con todo, no por esto volvió la casa a recobrar su crédito, pues unánimemente el público aplazó para fin del mes siguiente la quiebra.

Morrel pasó todo el mes haciendo esfuerzos increíbles para reunir todos sus recursos. En otro tiempo sus pagarés, aunque fuesen a fecha larga, eran tomados en la plaza y hasta pedidos. Procuró ahora negociar algunos de aquellos a noventa días, y halló cerradas todas las cajas. Podía contar afortunadamente con algunos ingresos suyos propios, que se verificaron exactamente, lo que le puso en disposición de cumplir sus obligaciones de fin de julio.

Al agente de la casa de Thomson y French no se le había vuelto a ver en Marsella desde la mañana siguiente o la otra posterior a su visita al señor Morrel, y como no había tenido en Marsella relaciones sino con el alcalde, el señor Boville y el naviero, no dejó otros recuerdos que los de estas tres personas. En cuanto a los marineros de El Faraón, sin duda habían encontrado acomodo, porque también desaparecieron.

Repuesto ya de la enfermedad que le detuvo en Palma, volvió a Marsella el capitán Gaumard, temeroso de presentarse en casa de Morrel, pero este supo su llegada y fue en persona a buscarlo. El digno naviero conocía de antes, por la revelación de Penelón, la conducta valerosa del capitán en aquella desgracia, y él fue quien precisando de consuelos, tuvo que consolar al marino. Le llevaba además su sueldo, que el capitán no se hubiera atrevido a ir a cobrar.

Al bajar la escalera, encontró el señor Morrel a Penelón, que la subía. Al parecer había empleado bravamente sus doscientos francos, porque estaba enteramente vestido de nuevo. La presencia del naviero embarazaba un poco al digno timonel. Se retiró al rincón más apartado del descansillo, pasó alternativamente su mascada de tabaco de un carrillo a otro con ojos espantados, y no aceptó, sino muy tímidamente, el apretón de manos que le ofrecía el señor Morrel con su acostumbrada cordialidad. A la elegancia de su traje atribuyó Morrel la turbación del marinero. Sin duda que no habría costeado él atavío tan lujoso. Tal vez estaba ya enrolado en otro buque, y se avergonzaba de no haber llevado más largo tiempo el luto de El Faraón, si se nos permite la frase. Quizás habría también venido a anunciar su nuevo empleo al capitán Gaumard, o a hacerle alguna proposición de su nuevo amo.

—¡Buenas gentes! —dijo Morrel alejándose—. Ojalá su nuevo dueño les ame como yo les amaba y sea más feliz que yo.

Morrel pasó el mes de agosto haciendo mil tentativas para recobrar su crédito antiguo, o ganarse otro nuevo. El 20 de agosto se supo en Marsella que había tomado un asiento en el correo, y se dijo que decididamente se declararía en quiebra a fin de mes, y partía anticipadamente para no asistir a este acto cruel, encomendado sin duda a su oficial primero, Manuel, y a su cajero, Cocles. Pero, contra todos los agüeros, el 31 de agosto se abrió la oficina, como de costumbre, apareciendo detrás de la verja Cocles, tranquilo como el justo de Horacio, examinando con su escrupulosidad característica el papel que se le presentaba y pagándolo todo con la misma escrupulosidad. Hasta giros se presentaron que pagó el cajero con la misma exactitud que si fueran pagarés. Los murmuradores se hacían cruces, y con esa tenacidad común a los profetas de desgracias, aplazaban la quiebra para fin de septiembre.

El día primero llegó Morrel. Le esperaba toda su familia, presa de la mayor ansiedad, porque aquel viaje a París era su último recurso. Morrel se había acordado de Danglars, entonces millonario, y en otro tiempo su protegido, puesto que por su recomendación entró en casa del banquero español, donde había empezado a labrar su fortuna. Danglars tenía, al decir de la gente, siete a ocho millones, y un crédito ilimitado, con que habría podido salvar a Morrel sin gastar un escudo, solo con garantizarle un empréstito.

Hacía mucho tiempo que Morrel pensaba en Danglars, pero existen antipatías instintivas, imposibles de vencer, y mientras le alentaron otras esperanzas, renunció a este supremo recurso. Tuvo razón Morrel, porque volvía de París humillado con una negativa.

Sin embargo, no exhaló una queja. Abrazó llorando a su mujer y a su hija, tendió a Manuel una mano, y se encerró con Cocles en su gabinete del piso segundo.

—¡Ahora sí que nuestro mal no tiene remedio! —dijeron las dos mujeres a Manuel.

Entonces se reunieron y decidieron que Julia escribiese a su hermano pidiéndole que viniera al instante. Se hallaba en Nimes de guarnición.

Las pobres mujeres comprendían instintivamente cuán necesarias les eran todas sus fuerzas para resistir el golpe que les amenazaba.

Maximiliano, además, aunque apenas contaba veintidós años, ejercía ya sobre su padre una gran influencia. Maximiliano Morrel era un joven de carácter firme y recto. Cuando llegó a la edad de elegir carrera, como su padre no había querido imponerle ninguna para que siguiese su inclinación, eligió la militar, efectuando por lo tanto muy notables estudios preparatorios, y entrando por oposición en la Escuela Politécnica, de la cual salió siendo subteniente del regimiento 53 de Línea. Hacía un año de esto, y ya le tenían prometido el ascenso a teniente a la primera ocasión que se presentara. En el regimiento era tenido Maximiliano por muy rígido, no solo en cuanto a los deberes militares, sino también en cuanto a los humanos, de manera que lo llamaban el estoico. No hay que decir que lo llamaban así de oídas, pues sus compañeros no sabían lo que significaba esta palabra. Tal era el joven a quien llamaban su madre y su hermana en los trances que estaban presintiendo. Y no se equivocaban, porque un instante después de haber entrado el cajero en el gabinete del armador, vio Julia salir a aquel, pálido, tembloroso y fuera de sí. Al pasar a su lado intentó preguntarle, pero el buen hombre siguió bajando la escalera con extraordinaria celeridad, contentándose con exclamar, levantando las manos al cielo:

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