Libertad de expresión: un ideal en disputa

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La relación entre libertad de expresión y deliberación, en el sentido del intercambio que tiene lugar en el modelo de la asamblea ciudadana, conecta también a la libertad de expresión con la justificación de la regla de mayoría para la toma de decisiones en un régimen democrático. El ideal de autogobierno, central a la noción de democracia, ofrece la dificultad de identificar con algún grado de precisión cuál es el contenido de la voluntad del colectivo autogobernado. El mecanismo imperfecto al que recurre este sistema político para lograr esa identificación es el de la adopción de la regla de mayoría. Resulta obvio que la regla de mayoría no identifica, más allá de cualquier duda, la voluntad del colectivo o, dicho de otro modo, que la decisión tomada por regla de mayoría no refleja la voluntad de aquellos que se encuentran en minoría. Sin embargo, el sistema democrático de autogobierno debe ofrecer a los integrantes de la minoría disidente una razón por la cual, a pesar de ese disenso respecto de la decisión tomada por la mayoría, ellos no deberían considerar que, lejos de autogobernarse, están siendo sometidos por la mayoría. Si la teoría democrática no logra articular razones por las que los disidentes, a pesar de no ver reflejada su posición en la decisión tomada, consideran que forman parte de un régimen de autogobierno, entonces el demócrata tendrá dificultades para distinguir una democracia de un régimen en el que la mayoría somete a la minoría. La teoría democrática ofrece varios argumentos para defenderse del ataque de que el régimen que justifica no es un sistema de autogobierno, sino un régimen de dominación de mayorías. Una primera defensa consiste en sostener que todos —tanto aquellos que formarán parte de la mayoría que decide como aquellos que no— participaron en el proceso deliberativo previo a la toma de la decisión. En teoría, al inicio de la discusión acerca de ésta sobre un asunto en particular aún no se ha identificado quiénes serán parte de la mayoría y quiénes de la minoría. La conformación de una y otra será resultado de la deliberación. En los sistemas de dominio de la mayoría, ésta se encuentra determinada al inicio de la deliberación.

En segundo término, tiende a confundirnos la noción de que existen la mayoría y la minoría, pues parece ser un rasgo de calidad de una democracia el hecho de que algunas de las personas que se encuentran comprendidas dentro de la mayoría y de la minoría en una decisión determinada no formen parte de esos mismos colectivos en otra decisión diferente. Por ejemplo, mientras una misma persona integra la mayoría que decidió el cambio de la ley de matrimonio que permite el casamiento entre personas de un mismo sexo, es posible que ella forme parte de la minoría en la decisión referida a reducir la alícuota del impuesto al valor agregado. Esta falta de cristalización en la composición de las mayorías y minorías en una democracia permite argumentar a favor de la regla de mayoría como consistente con el ideal de autogobierno con el fin de lograr persuadir ese individuo de que no se encuentra sometido por la mayoría al perder la votación sobre el IVA y de que participa de un sistema de autogobierno incluso cuando no forme parte de la mayoría que tomó esa decisión y se vea obligado a obedecerla. En el mismo sentido, resulta difícil sostener este argumento cuando en un sistema democrático las mayorías y las minorías son más o menos homogéneas y aquellos que se encuentran en la minoría en una decisión determinada lo están también en casi todas las demás, o al menos en todas las relevantes para su vida pública o privada. Si además esas minorías o esas mayorías resultan conformadas por personas de una misma raza o un mismo sexo, entonces cobrará fuerza el argumento que sostiene que ese régimen que aspira a ser identificado con la democracia y su regla de mayoría se han convertido en algo más cercano a un régimen que, en lugar de buscar el autogobierno, pasó a ser un régimen de control y sometimiento de la minoría por parte de la mayoría.

Finalmente, en tercer lugar, para la justificación de un régimen de decisión por regla de mayoría que aspire a ser compatible con el ideal de autogobierno es muy importante que las decisiones públicas nunca sean definitivas. Aquí aparece nuevamente el factor temporal. Mantener la discusión abierta hasta lograr el acuerdo total de los miembros de la comunidad política implica, de hecho, darle a la minoría que se encuentra cómoda con el statu quo poder de veto sobre la decisión de la mayoría. Por esto, todos los sistemas democráticos rechazan —o deberían rechazar— la regla de unanimidad o incluso el requerimiento de mayorías demasiado exigentes. Como siempre resulta que la ausencia de toma de decisión implica el mantenimiento de la decisión o ausencia de decisión pasada —el statu quo—, se requiere poner un punto de cierre al debate y pasar a la votación. Pero al mismo tiempo, a partir de ese instante, el debate puede continuar dándole a la minoría la oportunidad de convertirse en mayoría y revertir la decisión tomada. Esta posibilidad de que la minoría continúe incidiendo en el proceso de toma de decisiones evita una vez más afirmar que aquellos que la componen se encuentran sometidos a la voluntad de una mayoría que los subyuga.

La protección de la libertad de expresión en el marco del modelo de la asamblea ciudadana es consistente con todos estos argumentos tendientes a sostener que el régimen de regla de mayoría, inescindible de un sistema democrático de autogobierno, no debe ser percibido como un régimen de dominación de la mayoría. Entonces, es necesario que antes de que la mayoría tome una decisión exista un proceso deliberativo robusto del que no se sospeche que sea un mercado imperfecto de ideas o que impida debatir seriamente los puntos de vista y eventuales impactos de la decisión sobre quienes no formarán parte de la mayoría que toma la decisión. Esa deliberación debe asegurar el surgimiento de la mayor cantidad de información, la más amplia diversidad de ideas y el arco más generoso posible de perspectivas. De otro modo, la justificación de la regla de mayoría se desvanecería.

La propuesta de Balkin nos invita a repensar estas metáforas a la luz del surgimiento de la internet. Sugiere que la teoría democrática de la libertad de expresión —que el autor denomina “progresista” o “republicana”— se relaciona con contextos tecnológicos en los que la expresión se canalizaba predominantemente por medio de vías de difícil acceso, como los periódicos del siglo XIX y anteriores, y la televisión o la radio en el siglo XX. Los riesgos que surgían a partir del recurso a estas tecnologías consistían básicamente en que unos pocos dueños de estos canales podrían influir en el debate acerca de políticas públicas promoviendo solo las perspectivas que ellos apoyen; omitir difundir información, temas o perspectivas que el público debería conocer; y, finalmente, que el funcionamiento de esos medios masivos contribuiría a reducir la calidad del debate público, entre otras razones por tomar decisiones editoriales basadas en el objetivo de aumentar sus audiencias al menor costo posible10, aunque también por las dos situaciones anteriores. Así, los defensores de la tesis progresista o liberal de la libertad de expresión proponen regular la actividad de los medios masivos de comunicación mediante la imposición de restricciones al ejercicio del derecho de propiedad y del derecho a contratar, con el fin de evitar la concentración; imponer obligaciones basadas en el interés público que compelan a la cobertura de ciertos temas y a un tratamiento equilibrado de diferentes enfoques sobre ellos; y exigir la incorporación de una amplia diversidad de voces con el fin de extender y robustecer el debate público (para esto el Estado podría dedicar recursos públicos y no solo regulaciones dirigidas a la actividad de particulares)11.

No obstante, para Balkin, debido al surgimiento de la internet, la posibilidad de que la expresión de una persona o un grupo llegue efectivamente a participar en el debate público ya no depende —al menos no en la misma medida en que dependía en el pasado— de esos canales privilegiados en manos de unos pocos. El autor sostiene que la internet es interactiva, en el sentido de que ya no se da la situación en la que algunos pocos se expresan y otros muchos reciben esas expresiones como meros consumidores. Gracias a la revolución digital todos pueden ser al mismo tiempo emisores y receptores de expresiones. Esta realidad, pensada desde la metáfora del mercado de ideas, altera el supuesto de que unos pocos exhiben sus productos en las góndolas y otros, la mayoría, los consumen. Este mercado es mucho más horizontal y se parece más a una gran feria donde todos compran y todos venden.

Por otra parte, la posibilidad de que todos se expresen por vías más o menos efectivas disponibles en la web podría ser equivalente a una multiplicación casi al infinito de las esquinas de Hyde Park. Así, el autor afirma que si antes el bien escaso era el canal de comunicación, hoy el bien escaso equivalente es la atención de los receptores de las expresiones y de la información. Tantos individuos expresándose en tantas esquinas al tiempo compiten por la atención limitada de los transeúntes que no pueden prestar sus oídos a los emisores de expresiones. Todos compiten ahora con muchos, si no con todos, por atraer la atención de los receptores. Algo equivalente sucedería si hiciéramos el ejercicio de aplicar esta nueva realidad tecnológica a la metáfora de la asamblea de ciudadanos: ¿Cómo mantener una discusión sobre un tema, cómo intercambiar razones e información de forma productiva si en lugar de haber un solo micrófono que circule en la sala de expositor en expositor conforme al equilibrado juicio del moderador, cada participante del debate tiene su propio micrófono? Si bien para Balkin esta nueva realidad obligaría a modificar la teoría de la libertad de expresión construida a partir del surgimiento de los medios de comunicación del siglo XX, las viejas metáforas siguen siendo de utilidad para comprender lo que sucede y los riesgos a los que esa libertad se expone.

 

Es cierto que esos riesgos se miden en función de la teoría de la libertad de expresión que define el alcance de su ejercicio y protección. Así, desde la perspectiva del mercado de ideas y desde la tesis populista que defiende Balkin, esta oportunidad de que haya más emisores lejos de ser un peligro se convierte en una ventaja. Más opciones implican más libertad, un valor que parece ser central para ambas teorías. En cambio, desde la teoría democrática de la libertad de expresión, el aumento exponencial de voces podría conspirar contra la posibilidad de la deliberación y, por ende, del autogobierno. Sin embargo, el enfoque de Balkin, si bien crítico de la perspectiva liberal, ilumina un nuevo problema que esta última no tuvo en cuenta por haber sido desarrollada antes de la aparición de la internet. En suma, el nuevo fenómeno que tan bien comprende y presenta Balkin podría no ser la justificación para un cambio de paradigma, que es lo que propone, sino que podría estar contribuyendo a un perfeccionamiento de las viejas ideas de los progresistas y republicanos a la luz de los nuevos desafíos que presenta la internet12.

II. LOS VALORES EN DISPUTA
A. AUTONOMÍA

El debate en torno a las tres metáforas que presenté más arriba se ha planteado, en parte, en términos de conflicto entre la protección de la autonomía —un aspecto fundamental de la tesis del mercado de ideas y del Hyde Park—, por un lado, y la instrumentalización de la libertad de expresión (y de la autonomía) para lograr el autogobierno y la democracia —que caracteriza al modelo de las asambleas ciudadanas—, por otro. Analizaré esos dos extremos en esta sección y la siguiente. Robert Post, por ejemplo, ha defendido lo que denomina una teoría “tradicional” de la Primera Enmienda que gira alrededor de una noción de autodeterminación colectiva que, según él, solo se puede realizar por medio de una protección radical de la autonomía personal aplicada al ejercicio de la libertad de expresión. Así, desde esa perspectiva, este autor ha articulado una dura crítica a lo que da en llamar “teorías colectivistas” de la Primera Enmienda, identificando como sus defensores a Meiklejohn, Kalven, Fiss y Sunstein, adjudicándoles una postura que pondría en serio riesgo uno de los pocos espacios en los que persisten los valores del Iluminismo, como es el de la noción de la libertad de expresión como ejercicio de la autonomía.

El punto central que Post defiende es que la teoría colectivista juzga las intervenciones en el debate público a partir de la existencia de un punto arquimedeano de cuya existencia descree13. Otros autores, como Larry Alexander, lo acompañan en una crítica similar a esas tesis14. Este punto clave impacta sobre un aspecto fundamental del modelo de la asamblea de ciudadanos: ¿quién sería el moderador y cómo tomaría éste las decisiones de modo neutral? ¿Quién determina la agenda de la discusión cuando ya no se trata de una ideal asamblea y aplicamos este modelo al debate político de la vida real? Sin embargo, esta crítica parece tener consecuencias radicales no solo para la teoría de la Primera Enmienda o de la libertad de expresión en general, sino para la justificación misma del Estado o incluso de la decisión judicial. Por ello Fiss, defensor del papel del Estado como moderador del debate público y de la decisión judicial como objetiva —en sus propios términos de objetividad—, responderá a Post que si bien él tampoco cree que exista ese ideal punto arquimedeano, no considera correcto afirmar que no existe un modo objetivo de determinar lo que puede o no ser admitido como un ejercicio legítimo de la libertad de expresión15. Fiss recurre así a la noción de objetividad que articuló en otros trabajos para su teoría de la interpretación constitucional16.

Si bien Post tiene razón acerca de que las teorías herederas de la tesis de Meiklejohn favorecen algún tipo de restricción a la expresión y a la autonomía17, no cualquier interferencia estatal con la autonomía resulta incompatible con ella. En este sentido, existen prohibiciones u obligaciones impuestas por el Estado que tienen por objeto proteger la autonomía de la persona incluso de acciones o decisiones de la propia persona cuya autonomía se quiere proteger18. Pensemos en casos en los que la persona toma o pudiera tomar una decisión sin contar con la debida información o sin encontrarse en completo control de su voluntad. Los ejemplos clásicos en este sentido son las obligaciones impuestas a los conductores de vehículos de usar cinturón de seguridad o a los motociclistas de portar un casco protector. En estas situaciones, el mandato estatal no busca imponer un plan de vida ideal —ni siquiera concibe el no-uso de cinturón de seguridad o de casco como opciones de planes de vida—. Por el contrario, presume que los conductores de ambos vehículos desean desarrollar sus planes de vida sin que se vean interrumpidos o impedidos por sus propias decisiones de no usar cinturón o casco tomadas con base en la ignorancia de las posibles consecuencias de esas decisiones y acciones o por carecer de un estímulo para actuar en consistencia con el plan de vida adoptado.

Es posible que estos conductores carezcan de información sobre la tasa de mortalidad producida por accidentes que involucran a personas que no utilizan cinturón o casco o que su voluntad se vea debilitada al momento de subirse al vehículo por razones de pereza o incomodidad, razones triviales cuando lo que está en juego es el desarrollo del plan de vida. Estas últimas interferencias, que algunos autores llaman paternalistas, no solo no serían incompatibles con la protección de la autonomía, sino que serían requeridas por esa protección. Lo mismo sucede con situaciones en que la lógica de la acción colectiva en la que cada individuo actúa conforme a un cálculo de racionalidad autointeresado pudiera derivar en impedimentos al desarrollo de los planes de vida de esas personas. La necesidad de coordinación de acciones individuales con miras a que todos puedan lograr su plena autonomía justifica las interferencias estatales que hagan posible esa coordinación impidiendo acciones individuales autofrustrantes19. Son ejemplos de ello los casos de los semáforos o las líneas que separan las manos de una ruta, o el de la imposición desde el Estado de un salario mínimo. Si la protección de la autonomía constituye el centro de la fundamentación del trazado de límites radicales a la acción estatal, esa misma preocupación debería admitir interferencias estatales que impidan problemas de coordinación o autolesión. Así, este debate alrededor de las interferencias estatales con la autonomía que estarían permitidas provee de justificación a aquellas tesis que ofrecen razones para imponer límites a la libertad de expresión sobre la base de la misma protección de esa libertad incluso entendida como manifestación de la autonomía personal.

Volvamos a las metáforas. El caso de Hyde Park, por ejemplo, pone en evidencia el problema de coordinación que el modelo de la asamblea de ciudadanos quiere evitar con la introducción del moderador de modo de impedir la superposición de voces o el silenciamiento de los más débiles por parte de aquellos que buscan bloquear el normal desarrollo del debate. Lo mismo sucede con el caso del modelo del mercado, para lo cual alcanza con recurrir a una metáfora derivada que sería la de la regulación de monopolios y la compensación de las imperfecciones de ese mercado. Si el objetivo del mercado de ideas es hacer posible que las personas maximicen su autonomía pudiendo elegir entre diversas opciones, la intervención de un actor externo como el Estado podría expandir el menú de opciones o evitar que algunos ejerzan su autonomía interfiriendo con la autonomía de otros por medio de su silenciamiento. Lo mismo si vemos al modelo del mercado de ideas como un derivado de la soberanía del consumidor. El derecho del consumidor justamente supone que no hay igualdad de partes con el proveedor masivo de bienes y servicios y por ello justifica la acción estatal para que este sea realmente soberano, o al menos autónomo. El Estado no es el punto arquimedeano de cuya existencia descreen tanto Post como Fiss, ni son sus agencias administrativas las únicas que podrán en forma infalible descubrir su ubicación, pero representa lo más cercano que podemos tener al moderador de un debate que busca favorecer la libertad de expresión de todos con miras a que el colectivo pueda ejercer la libertad política y el autogobierno. Pasemos ahora a estudiar el otro extremo de la tensa relación entre autonomía y democracia en el marco del ejercicio de la libertad de expresión.

B. DEMOCRACIA

El debate entre la denominada teoría “tradicional” de la libertad de expresión —con su énfasis en la autonomía— y la teoría democrática de la libertad de expresión —que la entiende como precondición de la deliberación política— ha girado fundamentalmente en torno a la crítica proveniente de los defensores de la primera a lo que entienden como la instrumentalización de la libertad de expresión defendida por la segunda. Así, los detractores del modelo de la asamblea de ciudadanos entienden que éste conduce a la afectación de la autonomía como consecuencia de esa instrumentalización que desplaza del centro de la protección al individuo y su libertad individual en beneficio del colectivo. De allí que Post, por ejemplo, etiquete a las teorías democráticas de la libertad de expresión como “colectivistas” y las considere una amenaza a uno de los pocos vestigios del Iluminismo que aun conservamos20. Sin embargo, esta crítica parece soslayar la relación íntima que existe entre autonomía y democracia liberal y que, lejos de establecer una tensión entre el individuo y el colectivo, reconoce que la autonomía del individuo como condición necesaria para la existencia de un sistema democrático de autogobierno.

Por su parte, no creo que sea correcto presentar la tesis de Post a favor de los defensores de la teoría tradicional de la Primera Enmienda en defensa de una desconexión radical de la libertad de expresión respecto de la teoría democrática. Lo que sí parece dividir aguas entre ambas teorías de la libertad de expresión son sus respectivas posiciones acerca de la concepción de democracia de la que parten. Mientras que la teoría tradicional de la libertad de expresión valora la autonomía de los participantes en el debate público democrático, pero no parece defender una posición robusta o demandante sobre la calidad del intercambio de ideas, la teoría democrática de la libertad de expresión concibe el proceso deliberativo previo a la decisión democrática como un proceso exigente en cuanto a las características de ese intercambio. De allí que las teorías tradicionales recurran a las metáforas del mercado libre de ideas o a la de Hyde Park, mientras que las segundas utilizan la de la asamblea de ciudadanos para caracterizar lo que entienden como el deber ser del proceso de autogobierno. Mientras las primeras metáforas ponen en evidencia que el proceso previo a la decisión democrática debe ser casi completamente desregulado, la metáfora de la asamblea de ciudadanos supone un conjunto de reglas exigentes y un árbitro o moderador que las aplique conduciendo la deliberación hacia una decisión más lejana de las opiniones iniciales con las que los ciudadanos ingresan al proceso de intercambio y más parecidas a un juicio surgido como consecuencia del sopesamiento de razones e información21. Esta última tesis se ve con claridad en los trabajos de Meiklejohn y de Fiss publicados en este volumen, así como también en el de Sunstein22. Si bien podríamos suponer que dado que lo que realmente divide a ambas teorías de la libertad de expresión es una discrepancia profunda respecto de las concepciones de democracia que suponen, y que por lo tanto no hay posibilidad de superar el desacuerdo, quizá sea posible acercar posiciones si confrontamos la teoría tradicional de la libertad de expresión con sus propios presupuestos: la valoración de la autonomía como un elemento irrenunciable de su teoría política y la valoración de la democracia como el sistema de autodeterminación colectiva que preserva y supone esa autonomía. La tesis tradicional de la libertad de expresión no debería conspirar contra la posibilidad de que el individuo se desarrolle autónomamente en términos individuales y colectivos como consecuencia de una supuesta protección de la autonomía que resulte autofrustrante.

 

Aun asumiendo que la democracia requiere del intercambio de perspectivas diferentes y que la libertad de expresión podría contribuir a que este tenga lugar, ¿es inevitable que la teoría de la libertad de expresión esté condicionada y controlada por la teoría de la democracia? ¿Podrían separarse los dos objetivos: el de que seamos libres de expresarnos y el de que nuestra deliberación democrática sea robusta? ¿Es un juego de suma cero en el cual el aumento de la autonomía deriva en el debilitamiento de la deliberación democrática y, simétricamente, el perfeccionamiento de la deliberación y del autogobierno deriva en una afectación progresiva de la autonomía? ¿No podría lograrse la deliberación democrática sin recurrir a la interferencia estatal en materia de libertad de expresión?

Imaginemos que, por razones que desconocemos, siempre que los ciudadanos, sus representantes en el gobierno y los funcionarios discuten acerca de un problema que requiere de una decisión pública, la perspectiva correcta o aquella que podría conducirlos a la mejor decisión les fuera completamente desconocida. La democracia como sistema de autogobierno que persigue el objetivo de lograr las mejores decisiones para beneficio de los autogobernados resultaría inefectiva y conduciría a situaciones que, lejos de beneficiarlos, los dañarían. La democracia requiere que los ciudadanos tengan acceso a la mayor cantidad de información, ideas y perspectivas para poder tomar colectivamente las mejores decisiones posibles. El desconocimiento de información relevante para la toma de una buena decisión, o de ideas o de perspectivas, por las razones que sean, podría ocasionarles un daño que, en algunos casos, sería gravísimo —como la declaración de una guerra, la omisión de estrategias cruciales para prevenir una epidemia o la pérdida de garantías constitucionales frente al poder coactivo del Estado—. Si uno de los modos más efectivos de prevenir el VIH-sida es el uso de preservativos y si, por los motivos que fuesen, no se pudiera compartir esa información, personas concretas de carne y hueso morirían y la epidemia se extendería. La falta de información, de ideas y de perspectivas nos puede hacer menos libres, menos autónomos y, en última instancia, menos autogobernados a tal punto que conduzca a que nos autoinflijamos daños que podrían incluso ser irreparables.

Por otro lado, la democracia liberal supone el reconocimiento de que todas las personas somos agentes autónomos con la capacidad y el derecho de diseñar y llevar adelante nuestros propios planes de vida sin interferencias estatales o de terceros que los pongan en riesgo. Uno de los aspectos del ejercicio de nuestra autonomía es la posibilidad de pensar con libertad, expresar nuestras ideas y preferencias y actuar según ellas. Todas las teorías de la libertad de expresión —tradicionales o democráticas— y de la democracia coinciden en el reconocimiento de esa relación. Sin embargo, si bien no todos comparten la caracterización de esa relación, para algunos el vínculo de la libertad de expresión con la democracia surge a partir del carácter liberal de esta última, en el sentido de que un sistema de autogobierno colectivo supone la autonomía personal de cada uno de los miembros de la comunidad autogobernada. Si esa autonomía personal fuera interferida o suspendida, no tendría sentido hablar de una comunidad autogobernada, pues ¿cómo sería posible tomar decisiones libres en forma colectiva si los miembros de la comunidad no fueran libres de contribuir según su propio criterio al proceso colectivo de toma de decisiones? Desde esta perspectiva, la relación entre democracia y libertad de expresión es instrumental, aunque en un sentido débil: el único requerimiento de la democracia consistiría en que se exterioricen las voluntades de los individuos para lograr, en consecuencia, la libertad colectiva, asumiendo que la combinación de esas exteriorizaciones nunca generaría resultados contrarios al ejercicio de la autonomía o del autogobierno. Esta relación entre libertad de expresión y democracia podría resultar semejante a las nociones de mercado y de libre competencia, asumiendo que no existen imperfecciones en el funcionamiento de ese mercado, posiciones dominantes o información incompleta. En la medida en que todas las personas sean libres de actuar en el mercado, este funcionaría como un mecanismo eficaz de distribución de bienes y servicios. La libertad de los agentes aseguraría la libertad colectiva.

Otra perspectiva acerca de la relación entre democracia y libertad de expresión concibe, en cambio, a esta última como instrumental, pero en un sentido más fuerte o más exigente respecto del modo en que debe ejercerse como consecuencia de dos discrepancias sustanciales con la visión anterior. En primer lugar, esta segunda caracterización de la relación sospecha que existe una posibilidad cierta de que, a pesar de liberar la autonomía de los miembros de la comunidad, la información con la que contarán para tomar decisiones de autogobierno no será completa y que, en consecuencia, la democracia como sistema de autodeterminación colectiva no sería posible si solo depende de esa liberación de autonomías. Algunas voces callarán mientras otras se harán oír con fuerza, algunas perspectivas ni siquiera serán imaginadas mientras las ideas y creencias más asentadas seguirán afirmándose, incluso si no son ciertas, porque nadie las desafía y expone como falsas. En segundo lugar, la concepción de democracia que maneja esta última visión de la relación entre una concepción de democracia, que podemos llamar deliberativa, y la libertad de expresión, es más exigente y no se conforma con que fluya y circule la información para que los ciudadanos individuales formen sus opiniones y juicios, como sucede en Hyde Park, sino que considera que la democracia también requiere que los miembros de la comunidad interactúen entre sí, se ofrezcan mutuamente razones que respalden sus posiciones e intercambien información señalando prejuicios y falsedades, como sucede en el modelo de la asamblea de ciudadanos.

Desde esta visión normativa de democracia como deliberación, la libertad de expresión no solo es un presupuesto del sistema de autogobierno, sino que su ejercicio está caracterizado por la necesidad de que tenga lugar un genuino intercambio de razones y de información y de que, además, surja en el proceso deliberativo la mayor cantidad de ideas, datos y perspectivas posibles. Las consecuencias de adoptar una versión débil o fuerte, o más o menos exigente, de la relación entre democracia y libertad de expresión son enormes en cuanto a las políticas concretas que derivan de ellas. La mayor o menor demanda sobre lo que se espera del ejercicio de la libertad de expresión es fundamental sobre todo en un aspecto de crucial relevancia: el nivel de interferencia estatal con la autonomía para lograr la libertad individual y el autogobierno. Esta interferencia estatal respecto de las acciones y decisiones de los individuos involucrados en el debate público podrá adquirir la forma de una regulación administrativa o legislativa, o también de una sentencia judicial. La noción de interferencia estatal es a menudo atacada por los defensores de la tesis tradicional de la libertad de expresión asociada a una defensa radical de la autonomía, pero esta tesis tiene un problema: supone generalmente que la inexistencia de regulación no implica interferencia. Autores como Sunstein o Fiss llamarán la atención sobre la inevitable omnipresencia de la interferencia estatal, dado que la omisión de regular es una forma de acción estatal muchas veces tan efectiva como la regulación. La cuestión no debería presentarse como una contradicción entre regulación y autonomía, sino qué tipo de regulación favorece la autonomía y el autogobierno y qué tipo de regulación los impide. Para estos últimos autores, la línea que diferencia la acción de la inacción estatal se disipa. El Estado actúa cuando regula y cuando desregula o no regula23, por eso conduce a error esta distinción entre regular o interferir versus no regular o no interferir, y proponen pensar en qué tipo de regulación o intervención favorece el autogobierno y el desarrollo de la autonomía.