Cazador de almas

Tekst
Autor:
Z serii: HQÑ
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

16

Justin Pratt esperaba fuera del aseo del McDonald. ¿Quién hubiera dicho que el local estaría tan lleno de gente a esas horas de la noche? Pero ¿dónde iban a ir si no los chicos? ¡Mierda! ¡Qué no daría por un Big Mac! El olor de las patatas fritas hacía que le rugieran las tripas y que la boca se le llenara de saliva.

Se le había ocurrido sugerirle a Alice que compraran algo de comer. Pero se había dado cuenta de que iba a decirle que no antes de que ella arrugara la nariz y lo mirara con exasperación. Esa era una de las cosas que admiraba de ella: su férrea autodisciplina. Pero ¿qué mal podía haber en comerse una puta hamburguesa con queso?

Tenía que andarse con ojo con las cosas que decía. Miró de nuevo a su alrededor. Estaba tomando la costumbre de comprobar si alguien podía oír sus pensamientos. ¿Qué coño le pasaba? Se estaba cagando de miedo.

No podía creerse lo nervioso que estaba. Era como si no tuviera control sobre su cuerpo y sus pensamientos. Se rascó la mandíbula y se pasó los dedos por el pelo grasiento. Odiaba darse duchas cronometradas. El agua nunca se ponía caliente, y esa mañana habían pasado los dos minutos antes de que le diera tiempo a aclararse el champú.

Se apoyó en la pared y cruzó los brazos para estarse quieto. ¿Por qué tardaba tanto Alice? Sabía que, en parte, su nerviosismo se debía a la falta de nicotina y cafeína. Nada de cigarrillos, ni de café, ni de hamburguesas. Joder, ¿es que se había vuelto loco?

Justo entonces, Alice salió del aseo. Se había recogido el largo pelo rubio, dejando al descubierto algo más de su tersa piel blanca y sus labios carnosos, que eran de un rojo cereza sin necesidad de cosméticos. Sus ojos verdes centellearon al encontrarse con los de Justin, y sonrió como nadie le había sonreído jamás. Y, una vez más, a Justin dejó de importarle cuanto había dejado atrás, con tal de que aquel bello ángel siguiera sonriéndole así.

–¿Brandon ha dado señales de vida? –preguntó ella, y Justin se sintió al instante arrancado con violencia de su fugaz ensoñación.

–No, aún no –miró por la ventana, fingiendo que vigilaba.

Lo cierto era que se había olvidado de Brandon y que no le importaba si aparecía o no. No se explicaba por qué coño su hermano Eric hacía tan buenas migas con aquel tipo. Brandon no se parecía nada a Eric. De hecho, Justin deseaba que Brandon desapareciera de la faz de la tierra. Estaba harto de él y de su actitud de machito, de casanova y de mirad-cómo-molo. Y le importaba una mierda que fuera el preciado sucesor del Padre.

Justin tampoco entendía por qué Brandon tenía que pegarse siempre a Alice y a él. El muy capullo podía ligar con cualquier chica que le apeteciera. ¿Por qué coño no dejaba en paz a Alice? Claro, que Justin sabía que el Padre insistía en que ningún miembro de la iglesia viajara solo. Y, como Justin no era todavía un miembro de pleno derecho, se consideraba que cualquiera que viajaba con él viajaba solo.

Eric había intentado explicarle las normas y todo ese rollo, pero entonces el Padre mandó a Justin al bosque casi una semana. Decía que era un ritual de iniciación, y Eric no había rechistado, aunque Justin todavía no entendía qué tenía que ver con iniciarse en algo el hecho de acampar al aire libre, dormir en el suelo y comer latas de alubias frías.

Por suerte, se internó en el Parque Nacional de Shenandoah y se encontró con unos excursionistas que acabaron acogiéndole y dándole de comer. Le preocupaba haber ganado peso, en lugar de parecer el pajarito consumido y asustado que el Padre esperaba encontrar a su regreso. Por desgracia, cuando volvió, Eric se había ido; le habían mandado a una misión de alto secreto de la que no podía hablarse. Justin odiaba todo aquel teatro. Le parecía una gilipollez.

Alice se sentó a esperar en un asiento que hacía esquina. Justin vaciló. Le apetecía sentarse a su lado. Podía aprovechar la excusa de que tenía que estar pendiente de Brandon, pero eso ya lo estaba haciendo Alice, que parecía vigilar con tanto empeño que Justin odió de nuevo a Brandon por robarle su atención.

Se deslizó en el otro lado del asiento y paseó la mirada por el restaurante para ver si a alguien le molestaba que hubieran ocupado un asiento sin pedir nada. El local estaba lleno de clientes trasnochadores en busca de una cena rápida. Hacía largo rato que había pasado la hora de cenar. Con razón le dolía el estómago. No había tomado nada desde el almuerzo, excepto el bocado que le había dado al bollo de Ginny. Y, además, el arroz pegajoso y las judías que le daban de comer no le quitaban el hambre por mucho tiempo, a pesar de que parecían pegársele a las paredes del estómago. ¿Cómo coño podían comer esa bazofia día tras día? Y, encima, como estaban de viaje, la ración de ese día se había servido fría. ¡Qué asco! Todavía notaba el sabor en la boca.

Alice, que parecía haberse dado cuenta de que tal vez estuvieran allí un buen rato, se quitó la chaqueta. Justin hizo lo mismo mientras intentaba no mirarle las tetas. Aun así, no pudo evitar pensar en lo buena que estaba con aquel jersey rosa tan ajustado.

Ella metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la abultada bolsita de cuero; al dejarla sobre la mesa, las monedas tintinearon. Justin pensó en preguntarle si podían pedir al menos un par de coca-colas. Alice había usado sólo una moneda de un cuarto de dólar para hacer la llamada telefónica que parecía constituir una parte importante de su misión. Pero sólo había dejado un breve mensaje: un absurdo mensaje en clave sobre no sé qué viaje en taxi.

Justin no intentó averiguar de qué se trataba. Lo cierto era que no le interesaban mucho las actividades, ni las creencias religiosas del grupo. Ni siquiera sus viajes, a decir verdad. Él sólo quería estar con Alice. Y, además, no tenía mejor sitio donde ir.

Se había largado de casa hacía casi un mes, y dudaba que a sus padres les importara una mierda que se hubiera ido. Quizá ni siquiera habían notado su ausencia. Desde luego, no pareció importarles que Eric se fuera de casa. Lo único que dijo su padre fue que Eric tenía edad suficiente para buscarse la vida, si eso era lo que quería. Pero a Justin no le apetecía pensar en ellos. Ahora no. Ahora estaba sentado frente a la única persona que le hacía sentirse especial.

Alice le sonrió de nuevo, pero esta vez señaló hacia atrás.

–Ya viene.

Brandon se sentó en el asiento, junto a ella. Abultaba tanto que la estrujó contra la pared. A ella no pareció importarle, pero Justin cerró los puños y escondió las manos bajo la mesa.

–Siento llegar tarde –masculló Brandon, aunque Justin sabía que no lo decía en serio. Los tipos como Brandon decían «lo siento» con la misma facilidad con que otras personas preguntaban «¿qué tal?».

Justin observó a aquel tipo pelirrojo y alto que le recordaba a ese actor muerto que hacía de rebelde en las películas. James Dean. Brandon giraba la cabeza a un lado y otro; lo miraba todo, menos a ellos. Justin miró hacia atrás. ¿Le preocupaba que alguien lo hubiera seguido? Eso parecía. No paraba de mirar hacia todos lados. Parecía que estaba pedo, pero Justin sabía que eso era imposible. Brandon se las daba de rebelde, pero no se atrevía a contrariar al Padre. Y las drogas estaban prohibidas.

–Tenemos que volver al autobús –dijo Alice amablemente, en voz baja–. Los otros estarán esperando.

–Espera que recupere el aliento –Brandon vio la bolsa de monedas y echó mano de ella–. Me vendría bien beber algo.

Justin aguardó a que Alice reprendiera a Brandon con suave severidad. Pero ella se quedó mirándole las manos. Entonces Justin vio lo que la había dejado pasmada. Brandon tenía algo pegado en los nudillos de la mano izquierda. Algo rojo y oscuro que parecía sangre.


17

Reston, Virginia

R. J. Tully mantuvo apretado el botón del mando a distancia y vio cómo iban pasando uno tras otro los canales. Nada de lo que ponían en televisión podía apartar su atención del reloj de la pared, que marcaba ya las doce y veinte. Emma llegaba tarde. Otra noche que quebrantaba el toque de queda. Se acabó, no volvería a tirarse el rollo, fuera cual fuese su excusa. Había llegado el momento de hacerse el duro. Si pudiera descubrir una parte mecánica en sus entrañas que tomara el control sin que los sentimientos se pusieran en medio…

En noches como aquélla era cuando más echaba de menos a Caroline. Lo cual seguramente era señal inequívoca de que la paternidad le estaba sacando de quicio. A fin de cuentas, ¿no debería un tipo como él, con sangre en las venas, echar de menos las largas e incitantes piernas de su ex mujer, o incluso su deliciosa lasaña? Había una lista entera de cosas que podía añorar, aparte de su capacidad para sentarse a su lado y asegurarle tranquilamente que a su hija no le había pasado nada. A Caroline siempre se le ocurrían formas imaginativas de castigar a Emma. Siempre atinaba en lo que sabía que fastidiaría más a su hija. Cosas sencillas, como hacerle doblar todos los calcetines de la casa durante un mes entero; cosas que a él no se le habrían ocurrido ni en un millón de años. Doblar calcetines estaba bien cuando Emma tenía ocho o nueve años y la pillaban montando en bici más allá de los límites territoriales que le habían marcado. Pero, a los quince años, resultaba cada vez más difícil que hiciera caso, y mucho más encontrar formas eficaces de meterla en vereda.

Tully se pasó una mano por la cara, intentando sacudirse el sueño y el cabreo. Estaba cansado. Por eso estaba tan irritable. Dejó la tele puesta en Fox News y cambió el mando a distancia por la bolsa de ganchitos de maíz que había dejado sobre la mesa baja de segunda mano. Tuvo que incorporarse un poco para hacer el cambio, y sólo entonces notó que tenía la camiseta de los Indians de Cleveland llena de migas y polvillo de los aperitivos. ¡Mierda! ¡Qué desastre! Pero no se molestó en sacudirse la camiseta. Por el contrario, se recostó en el sillón. ¿Había algo más patético que estar allí sentado, un sábado por la noche, comiendo porquerías y viendo las noticias de madrugada?

 

La mayoría de los días no tenía tiempo para compadecerse de sí mismo. Pero la llamada de Caroline le había sacado de sus casillas. No, la verdad es que le había jodido a base de bien. Su ex mujer quería que Emma pasara Acción de Gracias con ella, y le iba a mandar el billete de avión por mensajero el lunes.

–Ya está todo arreglado –le había dicho–. Emma se muere de ganas.

Todo arreglado antes de consultarlo siquiera con él. Él tenía la custodia de Emma, cosa que a Caroline le vino de perlas cuando llegó a la conclusión de que tener una hija adolescente era un inconveniente para su carrera de consejera delegada y soltera sin compromiso. Caroline sabía que él podía negarse a que su hija saliera de viaje en Acción de Gracias, y que ella no tendría nada que hacer al respecto. Así que lo había planeado todo de antemano con Emma. Había ilusionado a la cría y la había utilizado como a un peón. De ese modo a él no le quedaba más remedio que acceder. Caroline dirigía una próspera agencia de publicidad. ¿Cómo no iba a ser una experta en manipulación?

Dejando a un lado sus sentimientos, Tully sabía que Emma necesitaba pasar algún tiempo con su madre. Había cosas de las que sólo podían hablar madre e hija, cosas para las que Tully se sentía un inepto y que le incomodaban sobremanera. Cierto, Caroline no era la persona más responsable del mundo, pero quería a Emma. Tal vez Tully sólo sentía lástima de sí mismo, porque iba a ser la primera vez desde hacía más de veinte años que pasaba Acción de Gracias solo.

La puerta de un coche se cerró de golpe. Tully se incorporó, agarró el mando a distancia y bajó el volumen de la tele. Oyó que se cerraba otra puerta y esta vez se convenció de que el ruido procedía de la entrada de su casa. En fin, ahora le tocaba poner su cara de malas pulgas, esa expresión de cuánto-me-has-decepcionado. Se hundió de nuevo en el sillón y fingió estar pendiente de las noticias mientras oía cómo se abría la puerta de la casa.

Se oyeron los pasos de más de una persona en la entrada. Se giró en el sillón y vio que la madre de Alesha entraba detrás de Emma. ¡Vaya! ¿Qué coño habría pasado esta vez?

Se levantó, se sacudió las migas de la camiseta y los vaqueros y se limpió rápidamente la boca. Seguramente estaba hecho un asco. La señora Edmund, por su parte, estaba tan impecable como siempre.

–Siento interrumpir, señor Tully.

–No, le agradezco que haya traído a Emma –miró a su hija, que parecía azorada, pero no le quedó claro si estaba así por vergüenza o por preocupación. Últimamente, todo lo que hacía o decía delante de sus amigas o de los padres de sus amigas parecía avergonzarla.

–Sólo he pasado para decirle que es culpa mía que Emma llegue tarde.

Tully seguía mirando a Emma por el rabillo del ojo. Aquella cría era una manipuladora, igual que su madre. ¿Habría convencido a la señora Edmund para que fuera a disculparse? Tully cruzó los brazos y fijó toda su atención en aquella rubia menudita, que parecía un retrato envejecido de su propia hija. Si esperaba encubrir a Emma sin darle una explicación, iba lista.

Tully esperó. La señora Edmund manoseó con nerviosismo la correa de su bolso y se echó hacia atrás un mechón de pelo rebelde. La gente, por lo general, no se ponía nerviosa a menos que se sintiera culpable por algo. Tully no se molestó en llenar el incómodo silencio, a pesar de que notó que Emma estaba rabiando. Sonrió a la señora Edmund y siguió esperando.

–Querían ir a una concentración que había en uno de los monumentos en vez de ir al cine. Yo pensé que estaría bien. Pero luego había un atasco horroroso. Odio conducir por Washington. Me perdí un par de veces. Ha sido todo un lío tremendo –se detuvo y levantó la mirada hacia él para ver si bastaba con eso. Luego prosiguió–. Después, no las encontraba. Tuvimos que mandarnos mensajes para quedar en un sitio exacto y que fuera a recogerlas. ¡Menos mal que no llovió! Y con todo ese tráfico…

Tully levantó una mano para atajarla.

–Me alegro de que estén sanas y salvas. Gracias otra vez, señora Edmund.

–Oh, por favor, debe empezar a llamarme Cynthia.

Tully notó que Emma giraba los ojos.

–Intentaré recordarlo. Muchísimas gracias, Cynthia –la acompañó hasta la puerta y esperó en el umbral hasta que la vio montar en su coche. Alesha lo saludó con la mano y su madre hizo lo mismo mientras daba marcha atrás, de modo que se distrajo y estuvo a punto de tragarse el buzón.

Cuando Tully volvió a entrar, Emma había ocupado su sitio, había pasado una pierna por encima del brazo del sillón y estaba cambiando de canal. Tully le quitó el mando, apagó la tele y se puso delante de ella.

–¿Habéis hecho ir a buscaros a la señora Edmund al centro? ¿No ibais a ir al cine?

–Conocimos a unos chicos en la excursión y nos invitaron a esa concentración. Parecía divertido. Además, no hemos obligado a la señora Edmund a ir a buscarnos. Dijo que no le importaba.

–Es casi una hora de camino. ¿Y qué clase de concentración era ésa? ¿No habría por casualidad drogas y alcohol?

–Relájate, papá. Era un rollo religioso, con muchas canciones y palmas.

–¿Y se puede saber qué pintabais Alesha y tú allí?

Emma se incorporó en el sillón y empezó a quitarse los zapatos como si de pronto estuviera mortalmente cansada y quisiera irse a la cama.

–Ya te he dicho que conocimos a unos chicos muy majos en la excursión, y que nos invitaron a ir. Pero era una lata. Acabamos paseando alrededor de los monumentos y hablando con unos chicos que conocimos.

–¿Sólo chicos?

–Bueno, había chicos y chicas.

–Emma, pasear por los monumentos a esas horas de la noche puede ser peligroso.

–Había un montón de gente, papá. Autobuses enteros. Montones de turistas frotando como locos sus trocitos de papel en la pared y haciendo fotos a mogollón con sus cámaras de usar y tirar.

Tully recordó que por las noches había visitas guiadas por los monumentos. Emma probablemente tenía razón. Seguramente corrían tan poco peligro como a plena luz del día. Además, ¿los monumentos no estaban vigilados veinticuatro horas al día?

Emma le sonrió.

–Has estado muy gracioso con la señora Edmund.

–¿Qué quieres decir?

–Por un momento pensé que ibas a castigarla sin salir –soltó una risita y Tully no pudo evitar sonreír.

Acabaron mondándose de risa los dos, se comieron el resto de los aperitivos y se quedaron viendo el final de La ventana indiscreta de Hitchcock en Clásicos del Cine Americano. Sí, su hija era clavada a su madre. Ya sabía qué teclas tocar. Y Tully se preguntaba de nuevo si alguna vez llegaría a ser un buen padre.


18

Justin fingía dormir. El autobús Greyhound reciclado había quedado por fin en silencio, y el runrún del motor y el traqueteo de las ruedas lo acunaban dulcemente. Menos mal que habían dejado de sonar los putos espirituales negros. Aguantar las «salve el Señor» y los «mandamientos de Jehová» en el interminable mitin había sido más que suficiente. Le estallaría la cabeza si tenía que escuchar aquella mierda durante las tres horas del viaje de regreso.

Había reclinado el asiento de modo que, con los ojos entornados, podía vigilar a Brandon y a Alice. Se habían sentado juntos, una fila detrás de él, al otro lado del pasillo. El interior del Greyhound estaba en penumbra, salvo por la diminuta pista de aterrizaje que formaba la hilera de luces del suelo. Apenas veía la silueta de Alice, que tenía la cabeza girada y estaba mirando por la ventanilla. Estaba así desde que habían salido de Washington. Incluso en los momentos en que los demás hablaban a grito pelado, Justin sólo la había visto mover los labios cuando, a veces, giraba la cabeza. Si no, Alice seguía con la mirada fija en la ventanilla. Tal vez ella tampoco soportaba a Brandon. A fin de cuentas, uno podía hacerse ilusiones, ¿no?

Con el asiento reclinado, veía a Brandon bastante bien. No le quitaba ojo a sus manos. Sería mejor que aquel capullo las mantuviera apartadas de Alice. De vez en cuando, a la luz de los faros de los coches que circulaban en sentido contrario, vislumbraba su cara. Parecía satisfecho. Tan satisfecho como si no tuviera una sola preocupación en el mundo. A Justin todavía le cabreaba que, al entrar en el autobús, Brandon le hubiera apartado de un empujón para sentarse junto a Alice como si aquel asiento estuviera reservado para él. El muy cabrón hacía lo que le daba la gana sin molestarse siquiera en preguntar.

Justin oyó un murmullo, y al darse la vuelta vio que el Padre salía de su compartimento privado al fondo del autobús. Se rumoreaba que el reservado tenía cuarto de baño y una cama para que el Padre descansara. Mientras el reverendo caminaba lentamente por el pasillo, agarrándose al respaldo de los asientos para no perder el equilibrio, Justin no pudo evitar pensar que, entre las sombras del autobús, parecía un tipo corriente. ¿O es que el tío caminaba sobre el agua, pero tenía que agarrarse para recorrer un corto trecho por el pasillo de un autobús?

Justin mantuvo la cabeza pegada al respaldo de su asiento y se removió ligeramente para que nadie se diera cuenta de que estaba despierto. Incluso resopló un poco, emitiendo un sonido que se había oído hacer otras veces, medio dormido.

Con los ojos entornados, vio que el Padre se paraba junto a su cabeza. La oscuridad, que ensombrecía sus facciones, le impedía ver si le estaba mirando.

Luego le oyó susurrar:

–Brandon, ve a sentarte con Darren un rato. Tengo que hablar con Alice.

Brandon se levantó y obedeció sin rechistar. A Justin le dieron ganas de sonreír. Bien, aquel cabrón dejaría de molestar a Alice un rato. Tal vez el Padre había notado su obsesión por Alice. A fin de cuentas, predicaba la necesidad de respetar el celibato para que todos ellos pudieran cumplir su misión. Aquello era una gilipollez, claro, pero él había visto con sus propios ojos cuál era el castigo por desobedecer. A una pareja a la que habían pillado la primera semana que él pasó en el complejo todavía la tenían aislada.

–Alice, quería darte las gracias –oyó Justin que decía el Padre en voz baja–. Has hecho un trabajo excelente reclutando gente joven para el mitin.

–Justin y Brandon me ayudaron –la voz de Alice era apenas un susurro, pero el radar de Justin la captó. Le encantaba aquella voz dulce, suave y afelpada. Sonaba como el canto de un pájaro, siempre melódica, dijera lo que dijese.

–Tú siempre tan modesta.

–Pero es cierto. Me ayudaron.

El Padre soltó una risa que Justin no reconoció. Intentó recordar si le había oído reír alguna vez.

–¿Tienes idea de lo especial que eres, mi querida niña?

Justin sonrió, alegre porque alguien más lo hubiera notado. Pero Alice no parecía contenta; su expresión era casi una mueca. ¿Demasiada modestia? Estaba claro que tenía que aprender a aceptar un cumplido, sobre todo si… Pero ¡qué coño…!

Justin vio de pronto lo que la había hecho callar. A la tenue luz de los coches que circulaban en dirección contraria, distinguió la mano derecha del Padre sobre el muslo de Alice. Mantuvo la cabeza apoyada en el asiento, pero abrió un poco más los ojos. Sí, el muy cabrón estaba deslizando la mano entre los muslos de Alice, la iba subiendo hacia su entrepierna. ¡Mierda! ¿Qué coño estaba pasando?

Sintió que un sudor frío se apoderaba de él y que el miedo empezaba a golpearle el pecho. Levantó la mirada hacia el rostro de Alice y vio que lo estaba mirando. Ella negó ligeramente con la cabeza. Al principio, Justin pensó que se dirigía al Padre, pero éste parecía concentrado en el camino que había tomado su mano. Así que aquel gesto no iba dirigido a él.

¡Joder! Todo en el rostro angustiado de Alice le decía que no quería que aquello pasara, y, sin embargo, ¿le estaba pidiendo que no hiciera nada?

¡Mierda! Tenía que hacer algo. Ya no veía la mano del Padre. El autobús volvía a estar a oscuras, el flujo del tráfico había disminuido. Pero por el movimiento de su hombro, Justin adivinó que seguía tocándole. Tal vez ya tuviera la puta mano en su entrepierna.

Justin echó la cabeza hacia atrás. Tenía que hacer algo. ¡Joder! Tenía que pensar. De pronto, se decidió. Empezó a agitarse en el asiento, fingiendo lo mejor que pudo una pesadilla. Luego se echó hacia delante bruscamente y gritó:

 

–¡Basta! ¡No lo hagas!

Todo el mundo se despertó, y varias personas asomaron la cabeza para ver qué pasaba. Justin sacudió la cabeza y se frotó los ojos y la cara.

–Perdón. Creo que he tenido una pesadilla. Estoy bien. Miró al Padre. Éste tenía la mirada clavada en él; su ira era visible a pesar de la penumbra. Al levantarse, lo miró frunciendo el ceño y mantuvo aquella pose como si quisiera que todo el mundo fuera testigo de su desaprobación. Naturalmente, nadie más conocía el verdadero motivo de su enfado. Pero a Justin no le importaba. Sólo se alegraba de haberle parado los pies a aquel pervertido. Lo miró encogiéndose de hombros. Luego cambió de postura en el asiento para evitar aquella mirada incisiva y recriminatoria y masculló una disculpa dirigida al cretino de cara granujienta que iba sentado a su lado.

Por fin oyó que el Padre se daba la vuelta, pero esperó hasta oír el chasquido de la puerta del compartimento para volver a mirar a Alice. Ella estaba mirando de nuevo por la ventanilla, pero, como si sintiera su mirada, se giró y volvió a sacudir la cabeza, sólo que esta vez no parecía entristecida. Esta vez, parecía preocupada. Justin comprendió de repente que seguramente se había metido en un buen lío con su líder, con aquel cabrón que se hacía llamar «pastor de sus almas ». ¿Cómo iba a cuidar de sus almas si ni siquiera podía mantener las putas manos quietas?

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?