Cazador de almas

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9

Sede del FBI

Washington D. C.

Maggie esperaba a que Keith Ganza acabara la tarea que ella había interrumpido. Keith estaba acostumbrado a que irrumpiera en su laboratorio con invitación o sin ella. Normalmente, sin ella. Y, aunque a veces refunfuñaba, Maggie sabía que no le molestaba, aunque fuera sábado por la tarde, a última hora, y todos los demás se hubieran ido ya a casa.

Ganza, jefe del laboratorio de criminalística del FBI, había visto más cosas en sus treinta y tantos años de vida de las que debía ver cualquier persona en el curso de su existencia. Parecía, no obstante, tomárselo todo con calma, como si nada –pese a su apariencia exterior– pudiera desmadejarlo. Mientras aguardaba, observando su figura alta y flaca inclinada sobre el microscopio, Maggie se preguntó si alguna vez lo había visto vestido con algo que no fuera una bata blanca, o, mejor dicho, una chaquetilla de laboratorio arrugada, con el cuello amarillento y las mangas demasiado cortas para sus largos brazos.

Maggie sabía que no debía estar allí, que debía aguardar el informe oficial. Pero la tenacidad de Abby, aquella cría de cuatro años, sólo había logrado fortalecer su resolución de descubrir quién era el asesino de Delaney. Lo cual le recordó algo. Sacó una tira de regaliz rojo que le había dado Abby y comenzó a desenvolverlo. Ganza se detuvo al oír el crujido del plástico y la miró por encima del microscopio y de las medias gafas que llevaba en la punta de la nariz. La miraba con el sempiterno ceño fruncido, ceño que permanecía en su lugar ya estuviera contando un chiste, hablando sobre alguna prueba o, como en ese caso, observando a Maggie con impaciencia.

–Hoy no he comido –explicó ella.

–Hay medio sándwich de ensalada de atún en la nevera.

Maggie sabía que su ofrecimiento era generoso y sincero, pero nunca había podido acostumbrarse a comer algo que hubiera pasado algún tiempo en la nevera entre muestras de sangre y de tejidos.

–No, gracias –le dijo–. He quedado con Gwen dentro de un rato para cenar.

–¿Y te compras regaliz para matar el hambre? –Ganza frunció de nuevo el ceño.

–No. Este me lo han dado en el entierro de Delaney.

–¿Repartían regaliz rojo?

–Su hija, sí. ¿Ya puedo interrumpirte?

–¿Quieres decir que aún no lo has hecho? Esta vez, fue ella quien arrugó el ceño.

–Muy gracioso.

–Le llevaré el informe a Cunninghan el lunes a primera hora. ¿No puedes esperar hasta entonces?

Maggie no contestó. Dobló por la mitad la larga tira de regaliz, la sostuvo delante de sí para medirla y a continuación la partió por el pliegue y le dio una mitad a Ganza. Éste aceptó el soborno sin rechistar. Satisfecho, abandonó el microscopio, se puso a mordisquear el regaliz y buscó en la encimera una carpeta.

–En las cápsulas había cianuro de potasio. Un noventa por ciento, con una mezcla de hidróxido de potasio, un poco de carbonato y una pizca de cloruro potásico.

–¿Es difícil conseguir cianuro de potasio hoy día?

–No, no es difícil. Se usa en muchas industrias. Normalmente, como fijador o para limpiar. Se utiliza en la fabricación de plásticos, en algunos procesos de revelado fotográfico, hasta en la fumigación de barcos. Había unos setenta y cinco miligramos en la cápsula que escupió el chico. Habiendo poca comida en el tracto digestivo, esa dosis causa un colapso casi instantáneo y una parada respiratoria. Naturalmente, los efectos empiezan a notarse cuando la cobertura plástica de la cápsula se disuelve. Pero yo diría que es cuestión de minutos. El cianuro absorbe todo el oxígeno de las células. No es una forma agradable de morir. La víctima muere literalmente asfixiada de dentro afuera.

–Entonces, ¿por qué no se pegaron un tiro en la boca, como hacen casi todos los adolescentes que se suicidan? –ambas imágenes desagradaban a Maggie, y Ganza levantó las cejas al notar su tono de impaciencia y su sarcasmo.

–Tú conoces la respuesta a esa pregunta tan bien como yo. Psicológicamente, es mucho más fácil tragarse una píldora que apretar el gatillo. Sobre todo, si no estás muy por la labor desde el principio.

–Entonces, ¿no crees que fuera idea suya?

–¿Tú sí?

–Ojalá fuera tan sencillo –Maggie se pasó los dedos por el pelo y notó que lo tenía enredado–. Encontraron una radio en la cabaña, así que estaban en contacto con alguien. Pero no sabemos con quién. Y debajo de la cabaña había un arsenal enorme, claro.

–Ah, sí, el arsenal –Ganza abrió una carpetilla y rebuscó entre sus papeles–. Hemos podido seguir el rastro de los números de serie de unas cuantas armas.

–Qué rápido. Supongo que eran robadas, ¿no?

–No exactamente –sacó varios documentos–. Esto no va a gustarte.

–Ponme a prueba.

–Proceden de un almacén de Fort Bragg.

–Así que fueron robadas.

–Yo no he dicho eso.

–Entonces, ¿qué quieres decir exactamente? –Maggie se acercó a él y miró por encima de su brazo el documento que había sacado.

–El ejército no se enteró nunca de que habían desaparecido.

–¿Cómo es posible?

–Esas armas las retiraron hace tiempo y las mandaron al almacén. La persona que se las llevó debía tener acceso oficial, o algún tiempo de salvoconducto.

–¿Bromeas?

–Esto se pone cada vez más interesante –Ganza le entregó un sobre con el sello del Departamento de Documentación y le indicó que lo abriera.

Maggie sacó una escritura del estado de Massachusetts sobre un terreno de diez acres que incluía una cabaña y derechos de embarcadero en el río Neponset.

–Genial –dijo tras leer por encima la copia–. Así que el terreno fue donado a una organización sin ánimo de lucro. Esos tipos saben lo que hacen.

–Es lo de siempre –dijo Ganza–. Muchos de esos grupos consiguen armas, dinero y hasta propiedades a través de falsas organizaciones benéficas. Así no pagan impuestos y al mismo tiempo pueden tocarle las narices al gobierno al que tanto dicen odiar. Eso suele ser lo único que se atreven a hacer.

–Pero este grupo está metido en algo mucho más peligroso que la evasión de impuestos. La persona que está detrás de esto es un maníaco dispuesto a sacrificar a sus propios hombres. Niños, en realidad –Maggie pasó las hojas–. ¿Qué demonios es la Iglesia de la Libertad Espiritual? Nunca la había oído nombrar –miró a Ganza y éste encogió sus huesudos hombros. ¿En qué clase de trampa se había metido Delaney?


10

Justin hubiera preferido no tener que quedarse al sermón. A fin de cuentas, llevaban todo el día trabajando para atraer a la gente. ¿No se merecían un descanso? Estaba cansado y hambriento. ¿Se daría cuenta el Padre si Alice y él se largaban? Aunque Justin sabía que Alice no querría. Ella vivía para aquel tostón, y parecía disfrutar de verdad con los cánticos, las palmas y los abrazos. La verdad era que él también disfrutaba con los abrazos, eso tenía que admitirlo. Y esa noche había allí algunas tías buenísimas.

Notó que Brandon estaba hablando con las rubias inseparables y que señalaba una de las paredes de granito, la que tenía grabada la frase: Libertad de Expresión, Libertad de Religión, Liberación de la Miseria, Liberación del Miedo. Justin había oído repetir aquellas mismas palabras al Padre muchas veces, sobre todo cuando le daba por ponerse a rajar sobre el gobierno y sus conspiraciones para liquidar a la gente. En realidad, durante un tiempo había creído que el creador de esas palabras era él.

Fuera cual fuese el rollo que les estaba contando Brandon, Justin notaba que las chicas se lo estaban tragando. Emma, la alta, se echaba el pelo hacia atrás cada dos por tres y ladeaba la cabeza de esa forma que las chicas de instituto tenían para ligar.

–Hola, Justin.

Sintió una palmada en el hombro y al volverse vio a Alice y a Ginny, la de los ojos negros. Enseguida se fijó en el enorme bollo y en la lata de coca-cola que llevaba Ginny. El olor del bollo hizo que le sonaran las tripas. Las dos lo oyeron y se echaron a reír. Ginny le ofreció el bollo.

–¿Quieres un poco?

Él miró a Alice para ver si ponía mala cara, pero ella estaba mirando para otro lado como si buscara a alguien, y Justin se preguntó de inmediato si sería a Brandon.

–Bueno, sólo un poco –le dijo a Ginny.

Se inclinó, dio un mordisco y arrancó un trozo del esponjoso bollo mientras Ginny lo sujetaba y tiraba de él. Sabía de maravilla, y Justin pensó en pedirle otro trozo, pero Ginny ya estaba dándole un mordisco, exactamente en el mismo sitio donde había mordido él; a continuación se humedeció los labios sin dejar de mirarlo. ¡Hostia! ¡Se le estaba insinuando! Justin miró a Alice para ver si se había dado cuenta, pero Alice estaba saludando a alguien con la mano. Al darse la vuelta, vio al Padre flanqueado por su núcleo duro: varias mujeres mayores y un joven negro. Tras ellos, pisándoles los talones, iban sus guardaespaldas, tres tíos a lo Arnold Schwarzenegger.

Justin pensó que el Padre parecía más un actor de cine que un reverendo. Esa mañana, en el bus, hasta había visto a Cassie, su guapa ayudante negra, aplicándole maquillaje. Seguramente también le peinaba. El Padre se desvivía con aquellos mítines. Por lo general llevaba el pelo negro, tirando a largo, echado hacia atrás con gomina, pero esa tarde lo llevaba perfectamente peinado y colocado sobre las orejas y el cuello de la camisa, de tal manera que tenía un aspecto moderno, pero pulcro. Más tarde, durante el mitin, cuando experimentara uno de sus raptos, como él decía, se le caerían los mechones sobre la frente. A Justin le recordaba a Elvis Presley cuando le daba el tembleque. Se preguntó si al Padre le molestaría la comparación. Lo que estaba claro era que no le importaría que la gente lo llamara El Rey.

 

Por lo demás, el Padre parecía un ejecutivo bien pagado. Esa noche llevaba un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata de seda negra. Los trajes parecían siempre caros. Justin lo notaba. Se parecían a los que llevaba su padre; seguro que costaban varios miles de pavos cada uno. Y luego estaban los gemelos de oro, y el Rólex, y el alfiler de corbata, todo ello regalo de ricos benefactores. Aquello ponía enfermo a Justin. ¿Por qué siempre había donantes para comprar joyas caras, pero ellos tenían que usar periódicos viejos en vez de papel higiénico? Y encima cachitos tan pequeños que ni siquiera podían leerse en ellos los resultados de la liga de fútbol universitario.

El sol acababa de ponerse; sólo quedaban de él algunas manchas púrpuras y doradas. El Padre, sin embargo, llevaba gafas oscuras. Se las quitó mientras se acercaba. Sonrió a Alice y le tendió las manos, esperando que ella hiciera lo mismo. Justin vio cómo sus manos se tragaban las de Alice y le agarraban acariciadoramente las muñecas.

–Alice, querida mía, ¿quién es tu joven invitada? –el Padre, cuyos ojos habían empezado a obrar su hechizo, sonrió a Ginny.

Ésta pareció azorarse por la repentina atención del Padre, e intentó desembarazarse torpemente del bollo y la cocacola. Justin iba a ofrecerse a encargarse de ambas cosas, pero ella se volvió y tiró el suculento bollo a una papelera. Justin se preguntó si los demás habrían oído su suspiro de desilusión, pero todos parecían hipnotizados por el encanto del Padre. Justin se apartó; no quería arriesgarse a que los trillizos Schwarzenegger le dieran un empujón.

Se sentó en un banco. Todo el mundo estaba mirando al Padre. Hasta Brandon y las rubias. Pero Brandon parecían un poco mosqueado. Justin se preguntó si le jorobaba que el Padre le robara la atención de las chicas.

El Padre tomó a Ginny de las manos como había hecho con Alice, sólo que con mucha ceremonia, seguramente porque sabía que todo el mundo lo estaba mirando. La miró a los ojos, sonrió y siguió hablando de lo guapa que era. Ginny era aún más bajita que Alice, así que las grandes manos del reverendo le abarcaban prácticamente los antebrazos.

Ginny la escéptica, la que les había dicho varias veces que su padre se cabrearía si se enteraba de que había ido a la concentración, parecía estar flipando. Justin tenía que admitir que el tío era un encantador… de serpientes. Justo en ese momento el Padre lo miró y frunció el ceño.

Joder, pensó Justin. Tal vez fuera cierto que leía el pensamiento.


11

Ginny Brier apenas oía las palmas y los cánticos allá abajo. Las hojas secas crujían bajo ellos, y una ramita se le clavaba en el muslo, pero en lo único que pensaba era en que Brandon le estaba jadeando en la oreja mientras luchaba con los botones de su blusa.

–Ten cuidado, no los rompas –susurró, pero sólo consiguió que él se aturullara aún más.

Brandon tenía la nuca húmeda. Ginny siguió acariciándosela con la esperanza de que se calmara, aunque le gustaba ver que le ponía tan cachondo. Se preguntaba si es que llevaba mucho tiempo sin hacerlo o algo así. Eso explicaría su torpeza. ¿O es que le daba miedo que les pillaran? ¿Le preocupaba que aquel tío, el reverendo, se enfadara si se enteraba? A decir verdad, a ella eso era lo que más la excitaba. Le gustaba aquel tío tan guay, que no le había quitado ojo en toda la noche, se había acercado a ella por detrás, la había tomado de la mano y la había llevado detrás del monumento.

El fuerte resplandor de los focos del monumento no llegaba hasta aquella zona boscosa, justo por encima y por detrás de la pared de granito. Si prestaba atención, podía oír la cascada de más abajo. Pero prefirió concentrarse en los jadeos de Brandon. Éste había conseguido por fin superar el obstáculo de los botones y se disponía a desabrocharle el sujetador. De pronto, agarró el botón del sujetador y se lo subió por encima de los pechos con un gesto rápido y brusco. Ginny estuvo a punto de protestar, pero en ese momento él comenzó a comerle los pezones, y se le olvidó. Bajó las manos, le desabrochó la hebilla del cinturón y el botón del pantalón y le bajó la cremallera suavemente. Pero Brandon no esperó. Se sacó el pene y empujó a Ginny contra el suelo cubierto de hojas. Ella intentó tranquilizarlo y empezó a acariciarle la espalda y los hombros.

–Tranquilo, Brandon –le susurró al oído–. Vamos a disfrutarlo.

Pero era ya demasiado tarde. Él ni siquiera había acabado de penetrarla cuando se corrió. En cuestión de segundos, se desplomó como un fardo sobre ella y siguió jadeando mientras intentaba recobrar el aliento. Sus jadeos ahogaron el suspiro de exasperación de Ginny. Luego se sentó, se apartó el pelo mojado de la frente y se subió la cremallera con la misma naturalidad que si se estuviera vistiendo por la mañana. Ginny se sintió como si se hubiera vuelto invisible. ¿Por qué los guapos siempre tenían el gatillo flojo y la cabeza hueca?

–¿Ya está? –preguntó con fastidio.

Ya no le importaba si les oía alguien, aunque su voz no podía competir con el ruido de la cascada, el parloteo del reverendo y el barullo de los aplausos.

–Serás patoso –le mostró el desaguisado–. ¿Y ahora qué hago?

–Y yo qué sé. ¿Qué hacen las putas como tú?

Ella lo miró estupefacta. Tenía que aferrarse a su ira, porque, si no, empezaría a asustarse.

–Eres un cabronazo, ¿lo sabías?

A aquel juego podían jugar dos, sólo que, esta vez, Brandon no contestó con palabras, sino con un puñetazo que se incrustó en su boca. Ginny cayó entre las hojas, se agarró la mandíbula y notó que la sangre le caía por la barbilla. Se apartó de él gateando. La ira dio pasó al miedo.

–Déjame en paz o te juro que me pondré a gritar.

Él se echó a reír; levantó la cara hacia las estrellas y se rió aún más alto, como si quisiera demostrarle que nadie los oía. Y tenía razón. Sus risotadas parecían un simple armónico de los cánticos que llegaban desde abajo.

Brandon recogió el bolso de Ginny, lo sacudió con la mano para quitarle la suciedad y se lo tiró.

–No olvides abrocharte la blusa antes de bajar –le dijo.

Su voz sonaba de pronto educada y tranquila, casi solemne, pero tan indiferente que Ginny sintió un escalofrío. ¿Cómo podía hacer eso? ¿Cómo podía desconectar así? Y tan rápidamente.

Agarró su bolso y se apartó un poco más, apoyándose contra un árbol como si buscara cobijo. Sin decir palabra, Brandon dio media vuelta y se fue por el mismo camino que habían seguido para subir.

Allá abajo, una voz de mujer sustituyó a la del reverendo, pero Ginny no prestó atención a lo que decía. Un instante después volvieron a oírse aquellos cánticos, que iban subiendo de volumen a medida que caía la noche. Decían algo de abandonar el hogar para ir a un sitio mejor. ¡Qué panda de tarados!

Ginny exhaló un suspiro de alivio. Dios, qué idiota había sido esta vez. Seguro que ese tal Justin no la hubiera tratado así. ¿Por qué siempre elegía a los peores, a los más capullos? Tal vez lo hiciera simplemente por fastidiar a su padre y avergonzar a su futura madrastra, que sólo se preocupaban por su imagen pública y su preciosa reputación. En privado se chillaban el uno al otro, pero en público se ponían ojos de cordero. Era patético. Por lo menos ella actuaba conforme a sus verdaderas emociones, sus verdaderos sentimientos, sus anhelos y necesidades.

Algo se removió entre los matorrales, tras ella. ¿Había cambiado de idea Brandon? Tal vez volvía para disculparse. Entonces se dio cuenta de que Brandon había tomado el camino en dirección contraria. Se giró bruscamente, se levantó tambaleándose y escudriñó las sombras.

Algo se movía. Algo entre las sombras. ¡Mierda! Era sólo una rama.

Tenía que salir de allí. Se estaba poniendo histérica. Se inclinó para recoger el bolso. Algo restalló delante de ella. Un cordel brillante le enlazó la cabeza y le ciñó el cuello antes de que lograra asirlo.

Intentó gritar, pero sólo le salió un gemido estrangulado. Boqueó, intentando tomar aire. Echó mano del cordel, y luego de las manos que lo sujetaban. Clavó las uñas en la piel, desgarró su propia carne. No lograba respirar. No podía impedirlo. No podía impedir que el cordel la apretara cada vez más. Se sintió caer de rodillas. Vio destellos de luz tras los párpados. No había aire. No podía respirar. Movió frenéticamente los pies, pero resbaló. Su cuello soportaba todo el peso de su cuerpo, que pendía de un solo cordel.

No podía recobrar el equilibrio. No veía. No podía respirar. Las rodillas no le respondían. Sus brazos se agitaban. Sus dedos se hundían cada vez más en su propia piel, pero de nada servía. Cuando cayó la oscuridad, sintió alivio.


12

Washington D. C.

Centro de la ciudad

Gwen Patterson se cambió la correa del maletín de un hombro a otro y esperó a que llegara Marco. Escudriñó el interior en penumbra del pub, cuya atmósfera histórica preservaban las antiguas bujías de gas y los candelabros. Sabía que, a aquella hora de un sábado por la tarde, los políticos que frecuentaban el Old Ebbitt’s Grill se habrían ido ya, lo cual haría posible conseguir un asiento y alegraría a Maggie, que aborrecía el ambiente político de la capital.

Gran ironía, las mismas cosas que Maggie detestaba de Washington eran las que hacían las delicias de Gwen. Ésta no concebía un lugar más emocionante para vivir, y adoraba su casa en Georgetown y su oficina con vistas al Potomac. Llevaba viviendo allí más de veinte años, y aunque se había criado en Nueva York, Washington era su hogar.

Marco sonrió tan pronto la vio y le hizo señas para que se acercara al pasillo donde se había parado.

–Esta vez te ha ganado –dijo, y señaló el asiento al final del pasillo donde Maggie estaba ya sentada, con un vaso de whisky escocés sobre la mesa, delante de ella.

–Bueno, no es la primera vez –le guiñó un ojo a Maggie, que siempre llegaba puntual. Gwen solía ser quien llegaba tarde.

Maggie sonrió al ver que Marco ayudaba a su amiga a quitarse la chaqueta y se hacía cargo de su maletín. Hizo amago de colgarlo del gancho de bronce que había junto a la mesa, pero se lo pensó mejor y lo apoyó cuidadosamente en la parte interior del asiento.

–¿Qué llevas ahí? –se quejó–. Parece un cargamento de ladrillos.

–Casi, casi. Es un cargamento de mi nuevo libro.

–Ah, sí, olvidaba que ahora eres una escritora famosa, además de la psiquiatra predilecta de políticos y eruditos.

–De lo de escritora famosa no estoy muy segura –repuso ella al tiempo que se alisaba la falda con ambas manos y se acomodaba en el asiento–. Dudo que Investigaciones sobre la mentalidad criminal de varones adolescentes llegue a la lista de los más vendidos del New York Times.

Las pobladas cejas de Marco se elevaron junto con sus manos en un gesto de burlona sorpresa.

–Qué tema tan enjundioso y amplio para una mujer tan menuda y guapa.

–¿Sabes, Marco?, cada vez que me halagas así acabo pidiendo la tarta de queso.

–El dulce es para los dulces. Parece lo más apropiado.

Gwen hizo girar los ojos. Marco le dio una palmadita en el hombro y se alejó para dar la bienvenida a una pareja de japoneses que esperaban en la puerta.

–Perdona –le dijo Gwen a Maggie–. Siempre pasa lo mismo.

Se recostó en el asiento y miró a su amiga con detenimiento. Maggie parecía divertida. Pero tal vez fuera el efecto del whisky, porque, cuando esa tarde la había llamado parecía deprimida; casi triste y angustiada. Le había dicho a Gwen que estaba en la ciudad y que quería saber si tenía tiempo para salir a cenar. Gwen sabía que su amiga estaba trabajando. Maggie vivía en Virginia, casi a una hora de distancia, en uno de los ricos barrios residenciales del extrarradio de Washington. Rara vez iba a la ciudad por diversión, y menos aún movida por un impulso repentino.

–¿Qué tal fue la firma de libros? –Maggie bebió un sorbo de whisky y Gwen se preguntó si era el primero. Maggie se dio cuenta–. No te preocupes. Es el primero y el último. Tengo que volver a casa en coche.

–La firma fue bien –respondió Gwen. Había decidido dejar pasar aquella ocasión de sermonear a Maggie sobre su hábito recién adquirido. Lo cierto era que estaba preocupada por ella. Rara vez la veía sin un vaso de whisky en la mano–. Siempre me sorprende que a tanta gente le interesen las retorcidas mentes de los criminales –le hizo una seña a un camarero y pidió una copa de chardonnay. Luego le dijo a Maggie–. Yo voy en taxi, así que puedo tomar más de una.

 

–Tramposa.

A Gwen le alegró que Maggie fuera capaz de bromear aún sobre el tema. Especialmente porque, la última vez que habían quedado para cenar, le había insinuado a Maggie que, más que una apetencia, el whisky era para ella una necesidad. Maggie había respondido con una mirada de enojo que parecía decirle que no se metiera donde nadie la llamaba. Lo cual era inútil, a decir verdad. Maggie estaba condenada a cargar con su amistad, que, le gustara o no, llevaba aparejado un instinto de maternal entrometimiento que no dejaba de asombrar a la propia Gwen.

Gwen era quince años mayor que Maggie, y desde la primera vez que se vieron, cuando Maggie era becaria en Quantico y ella consultora en asuntos de psicología, sentía hacia su amiga un instinto de protección que nunca antes había experimentado hacia nadie. Siempre había creído que no tenía ni un pelo de maternal. Pero, por alguna razón, se había convertido en la proverbial mamá oso, capaz de sacarle los ojos a quien amenazara con hacerle daño a Maggie.

Gwen apartó su carta, dispuesta a hacer de psicóloga, amiga y madre. No había aprendido a separar esos papeles. ¿Y qué si nunca aprendía? A Maggie –lo creyera o no– le venía bien tener a alguien que velara por ella.

–¿Qué te trae por la ciudad? ¿Ha pasado algo?

Maggie trabajaba en Quantico, en la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y rara vez visitaba la sede del FBI sita entre las avenidas Novena y Pennsylvania.

Maggie asintió con la cabeza.

–Acabo de hacerle una visita a Ganza. Pero antes estuve en Arlington. Hoy era el entierro del agente Delaney.

–Oh, Maggie, no lo sabía –Gwen observó a su amiga, quien se empeñaba en evitar sus ojos y seguía bebiéndose el whisky y colocándose la servilleta en el regazo–. ¿Estás bien?

–Claro –dijo con excesiva premura, lo cual significaba «no, claro que no».

Gwen esperó a que pasara el silencio, confiando en que su amiga dijera algo más. Pero Maggie abrió su carta. De acuerdo, así que iba a hacer falta algún que otro tira y afloja. No importa. Gwen era doctora en tiras y aflojas, aunque en su diploma oficial ponía «doctora en psicología». Para el caso, era lo mismo.

–Por teléfono parecía que necesitabas hablar.

–La verdad es que estoy trabajando en un caso y me vendría bien tu opinión profesional.

Gwen estudió los ojos de Maggie. La razón de su llamada no era ésa, o se lo habría dicho. De acuerdo, si su amiga prefería charlar de esto y aquello y posponer la verdadera cuestión, ella podía mostrarse paciente.

–¿Qué caso es?

–El del tiroteo en la cabaña. Cunningham quiere un perfil criminal de esos chicos, por si podemos relacionarlos con alguna organización. Porque seis chavales no hacen eso ellos solos.

–Sí, desde luego. He leído algo sobre ese asunto en el Washington Times.

–Y la mentalidad criminal de los varones adolescentes es tu nueva especialidad –dijo Maggie con una sonrisa en la que Gwen creyó percibir cierto orgullo–. ¿Por qué iban a dejar esos seis chicos las armas, a tomarse unas cápsulas de cianuro y a tumbarse a esperar la muerte?

–Sin conocer los detalles, yo diría que no fue idea suya. Sencillamente hicieron lo que les había dicho u ordenado alguien a quien temían.

–¿Alguien a quien temían? –Maggie parecía de pronto interesada; se inclinó sobre la mesa, apoyó los codos en ella y la barbilla en las manos–. ¿Por qué piensas automáticamente que temían a esa persona? Tal vez creyeran hasta ese extremo en su causa. ¿No es esa la argumentación que suele haber detrás de estos grupos?

Un camarero le llevó a Gwen su copa de chardonnay y ella le dio las gracias. Rodeó la copa con las manos y meció suavemente el vino.

–A esa edad no saben necesariamente en qué creen. Sus opiniones, sus ideas son todavía moldeables, fáciles de manipular. Pero los chavales tienen por lo general tendencia natural a defenderse. De hecho, hay una razón neurológica que lo explica.

Gwen bebió de su vino. No quería dar la impresión de aleccionar a su amiga sobre algo que ésta ya sabía, pero Maggie parecía ansiosa por escucharla.

–No se trata únicamente de sus altos niveles de testosterona –añadió–. Los chicos tienen niveles más bajos de serotonina, un neurotransmisor. La serotonina inhibe la agresividad y la impulsividad. Eso podría explicar por qué muchos más chicos que chicas –y especialmente chicos adolescentes– se suicidan, se hacen alcohólicos o se lían a tiros en el patio del colegio como forma de resolver sus conflictos.

Maggie se recostó en el asiento y encogió los hombros.

–Pero, según eso, si se encontraran atrapados en una cabaña con un arsenal de armas, su primer impulso sería abrirse paso a tiros. Lo cual me lleva a la misma pregunta. ¿Por qué se tumbaron para morir?

–Y a mí a la misma respuesta –sonrió Gwen–. Por miedo. Alguien tuvo que convencerles de que no tenían alter nativa –observó a Maggie mientras ésta acunaba su whisky–. Pero todo eso ya lo sabías, ¿verdad? Vamos, no te estoy contando nada nuevo. ¿Por qué me has llamado para cenar? ¿De qué querías hablarme?

El silencio se prolongó más de lo que Gwen solía permitir. Maggie tomó de nuevo la carta y evitó mirarla a los ojos.

–Para serte sincera, estoy hambrienta –miró por encima del borde de la carta y logró esbozar una tensa sonrisa al ver el ceño fruncido de Gwen–. Y necesitaba estar con una amiga, ¿vale? Con una amiga maravillosa, que está viva, respira y a la que adoro.

Gwen vislumbró un instante sus ojos castaños. Tenían una expresión grave, incluso un poco llorosa, razón por la cual Maggie se ocultaba tras la carta. Gwen se dio cuenta de que intentaba encubrir una debilidad que había aflorado en exceso; una debilidad que Maggie O’Dell procuraba guardarse para sí y ocultar a los demás, incluso a sus maravillosos amigos que aún seguían vivos y respiraban.

–Deberías probar la hamburguesa –dijo Gwen, señalando la carta.

–¿La hamburguesa? ¿La gourmet me recomienda una hamburguesa?

–Eh, que no se trata de una hamburguesa cualquiera, sino de la mejor hamburguesa de la ciudad.

Gwen vio que Maggie se relajaba. Su sonrisa parecía de pronto sincera. En fin, tendría que dejar el tira y afloja para otro momento. Esa noche, comerían hamburguesas, se tomarían un par de copas y serían sencillamente dos amigas que estaban vivas y aún respiraban.