Cocaína

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6

Cual torbellino me lancé al escenario, derribando y girando mesas y sillas a mi paso. Había gente pegándose a mi alrededor. El aire estaba cargado, las mujeres gritaban. Yo bailaba bien. Estaba claro que todos se fijaban en mí. Y entonces junto a mí pasó la bola de los que se pegaban: brazos, piernas, cabezas, jirones de ropa. Al suelo cayó, junto a mis pies, una oreja cortada, o puede que simplemente arrancada. A mí, como escritor y como humanista, me importaba un bledo todo eso.

Un crujido terrible y después un estruendo ahogaron la música; la enorme araña metálica se había desprendido del techo. Al instante todo se llenó de gritos y chillidos, y unos chorros encarnados que olían a acre empezaron a fluir a borbotones por debajo de la araña. Abandonando guitarras y tambores, los músicos se arrojaron sobre la lámpara y, bien pegados al suelo, se pusieron a lamer ansiosos, atragantándose, la sangre.

Al instante siguiente los músicos borrachos de sangre ya estaban de nuevo golpeando las cuerdas, y el torbellino del baile me arrastró detrás de la barra, donde en charcos de cerveza yacían igualitas las camareras-gamuzas, experimentadas y ágiles… Una de ellas no estaba ocupada. Vacié un vaso con algo agrio y me lancé sobre ella, sobre la gamuza.

Los músicos empezaron a tocar una fanfarria.

No iréis a decirme que los escritores somos gente poco práctica que pierde fácilmente la cabeza en los momentos de entusiasmo: conseguí rebuscar en su bolsillo. Hubo un momento en que ella, desconsiderada, se distrajo y apartó la mano que apretaba su bolsillo mugriento. ¡Fueron solo unos segundos!, pero para mí, que soy de reacción fulminante, fue más que suficiente.

No me contuve y exclamé tres veces bien alto: «¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!».

Cuando todo acabó, le di unas gracias moderadas a la camarera y me dirigí a la salida.

7

Ya ni recuerdo cómo acabé en los grandes almacenes de nuestra ciudad, subí a la segunda planta. He de confesar que me encontraba mal. Me parece que me había subido la fiebre. La cabeza me daba vueltas y me dolía, los ojos se me nublaban a ratos y en algunos momentos me fallaban las piernas; me veía obligado a pararme para no caer. Me sentí un poco mejor en la sección con el seductor nombre de «hazlo tú mismo».

Por extraño que parezca, hasta entonces no me había visto ni una sola vez en la tesitura de matar a personas vivas. Es más, en ese momento ni siquiera sabía de qué manera la gente solía matarse entre sí. Era joven, estaba un poco inquieto y no tenía a quién pedirle consejo.

La vendedora —una muchacha de pelo claro como el lino, una muchacha agradable con una bata cortita color verde lechuga— me lanzó una mirada de indiferencia cuando me acerqué para hacer la pregunta que me atormentaba. Afortunadamente, me detuve a tiempo…

En resumen, caía un aguacero terrible cuando me encontré de nuevo en la calle. Estalló un trueno, brilló un relámpago cegador. En la torre Spásskaia de una ciudad lejana el reloj marcó silenciosamente las nueve de la noche. Desde la esquina de la casa que estaba enfrente, yo vigilaba la salida del café. No voy a mentir, no recuerdo cómo salió ese hombre a la calle, cómo empezó y después terminó la persecución, cuándo se acercó a su casa-rascacielos de cristal y hormigón que llevaba el nombre del camarada Jruschov. Había anochecido, nevaba copiosamente y yo apenas podía mover los pies, las ideas se me entremezclaban; no sé cómo me las apañé para no perder el conocimiento.

El viejo golpeó varias veces los pies en la rejilla para limpiar el barro y la nieve adherida a las suelas, abrió la puerta y desapareció. Pocos segundos después también yo entraba al portal, mientras toqueteaba en el bolsillo el clavo que había obtenido de la vendedora. Los pasos resonaban un piso por encima. Por una escalera en penumbras, subí en pos de él.

Los pasos cesaron. Estaba en el descansillo delante de su puerta, sacando las llaves del bolsillo. Tras fijarme en la puerta, retrocedí a las sombras. La puerta se abrió; el canalla pasó a la entrada y cerró tras de sí dando un portazo.

Es extraño que hasta el último instante no me hubiera parado a pensar ni una sola vez en cómo iba a cumplir con mi terrible propósito. Sí, había comprado un clavo y un martillo, pero ¿cómo iba a entrar en su casa? ¿Cómo iba a acercarme a ese gusano para estar a la distancia imprescindible para golpearlo?

Me quité el gorro de la cabeza, lo envolví en una bolsa de celofán y lo até bien con una sirga. Subí. No había timbre en la pared. Llamé a la puerta primero con golpes suaves, después más fuertes.

Durante un buen rato nadie respondió desde detrás de la puerta.

Pero, de repente, me pareció que estaba allí, al otro lado, en su pasillo a oscuras, escuchando. Y así lo veía: gordo, con la chaqueta abierta a la altura de la barriga, sudoroso, presta atención y tiene miedo; con la oreja pegada a la puerta, se rasca el pecho peludo por encima de la camisa.

Estuvimos así un buen rato —yo, en la escalera; él, en el pasillo— escuchando, chupándonos los labios y entornando los ojos de la misma forma y casi al mismo tiempo para oír mejor.

Él lo resistió menos y abrió la puerta que, por alguna razón, tenía la cadena echada.

8

—¿Y cómo es que tiene la cadena echada? —pregunté.

—¿Qué pasa, que no puedo?

Sacó del bolsillo una rebanada de pan con queso, mordió la mitad y, resoplando, empezó a mover la mandíbula, mientras me miraba con cara de pocos amigos. Tenía los ojos marrones, y estaban demasiado cerca el uno del otro.

—Le he preguntado que por qué echa la cadena —volví a preguntar.

—Pues así —respondió él.

—¿Qué es eso de «pues así»?

—Así como así —se echó a reír, pero se atragantó y empezó a toser, y me escupió el pan directamente a la cara.

Le dije lo siguiente:

—Ni siquiera los gatos nacen así como así.

Y repetí:

—¿Por qué ha echado la cadena en la puerta, a ver?

Y me limpié la cara con la manga, sin apartar de él mi mirada tensa.

—Pues sí que le ha dado bien al muy cabezota —dijo el otro entre toses, escupiendo una y otra vez. Resultaba curioso la cantidad de pan con queso que había conseguido meterse en la boca de un solo mordisco.

—Se lo pregunto por última vez, pedazo de basura: ¿por qué ha cerrado la puerta echando la cadena?

Él tosía y escupía, escupía y tosía. Y me miraba como hosco, como con cierto recelo oculto.

—¿Qué pasa, que el cerrojo le parece poco?

Estaba al límite de mis fuerzas. Para no caerme, tuve que apoyarme en la pared.

—Sí —me cortó él y le dio otro mordisco al pan y otra vez empezó a toser.

¿Acaso eso era una respuesta? A las personas cortas se las veía de lejos.

Él tosía.

—Voy a contar hasta tres —dije—. U-uno-o…

Él se puso a doblar los dedos sudados, similares a salchichas.

—Do-os —continué.

Dobló un segundo dedo.

—Dos y un cuarto…

Vaciló un momento y por poco no dobló un tercer dedo.

—Dos y medio.

El gordo dobló el dedo por la mitad.

—Dos y medio y un cuarto.

Su dedo ya casi rozaba la palma de la mano.

—Bueno, ¿qué? ¿Vas a empezar a hablar? No voy a seguir esperando. ¡Habla rapidito, basura! Si no lo haces… Aunque, me la suda. En realidad, he venido por otra cosa.

El gordo suspiró aliviado y se pasó la mano por la frente. Quedaba claro que se había asustado de veras.

En silencio, le tendí la bolsa envuelta con la sirga.

9

—¿Qué es?

—Es un gorro —respondí, y de pronto pensé que habría sido mejor cambiar la voz, para que no reconociera en mí al cliente que acababa de estar en el café.

—Tómelo, por favor —dije con la voz cambiada.

—¿Qué te pasa en…? —no terminó la frase y con una salchicha se señaló la garganta, mientras me lanzaba miradas de sospecha.

—Una mutación en la voz.

—Ajá… —dijo, y prestó atención a la bolsa.

Se embutió en la boca el último trozo de pan y se puso a examinar la bolsa: hizo ruido con el celofán, lo miró a la luz, lo estrujó, lo palpó, mordió un trozo y se quedó pensativo, masticando y haciendo rechinar los dientes de una manera especialmente profesional.

Aguardé paciente el fin del examen pericial.

—No —meneó él la cabeza, al fin.

—¿No lo acepta?

—No —fue su breve respuesta.

Sabía cómo debía actuar: saqué del bolsillo las monedas que tenía preparadas y las pasé por la rendija. Al instante el dinero desapareció tras la puerta, pero seguía viéndose un filtro de recelo en los ojos del viejo.

—Ven mañana, empezamos a las diez. Ven a las diez en punto y te lo cogeré. Sin hacer cola.

—Precisamente mañana a las diez no puedo. Resulta que estoy estudiando. Vamos, que soy estudiante. Y precisamente mañana tengo una tarea importantísima. Vamos, que tengo un examen.

—¿Quizá mañana de todas formas?

—Ahora, ya le he explicado que mañana no voy a tener tiempo… Es un gorro bueno, caro —mentí.

—De acuerdo —el viejo quitó la cadena y abrió la puerta del todo—. Pasa.

Lo seguí por un pasillo largo y oscuro hasta una habitación en la que había una mesa redonda de patas abombadas, varias sillas, un diván gastado. Dos retratos —una anciana repulsiva con cofia y un aldeano de aspecto enfermizo, con barba y mejillas hundidas à la gran escritor del pasado, Dostoievski— me saltaron a los ojos.

—Vaya nudo —dijo cabreado el gordo, tirando de la cuerda—. A ver, tú deshaz el nudo, que yo voy a traerte la ficha.

 

El viejo dejó la bolsa encima de la mesa y salió de la habitación.

Rápidamente, fui detrás de él sacando de los bolsillos el clavo y el martillo.

De repente, el viejo apareció en la puerta.

—Oye, ¿eso tuyo no será contagioso?

—¿El qué? —pregunté, sorprendido.

—¡El qué, el qué! Pues lo de la garganta, la mutación…

—Pero ¡qué dice! ¡Claro que no! —me apresuré a tranquilizarlo—. Es algo de la edad, amigo.

—Está bien, espera, ahora te traigo la ficha.

Y volvió a desaparecer en el otro cuarto.

Experimentando una manifiesta impaciencia, me fui tras él.

10

Ya de noche me llamó un amigo al que unos días antes le había dado a leer esta sorprendente novela. Su voz sonaba algo desconcertada.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.

—Nada, ver la tele…

Me estaba dado un poco el pisto, claro, no tengo tele.

—¿Y qué echan?

—No lo sé.

—Ah, a-ah —se demoró un poco—. Qué suerte. Yo no tengo tele.

No sé por qué me mintió, bien sabía yo que tenía televisión.

—No es nada grave, vente aquí, podemos ver la mía.

—¿Es que te has comprado una? —preguntó, ya desorientado.

—No.

—Ah, vale, ya comprendo —dijo—. Bueno, mira, lo que quería decirte… Tu…

Se quedó callado.

—Ya he leído la… tu novela…

—¿Y? Está bien, ¿verdad?

—Ya sabes… Quizá sea mejor que quedemos. ¿Qué podría decirte por teléfono? Así se puede ofender a una persona para siempre, ya sabes.

—¿Ofender? —Me quedé de piedra—. Espera, espera, ¿qué pasa? ¿No te ha gustado?

—Cómo te lo diría… Últimamente está haciendo un tiempo asqueroso.

—No me líes —dije manteniendo la calma—. Más vale la verdad amarga que una mentira empalagosa. Suelta el golpe.

—Perdóname —dijo mi buen amigo en voz baja—. No puedo.

—Golpea —ordené—. Que no te dé pena.

—Es mejor que quedemos en algún sitio —propuso después de un momento de silencio—. Nos tomamos algo y lo discutimos todo…

—De acuerdo. Apago la tele y salgo.

—Vale. Hasta ahora —dijo mi amigo.

—Hasta ahora, amigo.

—No te pongas triste.

—Pero si no lo estoy.

—Haces bien.

—Pues claro.

Colgamos a la vez. Apagué el televisor, me eché por encima una cazadora, metí el gorro en un bolsillo y salí corriendo del piso.

—Ya lo sabes —tales fueron las primeras palabras de mi amigo—. Tu novela es un tanto extraña…

—Pero, ¡eso es genial! —exclamé y le di una palmada en el hombro.

Él frunció el ceño y se limpió el hombro con la mano.

—No vuelvas a darme palmadas así en el hombro. O te arrancaré la cabeza.

Sabía que mi amigo no estaba de broma.

—Es una sensación absurda: lees y lees y nunca te queda claro qué y para qué. De pronto te parece que lo has entendido, te parece que ya has encontrado un hilo del que tirar… —Me mostró cómo tiraba de ese hilo—. Y das la vuelta a la página y, hale, que te den.

Hizo el gesto con la mano y se lo enseñó a sí mismo.

—De nuevo nada está claro.

—Es un problema —dije.

—En realidad, no entiendo para qué hay que escribir este tipo de novelas, de verdad te lo digo.

Me miró con compasión.

—Yo tampoco.

—¿Sabes qué?, podrías escribir sobre liebres —se alegró por la idea que había tenido.

—¿Cómo?

—Sí, hay dos liebres en una madriguera, marido y mujer, tan suavitos ellos, de color gris… Y la mujer le pone la cabeza en el hombro, se come una zanahoria y frota sus orejas en él. Y él le dice…

—Querida, ¿qué ves tú en ese calendario de la pared? —terminé por él.

—¿En qué «calendario de la pared»? No había ningún calendario en ninguna pared.

—Vale, perdona. Es del capítulo siguiente.

Dio un trago de su copa. Era evidente que mi comentario le había molestado.

—Están en su madriguera, comen zanahorias, se frotan con ternura las orejas…

Mi amigo se quedó callado y se giró un poco; vi que se ponía colorado y que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Y ella le dice: «Cariño —de pronto empezó a hablar con voz de mujer—, ¡qué bien que hayas escogido este claro del bosque para construir nuestra madriguera! Nunca había visto un claro tan bonito». Y él responde: «Estoy dispuesto a hacer todo por ti, querida mía, a arrancarme la puta piel, con tal de complacerte sistemáticamente».

—Ella dice: «Es ponerme a pensar en nuestros niños y me entran ganas de llorar». Y él responde cariñoso, y la mira así, ya sabes, de arriba abajo: «Cariño, eres una madre maravillosa. Quiero hacerte un buen regalo». «¿Y qué regalo es ese?», pregunta ella, poniéndose colorada. «Este verano nos vamos a ir de vacaciones a Niza, palomita mía. Ya tengo reservada una habitación de lujo en un hotel de cinco estrellas». Bueno, y tú ya sabes lo que va después…

Mi amigo se dio la vuelta, se secó discretamente las lágrimas con la manga.

—Alegría, besos, abrazos, palabras dulces… Los niños están durmiendo. Y en ese momento —dijo en tono amenazante—, una inundación.

Miraba al frente con los ojos bien abiertos. Que me corten la cabeza si no estaba viendo la inundación. Sí, en ese momento no estaba conmigo sentado a la mesa, era una sombra, un fantasma, lo que queráis. Él estaba en el claro y con terror mudo vigilaba las olas en aumento.

—Y ahí están las olas, acercándose al borde de su madriguera.

Su voz se había vuelto ronca por la emoción.

—Ella dice: «Cariño, parece como si soplara humedad por algún sitio». Y él responde: «El río está cerca, se ve que el viento sopla desde allí».

Mi amigo apoyó la cabeza en las manos, ocultó el rostro. Noté que sus hombros temblaban. Tuve miedo de romper el silencio.

—Y ella dice: «¿Y qué son esos silbidos del viento?» —dijo con voz fina, con el rostro levantado y cubierto de lágrimas—. «No lo sé, querida. —Ahora en voz baja, firme, de hombre—. Quizá debería ir a echar un vistazo». «No, quédate aquí, hace frío fuera». Tanto se compadeció ella de él —explicó mi amigo con labios temblorosos.

—¿Y qué pasó luego? —pregunté con cuidado.

—Pues después el agua fría de marzo entró violentamente en la madriguera. —Me enseñó con la mano lo horrible que fue el agua colándose en la madriguera—. Y…

—Bueno —dije realmente intrigado—. ¿Qué pasó después?

—Y…

Aguantó un instante más, pero después se derrumbó sobre la mesa, se tapó la cabeza con las manos y empezó a sollozar, estaba destrozado.

Lo consolé como pude.

—Escribiré sí o sí una novela así —prometí al despedirnos—. Y nunca más escribiré de las otras.

—¿Me lo prometes? —preguntó mi amigo, mirándome atentamente a los ojos.

—Palabra de escritor —dije con firmeza.

—Gracias, viejo, me dejas tranquilo. Adiós.

—Adiós —dije y, sin darme cuenta, le di una palmada en el hombro. ¡Y qué palmada! Él, pobre, apenas logró mantenerse en pie.

—¡Te avisé! ¡Te dije que no me dieras más palmadas en el hombro! —empezó a gritar, estirando el cuello y abriendo tantísimo la boca que fácilmente podría haberse metido dentro un melón no muy grande—. ¿Qué pasa, cabrón, que se te ha olvidado?

—No se me ha olvidado. Venga, mejor te cuento lo de la pobre ancianita que encerró a su hija, cuando esta era muy pequeñita, en un baúl y que toda la vida le dio de comer por un agujerito.

Mientras hablaba, retrocedía y miraba a mi alrededor, con la esperanza de ver a alguien y pedir ayuda.

—Deja de mirar, que dejes de mirar, mamón —dijo de malas maneras, y me dio un primer golpe en la cara. Antes de perder el conocimiento, conté novecientos treinta y cinco golpes en el cuerpo y ciento diecisiete en la cara.

Así son los encuentros con los lectores.

Hermano escritor, es mejor que huyas de esa gente, del inseguro pueblo lector, cruel e impredecible. Bien te piden prestado dinero y no te lo devuelven, bien te quitan a las mujeres y no las mandan de regreso. O, simplemente, se lían a puñetazos.

Por otra parte, los escritores son de por sí un pueblo pillo.

Quitan mujeres, cogen dinero, se lían a puñetazos.

Canallas son, y de canallas se rodean.

11

Y, después, el tiempo se estropeó. Cambió en un solo día y el invierno se acabó.

Fue así: por la mañana había mirado con atención el calendario de la pared y allí lo ponía bien clarito, … de enero del año … No podía haber ningún error, porque, además, le dije a mi mujer que se acercara y con un tono remarcadamente neutro le había preguntado: «Querida, ¿tú que ves en este calendario de pared?».

Mi mujer es una persona severa y de pocas palabras. Tras un vistazo rápido al calendario, respondió sin vacilar: … de enero de …

Por si acaso —para estar bien seguros de no equivocarnos— llamamos a nuestra hija.

—A ver, mi niña, mira este viejo y buen calendario de la pared, ¿qué ves en él? —dijimos mi mujer y yo en tono neutro para no ejercer ningún tipo de presión psicológica.

Señalé el calendario con un dedo.

Mi hija entrecerró los ojos.

—¿Es que no podéis verlo vosotros solos? —preguntó.

—Lo vemos, claro. —Mi mujer y yo nos miramos, sonreímos y nos cogimos de la mano—. Pero nos interesa si tú lo ves.

—Bueno, pues sí lo veo —dijo ella, se sentó en el sofá y se encendió un cigarrillo.

—Entonces dínoslo, bonita, no nos hagas sufrir —dijimos mi mujer y yo, sonriendo cariñosos; mi mujer apoyó la cabeza en mi hombro. Yo me giré y le di un beso en el pelo. Mi mujer dijo en voz baja: «Cariño…».

—¿Y por qué tendría que decirlo? —preguntó mi hija.

Mi mujer sonrió.

—Porque te lo pregunta papá. —Le acarició el pelo.

—Papá —dijo ella con una expresión extraña en la cara.

—¿Y? ¡Claro, tu padre! —dije.

—¡Papá! —corroboró con vehemencia mi mujer, aunque se puso colorada no sé bien por qué.

—Ya sabemos cómo son esos papás —dijo mi hija con la misma expresión.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Nada en especial —le quitó importancia ella, mirando pensativa por la ventana; suspiró.

Mi mujer se inclinó y me susurró al oído: «Huy, mi corazón me dice que algo le pasa hoy». Nos miramos a los ojos y asentimos al mismo tiempo. La buena de mi mujer se puso en cuclillas delante de ella.

12

—Cuéntanos todo —dijo mi mujer con tal voz que debo confesar que, por un momento, los ojos se me llenaron de lágrimas.

«¡Así es como se manifiesta la maternidad!», me vino a la cabeza.

Pero mi hija suspiraba, daba caladas repetidas y profundas, guardaba silencio.

—Vamos, hija, de verdad —dijo mi mujer y le tocó el hombro—. Cuéntanos… Te sentirás mejor.

—Déjame, mamá…

—No, vamos, cuéntanos, hija —dijo otra vez mi mujer—. De todas formas, tu padre y yo acabaremos enterándonos. Y será peor.

Y, dándose la vuelta, me ordenó con un gesto que me quitara el cinturón.

Ya me había soltado la hebilla cuando mi hija tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó con la bota y, de pronto, ¡se arrojó al cuello de su madre!

¡Y entonces mi mujer y yo sí que nos quedamos de piedra!

—¿Él? —gritó mi mujer—. Vamos, habla, ¿él?

—¡Sí! —gritó mi hija—. ¡Él, mamá, él!

—¿Te ha follado?

—¡Se lanzó sobre mí como un torbellino!

Mi hija lloraba amargamente y se limpiaba las lágrimas con las manos, embadurnándose las mejillas de mocos color esmeralda.

—¡Me prometió que nos casaríamos!

—¿Y tú te lo creíste? —preguntó mi mujer.

—Mamá, ¿y qué más podía hacer? Lo quiero…

Yo seguía quitándome el cinturón, pero intentaba hacerlo sin ruido.

—¿Estás…? —mi mujer no terminó la frase y señaló expresiva la tripa de mi hija.

—Sí, mamá. —Y se puso colorada.

—¿Cuándo? —respiró mi mujer.

—Siéntate —dijo mi hija y empezó a moverla hacia un sillón—. Siéntate o te caerás.

—No, quita, que no voy a caerme —dijo mi mujer—. Para.

—Que no mamá, que te sientes o te caerás —decía mi hija—. Siéntate, en serio, siéntate. Será mejor.

Miré el reloj: el asunto se estaba alargando.

 

—Mujer —intervine—, en serio, es mejor que te sientes. A ver si de verdad te vas a caer de repente.

—¿En serio?

—Pues claro, mamá. —Y, con cariño, mi hija pasó la mano por el pelo canoso de su madre.

—Siéntate, mujer —dije yo—. De pie no haces nada.

—Quizá sea mejor que me quede de pie. —Me lanzó una mirada tímida.

—¡Te están diciendo que te sientes! —Mi hija empezó a presionarla por los hombros.

—No, queridos, creo que, aun así, me quedaré de pie.

—Será cabezota —dije yo sorprendido—. Que te sientes ya. Anda que no nos haces perder el tiempo.

—Pero ¿por qué queréis que me siente? —nos preguntó—. Parece que estuvierais compinchados.

—Papá y yo no nos hemos compinchado —dijo mi hija—, ¿a que no, papá?

—Nada de nada.

En efecto, no nos habíamos compinchado.

—Siéntate ya —dije.

—¡Venga! —mi hija subió el tono de voz—. ¿No has oído lo que te ha dicho mi padre?

—Pues ahora sí que no me siento.

Esta fue la respuesta de mi mujer.

—Bueno —dije—, así que esas tenemos…

—Ajá —dijo mi hija—. Vaya, vaya.

—No me siento.

—¿Por qué? —Mi hija empezaba a perder los nervios y miraba a su madre a los ojos—. Piensa un poco en lo absurdo de tu resistencia. ¿Qué te estamos proponiendo, que te tires por el balcón? ¿Que te arrojes a las vías del tren o que te tires al vecino? ¡Respóndeme, egoísta!

Por cierto, que lo del vecino no venía a cuento.

—No voy a sentarme. —Meneaba la cabeza mi mujer con cabezonería—. Ni tampoco a responder.

—Eres una persona muy rara —dije conteniendo el temblor en la voz—. Te lo estamos diciendo con palabras: ¡siéntate! ¡Que te sientes te digo! ¡Rápido, vamos! ¡En ese sillón!

—¿En cuál? —preguntó mi mujer.

—En este. —Señaló mi hija con el dedo.

—No está bien señalar —indicó mi mujer.

—¡Ja, ja, ja! —dijo la otra—. Ya ves, qué educaditos somos.

—Siéntate de una vez, idiota —dije, mientras hacía crujir los huesos de los puños—. Nadie te va a hacer nada malo.

—El año pasado me prometiste eso mismo —dijo mi mujer a saber por qué.

—Me sorprendes —meneé la cabeza.

—Y a mí —meneó la cabeza también mi hija.

Mi paciencia se había agotado.

—Si no te sientas ya, zorra, te… —Me puse de puntillas para que mi cara estuviera al mismo nivel que la de mi mujer, y empecé a gritar—: ¡No sé lo que te hago! ¡Te abro la cabeza! ¡Te arranco las orejas!