Barcelona - Buenos Aires

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Z serii: Trampa #3
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CRÓNICA NEGRA

Juan Vico

Entré en el McDonald’s y me puse a hacer cola tras un par de gigantes nórdicos cuyo color de piel era idéntico al Pantone 485 del famoso logo. Luego me dirigí al piso superior con mi bandeja de plástico rayado y mi café con leche en vaso de cartón, me senté a una mesa junto a un ventanal para no perder de vista el trajín de las Ramblas y procedí a limpiar las salpicaduras de kétchup de su superficie, sin imaginar que no desentonarían como atrezo barato en la conversación que iba a mantener en unos minutos.

Lo vi subir las escaleras: un niñato con una gabardina negra, pantalones demasiado estrechos, botas militares y una bolsa al hombro. Se presentó, me tendió su mano sudorosa, sacó una carpeta abultada, la depositó sobre la mesa. Por teléfono me había insistido en la necesidad de encontrarnos para proporcionarme una información de vital importancia, y había añadido que yo sabría apreciar su trascendencia mejor que nadie. Eso, por desgracia, me intrigó. Esperaba que se tratase de alguien de más edad, sin embargo. Le pregunté cómo había conseguido mi teléfono particular. Con indisimulada prepotencia aseguró que no había necesitado ni tres segundos para localizarlo en la red. A continuación me explicó que era un gran aficionado a la crónica negra y que desde hacía tiempo mantenía un blog en el que se ocupaba de diferentes casos de la historia criminal de Barcelona que espigaba en las hemerotecas virtuales. Extrajo de la carpeta un fajo de páginas impresas. Todas eran noticias de sucesos. Todas pertenecían al mismo diario. Todas estaban firmadas por su escamado interlocutor. Escogió una de fecha reciente, llena de subrayados.

Es el primero de sus artículos que me llamó la atención, dijo. Tras la lectura, me quedó la extraña sensación de que había algo que se me escapaba. Me pasé días releyéndolo, rompiéndome la cabeza, hasta que por fin descubrí el juego.

Chico, no tengo la más mínima idea de a qué te refieres, repliqué.

Por favor, no disimule conmigo, dijo; le aseguro que soy de confianza.

Levanté los brazos.

OK, explícate.

Esta primera vez fue muy sencillo, dijo: solo había que leer el texto saltándose una de cada tres líneas. De ese modo se obtiene un relato paralelo en el que los culpables se convierten en inocentes y viceversa. Es decir, que fue la propia policía la que se quitó a tres de sus agentes de en medio, probablemente para que no pusieran al descubierto algún asunto turbio.

Tomé la hoja. Aquello era un galimatías narrativamente absurdo del que uno podía extraer el mensaje que le viniera en gana. Echó mano del resto de los recortes mientras me explicaba que, tras el deslumbrante descubrimiento, había rastreado anteriores textos míos en busca de más mensajes ocultos.

Aquí traigo una selección de ellos, añadió con una terrorífica sonrisa. Por ejemplo este otro, uno de mis favoritos.

Me ofreció una nueva página que acepté con resignación. Se trataba de una investigación sobre una demente que años atrás había raptado y asesinado a un par de niñas.

Su mecanismo era más sofisticado, pontificó. Había que recopilar todas las mayúsculas, eliminar una de cada cinco y disponerlas en orden inverso al de su aparición. Solo así se obtenía el mensaje en clave.

¿Y qué mensaje es ese?, pregunté, entornando los ojos.

El chico me miró sorprendido de que aún mantuviera lo que él consideraba una torpe pantomima. Suspiró, escribió en una esquina de la página:

FONSECA ASESINO SINO ES

Fonseca era el padre de una de las niñas; supongo que no se habrá olvidado, añadió con sorna antes de proseguir con su demostración magistral. Con este otro rizó usted el rizo en cuanto a ingenio, aunque, para mi sorpresa, no contenía ninguna revelación de importancia. Era una simple broma, pero le reconozco que me descojoné.

Eché un vistazo a esa tercera fotocopia. Recordaba perfectamente el caso, por supuesto: el Verdugo de Sarriá, uno de los pocos asesinos en serie auténticos que han operado en la ciudad. Sobre el texto habían sido marcados con amarillo fosforescente todos los números: direcciones, fechas, edades… En el reverso de la hoja aparecía impresa la página de pasatiempos correspondiente al periódico del mismo día.

Si se recopilan las cifras que aparecen en el artículo y se hacen coincidir con las del crucigrama solucionado, alternando verticales y horizontales, uno se topa nada menos que con el estribillo de la canción de moda durante aquel verano en que el Verdugo se cargó a medio barrio. Un impecable ejercicio de ironía, sí señor.

Ni me molesté en comprobarlo.

O el artículo sobre Jordi Rius, con el que nos remontamos hasta 1998. Dado que se trataba de un criminal itinerante, usted aprovechó la posibilidad de citar un buen puñado de localidades para, manipulando la enumeración a su antojo, trazar una serie de coordenadas sobre el mapa de la Península. Si se unen esos puntos desde el primero hasta el último, aparece como por arte de magia este dibujo tan sugerente.

En su mano derecha sostenía el mapa en cuestión, sobre el que había trazado un rudimentario monigote, una especie de estrella amorfa con las puntas redondeadas.

No creo que sea casualidad que el dibujo recuerde al emblema de la entidad financiera donde el tipo tenía un puesto de ejecutivo que le obligaba a cambiar de domicilio cada cierto tiempo. Entidad que, según los rumores, habría sufragado las costas del juicio.

A esas alturas, hacía rato que me preguntaba cómo quitarme a aquel pirado de encima. Nada me obligaba a permanecer allí sentado escuchando sus majaderías, pero tampoco tenía la más mínima intención de ponerme en contra a un individuo al que probablemente no le costaría demasiado conseguir mi dirección o cualquier otro dato de mayor relevancia. Lo más aconsejable era seguirle la corriente y despedirse amablemente de él en cuanto fuera posible.

Pero vayamos al grano, siguió. Quería hablar con usted porque he hecho un descubrimiento sorprendente del que seguro que podrá sacar partido.

Guardó un instante de silencio para dotar a sus palabras de trascendencia.

¿Ha oído hablar en alguna ocasión de la banda del Nelo?

Jamás, dije, así que dio paso al relato de un remoto episodio criminal.

Me habló de la Barcelona de principios del siglo XX, de los matones que los cafés de la época contrataban para controlar sus respectivos negocios. El Nelo en cuestión era, al parecer, el más célebre de esos criminales bajo nómina tolerados por las fuerzas del orden público. Ejercía sus malas artes en el popular Edén Concert, y entre sus protectores figuraba un militar de grado gracias a cuyas influencias lograba salir airoso de todas sus fechorías, por las que jamás había sido juzgado. Su declive empezó el día en que se cruzó con un individuo al que todo el mundo conocía como el Aragonés, un obrero alcohólico, habitual de las tabernas del Paralelo, que había convertido a esa caterva de chulos oficiales en el objeto de su resentimiento social. Desafió varias veces al Nelo en el propio Edén Concert, pero el matón, en el fondo un cobarde de manual, escurría siempre el bulto, decidido a tenderle una emboscada. Una noche, sus secuaces siguieron al Aragonés desde su salida del local, en donde un guardia corrupto se había encargado de cachearlo para comprobar que iba desarmado. La víctima atravesó las Ramblas y alcanzó la calle Ferran. Dos de los perseguidores se apostaron en el pasaje Madoz, obstaculizando así la vía de escape más cercana. El Nelo y el Vicentet, su brazo derecho, le salieron al paso. El Aragonés echó a correr, logró llegar a la calle Arolas, donde divisó una luz hacia la que se abalanzó, con sus perseguidores pisándole los talones; se trataba de la puerta trasera de una conocida chocolatería. El grupo entró en tromba en la sala llena de clientes. Algunos de ellos huyeron. Otros se limitaron a apartarse, presos del miedo o paralizados por la curiosidad. El Aragonés intentó por todos los medios alcanzar la puerta principal, la que daba a las Ramblas. Tropezó con varias mesas. Se volvió. Hizo frente al Nelo y al Vicentet. El Nelo levantó su pistola y disparó. La primera bala fue a parar al tórax del Aragonés. El Nelo apretó de nuevo el gatillo. La segunda bala se encasquilló. Acto seguido el Vicentet le propinó varias puñaladas en los brazos. La víctima se tambaleó y cayó pesadamente sobre una mesa de mármol. La mesa se partió por la mitad, y el matón siguió hundiendo su cuchillo en el cuerpo ya inerte del Aragonés mientras su jefe le aplastaba la cabeza con una silla. El Vicentet huyó de inmediato. El Nelo, en cambio, salió tranquilamente a la calle y se dejó detener, convencido de que no le iba a ocurrir nada. Prestó declaración en el cuartelillo. Ingresó de inmediato en prisión. Quedó incomunicado. Su cómplice correría la misma suerte pocas horas después. La policía abrió una investigación, detuvieron a varios de los miembros de la banda, también al guardia corrupto que había cacheado al Aragonés a la salida del Edén. La opinión pública se hizo eco del crimen; por su atrocidad, todo el mundo daba por sentado que esta vez sería imposible que el Nelo se librara. Los diarios proporcionaban múltiples informaciones, a menudo contradictorias. La imaginación de cronistas y lectores contribuía a llenar los huecos. En junio de 1905, unos quince meses después del suceso, comenzó el juicio. La expectación era enorme; los testigos, numerosos: el vigilante de la calle Ferran, transeúntes, varios clientes de la chocolatería, entre ellos un periodista del diario La Publicidad. La defensa trató de disfrazar el crimen como el resultado de una disputa entre bandos políticos. Esfuerzo inútil. Las pruebas resultaban incontrovertibles. El Vicentet fue condenado a cadena perpetua. La pena para el Nelo fue la muerte por garrote vil.

 

Hasta aquí la historia conocida, dijo el chico, abriendo los ojos como un médium que recobrara el contacto con el mundo real. Sin embargo, yo he conseguido ir bastante más allá en mis indagaciones. Descubrí en primer lugar que, tres lustros después de haber escuchado su sentencia, el Nelo aún no había sido ajusticiado. Vivía en una prisión, pero vivía. Y qué, me dirá usted. Pura arqueología criminal. En efecto. Ahora bien, las resonancias de este caso llegan hasta nuestros días. Sí, sí, me ha oído usted perfectamente. Yo dispongo de esa información, datos que afectan todavía a muchas personas. Gente poderosa, por supuesto. Creo que es el momento de que el público se entere. De que pase algo de una maldita vez. De que explote todo, en definitiva. Hay que ir preparándose para un momento crítico. Histórico. Porque no se trata de vulgares crímenes pasionales o de venganzas entre proxenetas. Aquí hay mucho más en juego. Una confabulación que dura décadas. En nuestra ciudad, las cosas no han cambiado demasiado durante los últimos cien años, qué le voy a contar. Han mandado siempre los mismos, aunque varíen los rostros de los que están en primera línea. Las manos que manejan los hilos son invariables, llevan inscrito un destino idéntico en sus distinguidas palmas. Firman con los mismos apellidos y con la misma pluma de oro. ¿Pero y si le dijera que, además, la mayoría de ellos pertenece a una misma organización? Una sociedad secreta. Una secta. Llámelo como quiera. Ese es el verdadero nexo, créame, más allá de vínculos familiares y de amistad. Todo empezó en aquella época. El cambio de siglo puso de moda las cofradías esotéricas, ya sabe. El Nelo pertenecía a un escalafón inferior de esa hermandad, de ahí que consiguiera que su pena le fuera conmutada de espaldas a la opinión pública. Hermandad que sigue en la actualidad más activa que nunca. En este dosier encontrará información detallada.

El muchacho había hecho aparecer un grueso volumen encuadernado con canutillo, cuya portada estaba monopolizada por un símbolo geométrico de aire vagamente satánico.

Léalo en su casa con calma. Se va a caer de culo. Yo podría desvelarlo todo en mi blog, pero solo lo leerían cuatro gatos. Si usted consigue en cambio que la información se difunda de forma masiva… Ya hablaremos de estrategias, aunque preferiría que esta vez no camuflase la información con ninguno de sus juegos: vale la pena que corramos el riesgo a cara descubierta.

Metí rápidamente el dosier en mi resignada cartera.

Una última cosa, añadió mientras recogía los papeles que había ido dejando sobre la mesa. ¿Sabe en realidad por qué le he citado aquí? Le va a encantar.

Me limité a sostenerle la mirada, aunque mi mente flotaba en algún punto impreciso más allá de su cogote.

La chocolatería, dijo por fin. Este McDonald’s ocupa el edificio donde mataron al Aragonés. Increíble, ¿verdad? Jamás se me hubiera ocurrido, dije. La puerta trasera por la que trató de huir da acceso ahora a la cocina del local, añadió. Y la puerta principal por la que el Nelo salió exhibiendo su chulería es la misma puerta que utilizaremos para marcharnos. Creo, por cierto, que será mejor que no lo hagamos juntos. Me iré yo antes, si no le importa. No trate de ponerse en contacto conmigo, lo volveré a llamar. Mañana por la noche, por ejemplo, así habrá tenido tiempo de examinar el material. Ha sido un placer, señor Vico.

Hizo un fulgurante saludo que me trajo a la mente alguna serie de ciencia ficción y bajó las escaleras a paso rápido. Me limpié con la tela del pantalón el sudor que había quedado impregnado en mi palma derecha. Me pasé la otra mano por el pelo. Estrujé el vaso de cartón. Me levanté. Descendí. Salí a las Ramblas. Giré hacia la izquierda, tomé la calle Ferran, volví a girar en el mismo sentido y me interné en el callejón paralelo. Era una vía poco transitada, a pesar de encontrarse en una de las zonas más turísticas de la ciudad. Localicé el acceso trasero al que el chaval había hecho referencia. La puerta estaba manchada con los grafitis de rigor, examiné el dintel y las jambas de piedra, compendié tres fechas, ocho exabruptos políticos, media docena de caricaturas genitales…

La superficie metálica comenzó a moverse de repente. Me eché hacia atrás. Un empleado asomó con una gran bolsa de basura que dejó junto a un cubo verde. Llevaba un delantal lleno de lamparones y un gorro de cocinero en un estado similar. Me miró. Yo disimulé fingiendo que consultaba mi móvil. Me preguntó si tenía fuego, o eso me pareció. Guardé el teléfono, saqué un mechero promocional con el logo del periódico, se lo acerqué. Miutchas grazzias, masculló, y mientras yo trataba de determinar a qué rincón del mundo pertenecería su rarísimo acento y reparaba al mismo tiempo en el tatuaje que adornaba su dedo cortado, él le dio la primera calada a su apestoso cigarrillo, un Gitanes sin filtro, creo.

LATERO Y YO

Tatiana Goransky

El duelo silencioso es el peor. El duelo silencioso trepa y se agarra a cada órgano hasta sacarle todo el aire, todo el oxígeno. El duelo silencioso puede matar un cuerpo y después matarlo de nuevo. No tiene límite la cantidad de muertes que puede provocar. No tiene tiempo. O, si se quiere, no tiene límite de tiempo. Y mi mamá me dice «Estás preciosa», pero lo que quiere decir es que estoy flaca. Y para ella flaca es preciosa. No importa si hace cuatro semanas que solo como agua y no duermo más de dos horas por noche. No importa si me miro al espejo y no me reconozco: cuerpo de nena sin caderas ni tetas, huesos a la vista y venas que me atraviesan como lo haría un pincel de preescolar. Soy restos, desechos, soy lo que dejaron de un pollo. Seguro que ahora se juntan él y ella y tiran de la pieza a ver quién se queda con el huesito más grande.

Antes éramos Latero y yo. Ahora ellos viven una vida de aventura, pintan y crían a sus cinco hijos en plan Peter Pan. Juntos parecen los niños perdidos más Wendy más Peter. Vuelan por toda Barcelona pegando latas de amor, esas que antes él escribía para mí.

En Buenos Aires no salgo de mi cuarto, al menos no por voluntad propia. Me arrastran, me sacan todas las mañanas a caminar trece vueltas a la manzana, es obligatorio y «el ejercicio te hace tan bien. Tenés relindas formas ahora, ¿viste?». Veo que soy un fantasma hecho de tejidos que, con correa y bolsita para restos emocionales, da vueltas a la manzana una y otra vez. Todos los días. Llueva, truene o me den esos calambres de la falta. Los calambres de mujer que ya no menstrúa, que se quedó sin sangre porque las hormonas no andan, porque el cuerpo ya no quiere dar frutos ni pelos ni emitir sonidos ni nada. Antes cantaba, ahora suspiro y gruño. Me paso el día suspirando y gruñendo de manera involuntaria, es como una tos o un carraspeo nervioso o como si me hubiera transformado en un anciano enfermo de melancolía.

Solo falta que estés aquí, decía esa primera serie de latas. Creo que fue en el Raval o el Borne o el Gótico. Ya no me acuerdo. Las vi y pensé: ¿serán para mí? Había llegado a Barcelona por primera vez, un viaje corto, una escala hacia otro destino, y ahí estaban esas latas. Me paré. Las miré durante una hora, quizá dos. Latas pintadas de blanco, letras azules, parecía que una nube había explotado en tecnicolor y se había dado de lleno contra una pared. Me puse contenta, sonreí grande. Hacía mucho que no sonreía grande. Pensé: ¿cómo será el que las pinta?, tengo que cambiar el pasaje, ya estoy aquí, aquí. Entonces me dediqué a seguir latas.

No sé qué tienes pero lo tienes, latas verdes con letras azules; No sabes bien lo bien que sabes, latas verdes y azules, palabras en blanco; Lata Mente, latas marrones, letras rojas y blancas; Hasta el infinito y más allá, latas negras, letras azules. Lentamente (latamente) él había descubierto que yo era especial (no sé qué tienes, pero lo tienes), me había degustado a la distancia (no sabes bien lo bien que sabes) y estaba dispuesto a pasar el resto de su vida conmigo (hasta el infinito y más allá).

Me enamoré del Latero. Me hice pasar por una periodista argentina que buscaba notas de color para mandar a Clarín, La Nación y Página/12. «De algo tengo que vivir estos meses lejos de casa», le dije a una escritora que trabajaba para El País. Y remarqué la palabra casa para que ella no sintiera que intentaba competir con su trabajo. Le expliqué que era una pasajera en tránsito, que la intriga del Latero era solo eso. Pero mi discurso no la convenció. Me miró desconfiada, abrió la boca para decirme algo en catalán pero después se detuvo y me soltó un «te mola» o «te pone» o algo por el estilo. No hay nada más vergonzoso que cuando alguien te descubre. Sentirse descubierto dispara una mezcla de sensaciones que nos retrotraen a la niñez, a todas esas travesuras que se hicieron públicas, a todas aquellas veces que creímos estar mirando por el ojo de una cerradura y al final nos dimos cuenta de que el piedra libre era para nosotros. No me quedó otra y me sinceré: «Estoy enamorada». Ella me creyó. No hay manera de fingir un enamoramiento y menos si va camino a ser amor.

En el altillo de mis viejos encuentro una foto enorme que mandé imprimir cuando volví de visita, casi dos años atrás. En ese momento volví también para contarles, armar una valija sentimental y mudarme a Barcelona por tiempo indeterminado. Qué jodidamente increíble es quererte. Latas pintadas de rojo sangre, rojo pasión, letras a dos verdes. Tal vez mi composición preferida, ya no sé. Rompo la foto en un millón de pedazos y después me arrepiento. Me tiro en la cama con todos los fragmentos de lo que fuimos y me pongo a pegarlos con Voligoma. Nos pego con Voligoma, quizá la Voligoma alcance para que él se olvide de ella y de la familia instantánea que supieron construir. Ella ya tenía hijos y, ni bien se encontraron en la calle Avinyó, él en una pared con sus latas, ella en otra con sus aerosoles muy gastados, no hubo nada más que hacer. Se descubrieron en picardía. Dos conquistadores de ciudades, dos poetas, dos personas que buscaban el anonimato, que vivían de día y también de noche, que dejaban sus mensajes para los que, como yo, se sentían solos o identificados.

Siempre creí que él me amaba, que sus palabras eran todas para mí. Ella siempre supo que él escribía para todo el mundo. Escribía con la esperanza de dar esperanza y escribía para convencerse de que valía la pena vivir.

Todo el tiempo que lo quise (y pensé que él me quería a mí), me sentí radiante, irradiante, fuerte, protegida por un campo energético. Tan valiente me sentí que por única vez imité su estilo: busqué latas del mismo tamaño, las pinté de amarillo y rojo, esperé que se secaran y después tramé una oración: Mi superhéroe tiene poderes. Me escapé de nuestra cama y la pegué en una callecita del Gótico, a metros de la calle Ferran. Pero nunca supe si la leyó o no.

Había pasado por Barcelona en viaje desde Londres, donde había cursado un posgrado en biología marina. Volvía a mi país con el proyecto de mudarme a la Patagonia. Quería ser una solitaria rodeada de ballenas, quería nomenclar el mundo acuático, salvar los mares, conquistar nuevos puntos del mapa. Quería vivir en un lugar donde hiciera frío y no criticaran mis botas, mis bufandas, mis tres o cuatro abrigos; artefactos que los demás llevan en invierno pero yo uso durante las cuatro estaciones. Pensaba que viviendo aislada nadie se iba a dar cuenta de que era una solitaria. «Vos nunca vas a poder convivir con nadie —me decía mi papá—, sos una persona difícil.» Y yo pensaba que no era difícil, sino un desafío, y que poco me importaba porque en el fondo era una solitaria. Pero en lugar de explicarle, le respondía con alguna mueca de agotamiento, mueca adolescente al estilo de «No jodas, pa. No jodas».

Y hoy me duele mucho la panza. Identifico que el duelo es también una lombriz que te come los órganos, una lombriz que se alimenta de los miedos que fuimos acumulando, de nuestras inseguridades, de nuestros secretos y de las cosas que quisimos pero no pudimos confesar.

Me miró y dijo que nadie sabía que él era el Latero. Que había dado dos entrevistas por teléfono pero nunca había quedado para encontrarse con nadie. Que yo era una excepción porque le había jurado que no quería una nota, le había implorado que me recibiera, le había dicho que necesitaba hacerle una confesión. Te amo, le dije. Así, sin dudarlo, la primera vez que lo vi. Me recibió en su casa que en realidad era un estudio con altillo, me recibió y me invitó a sentarme en un sillón de un solo cuerpo. Yo no podía creer que después de seis meses lo estaba mirando a los ojos, esos ojos en los que se mezclaban todos los colores de su paleta. «Me llamo Grisel, leí tus mensajes y te amo.»

 

Se quedó callado. Era alto, musculoso y debía de pesar tres veces más que yo. Tenía cara de pasar mucho tiempo al sol, quizá pintaba las latas en alguna de las playas cercanas a Barcelona, quizá trabajaba ahí para no vivir encerrado en ese estudio tan pero tan chiquito. No tenía por qué ajustarse al prototipo de artista nocturno y torturado y al parecer no lo hacía: era tostado y saludable, con dientes blanquísimos que nunca habían fumado, con ojos de colores y manos de dedos tubulares. Dedos que seguro había estampado en más de un abdomen para manchar panzas de mujer, eso imaginé: primero su mano impresa en mi panza. Después, sus dedos de carbonilla trazando líneas imaginarias en el interior de mis muslos. Sentí que alguno de sus pomos de pintura me estallaba en la cara y quedé roja de vergüenza. Me alzó del sillón y nos reclinó sobre una plancha de madera sostenida por cuatro caballetes. «Vale, sabía que no eras periodista.» Eso fue todo lo que dijo antes de hacerme el amor, de tallar nuestro autorretrato en la madera, de esculpirme un cuerpo nuevo, lleno de co­lores primarios, con relieve delicado al tacto y técnicas de collage. Ese cuerpo que me gustaba ver en el espejo cada mañana y recorrer con mis nuevos dedos de arcilla. Fui una escultura automática, una maqueta de museo, una artesanía catalana. Más tarde me llevó al altillo y me acomodó en la cama de una plaza. Esa cama que se convirtió en mi patria por más de dos años. Nuestra cama, la que en mi imaginación compramos juntos, la que nunca había sido estrenada con nadie más, la que era tan pequeña que nos obligaba a dormir en cucharita.

De día lo acompañaba a la playa a pintar su obra. Quería que, mientras él hacía lo suyo, yo pudiera disfrutar del mar, de la soledad de esos lugares en invierno y de la multitud de cuerpos alegres en verano. Me enseñó a no tenerle fobia a la gente, me enseñó que no era la única que podía pasarse horas sin hablar. Nunca me dijo una palabra de amor más que en sus latas, pero yo no las necesitaba. Tenía el Mediterráneo, podía investigar otro tipo de fauna, podía incluso tostar mi cuerpo de ciudad y seguir sin fumar (mis dientes no eran tan blancos, yo sí había fumado). Él guardaba su distancia y cuidaba su espacio y por la noche volvíamos a la cama de una plaza. Una vez a la semana, siempre con aviso, se iba en medio de la noche, colgaba una nueva frase y volvía a la cucharita. Nunca me decía lo que había escrito ni dónde lo había puesto y eso me hacía aún más ilusión: saber que sus palabras iban a estar esperándome a la vuelta de alguna esquina y estar segura, segurísima, de que iba a leerlas en el momento justo. Nunca antes, nunca después.

Las últimas que leí decían: Cosa bonita (latas celestes, letras blancas), Nada más nada mejor (latas naranjas, letras rosas… nunca había usado letras rosas), Eres tú mi artista favorita, No tienes igual (latas negras, letras blancas y verdes). Esta última la vi en la calle de la Riereta. No voy a olvidarla. Puedo ser muchas cosas, pero nunca fui una artista. Y ahí entendí todo, de golpe, como se entra en una pesadilla. Lo descubrí. A mí me dio dolor; a él, vergüenza. Me contó su historia, ahora sí estaba enamorado. Lo nuestro había sido hermoso y pasajero, como mi tránsito.

No tuve coraje o ganas de contarles toda la verdad a mis papás. Les dije que las cosas no habían resultado. Que Barcelona era una ciudad, pero no era mi ciudad. Que Jordi, así se llamaba el Latero (antes, mi Latero), era un muy buen tipo, pero no era MI tipo. Que necesitaba unos meses para recuperarme económicamente, poner mis cosas en orden y después irme al Sur.

Así empecé este duelo silencioso, que al parecer es resistente a todo lo que antes me daba placer. No puedo evitar seguir viendo señales por todos lados. Cuando volví a Buenos Aires, mis viejos, que vivieron toda su vida en la calle Besares en el barrio de Belgrano, se habían mudado al centro, a la calle Rodríguez Peña. La casa de dos pisos queda justo en una esquina, al lado del cartel señalador al que alguien le borró el trazo que convierte la eñe en ene. Así que ahora vivo en Pena, no hay vuelta que darle.

Y esa sensación de estabilidad y confianza que te da el amor eterno, el Qué jodidamente increíble es quererte, se fue diluyendo hasta convertirse en suero venenoso. Porque el duelo también es una eterna infección urinaria. Te arde de dolor lo que antes te ardía de alegría. Te ponés en posición fetal y aguantás hasta retener la mayor cantidad de líquido posible. Después tratás de soltar, de dejar ir, de dejarlo ir, pero no resulta. Te dan antibióticos, te recetan dos tallas más grandes de ropa. En eso no tengo problema, tan flaca me estoy quedando que toda mi ropa es dos tallas más grande. Por otra parte, todos mis antibióticos tienen el mismo gusto: saben a abandono, a fatalidad.

El límite entre el drama y la tragedia es muy finito. En un drama, a veces, las cosas tienen solución. La tragedia es irreversible. Así que el destino está por empujarme a un desenlace funesto, pensé. Y después de pensar eso bajé los binoculares con los que los espiaba a diario: ellos dos abrazados, besándose con pasión recíproca y los cinco niños alrededor en ronda protectora. Ese día iban a pegar unas latas nuevas, pude ver que estaban teñidas de rosa y llevaban algo escrito en fucsia. Ahí lo supe, supe que si leía ese texto, esa nueva frase construida por los dos, no iba a quedar otra que la tragedia.

Me acordé del huesito de pollo y me volví a Buenos Aires.

El duelo silencioso es como un trapo sucio en la boca. Un trapo humedecido con una sustancia inflamable. Si hablás, lo más posible es que te prendas fuego y te extingas; si seguís callado, lo más probable es que te ahogues.

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