El dulce reato de la música

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Estos servicios no siempre eran pagados: en 1744 Josefa Tagle pidió ser admitida como monja de velo negro a cambio de mil pesos que ya había entregado y su oficio de organista, «a que se ha dedicado a enseñarme con todo empeño la caridad del R. Padre Predicador Fray Francisco Mariluz [sic], en cuyo instrumento me hallo ya, aunque no del todo apta, enterada, de modo que toco ya en él en las funciones ordinarias del convento [...] »;62 y en 1807 Josefa Ortúzar afirmaba que el maestro de capilla de la catedral, José de Campderrós, le había enseñado la solfa «llevado de caridad», gracias a lo cual en la fiesta de Santa Clara había cantado todos los papeles que le dieron sin dificultad.63

En algunos casos (quizá la mayoría) la formación estaba a cargo tanto de las religiosas como de maestros externos. Así ocurrió con la arpista Antonia Figueroa, quien afirmó en 1768 haber servido en el coro durante cinco a seis años, «en el cual las madres de dicho monasterio me han instruido en la solfa; y así mismo mediante la enseñanza del M. R. P. Fr. Francisco Marieluz, quien para mayor perfección me está actualmente instruyendo [...] ». Figueroa fue aceptada entonces como novicia y dos años más tarde la abadesa informaba al obispo que se hallaba adelantada en la solfa y «muy acta [sic]» en el arpa, según había confirmado la hermana Ana Rodríguez Cañol, «quien actualmente le está enseñando».64 De un modo similar, la abadesa informó en 1767 que la arpista María Mercedes Tristán «enterada del todo no está en la solfa; pero continuamente aprendiendo, así con el Padre Marieluz como con doña Isabel Arancibia [...] ».65

Con frecuencia, los músicos externos eran requeridos por el obispo para examinar a las candidatas que pretendían una exención o rebaja de la dote, a fin de acreditar si tenían las competencias musicales requeridas. En sentido estricto, correspondía realizar dos exámenes: uno al momento de la toma de hábito o ingreso al noviciado; y otro un año después, al momento de la profesión. Sin embargo, el contenido de los expedientes sugiere que con frecuencia se realizaba uno solo o ninguno. Los informes se han conservado desde la segunda mitad del siglo XVIII y contienen detalles que pueden ayudarnos a comprender mejor en qué consistía la práctica musical en los monasterios y qué se valoraba en una cantora o instrumentista. Por ejemplo, cuando Fr. Francisco Marieluz examinó a María Mercedes Tristán en 1767, la halló «adelantada en la solfa, y juntamente en el instrumento del arpa, pues acompaña sus papeles, no de repente, sí pasados [...]»;66 y, luego de examinar a Josefa Alarcón en 1768, afirmó haberla hallado «muy capaz en el instrumento del órgano, menos en acompañar un papel de repente, pero pasado sí, con mucha inteligencia en lo que ejecuta [...]».67 En otras palabras, dichas candidatas no podían leer una partitura a primera vista, como hubiese sido ideal, pero podían hacerlo muy bien si la practicaban previamente.

También resulta de interés el informe que Francisco Antonio Silva emitió luego de examinar a la clarisa Antonia Figueroa en 1770.68 A diferencia de Tristán y Alarcón, Figueroa dominaba bien la lectura musical pero tenía dificultades técnicas en el manejo del arpa. Pese a ello, consciente de que la única solución era el estudio constante, Silva recomendó aceptarla. Pero el obispo no quedó convencido y ordenó que Figueroa prosiguiera estudiando el arpa cuatro meses más y fuera examinada nuevamente por el maestro de capilla. Este segundo examen debió ser mejor que el primero, pues la arpista fue aceptada y obtuvo su licencia para profesar el 28 de junio de dicho año.69

Algo similar ocurrió con Francisca Javiera Rocha, quien se había «aplicado al canto, y al instrumento de violín en el coro» para conseguir el estado religioso. Cuando fue examinada en enero de 1780, Silva la halló bien instruida en el canto, pero «en cuanto al violín, aunque tiene alguna inteligencia, le falta la ejecución, por ser este un arte muy dificultoso que necesita tiempo de cuatro o seis años, pero no obstante me informé que así mismo es quien ayuda en el coro, y que desde luego aplicándose desempeñará el cargo de su obligación [...]».70

El testimonio muestra cuánto era el tiempo aproximado que el maestro consideraba necesario para tocar el violín de manera correcta y confirma que, tal como hoy en día, era visto como un instrumento especialmente difícil de interpretar. El propio Silva lo ratifica nueve años después en el informe que emitió tras examinar a la violinista Josefa Durán, al afirmar que se encontraba apta para el ejercicio del violín «por ser ésta una facultad que el mismo ejercicio da ciencia»;71 afirmación que de algún modo resuena con las concepciones más modernas de la práctica musical y artística como una forma de conocimiento en acción.

La recurrencia permanente a músicos externos, tanto para enseñar como para validar la formación musical de las monjas, permite no desmentir, pero sí matizar el argumento de la historiografía feminista según el cual un convento era «un ámbito aislado y a salvo del control social y autoridad masculina».72 Por un lado, esta opinión reproduce la idea del monasterio como isla, propia de la historiografía tradicional, y se ha visto que esta no se condice con la realidad. Por otro, si bien no puede negarse que la vida religiosa permitía a la mujer desarrollar inquietudes intelectuales y artísticas que en el exterior le estaban vedadas, los músicos del sexo opuesto mantuvieron siempre cierto grado de injerencia al interior del monasterio; además, las continuas referencias de algunas monjas al padre Marieluz o los maestros de capilla muestran que eran vistos por ellas como autoridades en la materia. Así, y aunque desde un punto de vista actual se pueda desear algo diferente, el carácter sexista del sistema colonial quedaba reflejado incluso en las instituciones monásticas destinadas a la mujer.

Pero los exámenes no siempre eran realizados por músicos externos. En algunos casos bastaba con el informe de la vicaria de coro o la maestra de música, sin que quede claro en los documentos cuál era el criterio que determinaba la alternativa a seguir. Por ejemplo, cuando en 1744 Catalina Soto pidió ser admitida en La Victoria como religiosa de velo blanco, a título de cantora y violinista, el cabildo catedralicio ordenó «que las músicas de dicho monasterio examinen a la contenida sobre la habilidad que tuviere en tocar violín, y calidad de su voz, y sobre la falta de música para el servicio del coro [...]». Luego de hecha la consulta, la presidenta, Javiera Galle-guillos, informó sobre el dictamen favorable de «las músicas y cantoras del monasterio», pues si bien Soto no estaba tan adelantada, se esperaba que avanzara rápidamente «por ser muchacha de mucho juicio».73

Otro aspecto de interés que ha salido a relucir en las páginas anteriores es la idea de la voz como un bien falible o efímero. Esta percepción se ve confirmada por Tadea Almonacid, quien fue aceptada como cantora y religiosa de velo blanco en 1754-1756, pero dejó estipulado en su petición que si en algún momento la voz le faltaba, aprendería el instrumento que determinara la comunidad.74 Algo similar expresó Ana Josefa Rodríguez Cañol en su petición ya citada de 1766, mediante la cual se comprometió a servir al monasterio «por cantora así de canto llano como de órgano, y el de arpista cuando la voz le falte [...]».75 Asimismo, María Teresa Quezada solicitó en 1801 entrar como religiosa de velo negro a cambio de quinientos pesos, «un clave que tengo de mi uso, que es bueno, y la voz en canto llano, con la condición que si en algún tiempo tuviese cómo poderme rescatar, enterare la dote de velo negro»; sin embargo, luego de cumplir el año de noviciado admitía que el ejercicio del canto le había traído «un mal» que le impedía seguir practicándolo.76

La buena formación musical que ofrecían estas instituciones explica que algunas familias entregaran temporalmente a sus hijas en los monasterios para que aprendieran a cantar o tocar algún instrumento, pero sin el objetivo de que tomaran el hábito, sino para que retornaran a la vida familiar sabiendo música, cosa que -como se verá en el capítulo 3- constituía un símbolo de estatus social. La monja Dolores Peña y Lillo, nacida en 1739, afirmaba en una de sus cartas que «de los 7 para 8 años me entraron mis padres en recogimiento, no para que fuese religiosa, sino para que aprendiese música»; pese a ello, y contra la voluntad de sus progenitores, optó finalmente por profesar en el monasterio de Santa Rosa, el 15 de octubre de 1756.77

Se verá en el capítulo 4 que una vía complementaria para financiar la música monástica eran las fundaciones piadosas. Pero, si los párrafos anteriores aclaran bastante lo que podríamos llamar la dimensión organizativa de la música, quedan aún varias preguntas pendientes que se relacionan con la música misma y su contexto de ejecución. Entre otras: ¿en qué ocasiones se hacía música en los conventos?; ¿cómo estaban compuestas sus agrupaciones o capillas musicales?; ¿qué tipos de música se practicaban, qué características y sentido tenían?

Ocasiones para la práctica musical

Sobre lo primero, parece difícil ser exhaustivo, pues la evidencia sugiere que la música formaba parte de la vida conventual en muchas dimensiones, a veces incluso opuestas entre sí. Desde un punto de vista oficial, el objetivo principal de las cantoras e instrumentistas era solemnizar el oficio divino y las misas que las monjas rezaban diariamente, y así lo indican los expedientes. Por ejemplo, en 1744 Mónica Palacios afirmaba haber servido durante años en el coro, «siendo cantora en todas sus funciones, como en el ordinario de cada día [...]»;78 y en 1792 María de la Concepción Carrasco señalaba la necesidad que había «de cantoras para la perfección de los oficios divinos que se celebran [...]».79 Consecuentemente, un puesto como cantora o instrumentista debió ser de alta exigencia para quien lo asumía, lo que puede explicar que la abadesa afirmara en 1736 que el ejercicio de cantora era «de tanto trabajo y molestia»,80 así como el hecho ya señalado de que la voz fuera considerada un bien efímero.

 

Otro escenario frecuente para la práctica musical lo constituían las numerosas fiestas que tenían lugar durante el año. En el caso de La Victoria la más importante era la de Santa Clara, que se celebraba el 11 de agosto, y así queda reflejado en los libros de cuentas de la época. En agosto de 1678 se dieron «4 reales a cuatro negros que llevaron el órgano al hospital».81 La explicación a esta anotación parece ser que, por tratarse de un monasterio de reciente fundación, no contaba aún con un órgano propio y los religiosos del hospital de San Juan de Dios le habían prestado uno portátil para que fuera usado durante dicha fiesta. El 6 de julio de 1684 se compró en seis reales «una mano de papel para la música de nuestra Madre».82 Esto sugiere que la música de la fiesta comenzaba a prepararse con un mes de anticipación, lo que podría implicar que consistía en piezas de cierta complejidad, quizás polifónicas. Esto último parece confirmarse por otra anotación, de julio de 1689, en la que se indica haberse dado una mano de papel al «músico por el punto» de la fiesta de Santa Clara.83 Como se verá en el capítulo 4, al hablar de los entierros, el término «punto» solía aplicarse a la polifonía.

En el siglo XVIII, las cuentas registran pagos similares. Por ejemplo, a mediados de 1713 se dieron cuatro reales «al cajero» y «al trompeta», y el 1ro. de agosto del año siguiente cuerdas a las cantoras. Más interesantes aún son dos indicaciones, una del 1 de agosto de 1716, que refiere los cuatro pesos que se dieron a la abadesa para que pagara al que «pasa la música», y otra de agosto de 1739, que da cuenta de dos pesos pagados «al que enseñó la música», con la advertencia de que lo restante lo había costeado la abadesa personalmente.84 Por lo visto, todavía en esta época podía ocurrir que un músico externo fuera el encargado de preparar la música para dicha fiesta. Sin embargo, y si bien las cuentas no siempre son precisas en su cronología, las fechas indicadas denotan un cambio: si a fines del siglo XVII la música de Santa Clara comenzaba a prepararse con un mes de anticipación, a comienzos del siglo XVIII parece haberse preparado los primeros días de agosto. Quizás, con el correr de los años, la capilla musical de La Victoria se había consolidado y no necesitaba tanto tiempo para alcanzar un resultado óptimo.

Además del oficio divino y las fiestas religiosas, la música tomaba parte en ocasiones menos formales, tanto públicas como privadas. Según Cano Roldán,

[...] las monjas solían organizar festivales de música y arte a que acudían la selección de la sociedad. El Presidente en visita a los monasterios se hacía acompañar de los Oidores de la Real Audiencia, del Cabildo secular, de las mujeres de todos ellos y de los parientes de las monjas. Y así una tarde entera pasaban alegremente, dentro del claustro, con música, representaciones escénicas y los consiguientes refrescos [...].85

Si esto puede resultar chocante para el lector actual, acostumbrado a una imagen idealizada de los monasterios como centros de absoluto recogimiento, no lo era tanto en un contexto como el colonial en el que, como ya se ha visto, dichas instituciones solían exhibir un carácter más bien dual que daba cabida tanto a lo sacro como a lo secular. La literatura previa proporciona ejemplos bien conocidos que lo confirman: dada la frecuencia con la que se representaban comedias en los monasterios de las colonias americanas, Felipe IV emitió en 1660 una cédula prohibiendo esta costumbre.86 Esta disposición fue «publicada» en Santiago tan solo el 3 de diciembre de 1664 y notificada a los conventos de frailes y monjas en los días siguientes,87 pero no debió tener un efecto duradero, porque el obispo de Santiago, fray Bernardo Carrasco, volvió a prohibir las comedias y los coloquios representados por las monjas en trajes profanos.88

Respecto a la asistencia del presidente y los oidores de la Real Audiencia, esta costumbre dio lugar en 1682 a una cédula real que ordenaba suprimirla. Pero tampoco debió tener efecto, porque el sínodo de 1688 volvió a regular estos espectáculos:

Ordenamos a todas las preladas de los monasterios, no permitan se dé música en las puertas a ninguna persona de fuera, ni bailen en ellas, ni las niñas de educación, porque es muy grande el desorden de concursos que se junta, así de los de fuera, como de las de adentro, faltando al recogimiento interior del monasterio, y a la modestia religiosa, pena de cuatro meses de suspensión a la prelada que contraviniere a este mandato; y los dichos agasajos de músicas se podrán hacer en los locutorios sin bailes, y por ninguna suerte se hagan en la iglesia, so la mesma pena.89

Como se verá, no solo la música sino también la danza eran parte de estos agasajos. Pero Cano Roldán omite un aspecto de estas visitas: los frecuentes galanteos con las monjas, algunas de las cuales despertaban encendidas pasiones en el auditorio. Esto dio lugar, en 1696, a la censura del gobernador Tomás Marín de Poveda, quien dirigió sus dardos al monasterio de agustinas de la Limpia Concepción,

[...] por ser devota una monja que es la mejor cantora del [sic], al licenciado don Lucas de Vivar oidor más antiguo de esta real Audiencia, que muchas veces asiste a la portería y locutorio del dicho convento donde sale a cantar tal monja y a su ejemplo las demás monjas y seglares que se crían en él y criadas suyas, estándose en este divertimiento hasta las ocho y nueve de la noche, asistiendo los demás oidores de esta ciudad y otras muchas personas teniendo abiertas las puertas de la portería principal todo este tiempo.

El gobernador advirtió que en dicho monasterio los asientos de la Real Audiencia y el Cabildo estaban situados junto a la reja del coro donde cantaban las monjas, contraviniendo la costumbre de las demás iglesias de ponerlos en la capilla mayor.90 Pero su testimonio también da cuenta de una práctica no mencionada en los documentos revisados, pero frecuente en otros conventos de América Latina:91 la participación de criadas del monasterio en las ejecuciones musicales, además de las monjas y niñas en formación.

Tampoco estas censuras debieron surtir el efecto deseado, ya que en la década de 1720 el obispo Alejo de Rojas volvió a insistir en que ni aun entre las niñas eran «decentes los bailes en la clausura». Además, ordenó que las monjas solo enseñaran «música e instrumentos que puedan servir en el coro o los oficios divinos; mas la enseñanza de estas cosas sea a horas regulares y no en las que inquiete la Comunidad en su retiro»;92 lo que sugiere que la enseñanza y práctica de la música tenía tal relevancia que solía invadir todo tipo de horarios dentro de la vida monástica. Pero estas prácticas continuaron, como demuestran las normas que dictó el obispo Alday, luego de su visita canónica al monasterio de La Victoria (1756): «Que las niñas de educación se mantengan con trajes decentes sin permitirles usos profanos del siglo; y que en conformidad de lo mandado al Ilustrísimo Sr. D. Alejo de Rojas no se les enseñe a bailar aunque sea por medio de personas seculares, sino solo música e instrumentos con que puedan servir para oficios divinos [...]».93

Guernica agrega que la monja María Mercedes Tristán era una «arpista de gran reputación, a cuyas audiciones acudían con júbilo los aficionados [...]».94 De ser esto cierto -el autor no cita fuente alguna que lo respalde- se confirmaría que estos espectáculos seguían vigentes a fines del siglo XVIII, pues Tristán tomó el hábito en 176795 y aún vivía en 1801, cuando la catedral de Santiago le pagó cierta cantidad por unas costuras y otros servicios.96

Pero, sin perjuicio de su interés, el hecho de que estas censuras estuvieran casi siempre dirigidas por el rey o el obispo hacia los conventos de monjas invita a entenderlas de una manera más crítica y cauta que la que se acostumbra.97 La historiografía tradicional, por un lado, ha tendido a interpretarlas como una consecuencia lógica de las permanentes transgresiones de algunas monjas y frailes a su estado religioso. El propio Guernica, por ejemplo, señala que en esos años las comunidades no eran «tan recogidas como las de hoy».98 La historiografía más reciente, por otro lado, ha planteado que las autoridades tendían a combatir estas manifestaciones de alegría o espontaneidad, al tiempo que defendían una actitud seria y racional, alineada con los ideales de Occidente, el catolicismo y -más adelante- la ilustración.99 Pero esta interpretación, en apariencia distinta a la anterior, es en realidad afín a ella, por cuanto ambas conciben al poder -representado por la monarquía y las autoridades eclesiásticas- como un estamento unificado que actúa concertadamente contra una alteridad subalterna situada en sus antípodas, representada por el «pueblo», algunas monjas o frailes díscolos y otros sujetos que resisten a las normas impuestas. Ambas explicaciones me parecen simplistas por diversas razones: primero, los comportamientos que hoy nos parecen transgresores no lo eran tanto en una época en la que, como se ha señalado, el estamento religioso era más numeroso y estaba vinculado con el mundo exterior en mayor medida que las actuales instituciones monásticas; segundo, las autoridades eclesiásticas estaban lejos de condenar unánimemente todas esas manifestaciones, pues, en caso de haber sido así, simplemente las habrían suprimido, al menos dentro de las iglesias;100 tercero -y este es el punto a mi juicio más relevante- el estamento religioso estaba dividido en dos facciones entre las cuales existían grandes tensiones: el clero secular y el regular. Ya se vio en la introducción (vid. «La ciudad») la carta que el obispo Pérez de Espinoza dirigió al rey, en 1609, quejándose de la riqueza que estaban alcanzando las órdenes religiosas en desmedro de las rentas de la catedral y el obispado; y esto tenía directas repercusiones en los ingresos de la monarquía, por cuanto las catedrales hispanoamericanas eran de patronato regio y debían dar a la corona una parte de sus ingresos.101 Por lo tanto, resulta casi natural que el clero secular (el obispo, los prebendados) y la corona (el rey y sus representantes en América) atacaran conjuntamente al clero regular y censuraran algunos de los espectáculos musicales que tanta gente llevaban a los conventos, con el consiguiente aumento de sus ingresos por vía de limosnas, fundaciones piadosas y otros. Si bien no puede negarse el propósito moralizante que animaba a muchas de las prohibiciones citadas, deben ser comprendidas, también, a la luz de esta otra dimensión. De esa forma, puede entenderse mejor una contradicción que fue advertida en su momento por Estenssoro para el caso limeño: «las autoridades eclesiásticas mandaban a componer y hacían interpretar en la Catedral las obras que ellos mismos prohibían» en los monasterios.102

Composición de las capillas conventuales

Respecto a la pregunta por la composición de las capillas o agrupaciones conventuales, los documentos proporcionan información sobre los instrumentos empleados. Al margen de la presencia de la vihuela y el discante a comienzos del siglo XVII, parece ser que los principales eran el violín, el arpa, el órgano y el clave. Los dos primeros han sido mencionados en varias ocasiones, por lo que omito presentar ejemplos adicionales. Aun así, resulta de interés saber que La Victoria tenía un arpa propia durante sus primeros años de existencia, puesto que en febrero de 1681 pagó a un carpintero por su reparación y en otras ocasiones compró cuerdas, probablemente para dicho instrumento.103

En cuanto al órgano, se trataba de un bien preciado, pero a la vez difícil de mantener, pues su mecanismo requería una constante supervisión y no siempre las músicas de los conventos tenían los conocimientos necesarios para ello. El 30 de mayo de 1781 el monasterio de La Victoria contrató a un organero llamado Andrés de Segovia parar reparar el órgano conventual y poner en buenas condiciones al menos dos de sus seis registros con vistas a «la fiesta» -seguramente la de Santa Clara:

 

Recibí de la madre abadesa cien pesos en moneda corriente a cuenta de la compostura del órgano que estamos ajustado [sic] que son cuatrocientos y cincuenta pesos, haciéndome yo el cargo de entregarlo toda las seis misturas, digo registros, todo el flautaje corriente a y nuevo [sic] a contento del que o las que señalasen su aprobación, y con aditamento que para la fiesta han de servir dos registros y los restantes a los seis de que pase dicha fiesta y dicha madre se me ha obligado a darmen [sic] ducientos pesos por delantes de los cuales son los mencionados arriba y pa que así conste doy este hoy 30 de mayo de 781 obligándome a satisfacer dicha entrega de órgano en la forma referida y porque así lo cumpliré firmo este en dicho día mes y año.

And. de Segovia.104

Al final, el trabajo costó algo más de lo previsto (quinientos pesos) y se dio por concluido el 23 de septiembre del mismo año. Curiosamente, en el recibo correspondiente Segovia afirmó «haberles hecho el órgano de dicho convento», cuando inicialmente había hablado de una «compostura»; pero quizá esto se explique porque la reparación era de tal calado que implicaba prácticamente la confección de un instrumento nuevo.

Respecto del clave, aparte del que María Teresa Quezada tenía en 1801 (vid. supra), el 18 de agosto de 1795 llegó uno al puerto de Valparaíso, procedente del Callao, que estaba dirigido a las monjas carmelitas de Santiago, por cuenta del doctor Antonio Rodríguez.105 Este último era miembro del cabildo catedralicio,106 lo que muestra que, pese a la rivalidad ya señalada entre el clero regular y el secular, los clérigos solían contribuir al desarrollo de las comunidades religiosas con las que tenían mayor afinidad. En el capítulo 3 se verá que la importación de claves y otros instrumentos desde Lima fue una práctica incluso más frecuente en el ámbito privado.

Otros instrumentos aparecen más raramente. Uno de ellos figura en la petición de Faustina Valdovinos, quien en 1747 solicitó ingresar como monja de velo negro en La Victoria a cambio de su voz «y el instrumento de tímpano».107 Desde Covarrubias en 1611 hasta la RAE en 1791 el término es considerado como sinónimo de atabal, y este se define como un «Instrumento bélico, que se compone de una caja de metal en la figura de una media esfera, cubierta por encima de pergamino, que se toca con dos palos pequeños, que rematan en bolas» (RAE, 1726). Sin embargo, resulta improbable que una candidata fuera aceptada por dominar un instrumento de percusión, incluso si sumaba a esto el oficio de cantora, ya que no he encontrado más evidencia de monjas o mujeres percusionistas en la documentación revisada. Por esta razón, pienso que el término tímpano designa en este caso el instrumento de la familia del salterio, también llamado dulcémele, que tenía dos o más filas de cuerdas y una caja con forma trapezoidal.108 Aunque se trate de la única mención a este instrumento para los conventos femeninos de Santiago, se verá en el capítulo 3 que el salterio sí fue empleado por mujeres, pero en el ámbito privado.109

Más tardíamente aparece el contrabajo, en la petición que Petronila Figueroa escribió en 1806. Según su testimonio, luego de criarse desde pequeña en el monasterio se había dedicado a aprender «la solfa y ejecución» de dicho instrumento para poder optar al estado religioso. Además, el coro carecía en ese momento de contrabajistas.110

Algunos instrumentos llegaban a los conventos por medio de herencias, tal como se ha visto en relación con los discantes y la vihuela de las agustinas. ¿Cómo era esto posible si, según lo visto con anterioridad, las monjas no podían poseer bienes de forma individual? Simplemente, porque se entendía que estos objetos eran, como se diría hoy en día, de «uso y goce» de la religiosa, pero oficialmente pertenecían al convento. Así, era frecuente que al momento de efectuar su renuncia las monjas reservaran ciertos bienes para sí mismas, pero estos debían pasar al convento una vez que fallecieran o, a lo sumo, invertirse con fines espirituales, es decir, para costear misas por su alma o la de sus benefactoras. Se han visto algunos ejemplos con anterioridad, pero los que siguen se relacionan específicamente con instrumentos musicales: en su renuncia otorgada el 12 de marzo de 1743, María Ignacia de la Morandé, novicia en el monasterio de clarisas de la Antigua Fundación, declaró un «clave hecho en París» que le habían dado sus padres y tenía «de uso».111 En el capítulo 3 se verá que esta religiosa provenía de una familia adinerada y con un especial interés por la música, por lo que no es de extrañar que poseyera este instrumento. Otro ejemplo es el de sor Rosa Hidalgo, novicia en el mismo monasterio, quien en su renuncia de 1769 declaró un clave que le había regalado la monja Josefa Bosa, para que lo usara mientras viviera; pero, en lugar de dejarlo al convento, Hidalgo ordenó que tras su fallecimiento se vendiera para costear misas por el alma de Bosa.112

Un aspecto que llama la atención es la ausencia de instrumentistas de viento. Esto parece explicarse por una diferenciación de género, pues se verá en el apartado siguiente que en los conventos de frailes había cornetas, bajones e incluso cornos o trompas. Pero esto será motivo de una reflexión más detenida en el capítulo 3.

Sin perjuicio del interés que tienen los datos anteriores, no nos informan en detalle acerca de la composición de las capillas musicales conventuales, pues no indican cuántas violinistas, arpistas, organistas y cantoras participaban en las ejecuciones. Incluso la documentación de La Victoria, que tanta información nos ha suministrado, guarda silencio en este aspecto; tan solo se sabe que hacia 1756 las arpistas del coro eran probablemente dos, puesto que la abadesa, Javiera Galleguillos, solicitó al obispo el ingreso de la arpista Josefa Figueroa, con el argumento de la «necesidad de ella por muerte de la instrumentaria y enfermedad de la otra religiosa [...]».113 Pero este vacío puede llenarse en parte con algunos documentos de la segunda mitad del siglo xviii referidos al monasterio de agustinas de la Limpia Concepción. El primero data del 4 de mayo de 1757 y señala que su abadesa, Teresa de Bustinza, hizo saber al rey que el número de religiosas era excesivo, «pues las de velo negro llegan a sesenta y ocho; y las de velo blanco pasan de cuarenta; y como a cada religiosa se le permiten dos criadas, y dos seglaras [sic], se aumenta el gentío, de que no solo resulta a veces la turbación sino también los mayores gastos para el sustento [...]».

Por estas razones, propuso reducir el número de religiosas a cincuenta. El 30 de noviembre de dicho año, el Consejo de Indias aprobó la petición de la abadesa y ordenó avisar al obispo Alday para que, junto al presidente de la Real Audiencia, pusiera remedio a la situación.114 Curiosamente, el propio Alday ya había dictado algunas medidas a tal efecto en abril de 1757, ordenando que solo pudieran entrar niñas «capaces de educación» (i. e. mayores de cinco años), que cada monja tuviera un máximo de dos criadas y que las religiosas con «celda de habitación» admitieran a lo sumo «dos seglares o niñas de educación»; además, el número de monjas de velo blanco quedaría reducido a treinta.115 Pero estas medidas no debieron tener el efecto esperado, pues un informe posterior de la abadesa (15-9-1759) señala haber en el monasterio sesenta y seis monjas de velo negro y cuarenta y cuatro de velo blanco, varias de ellas ocupadas en diversos oficios.116 El hecho de que ninguno de los oficios mencionados sea de índole musical podría sugerir que no los había en el monasterio; pero este supuesto queda desvirtuado por un nuevo documento emitido por Alday, el 15 de febrero de 1760, en el que rectifica su edicto de 1757 en lo referente a las monjas de velo blanco, cuyo número amplía de treinta a cuarenta, «atendidos sus oficios según la nómina de la prelada; y que muchas de ellas son las que sirven de cantoras, cuya circunstancia no se tuvo entonces presente [...]».117 Parece ser, entonces, que la ausencia de oficios musicales en el informe anterior de la abadesa no se debe a que no existieran, sino a que su presencia se daba por obvia. En tal caso, también es posible que el obispo sobreentendiera la presencia de instrumentistas, en cuyo caso usaría el término «cantoras» como equivalente al de «músicas».