El dulce reato de la música

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La introducción comienza con tresillos repetidos en las cuerdas y el continuo, los cuales representan, de forma alegórica,255 la tempestad enunciada en el título de la obra (ejemplo 8).


Ejemplo 8: Inicio de Cruel tempestad deshecha de Antonio Ripa. (Fuente: ACS 268).

Poco después, los ritmos incisivos que inician el canto contribuyen a dar un énfasis dramático a la palabra «cruel», lo que se incrementa al repetirse esta en tres ocasiones y cada vez en un registro más agudo256 (ejemplo 9).


Ejemplo 9: Cruel tempestad deshecha de Antonio Ripa, cc. 22-28. (Fuente: ACS 268).

Esta atmósfera cambia radicalmente cuando el coro canta «está el mundo padeciendo» (c. 30), pues lo hace con movimientos melódicos descendentes, graduales y con retardos (ejemplo 10), en medio de una textura imitativa que pareciera rememorar el estilo polifónico tradicional. Este vínculo con la tradición se manifiesta también en la relación texto-música, pues la representación del lamento por medio de melodías descendentes constituía una convención de larga data en la música de España y el resto de Europa.257


Ejemplo 10: Cruel tempestad deshecha de Antonio Ripa, cc. 30-38. (Fuente: ACS 268).

Lo mismo puede decirse del efecto del suspiro (cc. 69-76), que acompaña al texto «que espiramos, que fallecemos» (ejemplo 11), ya que puede encontrarse en la ópera italiana de comienzos del siglo XVII.258

El estribillo comienza con una introducción instrumental en la que la música emprende un curso frenético, dado por la predominancia de ritmos rápidos (principalmente galopas) que parecen representar el estado de ansiedad en el que el mundo se encuentra. Sin embargo, llama la atención un pasaje totalmente contrastante (cc. 98-103), en la tonalidad de la dominante (re mayor), en el que un mismo motivo se ejecuta en tres ocasiones consecutivas sobre un pedal del bajo. Este pasaje se reitera algunos compases después en la tonalidad principal (cc. 115-120) y, aún sin comprender del todo su significado, puede intuirse que su estatismo sugiere un estado emocional opuesto al del comienzo.


Ejemplo 11: Cruel tempestad deshecha de Antonio Ripa, cc. 69-76. (Fuente: ACS 268).

Lo anterior se ve confirmado cuando comienza a cantar el coro (c. 129), pues lo hace con los mismos motivos iniciales y sobre un texto que invita a calmar el estado de ansiedad predominante («Calmen, calmen las ansias»). Pero entonces reaparece el pasaje contrastante de la introducción (cc. 165-172), con dos diferencias importantes: el motivo se ejecuta ahora en cuatro ocasiones en lugar de tres, y puede comprenderse mejor la razón del contraste afectivo gracias al texto: «pues limpia y pura, por privilegio, de culpa y mancha...».259 En otras palabras, el estatismo en la música se explica por tratarse de la primera alusión explícita al dogma de la Inmaculada Concepción y representa brillantemente la tranquilidad que conlleva su aceptación por parte del creyente (ejemplo 12).

Más convencional resulta el empleo de un salto disonante (o saltus duriusculus) en el texto «que al mísero viviente...» (cc. 211-214), procedimiento que parece relacionarse con la presencia de un oxímoron, tal como ocurría en los tonos humanos del siglo XVII. Esto parece confirmar que la dualidad no solo caracterizaba al mundo colonial, sino que interesaba a los sujetos coloniales, incluyendo a los compositores (ejemplo 13).

Pero, más adelante, Ripa retoma un lenguaje más moderno, pues emplea una progresión modulante -es decir la inestabilidad tonal- para representar el «total desasosiego» del texto (cc. 220-229) -inestabilidad emocional-, algo que solo es posible en una música inmersa en el lenguaje tonal de mediados del siglo XVIII (ejemplo 14).

En el hermoso recitativo y aria que sigue, Ripa hace uso de un recurso propio de la ópera barroca, el cual era utilizar melismas virtuosíticos para destacar los conceptos más importantes -en este caso la palabra «concepción»-.260 Esto ocurre en dos ocasiones (cc. 387 y 448), la primera de las cuales concluye con un espectacular salto de duodécima261 (cc. 393-394) que, junto con llevar al solista al límite de sus recursos técnicos, representa la magnitud del dogma (ejemplo 15).


Ejemplo 12: Cruel tempestad deshecha de Antonio Ripa, cc. 165-172. (Fuente: ACS 268).


Ejemplo 13: Cruel tempestad deshecha de Antonio Ripa, cc. 210-217. (Fuente: ACS 268).


Ejemplo 14: Cruel tempestad deshecha de Antonio Ripa, cc. 218-224. (Fuente: ACS 268).


Ejemplo 15: Cruel tempestad deshecha de Antonio Ripa, cc. 386-395. (Fuente: ACS 268).

En síntesis, Ripa es capaz de combinar recursos de representación tomados de la retórica musical del siglo XVII con otros más propios del lenguaje tonal de su tiempo, en una síntesis entre tradición y modernidad que resulta no solo de gran belleza, sino también de gran interés histórico. Al apelar a convenciones que a todas luces eran conocidas por el público de la época, es posible inferir que la obra tuvo un gran impacto en el contexto de la fiesta y contribuyó efectivamente a recrear las atmósferas del texto original. Pero no solo eso: aunque fuera pensada para oyentes de mediados del siglo XVIII, Cruel tempestad resulta comprensible y atractiva para los oyentes actuales -o al menos para quien escribe.

Otro aspecto interesante de Cruel tempestad deshecha es que se vincula claramente con la ópera barroca, por el empleo de procedimientos musicales como los melismas ya apuntados o la figura del suspiro, entre otros. Este vínculo no es casual, pues ya se ha visto que el villancico absorbió los distintos géneros y estilos en boga durante su larga vida; pero, además, el villancico siempre tuvo en algún grado un carácter parateatral, no solo por referir con frecuencia a piezas profanas cantadas en el teatro, sino por el carácter dialógico de muchos de sus textos, que involucraban a diversos personajes. Incluso, algunos villancicos llegaron a ser representados y danzados en las iglesias,262 en cuyo caso el género adquiría un carácter teatral en sentido estricto.

Más adelante, en los capítulos 2 y 4, se verán ejemplos de villancicos con características diferentes y que cumplieron otras funciones, tanto en la propia catedral como fuera de ella.

CAPÍTULO 2. LOS CONVENTOS

Hace ya tiempo que la visión de los conventos1 como instituciones marginales o sin recursos importantes para la práctica musical ha sido superada. Aún recuerdo cómo, a fines de la década de los cincuenta, Miguel Querol manifestaba su sorpresa al constatar que el convento de la Encarnación de Ávila tenía, a mediados del siglo XVII, cantoras e instrumentistas que tocaban el órgano, el arpa, el bajón y la guitarra.2 Con posterioridad, diversos trabajos han demostrado que el caso apuntado por Querol no constituía una excepción en España. Colleen Ruth Baade, por ejemplo, ha recopilado novedosa e interesante información sobre ese y otros conventos femeninos de Castilla, mientras que, en una época más reciente, Alfonso de Vicente ha hecho lo propio con los monasterios de frailes jerónimos españoles.3 En el ámbito hispanoamericano, aparecen noticias sobre la presencia musical en los monasterios coloniales ya en los trabajos de Stevenson, como cuando cita aquella conocida referencia del cronista agustino Antonio de Calancha a los «nueve coros de vigüelones» y otros instrumentos que el monasterio de la Encarnación de Lima tenía hacia 1638.4 Pero las publicaciones específicas sobre el tema aparecerían en los años ochenta, comenzando con dos artículos pioneros de Curt Lange sobre la música en conventos de Córdoba (actual Argentina),5 a los que seguirían, unos años más tarde, textos de otros autores relativos a Lima,6 Caracas7 y Cuzco.8 De interés también son los trabajos aparecidos sobre la Colección Sánchez Garza que preserva el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Musical Carlos Chávez (Cenidim) en México, ya que este corpus musical perteneció en algún momento al convento de la Santísima Trinidad de Puebla.9

Al abordar no solo la práctica y organización musical interna, sino también sus vínculos con el entorno urbano, estos textos han modificado sensiblemente la visión que tradicionalmente se tenía sobre los monasterios, en varios aspectos. Primero, no se trataba simplemente de instituciones menores y subsidiarias de la catedral, sino de centros en los que la música era importante y donde había, por tanto, diversos recursos para la práctica musical. Tello, por ejemplo, estima a partir de las fuentes de la Colección Sánchez Garza que la capilla musical del convento de la Santísima Trinidad de Puebla pudo estar compuesta a comienzos del siglo XVIII por una treintena de ejecutantes.10 Más aún, hemos anticipado en la introducción (vid. «La ciudad») que los conventos más importantes no solo no desmerecían a la catedral en este sentido, sino que incluso podían aventajarla. ¿Cómo era posible esta suerte de inversión del orden establecido, según el cual una catedral debía ser siempre la iglesia principal de un obispado? La explicación es que el personal activo en una catedral era por lo general limitado, ya que estaba compuesto por un cabildo eclesiástico que integraban cinco dignidades, algunos canónigos y capellanes, más otros funcionarios de menor rango; además, tenía a la cabeza a un obispo que con frecuencia era extranjero. Los conventos, en cambio, estaban compuestos por una amplia comunidad de religiosos en su mayor parte nacidos en la propia ciudad y por tanto estrechamente vinculados con sus habitantes, lo que incluía al prior o máxima autoridad conventual; muchos de ellos eran hijos de familias acaudaladas que, al momento de fallecer, les legaban bienes de diverso tipo (muebles, joyas, tierras, etc.), los cuales pasaban a formar parte del convento por virtud de la renuncia que sus miembros efectuaban al momento de profesar; además, las tierras que eran propiedad de los conventos estaban exentas del diezmo, impuesto que, como se ha visto, el resto de los ciudadanos debía pagar al obispado, pero no así las comunidades religiosas. De esta forma, los conventos se enriquecían continuamente, no solo gracias a las limosnas y donaciones de sus feligreses sino, sobre todo, a las herencias que recibían. La contradicción que esto suponía con el voto de pobreza que los frailes y las monjas efectuaban al momento de profesar, se resolvió aceptando la posesión colectiva, pero no la individual (los bienes eran de la institución, no de sus miembros).11 Según Estenssoro, todo ello produjo en los conventos coloniales una verdadera «guerra musical por ganarse la asistencia de público»,12 afirmación que se ve confirmada por el viajero inglés Thomas Gage, quien en 1625 da cuenta de este hecho en los conventos mexicanos.13

 

Segundo, si bien se trataba en teoría de instituciones de clausura, cuyos miembros debían dedicarse a la oración y evitar el contacto con el exterior, el grado de apego a esta norma variaba según el tipo de comunidad religiosa: las comunidades descalzas o recoletas solían observar la clausura de manera más estricta,14 mientras las comunidades calzadas o mendicantes estaban autorizadas a salir bajo ciertas condiciones. Por ejemplo, los carmelitas calzados de Madrid podían salir a la calle siempre que lo hicieran con un compañero y durmieran en su convento; incluso, si contaban con la autorización de sus superiores, podían vivir en casas particulares.15 Para el caso de las monjas santiaguinas, Sol Serrano afirma que las agustinas, clarisas y dominicas de Santa Rosa eran menos contemplativas que las carmelitas y capuchinas; pero entre todas ellas estaba permitido el contacto con personas ajenas al convento en el locutorio, por lo cual puede decirse que en los conventos femeninos «era el mundo el que cruzaba sus puertas».16 Así, de un modo u otro, los conventos se hallaban siempre en contacto con el mundo exterior y la música que allí se practicaba.

Tercero, el punto anterior puede ayudar a comprender la intensidad con la que los religiosos del período cultivaron la música profana o de inspiración popular. El «Libro de tonos humanos», copiado en Madrid hacia 1656, continúa siendo uno de los ejemplos más significativos de cómo un corpus completo de canciones profanas podía ser reunido dentro y para uso de un convento -en este caso el Carmen Calzado-.17 Este hecho confirma lo ya observado en otras partes de este libro: en el contexto de los siglos XVII y XVIII las fronteras entre lo sacro y lo profano eran menos claras que desde la concepción decimonónica o contemporánea.

Cuarto, y en relación con lo anterior, no solo los frailes y las monjas interpretaban la música: tanto el caso de Caracas como el de Cuzco muestran que, en los conventos femeninos, también se desempeñaban como cantoras e instrumentistas algunas de las niñas que habitaban en la institución, ya fuera porque eran acogidas allí por ser huérfanas o simplemente por tratarse de «educandas» -chicas cuya formación era encargada al convento por sus padres, normalmente por espacio de un año-;18 también podían hacerlo los esclavos que eran propiedad de la institución, como refleja el Convento de la Merced de Córdoba, en cuyo inventario de 1776 figuran, entre otros, Joseph Cabrera, «Maestro de arpa y barbero», y Gregorio Cabrera, «Violinista y sastre»;19 y, por si esto fuese poco, no era infrecuente que en algunas fiestas asistiera al convento la capilla musical de otra institución (por lo general la catedral): por ejemplo, en el caso español, se sabe que a comienzos del siglo XVIII la capilla del Carmen Calzado de Madrid tocó en el convento de Carmelitas Descalzas de la ciudad de Alcalá de Henares, con motivo de la profesión de una religiosa.20

Quinto y último, al tratarse de instituciones complejas y que manejaban importantes recursos financieros, dieron lugar a un extenso corpus documental y se preocuparon de su preservación. Un solo ejemplo: en el «capítulo medio» de 1711, los agustinos de Chile, teniendo en cuenta el deterioro que habían experimentado sus «bienes temporales», mandaron que en el convento principal de Santiago se instituyera «un archivo, donde no solamente se hallen los tantos de las escrituras pertenecientes a los demás conventos; por tanto ordenamos y mandamos, que así el R. P. Prior de este convento grande como todos los demás, manden sacar tantos de las escrituras en que se fundan los derechos que tiene nuestra provincia a los bienes temporales que usan los seglares; y en un escaparate que tenga tantos cajones cuantos conventos tiene la provincia [y] se guarden con mucha vigilancia y la llave de dicho escaparate la tenga el R. P. Prior de este convento grande...».21

En las páginas que siguen se verá de qué manera estas y otras cuestiones vinculadas con la vida musical se dieron en Santiago, ciudad que, como se ha señalado, contaba con una variedad de iglesias conventuales superior a la que podría haberse esperado en función de sus reducidas dimensiones.

Conventos femeninos

En rigor, no puede decirse que el tema de este apartado sea inédito, ya que existe información al respecto en dos trabajos previos de índole histórica: el libro de Juan de Guernica sobre el monasterio de La Victoria, publicado en 1944; y el de Imelda Cano Roldán sobre la mujer en el reino de Chile, publicado en 1981, en cuyo capítulo 7 hay interesantes datos sobre la vida musical de los monasterios, especialmente el de clarisas de la Antigua Fundación.22 Ambos autores hacen referencia a monjas cantoras e instrumentistas, así como a la exención total o parcial de la dote que se les concedía al ingresar (lo veremos más adelante).

Pero si la condición religiosa de estos autores facilitó su acceso a los archivos conventuales,23 en el caso de investigadores laicos, como quien escribe, la posibilidad de trabajar en ellos está fuertemente restringida y depende de contactos personales. En mi caso, después de varios intentos fallidos, pude consultar únicamente los documentos conservados en el monasterio de clarisas de La Victoria, gracias a la amabilidad de la abadesa y el papel de intermediario que gentilmente llevó a cabo el padre Rigoberto Iturriaga, antiguo responsable del Archivo Franciscano de Santiago.

Por un lado, es evidente que esto constituye una limitación, pues hace que la información sobre música que he podido reunir sea considerablemente mayor a partir de 1678, año de fundación de La Victoria. Además, conlleva un menor corpus de datos sobre otros monasterios, como el de agustinas de la Limpia Concepción, el más antiguo y quizá más importante del período colonial. Los documentos complementarios que han hecho posible completar en parte este vacío dejan entrever, al mismo tiempo, lo provechosa que podría haber resultado una visita a su archivo. Pero, por otro lado, el hecho de haber consultado documentos del monasterio de La Victoria constituye un privilegio que me ha permitido ampliar significativamente las noticias dadas a conocer por Guernica, como puede verse en un artículo sobre el tema que publiqué hace algunos años.24 En las páginas que siguen se ofrece una visión aún más amplia al respecto, que incorpora los aportes contenidos en el libro de Cano Roldán y otros documentos que he encontrado posteriormente, además de considerar la escasa evidencia musical que se ha conservado.

Ingreso, formación y organización musical

Una de las funciones importantes que cumplían los conventos de monjas durante la colonia era la educación de la mujer. Por lo mismo, su comunidad no solo estaba compuesta por religiosas -aparte de criadas y esclavas-, sino también por niñas y jóvenes que ingresaban con el fin de aprender distintas materias, ya fuera para hacerse monjas o reinsertarse en el mundo exterior. Según Cano Roldán, se les enseñaba a leer, escribir, contar e hilar, todo ello junto a «algo de baile, al mismo tiempo que música vocal e instrumental, especialmente guitarra y vihuela». Según dicha autora, «Entre los monasterios de la Limpia Concepción, de las Claras de la antigua fundación, y las Clarisas de la Victoria, se llegaron a contar hasta doscientas alumnas, hijas de los guerreros y vecindario noble de Santiago».25

Algunos comentarios al respecto. En efecto, la vihuela y los instrumentos afines aparecen en manos de algunas monjas en el siglo XVII: en su testamento otorgado el 23 de julio de 1620, el presbítero Garcilaso de Balcázar dejó al monasterio de agustinas de la Limpia Concepción una vihuela y dos discantes.26 Uno de ellos debía entregarse a la monja Luisa Chacón y el segundo a la abadesa, Jerónima de Aburcio. En cuanto a la vihuela, ordenó que se vendiera, a menos que el convento manifestara interés en ella, en cuyo caso podría adquirirla a la mitad de su valor.27 En el siglo XVIII, en cambio, estos instrumentos no figuran en los documentos conventuales que he podido revisar, lo que podría explicarse porque, a partir de 1700, la vihuela propiamente dicha cayó en desuso y la guitarra adquirió progresivamente un carácter popular que tal vez no se condecía con la visión más ortodoxa de la música (y la vida) religiosa.28 Otra explicación -que podría relacionarse con la anterior- sería que la ejecución de la guitarra era asumida por monjas que tocaban también otro instrumento y preferían presentarse como violinistas, arpistas y organistas antes que guitarristas. Pero, aun si fue así, parece claro que tanto la vihuela como la guitarra tuvieron en los conventos del siglo XVIII una importancia menor que en el XVII.

La condición social de las estudiantes, otro aspecto comentado por Cano Roldán, se relaciona con un punto que para este apartado resulta crucial. Sin duda, muchas de las niñas que vivían y estudiaban en los monasterios eran hijas de miembros de la aristocracia colonial, ya que el ingreso en la vida religiosa implicaba el pago de una dote. El monto de esta variaba en función del monasterio y la categoría a la que la candidata quería optar, ya que existían en la época dos tipos de monja: las de velo blanco -o legas- y las de velo negro -o de coro-. Las primeras debían asumir oficios domésticos, como el de cocinera, mientras que las segundas tenían un estatus superior y podían destinar su tiempo a rezar el oficio divino en el coro. En el Monasterio de la Victoria, por ejemplo, la dote para optar al velo blanco era de ochocientos pesos, mientras que la de velo negro ascendía al doble de ese valor. Aunque estas cantidades eran inferiores a las dotes matrimoniales entre familias acomodadas,29 la posibilidad de solventarlas estaba reservada a un grupo minoritario de la sociedad colonial.

Pese a ello, muchas de las monjas provenían de estratos medios o bajos y eran «rescatadas» por el convento, que las aceptaba sin dote o con un pago parcial de esta, a cambio de que colaboraran en actividades que eran esenciales para la institución. En este contexto, la música constituyó el medio por excelencia para que mujeres con menos recursos pudieran ingresar en la vida religiosa, pues la necesidad de contar con instrumentistas y cantoras llevó a los monasterios a dar toda clase de facilidades a quienes desempeñaran algún oficio musical; práctica que era común no solo a los conventos de Santiago, sino a muchos de América,30 España31 o Italia.32

 

Cano Roldán, junto con advertir este hecho, proporciona algunos ejemplos tomados de «Libros de profesiones y de defunciones» del monasterio de Santa Clara de la Antigua Fundación: en 1726 María Antonia Olivares fue admitida como monja de velo negro sin dote por su voz; en 1739 Lorenza Marín de Ortega entró como monja de velo negro con una dote de solo quinientos pesos por ser cantora y arpista; y en 1759 Teresa Laredo tomó también el velo negro, pero sin dote, por sus oficios de cantora y violinista.33

En el monasterio de La Victoria, la norma durante el siglo XVIII fue que las cantoras o instrumentistas que optaban por el velo blanco no pagaran dote alguna. Este fue el caso de la arpista María Josefa Figueroa en 1756,34 la violinista Josefa Durán en 178735 y varias otras. A las de velo negro, en cambio, se les exigía generalmente un pago parcial de la dote. Por ejemplo, Josefa Tagle fue admitida en 1744 como organista tras haber entregado quinientos pesos al monasterio;36 Ana Josefa Rodríguez Cañol fue admitida en 1769 por su oficio de cantora con quinientos pesos de dote, además del compromiso de desempeñarse como arpista si en algún momento perdía la voz;37 y Ana María de Aguirre fue aceptada como violinista y cantora por la suma de cuatrocientos pesos, trescientos de ellos a entregar al momento de su profesión y cien más después de su fallecimiento.38

Considerando que las monjas músicas de La Victoria identificadas eran en su mayoría de velo blanco, puede afirmarse que en los conventos femeninos el oficio musical no constituía un signo de estatus social, sino todo lo contrario. Desde luego, podrían surgir dudas acerca de la pobreza que dichas monjas señalan en sus peticiones, pero pienso que sus relatos son verosímiles, por cuanto, en caso de contar con algo de dinero, seguramente lo hubieran aportado en parte de pago para optar al velo negro. No obstante, algunas de ellas no eran tan desvalidas. Juana Álvarez, por ejemplo, profesó como cantora de velo blanco en 1739 sin pagar dote alguna, pero reservó para sí sus «herencias, paterna y materna o por otros legados o donaciones, futuras subcesiones [...] »; por lo tanto sus padres -el capitán Pedro de Álvarez y Ana de Corbalán- debieron tener un patrimonio no despreciable.39

Hubo, sin embargo, casos en los que la candidata fue admitida como monja de velo negro sin pagar dote. No queda claro en los documentos si esto dependía de su nivel musical o de factores sociales, como su procedencia familiar (posiblemente fuese una combinación de todos ellos); pero el caso es que la arpista Isabel Jara profesó como monja de velo negro sin dote en 1736,40 e incluso se reservó el derecho de disponer libremente de los bienes que pudiera heredar de sus padres.41

En otras ocasiones, la candidata era admitida como monja de velo blanco por no tener dinero que aportar, pero se dejaba la puerta abierta en la escritura para que, en caso de hacerlo más adelante, pudiera ascender de categoría. Este fue el caso de María de Albuerne en 1717, a quien se autorizó a profesar «con el velo blanco, y porque me ha representado su capacidad para poder servir en el coro con el velo negro, le concedo licencia para que siempre que tuviere la dote de dicho velo negro pueda obtenerle parte al prelado que entonces lo fuere [...]».42

De los testimonios citados se infiere que, al momento de postular, las candidatas ya habían dado muestras de su suficiencia como cantoras o instrumentistas; en otras palabras, su participación en el coro conventual comenzaba antes de su toma de hábito y profesión. Lo confirman los casos de Tadea Almonacid, quien señaló en 1754 haber ingresado al convento a los trece o catorce años de edad y haberse desempeñado como cantora durante cuatro;43 Josefa Alarcón, quien aseguró en 1768 haber servido regularmente como organista «en todas las funciones que se han ofrecido por el tiempo de más de cinco años [...]»;44 y Ana María de Aguirre, quien afirmó en 1780 el haber «asistido» con el violín y el canto en las funciones, «tanto en las más públicas, como en las interiores o privadas [...]».45

Tal vez porque se trataba de un trabajo arduo y ad honorem, el convento parece haberles entregado ciertas gratificaciones en dinero o especies, sobre todo en momentos de alta exigencia. Por ejemplo, en agosto de 1713, dentro de los gastos por la fiesta de Santa Clara -la principal en La Victoria- figuran dos reales de pescado a las cantoras.46 Más interesante aún es un pago, registrado en 1733, de «Una arroba y 20 libras de azúcar a la Rosita Porras por su asistencia en todo el año tocando en el coro [...] »,47 ya que es posible que fuera pariente del franciscano Fr. Domingo Porras, vicario de coro en el convento grande de San Francisco,48 y se verá en el capítulo 5 que, en ocasiones, la inclinación por la música era consecuencia del entorno familiar. Sea como fuere, en algunos momentos la capilla musical de La Victoria parece haberse sostenido más por el servicio continuo de estas niñas o jóvenes que por el de las propias religiosas. Así, al menos, lo informó al obispo la abadesa en 1767: «No hay religiosa ninguna que ejercite el instrumento de la arpa; de seculares se sirve el coro, estas son las que llevan el peso todo el año en fiestas y funciones de comunidad».49

La formación musical de estas «seculares» estaba en gran medida a cargo de las propias religiosas. Durante las primeras décadas, la principal responsable de ello debió ser la «vicaria de coro», máxima autoridad del convento en materia musical. Aunque las fuentes rara vez identifican a las monjas que ocuparon el cargo, sabemos por su Relación autobiográfica que Úrsula Suárez lo hizo durante unos siete años, en algún momento entre 1684 y 1710, aunque al parecer no contó con el apoyo suficiente de la abadesa, por lo que debió soportar constantes desprecios y burlas de las cantoras.50 Mucho tiempo después (1787), la vicaria de coro era Ana María de Aguirre, quien dio fe de la buena preparación que Josefa Durán tenía en la solfa y el violín, mismo instrumento que ella dominaba.51

En la segunda mitad del siglo XVIII el monasterio de La Victoria contaba además con una «maestra de música», mencionada en varios documentos.52 Este puesto probablemente era el mismo que en 1794 figura como «maestra de solfa»,53 pero esta denominación alternativa sugiere que una de las principales tareas de la maestra de música era enseñar a las principiantes a solfear. Ahora bien, si en sentido estricto el término estaba vinculado con la práctica del canto, el uso que le dan los documentos de la época es menos restrictivo y designa la lectura musical en un sentido amplio, tanto por parte de las cantoras como las instrumentistas. Lo confirman algunas peticiones: en 1752 María Isabel Muñoz afirmaba hallarse capacitada en «el ejercicio del violín a que tan bien me han enseñado por solfa las madres religiosas [...]»;54 en los mismos términos iban a expresarse María Josefa Durán en 178755 y Magdalena Montero en 1802.56 El hecho de leer música debió pues constituir una habilidad indispensable, a la que volveremos a referirnos más adelante.

En La Victoria, los cargos de vicaria de coro y maestra de música coexistieron durante la segunda mitad del siglo XVIII. En 1776 los ejercían, respectivamente, Faustina Valdovinos e Isabel Pinto de Arancibia, quienes examinaron a Josefa Soto cuando solicitó su ingreso como monja de velo blanco a título de arpista.57 Desafortunadamente, los documentos no informan sobre las funciones que estaban asignadas a cada una. Una posibilidad es que la maestra de música fuera la encargada de enseñar el canto y los instrumentos a las futuras religiosas y la vicaria de coro fuera quien debía preparar y dirigir las ejecuciones. Otra opción es que existiera una analogía entre los cargos de vicaria de coro y maestra de música, por un lado, y los de sochantre y maestro de capilla de las catedrales, por otro. Este parece haber sido el caso del convento de la Inmaculada Concepción de Caracas, donde la vicaria de coro estaba a cargo del canto llano -interpretado en el coro bajo- y la «maestra de capilla» de la música polifónica -interpretada en el coro alto-.58 Posiblemente, el hecho de que tanto Valdovinos como Pinto fueran llamadas a informar sobre las aptitudes musicales de Soto implique la segunda opción, pues sugiere que tenían un estatus similar y no que una estaba subordinada a la otra. En todo caso, si bien La Victoria tenía también un coro alto y otro bajo, esto no parece haber implicado una división estricta por tipos de canto, pues en 1782 Marta de los Santos Tobar se comprometió a asistir con su voz el «canto llano en el coro alto y bajo» si era aceptada.59 La formación musical de las monjas fue en ocasiones complementada por maestros externos al convento. Esto parece haber sido frecuente en los primeros años o décadas que seguían a su fundación, sin duda porque las monjas músicas eran todavía escasas y no contaban con la preparación necesaria. Se verá en el capítulo 5 que Gaspar Bartolomé Domínguez, «indio cuzco», se dedicó a partir de 1679 a enseñar el canto a las religiosas de La Victoria y, al menos en una ocasión, proporcionó la música necesaria para la fiesta de Santa Clara. Asimismo, en 1754 hay algunos testimonios que, sin dar nombres, sugieren la contratación de músicos ajenos a la institución: uno de ellos el de María Luisa Aldabalde, cantora a quien le habían «mandado enseñar por solfa las madres religiosas [...]».60 Más preciso es el expediente de Josefa Alarcón, quien en 1768 solicitó su ingreso por hallarse adelantada en el órgano, aunque prometió continuar su formación ya iniciada con el padre Fr. Francisco Marieluz,61 músico mercedario a quien también me referiré en el capítulo 5.