La trinidad del tiempo

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En octubre de 1977, supo de la apertura de varios puestos en esa célebre orquesta y ella se inscribió para competir por una de las plazas mencionadas. Los jurados calificadores le presentaron dos programas. Esas obras eran los conciertos para violín en re mayor escrito por Brahms y el compuesto por Tchaikovsky. Los participantes debían seleccionar un movimiento de alguno de esos dos conciertos y Jazmín eligió la parte del allegro moderato de la obra hecha por el director ruso.

Transcurridas dos semanas de aquella divertida situación del cine, más unos días después de la audición, Jazmín recibió una llamada de la sede de la orquesta. El veredicto del jurado le fue favorable.

Apenas supo que quedó escogida como integrante de la fila, esa misma tarde se comunicó con varias de sus amistades para ir a celebrar la designación en esa agrupación sinfónica juvenil.

Por unas cuatro horas estuvo brindando con sus amigos, hasta que un compañero de clases la llevó a su vivienda.

Regresó a casa desinhibida y con la exaltación aportada por varias combinaciones de licores. Se acercó a la sala de la televisión en donde estaba reunido el grueso de su familia y les participó:

—Hoy estoy feliz. Gané el concurso para ocupar un puesto en la fila de los primeros violines de «La Simón Bolívar». Lo otro excelente es que me van a pagar un buen salario por algo que hago con pasión. Asimismo, aprovecho la oportunidad para anunciarles formalmente que, a partir de hoy y con mucho placer, voy a mandar a la mierda la carrera de Contaduría Pública.

Besó a ambos padres, a una tía, a su hermano y, sin añadir nada más, se fue a dormir su embriaguez de alcohol, felicidad y libertad.

Metida en su cama, resguardada entre dos almohadones y, minutos antes de quedarse rendida, Jazmín balbuceo:

—Mañana llamo a Ibrahím.

Parte 17. DEL MAR A LA MONTAÑA.

Ella escogió el día para salir juntos y él seleccionó la dirección adonde irían de excursión. Jazmín lo fue a buscar en un automóvil que le prestaron y, a las ocho de la mañana del primer domingo de diciembre de 1977, recogió a Ibrahím en la residencia estudiantil.

Desde que se vieron, hasta cuando llegaron al sitio de paseo, rieron varias veces por el desatinado comentario que a Ibrahím se le escapó en la entrada del cine. En ese mismo trayecto, Jazmín también dio un resumen de lo ocurrido con ella a lo largo del período en el cual perdieron contacto. En paralelo, la nueva etapa que se le presentaba a Jazmín como violinista copó buena parte de la conversación inicial.

Después de desayunar en una panadería cercana al punto de partida de la caminata, iniciaron el ascenso por una de las rutas más boscosas del Parque Nacional El Ávila.

Un día frío y con cielo azul intenso confería el marco perfecto para subir a esa espectacular montaña ubicada al frente de Caracas.

Durante el ascenso peatonal, él tomó turno para hablar de la sinopsis de su vida correspondiente al período de desconexión. En todo ese trayecto, la chica solo respondía con interjecciones o monosílabos jadeantes, puesto que lo empinado y largo de la trocha le hacían revelar su escasa resistencia física y su moderado sobrepeso.

—Por favor, Ibrahím… detengámonos un rato. Me va a dar un paro cardíaco si sigo subiendo por esta vaina. Vamos a descansar en aquella explanada —imploró ella, haciendo referencia a una terraza rodeada de eucaliptos y retirada del camino.

Él accedió a su petición y fueron a sentarse debajo de un árbol localizado en el borde de esa planicie. Al ella recuperar su ritmo respiratorio, Ibrahím cambió de tema y lo aprovechó para dar una breve clase sobre la fauna y flora del punto en donde se encontraban.

La violinista extrajo de su morral una botella de jugo de naranja y, como gesto de acercamiento, lo compartió con él, dejando premeditadamente sobre el dispensador un barniz de su pintura labial. Ambos alternaron el recipiente y succionaron el líquido de la misma fuente, hasta que se acabó el contenido. El preludio de numerosos besos se había cumplido a la perfección.

Luego de media hora conversando solos, decidieron quedarse más tiempo en ese rincón alejado de la senda.

Parecido a lo experimentado cuatro años atrás, el segundo flechazo entre ellos dos volvió a ser instantáneo. No necesitaron mucho tiempo en ese sitio para entrar en resonancia. La única diferencia con respecto a la vez anterior estuvo en que, para esta ocasión, la alianza fue más intensa, más vibrante y el doble de apasionada que la primera.

Jazmín e Ibrahím subieron muy temprano a la montaña, caminando uno al lado del otro. De ella bajaron tarde, sudados, tomados de las manos y muy radiantes.

A partir de ese momento, el intervalo más largo en el cual dejaron de verse fue semana y media. Sucedió cuando Ibrahím tuvo que viajar a Puerto La Cruz para compartir las festividades de Navidad y año nuevo con su familia. Sus cálidos encuentros y paseos volvieron a encenderse en enero de 1978, al tiempo que ella regresaba a su trabajo en la orquesta sinfónica y él a cursar su cuarto semestre de biología en la Universidad Central de Venezuela.

Llegó el día del primer contacto entre el joven Jordán y los padres de Jazmín. Para esa oportunidad, la violinista había invitado a los tres para que presenciaran un concierto en donde ella iba a tocar un par de piezas.

Antes de comenzar el acto musical, todos coincidieron en el patio cubierto, ubicado al frente del teatro.

—Mamá, papá, les presento a Ibrahím. Él y yo nos conocimos en la isla de Margarita, cuando viajé con los Ramírez a Pampatar —dijo ella antes de completar su próxima aclaratoria. Segundos más tarde, agregó nerviosamente—: Ibrahím es la persona con quien he estado «saliendo» desde hace unos cinco meses.

El universitario se mostró cordial, les hizo saber de dónde venía, lo que estaba estudiando y del placer que tenía en conocerlos.

Los padres de Jazmín solo indicaron sus nombres de pila.

—Mucho gusto, Gonzalo —asentó el señor.

—Yo soy Ilia —masculló la esposa del señor Vélez.

En ese ínterin, la violinista entregó tres pases de cortesía para asientos contiguos y a pocas filas de la tarima central. Enseguida, sacó de una carpeta los folletos con la información de las obras musicales a ser interpretadas esa noche.

Ya caminando hacia dentro de la sala, Ibrahím iba recordando una nota desafinada que entonó Jazmín durante la presentación. La palabra «saliendo» le hizo entender a él que su relación con ella estaba en una condición satelital ante los ojos y oídos de los padres. Con todo lo cercano, frecuente e íntimo que ambos habían hecho de su relación, la novia no se atrevió a presentarlo con una clasificación un poco más formal.

El evento se inició y los tres invitados mantuvieron el mismo silencio que cuando entraron. Aparte de dos o tres mensajes comunes que Ibrahím intercambió con la pareja de los señores Vélez, con seguridad se podía afirmar que el joven universitario sentado en la butaca vecina era uno más del montón entre los asistentes al concierto.

En una de las escasas veces que Ibrahím vio de soslayo a la mamá de Jazmín, observó que la señora Ilia estaba rígida y adusta como si fuese una de esas efigies de la Isla de Pascua mirando al mar. Apenas le sirvió una fracción de segundo para percibir un pulso telepático de fuerte y claro rechazo hacia él, en calidad de candidato a novio de su hija.

Además del desdén impuesto por la pareja Vélez, la probabilidad de alguna charla fortuita con ellos era reducida, puesto que en un concierto la gente no habla. El público está concentrado, viendo y escuchando a los músicos. Solo en los intermedios de cada obra, es cuando las personas dicen algo, pero lo único que se puede intercambiar, entre el bullicio de los aplausos, son alocuciones como: ¡bravo!; ¡qué maravilla!; ¡excelente!; ¡bellísimo! y cuantos adjetivos ponderativos existan para celebrar la ejecución.

En la parte final del concierto, Ibrahím dirigió las últimas ojeadas tangenciales hacia su vecina de butaca y, en uno de esos giros, él pensó: «Esta señora va a hacer todo lo humanamente posible para que Jazmín termine conmigo».

Al concluir la programación del evento, los tres fueron a los camerinos a felicitar a la nueva integrante de la orquesta y allá mismo los recibió la ejecutante, quien estaba colmada de dicha y satisfacción.

Entre besos y abrazos, la señora Ilia observó que el muchacho no le soltaba una de las manos a su hija. Ella hizo un gesto sutil de desaprobación, con suficiente evidencia para que Jazmín e Ibrahím se dieran cuenta. Al instante, la joven hizo un amague de guardar algo en el maletín de su violín, por lo que se separó de su pretendiente.

Estando fuera del recinto, el novio de Jazmín no aceptó que lo llevaran a su residencia. Agradeció el favor y a la vez se excusó, pero les hizo saber que en el baño de caballeros se encontró con un amigo, quien se ofreció a llevarlo y que esa persona lo esperaba en un restaurante diagonal al teatro.

Ibrahím se despidió de ellos y cruzó la calle. Entró al sitio en donde estaba el supuesto amigo y ahí, completamente solo, bebió un par de cervezas antes de tomar un taxi para regresar a su residencia.

Por su parte, Jazmín se dirigió, en compañía de sus padres, al estacionamiento del teatro.

Ya dentro del vehículo, la señora Vélez comentó a su hija:

—Si no fuese por la elevada estatura de ese muchacho que me presentaste, yo fácilmente lo hubiera confundido con uno de los niños que ayer hicieron la primera comunión con el padre Uribarrieta.

 

Jazmín esquivó el sarcástico comentario. Lo único que circuló por su cabeza correspondió a una intuición categórica. Como si se tratara de un acto de transferencia telepática remitido por su novio, la violinista pensó que «su mamá iba a hacer todo lo humanamente posible para que ella terminara con su pretendiente».

Parte 18. ENTRE EL ARTE Y LA CIENCIA.

Seis llamadas telefónicas, a lo largo de tres noches seguidas, fueron insuficientes para lograr alguna comunicación con él. Los recados que Jazmín dejó con la dueña de la residencia estudiantil en donde vivía Ibrahím no tuvieron el eco suficiente. Durante ese tiempo, el alumno de biología no devolvió la cortesía a la violinista.

Ya por cumplirse la cuarta fecha corrida y, atendiendo la segunda llamada de esa noche, la señora Vicenta pidió un paréntesis a su interlocutora y se dirigió al cuarto en donde se encontraba el universitario, a quien le hizo saber:

—Mijo, por favor, atiéndale el teléfono a esa muchacha. Creo que esta es la séptima u octava vez que llama aquí a la casa en lo que va de semana. Arreglen sus asuntos hablando, porque con silencio no se resuelve nada.

Tanto la incomodidad, como la recomendación expresada por la señora Vicenta, echaron al suelo la resistencia que había acumulado Ibrahím, quien tuvo que ir a la sala en donde estaba el teléfono, para finalmente, tomar el auricular.

La propietaria de la residencia se fue a la cocina y cerró la puerta que conectaba con la sala. Como el aislamiento no era estanco, ella pudo oír parte de lo que dialogaba su inquilino.

Unos minutos más tarde, cuando Ibrahím se despedía de la chica de los recados, la señora Vicenta escuchó, con satisfacción, la tregua aceptada por él:

—Está bien, Jazmín, nos vemos este viernes, a las seis de la tarde, en el Gran Café del Boulevard de Sabana Grande.

El día del acuerdo, los dos arribaron en simultáneo al lugar escogido. Se saludaron con un beso breve en los labios y se ubicaron en una mesa retirada de la multitud.

Diez minutos más tarde, frente a un par de tazas de café con crema y un plato central de bizcochos duros cubiertos con chocolate negro, las argumentaciones de uno con respecto al otro se iniciaron.

—¿Por qué me soltaste la mano en el camerino? Se supone que tú y yo podemos hacer eso. No hay que esconderle a nadie que tenemos algo entre nosotros —reclamó Ibrahím.

—De verdad que eso no estuvo correcto. Perdona, pero creo que me puse nerviosa con la ojeada de mi mamá.

Entre los primeros sorbos de café y dos comentarios de acercamiento por parte de Jazmín, él dio por saldada la diatriba de ese punto específico. Luego, secándose la boca, Ibrahím expuso su segundo reclamo.

—Lo otro que me parece inconcebible es que me hayas presentado como: «la persona con quien he estado saliendo». Debiste decirle algo más formal…

Jazmín frenó de plano a su acompañante. Cualquier otra frase que él hubiese querido agregar sobre ese punto quedó en el limbo ante la luz roja que interpuso ella.

—Un momento… ¡Párame eso ahí!

La violinista le lanzó una mirada de águila que paralizó al universitario. Al instante, ella descargó una advertencia que dejaría a su pretendiente totalmente fuera de base.

—¡Pero bueno, chico! ¿Qué quieres que les diga a mis padres? Mamá, papá, les presento a Ibrahím Jordán. Él es mi pareja y con quien he estado acostándome durante los últimos meses. ¿Tú estás loco?

Jazmín se detuvo para tomar respiro y, enseguida completó:

—Ellos son gente chapada a la antigua y yo sé cómo manejarlos, así que deja el apuro y agarra mínimo.

Ibrahím quedó sin argumentos y optó por dirigir su vista hacia la taza, observando la poca espuma que nadaba sobre su café.

A partir del látigo que le sacudió la novia, la única persona que habló en ese compás fue ella, hasta que su enamorado le presentó sus excusas y la aceptación sin condiciones para que Jazmín condujera ese asunto con sus padres, según el criterio de hija.

Poco a poco, entre picadas de bizcochos mojados en café, ellos limaron las aristas de la controversia. La tertulia concluyó con una inquietud que el pretendiente trajo a la mesa.

—Tengo la impresión de que tu mamá me quiere mucho… pero me quiere bien lejos de ti.

—Oye, cariñito, para mucha gente mi mamá es intragable. Es una mujer complicada y de carácter fuerte, pero tu relación es conmigo, no con ella.

—Por cierto, ¿de dónde es originaria la señora Ilia? Su nombre es muy raro —sondeó, inocentemente, Ibrahím.

—Es de un pueblo andino, del estado Trujillo. Además, Ilia es un apodo. Su nombre verdadero es Abilia.

Al escuchar eso, Ibrahím se atragantó. Entre las lágrimas que le salían para controlar la risa y la tos para expectorar el pedazo de bizcocho, él confesó:

—¡Nojoda!… Con razón tiene cara de brava y picada de bachacos. Qué nombre tan espantoso.

Una hora después, dejaron el restaurante y se marcharon juntos, por el centro del boulevard y dedicándose a recuperar las conversaciones ausentes durante el malentendido.

Ese fue el único inconveniente serio que tuvieron en el lapso de dos años y medio de intenso noviazgo. Ambos entendieron, por adelantado, que su amorío iba a tener un sabor agridulce. La parte dulce de esa receta la vertieron ellos y la fracción agria la aportó la madre de Jazmín. En las tantas visitas que el joven hizo a casa de su pareja, nunca faltaron las pócimas tóxicas y amargas servidas en cada comentario de la señora Vélez.

La separación de estos novios se debió a una razón fortuita y espléndida, sin polémicas ni culpas. La dedicación y el talento de la violinista resultaron determinantes para que obtuviese y aceptara una beca de estudios avanzados en Italia. Era una justa y maravillosa oportunidad para que ella ascendiera, aún más, en su escala artística.

En la primera carta que recibió Jazmín, en Italia, Ibrahím le comentó que las tiranteces con la señora Vélez estuvieron presentes hasta el momento cuando todos fueron a despedirla al Aeropuerto Internacional de Maiquetía.

Ese día que su novia viajó a Europa, él también se despidió de la señora Ilia y del señor Gonzalo, expresándole algo que ella, ni su esposo, pudieron descifrar.

—Disculpen que, de ahora en adelante tal vez no los pueda visitar con la misma periodicidad, pero estos semestres finales estaré muy ocupado con mi proyecto de tesis de grado. Últimamente he recogido muchas muestras que debo analizar.

Entre reflexión y broma, Ibrahím comentó en esa primera misiva a la violinista que, las frecuentes flechas de palabras envenenadas y arrojadas por la señora Vélez durante las visitas a su casa, serían para él de gran inspiración en sus estudios de biología. Sobre todo, para lo que iba ser el tema del trabajo final de graduación. Una investigación que él y su tutora identificaron como: Análisis Proteico de Venenos Procedentes de Serpientes Ponzoñosas de los Andes Venezolanos.

Igual que la vez anterior, la distancia y el tiempo enfriarían esa relación exotérmica. Atrás quedó un noviazgo pródigo de placeres y sabidurías, tanto para la muchacha que hablaba de pentagramas, como para el joven que conversaba sobre fauna o flora.

Ibrahím presintió, sin angustia y con serenidad, que el país de Antonio Vivaldi abriría las puertas para el éxito profesional y familiar de su primer amor.

Era obvio que cada uno de ellos tomaría por caminos distintos. En esta segunda ocasión sí pudieron mantener contactos esporádicos por un largo período, momentos en los cuales compartieron arte, ciencia y buenos recuerdos.

Parte 19. TOTALMENTE EQUIVOCADO.

De toda la semana de visita que Humberto pasó en Puerto La Cruz durante las vacaciones navideñas de 1978, el ahora subteniente Salazar Millán tan solo pudo departir un momento con su vecino y compinche de la infancia. En esa oportunidad, los dos amigos hablaron por más de cinco horas seguidas.

Compartiendo el desayuno, hasta el almuerzo en casa de los Jordán, ninguno de ellos dos se levantó de la mesa. Ese día, Humberto fue el protagonista absoluto del diálogo con Ibrahím. Los cuentos, anécdotas y picardías que expuso el oficial del Ejército sobre su nuevo trabajo eran muchísimo más excitantes que las tediosas salidas de campo o las aburridas pruebas de laboratorio que Ibrahím continuaba realizando en la Facultad de Ciencias de la universidad.

—Desde que me destinaron al Regimiento de Honor de la Guardia Presidencial no he parado. Han sido…

El estudiante de biología no dejó que su amigo terminara y, muy confiado, agregó:

—Han sido puras tareas y entrenamiento militar.

—¡Pero vale! ¿Tienes hoy el pendejo subido? Lo que quiero decir es que han sido parrandas y salideras con mujeres los fines de semana —exclamó Humberto, riéndose y haciendo burlas por la novatada de Ibrahím.

Al instante, el oficial recogió parte de la mofa, indicando:

—Excepto los fines de semana, cuando me toca guardia. Ahí la vaina es puro encierro.

El subteniente mostró varias fotos de él portando los diferentes uniformes para las funciones de esa unidad militar. En voz baja, mirando para todas partes y asegurando que nadie más escuchara, le relató a su interlocutor:

—Aquí estoy con la vestimenta de gala. De verdad que no sé qué pasa con las mujeres, pero ellas no pueden ver un traje así, porque se vuelven locas. En particular, este que exhibe más insignias. Caen fáciles para «pasarlas por las armas».

Ibrahím respondió con una reflexión de monaguillo:

—Pero eso no tiene sentido. Porque ellas no se acuestan con el traje, lo hacen con el individuo que está metido dentro del uniforme. A menos que no se lo quite mientras…

Humberto lo cortó en el acto y, al instante, exclamó con sorpresa:

—Ibrahím, tú debes de estar haciendo un curso de güevón y, por lo que acabas de decir, ya lo aprobaste con excelentes calificaciones.

Las bromas entre ellos se prolongaron por varias horas y las carcajadas continuaron sin parar. Casi al final de ese festín de parodias, chistes, anécdotas y groserías de todo calibre, se unió Andreina para, igualmente, contagiarse de las endorfinas que producen la risa.

Un poco agotados de tanta jocosidad, los dos hermanos Jordán le cambiaron la ruta de la conversación a Humberto y pidieron más testimonios sobre la responsabilidad para proteger al presidente de la República, así como detalles de la vida dentro de las instalaciones del regimiento o de los aspectos notorios de la sede del Gobierno.

El subteniente accedió a darles más datos sobre su trabajo y las referencias del sitio. Eso también incluyó las descripciones de los viajes con el mandatario nacional y, por supuesto, los detalles del Palacio de Miraflores, centro ejecutivo del Gobierno de Venezuela.

En ese compás de seriedad, Andreina preguntó acerca de cómo él logró su incorporación a esa brigada de honor.

Con sinceridad, Humberto dejó saber:

—Mira, mi amorcito, los oficiales y suboficiales que entran al regimiento de la guardia del jefe de Estado son los mejores evaluados en sus estudios o en sus destacamentos. Aunque yo no soy ninguna estrella, fue mi papá quien hizo todo lo posible para que me asignaran a esa unidad. Él movió una palanca política a través de uno de los ministros del presidente Carlos Andrés Pérez para que me ubicaran en ese regimiento. Ya tengo un año ahí. Sin embargo, necesito un cambio para algo estable. Además, quiero que sea pronto.

Andreina e Ibrahím no comprendieron su deseo. Por lo que su vecino había contado, más bien parecía inconcebible solicitar un nuevo sitio de trabajo.

Al ver esas caras de duda entre sus amigos, Humberto aclaró:

—Ahora que los adecos perdieron las recientes elecciones presidenciales, le voy a decir a mi papá que busque una influencia lo más rápido posible, en lo que queda de este gobierno, y que me asignen a un batallón blindado, pero en Caracas o en Maracay. No quiero nada con lugares fronterizos.

Andreina le advirtió:

—Tendrás que mover ese rabo ya, porque Luis Herrera Campíns asume mando en febrero y la gente de Copei va a poner a sus conocidos en puestos claves. Por cierto, mis primos están metidos de lleno en la transición con el Ministerio de la Defensa.

 

—¿Tú no crees que ellos me puedan dar un apoyo para conseguir ese traslado? —indagó Humberto.

La hermana de Ibrahím respondió con la franqueza de una amiga incondicional:

—Les puedo comentar, pero de plano te digo que ellos son una mierda. Más bien quien puede ayudarte es mi papá. Seguro que lo va a hacer con gusto… Él es tu padrino.

En ese momento, Andreina se acordó de un asunto extravagante y totalmente propicio para compartir con Humberto.

—Y hablando de cambio de gobierno. Te voy a contar algo que, por dos o tres años, Ibrahím nos estuvo fastidiando con una cantaleta. Por fortuna, aquí nadie le hizo caso —interpuso ella, con el propósito de adelantar un chisme.

Enseguida y, refiriéndose a su hermano, dio a conocer una acusación, que más bien parecía una burla:

—Según este carajo, quizás contemplando a sus bichos en los terrarios, leyendo la borra de un café, estudiando el humo de un tabaco, o tal vez en un sueño que tuvo después de beberse media docena de cervezas, vio que ustedes, los militares, se sublevaban para derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez.

Al escuchar la sátira de la vecina, el subteniente volteó a dirigirle la mirada a su gran amigo y le dijo:

—Ibrahím, de verdad que tú eres un chamán bien pirata. Qué vainas tan agarradas de los pelos se te ocurren a ti. Confío que no hayas apostado un coño, porque Pérez termina su mandato en seis semanas.

Rendido y descubierto, al chamán de fantasías no le quedó otra opción sino la de reconocer que estaba totalmente equivocado. Tan equivocado, que hasta las imágenes de ese sueño las había tenido en blanco y negro.

Las chanzas contra él no se hicieron esperar y las bromas continuaron hasta que Elisa trajo el condumio que anunciaba la hora y el momento del almuerzo.

Después de esa reunión, Humberto e Ibrahím pasaron un largo tiempo sin verse. En el lapso de catorce años, se encontraron en tres oportunidades. En octubre de 1982, al recibir Ibrahím su título de Licenciado en Biología. Luego, en diciembre de 1987, en la fecha que Humberto contrajo matrimonio y, posteriormente, en febrero de 1992, cuando se confirmó que Ibrahím había acertado en una apuesta que él no había hecho, ni tampoco quería ganar.

CAPÍTULO 5.

LOS INGENTES

Parte 20. ES NECESARIO CONOCER A LOS DUEÑOS.

Emilio terminó de poner en orden los materiales que necesitaba para atender a su primer paciente de la jornada. Contaba con quince minutos libres antes de iniciar su agenda de trabajo y estaba solo en su consultorio. El aire acondicionado ya había refrescado al recinto y su asistente se encontraba en el baño de damas de la clínica para hacerse un retoque de coquetería femenina de última hora.

El teléfono sonó y Emilio se dirigió a su escritorio para capturar la llamada con uno de los aparatos auxiliares.

Emilio: —Aló. Buenos días. Consultorio del doctor Jordán.

Ibrahím: —Hola papá. ¿Cómo estás? ¿Tienes un tiempito para mí o te encuentras ocupado?

Emilio: —Hola hijo. Qué bueno escucharte. ¿Qué tal tú por Caracas?… Puedes hablar conmigo porque tengo un cuarto de hora libre.

Ibrahím: —Excelente, gracias. Todo bien por aquí y te comento que el próximo fin de semana voy a viajar a Puerto La Cruz. Acabo de terminar los trámites que eran obligatorios para continuar con mis estudios de postgrado. Es más, tengo escogida la disciplina, que pudiera ser para un nivel de maestría o doctorado en eso que, finalmente, deseo cursar.

Emilio: —Ajá. Muy bien… ¿Y en qué quieres hacer tu postgrado?

Ibrahím: —En Entomología.

Emilio: —Cónchale… Creo que oí alguna vez esa palabra, pero ni me acuerdo de qué carajo se trata. Por favor, no vayas a salir con algo extravagante.

Ibrahím: —Nada de eso, papá, la entomología es una disciplina muy seria, útil y exigente.

Emilio: —Mijo, no te andes por las ramas. ¿De qué se trata esa lavativa?

Ibrahím: —Se trata del estudio de los insectos.

Emilio: —¿Cómo es la cosa? ¿Insectos? ¿Para qué diantres quieres estudiar moscas, escorpiones, chiripas y cucarachas?… ¿Te has vuelto loco?

Ibrahím: —Los escorpiones no son insectos. Son arácnidos. Lo que acabas de decir es equivalente a comparar a una araña con un cigarrón.

Emilio: —Para mí es la misma vaina.

Ibrahím: —Papá… ¿Cuánto pesas tú?

Emilio: —¿Qué falta de respeto es esa? No me cambies el tema. Estamos hablando de un asunto importante.

Ibrahím: —No estoy cambiando el tema. Si quieres argumentos sólidos, te los voy a dar. Así que, dime, por favor, cuál es tu peso.

Emilio: —Ochenta y cinco kilos.

Ibrahím: —Suponte que todas las personas del mundo pesan igual que tú. Para que logres tener una idea de la escala numérica, eso es equivalente a mil kilogramos de insecto por cada habitante en el planeta. Además, si te interesa otra referencia estadística, por cada ser humano en la Tierra, existen mil cuatrocientos millones de insectos. De toda la masa orgánica que representan las especies del reino animal, el setenta y nueve por ciento de esa masa son insectos. Ahora, te pregunto yo… ¿Tú crees que esa cantidad corresponde a moscas, chiripas y cucarachas?

Emilio: —Habrá que contar a los bachacos.

Ibrahím: —Si no sabes, no opines. Tampoco salgas con ironías baratas porque la ignorancia solo sirve para tener miedo o para burlarse.

Emilio: —Pero hijo… ¿Quién va a contratar a un entomólogo?

Ibrahím: —Cuando un paciente tuyo abre la boca, hay veinte agricultores que abren sus bocas de sorpresa, porque los cultivos tienen una plaga arrasadora o porque no hay insectos que polinizan a sus plantas. O hay diez ganaderos que abren sus bocas de sorpresa porque no saben cómo controlar a un insecto que es vector de una enfermedad que diezma a sus vacas. Peor aún, abren sus bocas e imploran para que haya hormigas que se coman los huevos de las garrapatas.

Emilio: —Bueno, quizás hay algunos que sí valen la pena.

Ibrahím: —La mayoría de las personas conoce, escasamente, a los pocos insectos que les causan daño, pero no tienen idea que millones de ellos son determinantes para la vida de nosotros y del equilibrio ecológico. ¿Sabías tú que las abejas son el eslabón clave de tres cuartos de los alimentos que llegan a tu mesa?

Emilio: —Tienes que tomar en cuenta que los seres humanos somos los únicos que poseemos la capacidad técnica de transformar al mundo.

Ibrahím: —Aparte de lo que tú conoces como reino vegetal, el planeta está dominado por bacterias, hongos, arácnidos e insectos. Nosotros, los humanos, sencillamente vivimos alquilados, prestados o, mejor dicho, arrimados en una casa que les pertenece a ellos.

Emilio: —Bueno, admito y compro el concepto de que todos somos necesarios.

Ibrahím: —Tampoco es así. Lo que te voy a decir no es por joder, pero, con la excepción de una sola especie, los demás seres vivos en este mundo pudieran habitar tranquilos y muy bien sin los odontólogos, pero la biósfera colapsaría en poco tiempo si no existieran los insectos. Esos mismos que tú, despectivamente, mencionas como si todos fuesen moscas, chiripas y cucarachas.

Parte 21. DE UN PAÍS A OTRO.

A lo largo del decenio entre 1973 a 1983, la entrada por la renta petrolera venezolana fue tan astronómica, que la moneda nacional aplastaba el poder adquisitivo de muchos signos monetarios alrededor del mundo. Regionalmente, el bolívar «barría el piso» con todas las denominaciones de los países latinoamericanos y el dólar estadounidense se sostenía, a duras penas, en una relación de 1 a 4,3. Era la época conocida con el nombre de la «Venezuela saudita», el país del boom petrolero y la nación con un Producto Interno Bruto que casi duplicaba el del promedio de sus vecinos.

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