La trinidad del tiempo

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El escándalo fue visto por casi todos los vecinos. Hasta cuatro perros se acercaron al lugar para ladrarles a los aterrorizados visitantes.

—Antes de tirarles tres cascabeles que tengo en este recipiente, quiero saber cuál de ustedes dos va a seguir jodiendo con ese apodo que me dicen o con los otros sobrenombres que inventan a mis amigos —preguntó conminativamente el ahora y nuevo «primito lindo».

Como acto de magia, a partir de ese día, no se volvió a escuchar otra burla más de la expresión Profeto, ni ningún otro apodo por parte de los primos grandes.

Parte 7. EN ESA NACIÓN LEJANA.

No hay un hito específico en la memoria de los tres jóvenes Jordán Zamora para hallar el día en que el doctor Jesús Rafael Salazar y su familia pasaron a ser parte de sus vidas. Lo único que tienen en sus registros son las anécdotas que su papá les contó sobre el inicio de la amistad con este médico y vecino de casa.

Si hubiera que escribir algún libro sobre el afecto de dos seres tan diferentes, la relación entre Emilio y Jesús Rafael darían más páginas que la novela de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido.

La herencia asturiana de Emilio y el origen afrocaribeño de Jesús Rafael hacían ver entre ambos un color de piel totalmente contrastante, como si cada uno de ellos viniese de un país separado del otro por amplios océanos y climas distintos.

Según colegas del hospital en donde los dos trabajaban, sus campos profesionales estaban ubicados en trincheras o cavidades opuestas, ya que Emilio se dedicaba a garantizar la salud del sitio por donde comienza el viaje de los alimentos, mientras que Jesús Rafael se ocupaba de la salida de esos pertrechos en los últimos centímetros del tracto digestivo, puesto que él era uno de los pocos médicos especialistas en gastroenterología y proctología de toda la región costera oriental.

En lo político, la antagonía también se mostraba innegociable. Jesús Rafael estaba ligado a la familia de Rómulo Betancourt, expresidente de Venezuela y líder fundador de Acción Democrática, un partido de fuerte ascendencia popular, de postura socialdemócrata e identificado por ellos mismos con el apodo arrogante de «adecos». Del lado de Emilio, el péndulo se iba a la derecha y al apoyo entusiasta a una agrupación más conservadora y herméticamente socialcristiana como lo era el partido Copei.

En lo deportivo tampoco había tregua. Cuando los Leones del Caracas, el equipo de béisbol predilecto de Emilio, derrotaba a su archienemigo nacional, los Navegantes del Magallanes (equipo por el cual Jesús Rafael se desvelaba con fanatismo), los gritos burlescos del doctor Jordán eran expresiones tan picantes, que sonrojaban a las damas vecinas.

Alaridos como: «Fuera los “magallaneros” y adecos de este pueblo. Vamos a fumigar esta urbanización para que no haya más de esa plaga», se escuchaba en varias cuadras.

Pero cuando la victoria le sonreía al Magallanes, el doctor Salazar sacaba de su carro un altoparlante para vociferar cosas que bordeaban el límite antes que lo llevasen detenido por alterar el orden público.

Las discrepancias se multiplicaban en muchas cosas más. Sin embargo, ninguna de ellas hizo el menor rasguño o hendidura entre Emilio y Jesús Rafael, dado que su amistad iba más allá de esa secuencia de ADN que no compartían. Una hermandad no consanguínea que se mantuvo fiel, sólida y unida hasta el final de sus respectivas existencias. Un ejemplo típico de mestizaje y de una tolerancia que era absolutamente normal en Venezuela, lo cual hacía de este país un sitio sin distingo de razas, clases, ni religiones.

Este afecto y admiración sirvió de puente para que Elisa y Emilio se convirtiesen en los padrinos de bautizo de Humberto, el primer hijo de Ana del Carmen Millán y Jesús Rafael Salazar. Asimismo, los padres de Humberto también fueron, recíprocamente, escogidos para ser los padrinos de Ibrahím.

Dos años era la diferencia que le llevaba Humberto a Ibrahím, por lo que ambos estaban dentro de la franja generacional para calificarlos como contemporáneos.

Contrario a Emilio y Jesús Rafael, estos muchachos tenían varias cosas en común y, quizás lo más disímil entre ambos, a parte del color de la piel, correspondía a las personalidades. La extroversión e hiperquinesia de Humberto eran tan elocuentes, que unos vecinos recién mudados y colindantes con el fondo de la casa de la familia Salazar Millán, pensaron que Humberto debía de ser el nombre del perro, considerando que los nuevos residentes en esa vivienda escuchaban exclamaciones frecuentes como: «Deja eso, Humberto… Sal de aquí, Humberto… Bájate de esa mesa, Humberto…».

Esas conductas distintas hacían que no compitiesen o buscaran el dominio de uno con respecto al otro. Además, se criaron tan juntos, que ambos se sentían familiares cercanos.

La unión fue separándose geográficamente cuando Humberto, casi a los diecisiete años de edad, se marchó a Caracas con el fin de estudiar en la Academia Militar, en tanto que Ibrahím todavía seguía cursando bachillerato.

Esa desconexión no hizo merma en las periódicas visitas del joven Jordán a la residencia de sus padrinos. De hecho, Ibrahím iba allá a buscar sustento cada vez que Andreina se atrevía a inventar alguna receta en su propia casa. Él decía, en privado, que su hermana se desempeñaba mejor como astronauta que como chef.

En una de esas tantas ocasiones, compartiendo una cena con sus padrinos, se enteró de la desaparición de un avión que había salido de Uruguay, el cual transportaba a unos jóvenes jugadores de rugby, junto a varios de sus familiares. Un suceso acontecido en las montañas nevadas de la Cordillera de los Andes, en algún punto de la frontera que divide Chile con Argentina.

La noticia se diseminó a nivel mundial la noche del 13 de octubre de 1972. Se trataba de un vuelo chárter que despegó de Montevideo y con escala en Mendoza, Argentina, siendo su destino final la ciudad de Santiago de Chile.

Por muchos días consecutivos se mantuvo esa reseña en los titulares de la prensa, radio y televisión. Incluso, hasta unas cuantas semanas después de que se suspendieran las labores de búsqueda por vía aérea y terrestre.

Varias veces Ibrahím estuvo indagando con sus vecinos y familiares sobre la posibilidad de encontrar con vida a los pasajeros y tripulantes, pero las personas con más conocimiento, tanto en materia de aeronáutica, como también acerca de las condiciones del lugar, le expresaban lo improbable de ese hallazgo, puesto que la región es muy abrupta, sin explanadas, con vientos cruzados, neblinas constantes y nieves espesas. Aterrizar forzadamente un avión allí y sobrevivir a temperaturas por debajo de menos veinte grados centígrados sería un verdadero milagro.

A lo que en una de esas tantas oportunidades que se habló sobre el asunto, Ibrahím apuntó:

—Los milagros ocurren si hay fe —aseveración que hizo él, persuadido de esa incomprensible realidad que todo el mundo conoce con el nombre de corazonada.

El tema del avión extraviado fue disminuyendo presencia en las conversaciones casuales. A los dos meses de ocurrida la desaparición, las investigaciones y referencias sobre el caso estaban, igualmente, desvaneciéndose de los centimetrajes de prensa y de las alocuciones por radio o televisión.

Estando otra vez en casa de su padrino, pero en esta ocasión celebrando la fiesta sorpresa de su cumpleaños número quince, Ibrahím supo por una emisora de radio local que dos sobrevivientes de ese accidente pudieron bajar de la serranía y fueron encontrados por un jornalero. La otra gran novedad era que varios de sus compañeros seguían con vida y esperando por ser rescatados, arriba en las montañas. Horas más tarde, miembros de la Fuerza Aérea Chilena llegaron en dos helicópteros hasta la cima nevada en donde estaban los otros sobrevivientes.

Después de setenta y dos días sin saber nada de ellos, dieciséis personas de un total de cuarenta y cinco habían salido con vida del accidente aéreo, de la escasez de alimentos, de la falta de vestimentas, de la ausencia de recursos médicos y, sobre todo, de las múltiples complicaciones meteorológicas en ese inhóspito rincón de la cordillera andina. Un drama de muchas aristas humanas que iba a sacudir al planeta entero, por la forma y el espíritu de supervivencia demostrado por estos jóvenes, quienes apenas promediaban los veinte años.

Para Ibrahím fue una velada especial. Además de haber tenido por primera vez una fiesta sorpresa, también había sido una de las reuniones más concurridas de la cual él tuviese memoria. Lo decía con propiedad y justificación, debido a que las celebraciones de aniversario de nacimiento en fechas cercanas al asueto navideño siempre pasan desapercibidas.

A media noche le confesó a su papá y a su mamá que, entre los mejores regalos que recibió, estuvo la aparición de esos muchachos, a quienes ni siquiera conocía. Consideró que la fe depositada en ese deseo fue una gran revelación, puesto que le había dado ese obsequio precisamente el día de su aniversario.

Esa misma fecha del cumpleaños de Ibrahím, trasladaron a los sobrevivientes a varios centros de salud, ubicados en la capital de Chile.

Una semana después de los cuidados médicos y, restablecidas sus condiciones para regresar a su país, el 29 de diciembre de ese año, las televisoras trasmitieron desde el aeropuerto internacional de Santiago el momento cuando esos jóvenes uruguayos tomaban el vuelo de retorno a Montevideo.

En una de las tantas entrevistas individuales que hicieron llegar a las cadenas de televisión que compartieron los canales venezolanos, uno de esos muchachos, dando las gracias a la nación austral, también agregó:

 

—Y ustedes en Chile van a estar bien.

Esa expresión inocente y sin mayores conjeturas, dejó en Ibrahím un ruido ensordecedor.

—Y ustedes en Chile van a estar bien —repitió el quinceañero.

Para el menor de los Jordán era una frase abierta que mostraba inquietud. No porque el sobreviviente uruguayo haya tenido el propósito de insinuar algo, sino porque esas palabras develaban una enorme intriga solo para Ibrahím.

La dijo lentamente y por segunda vez:

—Y ustedes en Chile van a estar bien.

Al concluir el enunciado, apareció un celaje de imágenes grises. Todas ellas cargadas con angustia y sin alcanzar a entender nada acerca de lo que estaba pasando o pudiera ocurrir en ese país, teniendo en cuenta que era una nación distante y desconocida para él.

—¡Qué vaina!… ¿Y a cuenta de qué percibo tanto drama en esa frase? —susurró Ibrahím, mientras recordaba una impresión extrasensorial parecida a la que sucedió en aquella carretera rodeada de cultivos de maíz, sorgo y caña de azúcar.

Lejos estaba esa república y lejos estaba Ibrahím de saber que, esa región austral, iba a tener varios hechos significativos en su vida de adulto.

CAPÍTULO 3.

UNA ES DE CAL Y OTRA ES DE ARENA

Parte 8. UN JOVEN INTUITIVO.

Encontrar a una persona reservada y con tendencia a hablar poco en una región como el oriente de Venezuela sería equivalente a conseguir una corbata de tres puntas. Si algo caracteriza a la gente de esa zona del país es su espíritu extrovertido, alegre y locuaz. De hecho, lo consideran uno de los valores más representativos de su idiosincrasia.

A pesar de no tener ese comportamiento regional, Ibrahím se sentía muy a gusto con ser comedido. Además, esa cautela singular le permitía mantener en secreto sus revelaciones esporádicas. Una facultad individual que se hizo presente en su vida desde cuando él tenía cinco años de edad.

Sospechaba que esa capacidad intuitiva se debía a un acto de reciprocidad proveniente de su conexión con la naturaleza, al analizar los vínculos de los animales con su ambiente. El fundamento de ese axioma era muy sencillo. La intuición de esos seres vivos era la base fundamental para alcanzar el grado de adulto y, a sus quince años, algo de esa virtud había aprendido con los que él mantenía en sus terrarios o los observados en sus constantes excursiones al monte.

Sin embargo, en la última semana de 1972, Ibrahím experimentó una visión que se salía de ese principio. Era una predicción en otra escala, puesto que las demás habían estado limitadas a anticipaciones que le incumbían solamente a él, o al círculo familiar más cercano. No obstante, esa en particular, puso en duda las razones y los porqués de sus clarividencias.

Parte 9. HECHIZO EN DOS TIEMPOS.

Andreina e Ibrahím pidieron permiso a sus padres para pasar el asueto de julio y agosto del año 1973 en la casa playera que tenía su tío Álvaro en la isla de Margarita. Este tío en particular, el segundo hermano de Emilio, era un personaje alcahuete con sus sobrinos y con sus dos hijas gemelas, quienes para esa época rondaban diecisiete años.

Todo el tropel de muchachos y adultos escogería la vía marítima para ir a la isla, embarcándose en uno de esos atestados ferris que, recurrentemente, navegan y sirven de medio de conexión entre Margarita con tierra firme.

El día que tomaron el barco, los juegos de azar y la degustación de las empanadas rellenas con frutos de mar coparon las primeras horas de curso. Ya cansados de ir dentro de la cabina principal de pasajeros, los primos salieron a caminar y a ver el mar por los pasillos abiertos del ferri.

Parado en una baranda de la cubierta, Ibrahím sintió que algo inédito, placentero y seductor se avecinaba. Lo percibió mientras contemplaba a un grupo de aves que volaba en paralelo y en el mismo rumbo trazado por la embarcación.

Luego de cuarenta y ocho horas de haber llegado a Pampatar, un puerto localizado al este de la isla, en la residencia ubicada en el lado derecho de la casa del tío Álvaro, se alojó una familia procedente de Caracas. Sus ocupantes temporales la habían alquilado por el lapso de un mes y medio. En ese grupo se encontraba una muchacha quinceañera invitada por esa familia de inquilinos y que, en pocos días, se convertiría en amiga de las primas gemelas de Ibrahím. El nombre de esa chica era Jazmín Vélez.

Cuando la conoció, los ojos de Ibrahím mostraron un brillo distinto y, hasta esa fecha, su conversación dejó de ser escueta. La presencia de Jazmín no solo le sacudió el corazón, sino también la lengua, puesto que con ella no hubo inhibición para hablar extensamente. La atracción se desencadenó de manera mutua, instantánea e impulsiva.

En pocos días se embriagaron de un cóctel hormonal desconocido por ellos. Fue tal el hechizo, que el éxtasis de esteroides sexuales se alargaría hasta el final de esas vacaciones.

En las horas de dominio solar, Jazmín e Ibrahím disfrutaban de la playa, cual adolescentes. En tanto que, al amparo de la permisiva noche, se escabullían como adultos hacia las zonas más oscuras del vecindario para disfrutar de los atrevimientos que no podían consumar en horas de luz.

El tercer sábado de agosto de ese año, Jazmín regresó a Caracas. Se despidieron con la promesa de seguir en comunicación por teléfono, o inclusive por cartas, juramento que los dos cumplieron con dedicación. No obstante, la alta temperatura de ese romance fue enfriándose con la distancia y con el tiempo. De todas maneras, la providencia volvería a darles una nueva oportunidad para reunirlos.

Cuatro años después de haberse conocido, se cruzaron casualmente en Caracas. El sitio era un pasillo abarrotado de personas, quienes hacían fila para entrar a ver una película en una sala de cine.

Jazmín lo avistó y reconoció en el medio de una muchedumbre.

—¡Hola, Ibrahím!… ¿Cómo estás? —le dijo ella, tocándole la espalda.

Ibrahím giró y miró a una joven con un atuendo elegante, a quien tuvo que detallar por unos segundos.

Al final, cayó en cuenta de quién se trataba. La abrazó y la besó con emoción. Luego exclamó entusiasmado:

—¡Jazmín!, ¡qué preciosa estás!… Qué maravilloso encuentro. Disculpa que no te haya reconocido al momento, pero es la primera vez que te veo completamente vestida.

Al escucharse el atrevido comentario, una gran parte de esa multitud volteó a mirarlos con total sorpresa, puesto que ninguno de esos espectadores accidentales estaba al tanto de saber que ese par de jóvenes se conocieron durante una larga temporada playera, en donde ellos solamente usaron pantalones cortos, franelas y trajes de baños.

Esa expresión audaz y sin filtro sería clave para avivar un segundo hechizo.

Parte 10. LAS DOS PUNTAS DE UNA MISMA CUERDA.

El regreso de sus vacaciones en la Isla de Margarita tuvo que ser adelantado. Ibrahím estaba manifestando un cuadro persistente de fiebre alta y una debilidad generalizada, por lo que su tío Álvaro decidió apresurar el retorno.

Esta vez, todos viajaron a Puerto La Cruz por ruta aérea. Ese mismo día, 30 de agosto de 1973, el padrino de Ibrahím lo aguardaba en su consultorio para ordenarle una serie de exámenes de laboratorio y evaluar los síntomas presentes.

Ganglios inflamados, rosetones en la piel, debilidad permanente y temperatura elevada le habían dado a Jesús Rafael los indicios de lo que él sospechaba. Solo necesitaba un par de días para esperar por los resultados de laboratorio y confirmar su diagnóstico.

—¡Bingo!, estaba en lo cierto —exclamó a viva voz el doctor Salazar delante de los bioanalistas, cuando ellos le mostraron el informe con los exámenes médicos de su ahijado. Esa misma tarde, se dirigió temprano a la casa de sus vecinos.

—Tienes mononucleosis infecciosa —indicó Jesús Rafael, delante de Ibrahím, al tiempo que entregaba la batería de pruebas a Emilio y a Elisa—. Debes guardar reposo… y, si por casualidad no lo haces, soy capaz de venir a tu casa a darte unos correazos, porque lo que tienes es de cuidado —enfatizó el galeno, sin voltear o pedir anuencia a los padres del enfermo.

—Padrino, yo empiezo clases en unos días.

—Pues tampoco vas —respondió a secas el médico y luego agregó—. Te quedas en casa descansando, leyendo, viendo la televisión o, si lo deseas, jurungando a tus serpientes y bichos raros que guardas en esas peceras sin agua —concluyó Jesús Rafael, refiriéndose a los terrarios.

El vecino se despidió de sus compadres y le expresó las bendiciones a su ahijado, acompañado con un afectuoso abrazo.

Antes de marcharse, miró a Ibrahím y le advirtió con uno de sus dedos índices levantado:

—Voy a venir a examinarte todas estas noches, hasta que te dé el alta.

Posterior a esa visita, el joven tuvo que cumplir las firmes órdenes del médico y padrino. Su detención incluía hasta la separación de los utensilios para comer y, así, evitar el contagio a los demás residentes de la casa.

La prensa y los libros fueron sus mejores aliados durante ese arresto clínico-domiciliario. Entre lo más selecto de lo que él revisaba estaban los periódicos de circulación nacional y algunos tirajes con las novedades regionales.

Por esas fechas de 1973, los diarios más importantes en Venezuela abrían sus titulares con noticias procedentes de Chile.

Alrededor de esos días, el número de reportajes y editoriales acerca de la nación austral se había incrementado significativamente. Informaciones sobre desabastecimiento, huelgas, alteraciones del orden público, rumores de golpe de estado, manifestaciones en apoyo o rechazo al gobierno en ejercicio, eran los temas permanentes, no solo en prensa, sino también en noticieros de televisión y radio.

En simultáneo, los medios de comunicación exponían un conflicto generalizado entre dos bandos que partían a ese país en dos pedazos irreconciliables.

Por un lado, estaba el sector de la izquierda popular que simpatizaba con el presidente Salvador Allende, en tanto que, del otro lado se encontraba el bando conservador, de la clase con más recursos, identificados como de derecha y quienes eran fuertes opositores al mandatario de turno en esa nación.

Para un muchacho de la edad de Ibrahím, comprender ese entramado político y los enfoques de los protagonistas del momento fue sencillamente cuesta arriba. Debía buscar o consultar con una fuente de información más abierta, confiable y directa que lo señalado por la prensa, la televisión o la radio.

«No entiendo un carajo. Tendré que preguntarle a mi papá y a mi padrino», pensó muchas veces el joven cuando trataba de ensamblar las piezas de ese conflicto.

Las visitas médicas de Jesús Rafael se cumplieron, indefectiblemente, todas las noches, entre el 2 hasta el 9 de septiembre, lo que aprovechó Ibrahím para averiguar y discutir sobre ese asunto con ellos.

Las opiniones que intercambiaron por ese caso volvieron a revelar las diferentes posiciones políticas entre Emilio y Jesús Rafael. El tema sobre Chile, incitado por el interés del convaleciente, fue un contrapunteo que, a veces, dejaba de lado el propósito médico de las visitas.

El domingo 9 de septiembre se suscitó una conversación entre los dos adultos, en donde lo expuesto por ellos, le haría comprender a Ibrahím lo insensato de llevar a la población de un país hacia extremos ideológicos.

—No les había comentado antes, pero yo conozco a Allende y, hasta sigo manteniendo comunicación ocasional con él —fue la inesperada confesión hecha por Jesús Rafael.

Esa bomba dio pie a la diatriba de ese día.

—¿Cómo es la vaina? ¿Tú has hablado o te has carteado con Allende, el jefe de Estado en Chile? —indagó Emilio.

—Cierto y sin mentiras. Lo conocí durante la proclamación de Rómulo Betancourt como presidente de Venezuela, en febrero de 1959. En esa oportunidad, Betancourt me pidió el favor personal de recibir y atender a Salvador Allende, quien para ese entonces era senador del Congreso chileno y venía como representante de ese país a la toma de posesión presidencial —explicó el padrino de Ibrahím.

—¿A cuenta de qué? Si tú eres médico, no político —dijo Emilio.

 

—Precisamente fue por eso. Debido a la confianza con Rómulo, él me preguntó si yo podía acompañar a Allende en sus días de visita en Caracas. Él vino invitado, con carácter de exclusividad, por Betancourt a su toma de posesión como mandatario.

Hubo una pausa de Jesús Rafael y luego prosiguió:

—Ese año, yo estaba haciendo mi postgrado en Caracas y, siendo Allende también médico, pues Betancourt me pidió que lo asistiera por unos dos días para llevarlo a conocer unos centros hospitalarios y que, además, le hablara sobre los diferentes programas de salud que el nuevo gobierno iba a implantar. A partir de ese momento, él y yo, nos hemos mantenido en contacto esporádico. Por cierto, allá en Santiago tengo a un sobrino que…

—¡No me jodas!, eso sí que es una sorpresa —interrumpió y exclamó su compadre.

Al escuchar y comprender lo relevante de ese testimonio, Emilio volteó hacia Ibrahím y le expresó a su hijo:

—¿Te das cuenta?… tu padrino no es ningún pendejo.

—Para que tú y el ahijado se sorprendan aún más, Betancourt y Allende son muy amigos. De hecho, Rómulo fue su vecino cuando él estaba exiliado en Chile hace aproximadamente treinta años. De ahí, también, viene la amistad entre ellos.

Esas acotaciones iban a ser los intercambios más ligeros durante la conversación de la visita.

La noche de ese domingo, los dos compadres exteriorizaron argumentos antagónicos. Uno defendía las acciones económicas y populares aplicadas por el presidente Allende, mientras que el otro advertía sobre un conjunto de medidas financieras y sociales impuestas por el gobierno y que resultaron ser unas pifias garrafales para el desarrollo del país.

La segunda controversia se generó al momento que Jesús Rafael contó las numerosas injerencias hechas por Richard Nixon y la penetración de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos para desestabilizar a la administración de Allende.

A su vez, Emilio lo confrontó alertando sobre las intromisiones soviéticas y cubanas en la creación y entrenamiento de milicias de choque, así como el apoyo financiero y logístico a los partidos radicales y comunistas.

De imprevisto, cuando Emilio se refirió a la larga y sediciosa visita de Fidel Castro en Chile, Jesús Rafael hizo un comentario que le salió del alma.

Con solo cuatro palabras, el doctor Salazar pronunció la frase más contundente de esa noche:

—Castro es un criminal.

—Compadre, eso que acabas de apuntar es totalmente cierto. Ahí estoy de acuerdo contigo —respondió Emilio.

Ante los hechos narrados por ambos amigos, daba la impresión de que sectores internos y foráneos de la región habían escogido a Chile como teatro experimental de la guerra fría.

Sin aportar mucho a la discusión, esa noche del domingo 9 de septiembre de 1973, Ibrahím percibía esa realidad igual que una soga muy templada, que presentaba una punta en el lado izquierdo y otra en el derecho, y que, si a esa cuerda la sometían a más tensión, se rompería con mucha violencia, trayendo un resultado trágico para ese país lejano, en donde su geografía angosta, irónicamente, tan solo discurre de norte a sur.

Parte 11. VISIONES EN BLANCO Y NEGRO.

Desde que amaneció, hasta la hora del mediodía de ese lunes siguiente, Ibrahím se lo dedicó a los animales de sus terrarios.

Alrededor de la una de la tarde almorzó y, al concluir, se dirigió a la biblioteca para ver si descubría, entre tantos libros, algún ejemplar interesante.

Ya dentro de esa sala, optó por leer los periódicos que se hallaban en un extremo del sofá. Los diarios que Ibrahím revisó se encontraban atiborrados de reseñas deportivas y resultados de las competencias del fin de semana. Las otras noticias más conspicuas daban fe de las quejas acerca de lo costoso que estaban los insumos estudiantiles del nuevo año académico.

Haciendo un paneo sobre las imágenes de todos los periódicos, él exclamó:

—Pura paja. La prensa de hoy está llena de un pocotón de «güevones» en uniformes deportivos o de fotos con carajitos probándose ropa escolar.

Al refunfuñar eso, Ibrahím tiró los diarios sobre el piso, se recostó en el sofá y, mirando al cielo azul que se colaba por la ventana, decidió guarecerse en el recuerdo de Jazmín.

Como se trataba de una vivencia reciente, el acceso a la memoria y cuenta de ese viaje mostró detalles visuales, de aromas, sabores, texturas y, por supuesto, de los ojos verdes y el seductor timbre de voz de Jazmín. En el medio de esas evocaciones placenteras, el vaticinio sobre la relación con ella, durante esa estadía vacacional, también se había incorporado al festín de buenos recuerdos.

Súbitamente, abandonó el momento de fascinación y se levantó del sofá. Ibrahím se percató de que en pocos meses estaría cumpliendo dieciséis años.

—Tengo que hallar las razones y los porqués de esas revelaciones. Esas cosas deben responder a una lógica —murmuró.

Dicho análisis ponía a Ibrahím en el umbral de los pensamientos racionales de un adulto, quien, evidentemente, ya para esa edad buscaba una explicación consciente y cartesiana para todo y, en particular, para comprender esas avanzadas hacia el futuro.

Ante esa introspección, se encontró con otro enigma que todavía seguía agitándose en el archivo de sus clarividencias.

Era una inquietud vigente desde hacía nueve meses. Su presencia cobró más vida y tomó mayor fuerza luego de las conversaciones con su papá y su padrino acerca de lo que estaba pasando en Chile. No se le había olvidado la inocente declaración del jugador de rugby uruguayo, rescatado en la Cordillera de los Andes, cuando dijo:

—Y ustedes en Chile van a estar bien.

Lo que percibió Ibrahím en aquella ocasión, al ver y oír esa entrevista, era una cosa muy distinta de las otras aperturas extrasensoriales. Además, no correspondían a imágenes consecutivas. Más bien fueron como visiones difusas, extrañas, sin conexión entre ellas, pero todas cargadas de privación y sufrimiento. Lo enigmático para Ibrahím es que esas escenas eran en blanco y negro. Cualquier color estaba ausente y eso no había pasado en sus otras experiencias.

Sin percatarse del tiempo cumplido, observó que la biblioteca se hallaba a media luz natural y que la hora de la cena se acercaba. Un adecuado inciso que le daba un receso a sus dudas y que lo llevaba a compartir un feliz momento con los integrantes de su familia.

Ese lunes, el doctor Salazar no visitó a Ibrahím. Quizás, la evolución de su paciente ya no ameritaba la presencia diaria. De hecho, por las conversaciones previas que tuvo con Elisa y Emilio, su ahijado había entrado en una fase de recuperación, lenta, pero sostenida.

Los tres hermanos se quedaron viendo televisión hasta tarde e Ibrahím fue el último en ir a su alcoba. Al límite de esa silenciosa medianoche que daba por finalizado el 10 de septiembre de 1973, el menor de los Jordán, apagó la luz de su cuarto.

Tal y como sucede durante la jornada previa a un acontecimiento importante, ese día transcurrió apacible y sin novedad.

Parte 12. SE ROMPE LA CUERDA.

Ibrahím solo durmió seis horas. Apenas despuntó el sol de ese martes siguiente, se dirigió a la parcela trasera de la casa y observó, con sorpresa, la fuga de uno de los inquilinos de sus terrarios.

Por el lapso de una hora efectuó un rastreo atropellado y nervioso debajo de los recipientes de vidrio, los materos y porrones de arcilla de ese jardín, pero no encontró nada.