Ayotzinapa y la crisis política de México

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A pesar de todo, no deseamos dejar la impresión de que la sociedad mexicana sufre pasivamente esos males. Por el contrario, es una sociedad que gradualmente exige más de su vida pública y de sus instituciones. Los avances democráticos los ha obtenido en una lucha política frontal muchas veces contra las instituciones que dicen representarla. Los ciudadanos reclaman sus derechos por la vía institucional, pero si ella se muestra renuente, la resistencia no cesa y, como lo muestra la rabia homicida del Sr. Abarca, los ciudadanos son capaces de llegar hasta el heroísmo.

Las víctimas y su entorno

En un suceso cualquiera, especialmente si tiene una dimensión social, concurren factores de orígenes muy diversos, algunas veces originados en dominios muy lejanos de aquellos en los que tendrán repercusión. Las condiciones que hacen que un hecho suceda se forman en largos procesos de manera a veces imperceptible. Esto puede constatarse en Ayotzinapa donde, a las condiciones políticas ya referidas, se unen condiciones sociales que ayudan a explicar en buena medida lo sucedido: nos referimos a las formas que adoptan los conflictos sociales y las formas de marginación y desprecio social que aún perviven en el estado de Guerrero. Veamos.

Los jóvenes sacrificados provenían de una escuela normal rural. Diversos estudios9 nos han dado a conocer las características de estas instituciones que se afincan desde el momento de su fundación, poco después de la Revolución mexicana. Estas escuelas provienen de una de las grandes contradicciones de la sociedad posrevolucionaria, entre la ideología declarada y los actos reales de gobierno. Es una contradicción porque de un lado el afán modernizador de formar individuos preparados capaces de influir en sus comunidades de origen se estrella con un campo abandonado a las formas de producción y de poder político más arcaicas. Es normal entonces que los enemigos naturales de esos jóvenes sean los caciques locales, los comerciantes acaparadores y las compañías extranjeras que explotan los recursos de la zona, lo mismo que los gobiernos estatal y federal, que están muy lejos de cumplir con los ideales de libertad e igualdad que animaron el movimiento rural revolucionario del siglo XX. ¿Alguien puede sorprenderse de que ahí hayan surgido líderes importantes de la oposición más radical como los dos últimos guerrilleros históricos del estado de Guerrero, Lucio Cabañas y Genaro Vázquez?

Debido a su ideología, la situación de estas escuelas normales se modifica de acuerdo a la orientación, liberal o conservadora, de los gobiernos federales. Considerada en el largo plazo, la existencia de esas escuelas es una anomalía respecto a los objetivos de la política educativa nacional. No solamente su matrícula se ha reducido sino que en el caso de los planteles más combativos se procede simplemente a su clausura.10 En este clima de tensión, las escuelas que sobreviven —como la de Ayotzinapa— deben movilizarse cada año mediante manifestaciones más o menos violentas para asegurar el presupuesto que permita su continuidad.11 Tal tensión se expresa igualmente en las formas de manifestación a las que recurren: bloqueo de carreteras, recaudación forzada de dinero al ocupar las casetas de peaje en las carreteras,12 saqueo de autobuses mercantiles. Todas estas estrategias conforman su arsenal de lucha: son simplemente delitos del fuero común, pero no son perseguidos: o bien son tolerados o bien son puntualmente impedidos sin ningún castigo por parte de las autoridades locales o federales. Tal situación no hace más que erosionar el ya débil Estado de derecho pero las autoridades, quizá íntimamente convencidas de su falta de legitimidad política, no ejercen ninguna acción jurídica, temerosas de agravar por la represión cualquier conflicto de apariencia menor. Estas derrotas del Estado de derecho son menores sólo en apariencia.

Esto es exactamente lo que sucedía la noche del 26 de septiembre de 2014. Aunque las condiciones generales del suceso ya estaban puestas, también intervino una cierta dosis de contingencia: sólo uno de los autobuses de estudiantes tomó la ruta hacia la ciudad de Iguala: eran sobre todo estudiantes de primer año que así recibían una suerte de “iniciación política” por parte de los más veteranos de la escuela. Visto a la distancia hay una nota trágica en que las víctimas se dirigían hacia una trampa compuesta por todo un tejido de complicidades: desde su arribo a la ciudad el autobús estaba siendo vigilado por los “halcones”, es decir, cómplices en pequeño que por sumas insignificantes forman un cinturón de protección a los grandes delincuentes. Uno de ellos, que además de pertenecer a la delincuencia trabajaba para la Secretaría de Seguridad Pública de la ciudad, telefoneó a la policía local, al presidente municipal y de paso a la policía de la vecina ciudad de Cocula. A cada particular esta complicidad parece no presentarle problemas éticos, pero sus actos minúsculos acaban contribuyendo a las grandes tragedias: cada uno antepone sus beneficios personales poniendo en peligro la vida pública de todos, lo que indica el poco valor que conceden a ésta. El alcalde, quien tenía razones para temer la presencia de los estudiantes, ordenó detenerlos a cualquier precio. Los alumnos fueron baleados, algunos encerrados en el autobús, y otros más que habían podido escapar rompiendo la ventanilla de emergencia, en la calle; los disparos alcanzaron ahí a una mujer y a un joven deportista que se encontraban casualmente en el lugar: ambos murieron, con esa muerte circunstancial que deja a cada uno la sensación de que en este país la vida pende de un delgado hilo que el azar puede romper.

La orden de disparar no puede ser comprendida sin este trasfondo de encono político, pero también del origen de los estudiantes, de su situación social. En el estado de Guerrero la confrontación en las calles es frecuente, con la impunidad de unos y de otros, pero además esta vez se trataba de estudiantes pobres de origen campesino. Esa orden brutal de asesinar no está exenta del desprecio racista que sufren los campesinos más pobres del país. Es difícil imaginar esa orden y su cumplimiento si estuviera dirigida contra otro grupo social. En México, el racismo no tiene orígenes étnicos (pues todos somos más o menos mestizos), y tampoco tiene orígenes religiosos, pero descansa en la extrema discriminación sustentada en las enormes desigualdades económicas que existen. Una encuesta publicada este mes de marzo (2015) acerca de la “Calidad de la Ciudadanía en México” revela que el 74% de los ciudadanos es proclive a la discriminación económica. Hay una real hipocresía social cuando los mexicanos se enorgullecen de su pasado prehispánico, pero desprecian a aquellos que sobreviven en las comunidades tradicionales; son éstos los que sufren un racismo de origen económico, discriminación que coincide con los grupos que tienen los rasgos más indios y que suelen ser monolingües en sus lenguas de origen. Nuestro país aún no aprende suficientemente a respetar a todo ciudadano y la educación cívica que poseemos no ha logrado contrarrestar la insolencia del dinero.

Si el racismo económico es una de las condiciones que se encuentran detrás de los acontecimientos, no es la única: la otra es la violencia constante en la zona. Una de las premisas de la vida democrática es la solución pacífica de los conflictos. En efecto, la democracia obliga a renunciar a la violencia directa entre los participantes e impone, a todos, una alta autocontención, cualesquiera que sean los resultados de las contiendas jurídicas o electorales. Pero esta premisa de civilidad no se cumple en el estado de Guerrero. Los diferentes gobiernos locales y federales son ampliamente responsables de esta situación porque históricamente ellos mismos han recurrido o tolerado abiertamente la represión violenta directa. En este estado prevalecen formas arcaicas de solución de conflictos. Las órdenes asesinas del Sr. Abarca pertenecen a esta caduca tradición y se ajusta perfectamente a la historia de los movimientos sociales en esta zona del país. Veamos.

El estado de Guerrero es rico en recursos naturales, sobre todo mineros, forestales y turísticos. Pero es uno de los tres estados más pobres del país, al lado de Oaxaca y Chiapas, y por ello concentra una población importante en pobreza extrema. La suya es la historia de los cacicazgos más primitivos, de los comerciantes más rapaces y las compañías trasnacionales más voraces; por eso tiene una larga tradición de movimientos en demanda de libertades civiles y democráticas y de la defensa de los recursos naturales que son propiedad de las comunidades. Pero estas demandas han enfrentado toda clase de represiones violentas, sea por parte de los poderes fácticos, sea por los gobiernos corruptos, cómplices u omisos que debido a la debilidad de la democracia encuentran políticamente más rentable el apoyo de estos poderes fácticos que el apoyo democrático de la sociedad. La ejecución de los 43 jóvenes es un eslabón más de la serie de represiones sangrientas de las que sólo se diferencia porque esta vez corrió a cargo de una autoridad de bajo nivel. Una de estas represiones que marcó la historia del estado de Guerrero ocurrió el año 1995, en un lugar llamado Aguas Blancas, cuando la policía local emboscó a un grupo de manifestantes provocando 17 muertos. Lo mismo que hoy, se produjo una conmoción en todo el país. El caso llegó a los tribunales federales pero el poder judicial quedó lejos de cumplir con sus obligaciones: una sentencia emitida contra 49 personas no sólo fue de una lentitud exasperante sino que permitió a la mayoría de los acusados abandonar la prisión poco tiempo después.13 Tal impunidad jurídica no sólo suscitó una nueva inconformidad sino que marcó el futuro de los conflictos sociales en el estado. Si merece recordarse es porque el Estado mexicano parece incapaz de comprender que restaurar el Estado de derecho es poner fin a un ciclo de violencia y venganza, es decir, es restablecer una premisa de la vida democrática, un bien que alcanza a todos y ha preferido la complicidad caciquil de los poderes fácticos. Lo que está en juego en estos momentos es más sustantivo que la complicidad con unos y el dolor de otros: es la construcción de un régimen que cancele la venganza privada y cree las bases de una solución no violenta a los conflictos sin la cual el crimen reaparecerá, tarde o temprano. Esta impunidad jurídica endémica es una de las más grandes debilidades de la democracia en nuestro país.

 

El ciclo de inconformidad-protesta-violencia-impunidad no ha cesado de repetirse en Guerrero y corre el riesgo de reabrirse. Es este ciclo el que explica el surgimiento de la guerrilla en los años 1970 y la reaparición esporádica de movimientos armados, afortunadamente menores, como el del Ejército Guerrillero del Pueblo Insurgente.14 La represión violenta tiene como consecuencia di-recta una nueva ola de represión política y militar en el estado. La aparición de estos grupos tiene como consecuencia incrementar los abusos contra la población civil, el atropello a los derechos humanos y el reforzamiento de los poderes fácticos locales que aprovechan el revuelo para saldar sus cuentas con sus opositores, ya sean estos violentos o pacíficos. Estamos ante una nueva oportunidad de que ese ciclo continúe o encuentre solución: la sociedad exige que este crimen no quede impune, incluidos los responsables políticos: no se trata de un sencillo deseo de justicia, ni una suerte de venganza colectiva; se trata de hacer prevalecer el estado de justicia sin el cual la sociedad civil queda librada a sí misma, esto es, a expensas de los impulsos rabiosos de unos cuantos. El “estado de naturaleza”, la guerra de todos contra todos, no está detrás de la instauración del derecho sino adelante, cuando el Estado de derecho se desvanece.

Sin embargo, es preciso insistir en que este ciclo ha sufrido transformaciones: la abrumadora mayoría de ciudadanos ya no ve en la vía de las armas una alternativa para el país. Las formas de organización y resistencia civil son institucionales y pacíficas. Lo notable en Guerrero es que, a pesar del fracaso reiterado de sus instituciones y a pesar de los antecedentes sangrientos, permanece una oposición tenaz y decidida, tanto individual como comunitaria. Estos luchadores sociales hacen uso de todos los recursos institucionales a su alcance, pero su tenacidad ha costado la vida a un cierto número entre ellos. El papel de luchador social en Guerrero es ciertamente una de las vocaciones más peligrosas de nuestro país.

El invitado indeseable, el narcotráfico

Creemos haber dejado claro que no atribuimos al tráfico de drogas el deterioro de la vida pública, pero la situación actual sería incomprensible sin su irrupción. El poder económico y armado15 que representa ha puesto a prueba todas las estructuras de la sociedad mexicana, especialmente las instituciones judiciales y políticas. El narcotráfico no es la causa de la debilidad de esas instituciones, pero su presencia vino a acelerar las cosas dejando al descubierto la magnitud de sus carencias.

Es importante subrayar que el tráfico de narcóticos es sólo la satisfacción (criminal) de una de las demandas propias de las sociedades del capitalismo avanzado. El consumo de drogas es un mal endémico de las sociedades modernas. Las razones pueden ser diversas: por placer, por estrés en el trabajo o simplemente por afán de experiencias, pero el consumo parece ser imposible de erradicar y está aún en expansión. Esto, que corresponde a las deformidades del capitalismo tardío, irrumpió en las estructuras de un capitalismo atrasado como es el de México, de manera que el país está atrapado entre dos inercias de la vida capitalista: los síntomas del capitalismo más moderno y los restos del capitalismo más retrógrado en algunas zonas del país. Lo primero está lejos de nuestro alcance, lo segundo está bajo nuestra responsabilidad.

El tráfico de drogas tiene una larga historia en el país, especialmente en los estados del norte más próximos a la frontera con Estados Unidos, pero la situación se agravó en las últimas décadas: hacia finales de 1980, Estados Unidos tuvo la capacidad de cerrar la ruta que, a través del Caribe, permitía a los cárteles colombianos introducir la mercancía vía Miami. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la amenaza del terrorismo provocó que la frontera se endureciera aún más. Las cosas empeoraron cuando en el año 2007 Colombia empezó a tener éxito al hacer menos rentable la producción y distribución de drogas. Todo ello produjo un desplazamiento hacia otros países. Los llamados “cristalizaderos” (laboratorios clandestinos de producción) abandonaron Colombia y se asentaron en Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela y México. Este último, hasta entonces un país de tránsito, se convirtió en productor y ahora en consumidor. Los cárteles mexicanos adquirieron más fuerza, desplazando a veces y aliándose otras veces con los cárteles colombianos.

Su presencia criminal hizo su aparición paulatinamente en fenómenos que aparentaban una delincuencia común, pero que mostraban un aspecto terrible, como en el asesinato de más de doscientas jóvenes mujeres en Ciudad Juárez entre los años 2002 y 2008. Mientras los cárteles mexicanos eran poco poderosos, los gobiernos solían adoptar una cierta tolerancia: los negocios sucios podían llevarse a cabo siempre y cuando no perturbaran demasiado la vida civil. Sin embargo, hacia el año 2006 la situación era por completo diferente; el narcotráfico asolaba regiones y ciudades enteras, sus crímenes eran más visibles y cínicos, y era ya notable su incidencia en las estructuras judiciales y políticas del país. En diciembre del año 2006, como uno de sus primeros actos de gobierno, Felipe Calderón declaró “una guerra abierta al narcotráfico” que correría a cargo del ejército y la armada nacionales ante la falta de preparación, la corrupción y la desmoralización de las policías existentes. Era un cambio radical porque los gobiernos anteriores habían sido renuentes al uso abierto de la fuerza coercitiva pública y más bien se habían concentrado en medidas institucionales como la creación de la Agencia Federal de Investigación (una suerte de FBI a la mexicana), la profesionalización de la policía nacional y una serie de medidas de excepción, como la intervención de llamadas telefónicas.16 Un intenso debate se abrió en el país: para muchos analistas el enfrentamiento se produjo prematuramente, sin preparación ni información suficiente acerca del poder del adversario. El ejército no estaba preparado y, además de exponerlo a la corrupción, se provocaba en los hechos una militarización que podía amenazar las libertades civiles. ¿Era la mejor decisión? ¿Había que preferir el orden a las libertades? Para muchos otros, entre los que yo me cuento, todos estos argumentos son poderosos, pero no consideran las alternativas reales que existían en ese momento. Las premisas para una estrategia más eficaz, esto es, contar con cuerpos judiciales y policíacos confiables, la reducción de las desigualdades económicas en esas zonas y un mejor conocimiento del adversario, requieren todas ellas de años de preparación (y como muestra el caso de Ayotzinapa, nueve años después de iniciada, aún no se ha logrado). El proceso de implantación social y política de los cárteles se cuenta en semanas o meses y el gobierno mexicano tenía en mente el caso de Colombia, cuya pasividad gubernamental condujo al país a un conflicto que, después de 30 años, no encuentra solución.

El resultado de esta lucha declarada fue un aumento vertiginoso de la violencia: de acuerdo con cifras de la oficina de Seguridad Pública, el número de muertos el año 2007 fue de 2,700, esto es, 600 muertos más que el año anterior y el doble de los registrados el año 2005; el año 2008 la cifra se elevó a 5,000 debido al incremento de las “narco-ejecuciones”, producto de la intensificación de las luchas internas por una nueva distribución de territorios. Aún no hay datos que logren un acuerdo general, pero los más confiables indican 80,000 muertes. Hasta la fecha, México se encuentra entre los tres países con el mayor número de muertes por conflictos violentos. Es un magro consuelo pero es verdad que no es un reflejo del país en su conjunto. Tal violencia se concentra en seis estados, aquellos en los que concurren diversos factores: primero que sean rutas importantes del tráfico de drogas, segundo, que tengan zonas geográficas de muy difícil acceso, y tercero que sufran de una pobreza y una marginación significativa.17 A pesar de ese número conmovedor de muertes, la tasa de criminalidad violenta en México se sitúa por debajo de otros países de la región comparables al nuestro, como Venezuela, Colombia o Brasil.

La democracia que está en juego

Cifras tan escalofriantes han obligado a considerar diversas alternativas ante la situación, en primer lugar, en la manera de comprender el conflicto. El alto número de víctimas ha llevado a analistas serios a definirla como una “guerra interna”, una “narco-guerra”.18 A nuestro juicio el término de “guerra” no describe adecuadamente la situación, porque define mal la naturaleza de los adversarios y los fines que ellos se proponen. En efecto, no se encuentran frente a frente dos combatientes similares. Los narcotraficantes son numerosos y están fuertemente armados pero no son una organización militar, no poseen ni la estructura interna, ni el adiestramiento, ni la disciplina: son sencillamente delincuentes fuertemente armados cuyo núcleo original estuvo compuesto por desertores de ciertos cuerpos de élite del ejército mexicano, pero cuyo enrolamiento posterior descansa en civiles mediocremente entrenados. Desde luego esta es la peor pesadilla: un civil provisto de armas de alto poder, sin ningún ideal, movido por la codicia y probablemente con sentimientos de injusticia social. Los fines que persiguen explica la forma de violencia que ejercen: su propósito fundamental es paralizar mediante el miedo cualquier oposición eventual, primero entre otros grupos rivales potenciales y, luego, entre la población civil. Su violencia tiene un carácter “ejemplarizante”: cada muerte es un mensaje disuasivo que quiere sembrar el terror por la desmesura, como lo muestra la destrucción de los cuerpos de los 43 estudiantes secuestrados. En consecuencia, estos grupos ignoran por completo las normas de contención de la violencia que existen en los conflictos armados entre ejércitos regulares; desconocen también la diferencia que se establece entre combatientes y no combatientes, la cual trata de circunscribir los blancos legítimos en cualquier guerra formal: los sicarios no distinguen sexo, edad u origen étnico.19 Por lo demás, no combaten sólo contra la fuerza pública sino que combaten entre sí, al punto que a medida que un grupo se debilita se acentúa contra éste la crueldad y la compasión desaparece. Aunque parezca trivial decirlo, para dirimir sus diferencias esos grupos no pueden recurrir al derecho institucional, de manera que cualquier diferencia entre ellos se resuelve con la muerte. Una muerte simplemente por codicia, por dinero, es decir la muerte más carente de nobleza, más sinsentido que puede existir. Por eso ha puesto a prueba los valores de la sociedad mexicana que se pregunta, asustada: ¿de qué somos capaces?

A fin de medir lo que está en juego en la vida pública es preciso comprender hacia dónde se dirige esta amenaza. Ante todo, no está en cuestión el poder político. Estos grupos armados no pretenden suplantar al poder del Estado: no son una guerrilla, no reclaman ningún fin político y tampoco han hecho suya ninguna reivindicación social: un criminal armado no es inmediatamente un guerrillero, ni un insurgente de manera que no conviene otorgarle ninguna simpatía política. Pero si no buscan apoderarse del poder político, en cambio sí buscan doblegarlo y si logran su complicidad socavan las débiles bases en las que descansa su legitimidad. En su progresiva implantación nadie está a salvo y su tarea es debilitar toda fuerza social susceptible de oponerle resistencia. Por la complicidad o por la amenaza, el hecho es que separan a la sociedad civil de las instituciones que pueden defender el orden democrático y libre. No son una amenaza al poder político, pero pueden diluir el orden político indispensable para asegurar la vida en común. El miedo disuelve la cohesión social porque borra cualquier sentido de destino común entre los ciudadanos. Por ello, la única posibilidad para la sociedad mexicana, si desea preservar la libertad, es fortalecer sus instituciones coercitivas, judiciales y políticas. Reducida a su último extremo, la existencia de una sociedad exige recuperar el poder coercitivo de la violencia legítima, asegurando además un sistema de procuración de justicia que cumpla sus objetivos. Sin esta premisa elemental, no hay un régimen de derecho que permita la vida en común.

 

En segundo lugar, se ha vuelto más visible el gran peligro social que la desigualdad económica y la falta de educación trae consigo. En efecto, el narcotráfico está asociado con la pobreza porque pone a su disposición un amplio material humano no sólo de sicarios sino de cómplices en pequeño. Ciertamente, a lo largo del tiempo su reclutamiento cambia porque ingresan individuos cada vez más marginales, reclutados con dinero o con amenazas, los cuales no pueden asegurar su ascenso en la organización sino mostrando una mayor ferocidad.20 Aquí la pobreza actúa con toda su fuerza. Pero la pobreza no es el único factor, porque el tráfico de drogas es un delito asociado a la codicia.21 Diversos estudios han mostrado que el origen social de las bandas organizadas no se restringe a los más pobres sino que se extiende a todas las clases sociales, especialmente en sus capas menos educadas. Una sociedad democrática requiere sin duda la reducción de las desigualdades económicas, pero tiene necesidad de mecanismos de educación civil y de cohesión social sin los cuales aun esa premisa económica se revela insuficiente.

En tercer lugar, el número de víctimas ha llevado a algunos actores políticos a proponer una tregua, una suerte de pacto de tolerancia que establezca ciertos niveles de criminalidad tolerable a cambio de impunidad. Pero esta no es una alternativa: ningún régimen democrático de libertades puede convivir con esta delincuencia (y no se trata aquí de una afirmación meramente moral). Los cárteles no son un adversario organizado, sujeto a un mando único con el cual pactar. Aunque cada grupo minúsculo tenga una férrea disciplina interna, en conjunto no tienen control sobre sus propias estructuras, ni sobre otros cárteles, no poseen reglas internas y no conocen ningún límite a su acción. La ilusión de que anteriormente se podía “pactar” se debe simplemente a que en ese momento no eran tan poderosos como lo son hoy. La tolerancia anterior del Estado se debía a que representaban un problema de “seguridad pública” pero no, como lo son ahora, un problema de seguridad nacional. Es verdad que cuando se instalan en una ciudad o en una región imponen una pacificación a la violencia que ellos mismos generan. En esos momentos, con poco dinero obtienen apoyo, simpatías y hasta logran comprar algunas fidelidades y reina un ilegalismo “aceptable”. No obstante, esta “pacificación” es ficticia porque se paga con el sometimiento más arbitrario: extorsiones, “impuestos”, violaciones.22 Incluso sus relaciones con los poderes fácticos y con los caciques locales suelen terminar dramáticamente: si en un primer momento pueden servir como sicarios a sueldo, muy pronto su propia lógica los lleva a concentrar todo el poder, sin admitir socios.

Finalmente, se han elevado voces que intentando poner fin a esta violencia proponen la legalización de las drogas en nuestro país. Pero ante ello se erige el contexto internacional. De hecho los países centrales, Estados Unidos y Europa, mantienen una política de gran tolerancia ante el consumo de drogas: lo hacen parte del derecho a la libertad individual (y por ello en ciertos casos legalizan el uso recreativo) y sólo penalizan el tráfico abierto; por otra parte, las políticas de castigo al tráfico o de prevención que aplican son cambiantes y a menudo insuficientes. Por ahora, en esos países el narcotráfico es un problema de “salud pública” y no amenaza su seguridad interna, de ahí su tolerancia. Una legalización de las drogas unilateral sería un suicidio (para cualquier país de América Latina) porque aquí la oferta es infinitamente mayor que la demanda y el crecimiento en el consumo interno provocaría un problema de magnitud impredecible, sin que desaparezca el tráfico ilegal hacia el norte. Es natural que nuestro país busque mitigar un problema que no creó y que no puede resolver. Por ahora está encerrado en una trampa del capitalismo contemporáneo: lo que de un lado de la frontera es placer, distracción o estrés, en el otro lado es violencia y dolor. Los Estados Unidos ponen los consumidores, el dinero y las armas, y México pone los muertos. La única solución a nuestro alcance para confrontar esta nueva delincuencia es fortalecer nuestra vida pública interna.

Históricamente, la incapacidad del Estado para hacer prevalecer las libertades básicas provoca su remplazo por otras formas de organización comunitaria. En nuestro país estas organizaciones espontáneas has sido llamadas “autodefensas”: se trata de grupos de ciudadanos pobremente armados si se les compara con los grupos de narcotraficantes que deben enfrentar, pero que prueban todos los días que saben arriesgar la vida. Estos grupos están formados por hombres y mujeres (las cuales han mostrado, como siempre, su fortaleza y su liderazgo en todos los conflictos del país). Se puede encontrar a campesinos, amas de casa, profesoras de escuela elemental, pequeños comerciantes, todos armados e involucrados sin distinción en tareas de vigilancia. Han tenido mucho éxito no sólo en expulsar de sus comunidades a las bandas de narcotraficantes, sino también en contener el saqueo de sus recursos naturales, sobre todo forestales. Sus relaciones con el gobierno institucional no son sencillas: cuando atrapan a un delincuente, en ocasiones hacen las veces de “tribunal popular” y sólo con reticencia lo entregan a las autoridades gubernamentales, tratando de asegurarse que sea efectivamente sancionado. Existen casos en que aquellos que encabezan tales organizaciones se encuentran acusados de delitos dudosos y algunas veces infundados. Hasta ahora ninguna de ellas ha derivado en una organización paramilitar opuesta al poder político, pero son vistas como potencialmente peligrosas y el estado suele “regularizar” su presencia, sea exigiendo el registro de todas las armas con las que cuentan, o bien dándoles un estatuto oficial: el de “policías rurales”. Tiene razón en temer, porque en cierto modo estos grupos hacen la experiencia de que un estado obeso, ineficiente y corrupto es simplemente una mala alternativa que merece ser desechada.

La irrupción de esta nueva criminalidad que es el narcotráfico ha puesto a prueba todas las estructuras del país. Desde luego, en el proceso ha quedado exhibida la debilidad del Estado mexicano. Pero creemos que no es un problema de debilidad institucional y nos hemos esforzado en señalar que indica la debilidad de la vida democrática en México, especialmente en algunas regiones tradicionalmente caracterizadas por la falta de respeto a los derechos civiles y políticos. La sociedad mexicana no ha alcanzado la fuerza suficiente para lograr que sus instituciones gubernamentales, pero también sus partidos políticos, sean representativas de sus intereses más significativos. Hay un déficit democrático en México y no hay otra opción que fortalecer las instituciones capaces de asegurar una vida democrática real. Pero esto no es suficiente: es preciso también crear una conciencia democrática más fuerte en la ciudadanía, que valore los principios de la civilidad, que sepa resistir la inhumanidad que cunde. Finalmente, también hemos querido dejar constancia de que, en medio del tumulto, la sociedad mexicana sigue luchando por alcanzar una vida democrática más lograda; lo hace en la vida cotidiana y común, pero si las cosas aprietan, es capaz de llegar al sacrificio. Esta es a nuestro juicio la apuesta que hoy se juega en México.