Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento

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5.2.Juan Valverde de Amusco

Juan Valverde de Amusco (ca. 1525-1588) es el autor de lo que podríamos considerar la Fabrica en castellano, el tratado Historia de la composición del cuerpo humano. Su principal mérito es haber trasladado los innovadores descubrimientos de Vesalio a una lengua vernácula. Valverde quería que su obra fuera de utilidad para los anatomistas españoles, de forma que incentivara a la práctica basada en la disección y comprobación científica. Escribió en romance castellano porque era consciente de que muchos médicos no sabían latín.

Valverde era natural de Palencia, de la villa de Amusco. Se formó en letras en Valladolid, y posteriormente pasó a Italia, donde recibió el magisterio de Eustaquio y Realdo Colombo. En Padua pudo ser testigo del radical cambio que la disciplina anatómica había experimentado con la aparición de la Fabrica de Vesalio, y quedó muy influenciado por esta corriente. Entonces decidió elaborar su tratado, basándose en experiencia disectivas propias en el Ospedale di Santo Spirito, en Roma. En la Historia Valverde se basó muy cercanamente en el trabajo de Vesalio, copiando algunas de sus láminas y conceptos, pero a la vez describe numerosas observaciones, rectificaciones y datos no mencionados por Vesalio que suponen una sustancial mejora. La Historia se publicó en Roma en 1556, y gozó de numerosas reediciones traducidas al latín, italiano, holandés, hasta llegar a ser el tratado anatómico más difundido tras la Fabrica.

Las imágenes del tratado representaban la parte más valiosa para los artistas. Algunas figuras son prácticamente idénticas a las de la Fabrica, aunque giradas, pero hay también un buen número de estampas originales. Los grabados se hicieron mediante la novedosa técnica de la calcografías en planchas de cobre, lo que permitía un nivel de resolución, definición y detallismo inalcanzable para el tradicional sistema de la entalladura en madera.

Para las imágenes originales, Valverde se valió de la colaboración de artistas que no han sido identificados, aunque muy probablemente serían españoles, porque así podría darles las explicaciones exactas de lo que quería que apareciese en los grabados. La creencia más aceptada es que el dibujante fue Gaspar Becerra, aunque no existen pruebas fehacientes. Carducho, en sus Diálogos de la Pintura, fue quien hizo esta atribución, y tratadistas posteriores, como Pacheco y Jusepe Martínez, la repitieron. Palomino, en el Museo Pictórico, llegó incluso a discernir que en el tratado de Valverde Becerra había compuesto las figuras con 10 rostros y medio. Esto es, ocho cabezas.

6.ESPAÑA Y LAS FUENTES NACIONALES DE LA ESCULTURA
6.1.Juan de Arfe y la Varia Commensuracion

De los antiguos tratados españoles sobre artes figurativas nos vamos a ocupar en esta sección de dos obras paradigmáticas: De varia commensuracion para la esculptura y architectura, del orfebre renacentista Juan de Arfe, y Conversaciones sobre la escultura, de Celedonio Nicolás Arce y Cacho, este último escrito ya a mediados del siglo XVIII.

El tratado De Varia commensuracion se publicó en su versión completa en Sevilla en 1587. Está compuesto por cuatro libros: el primero trata sobre geometría, cortes de chapas y gnomónica, el segundo está especialmente destinado a la escultura, y se ocupa de las proporciones humanas, la anatomía y los escorzos. El libro tercero muestra las medidas de animales cuadrúpedos y aves. Por último, el libro cuarto se dedica a la orfebrería, pues aunque al principio se describen los órdenes tradicionales de arquitectura, Arfe se ocupa de las andas y abalorios de platería para culto divino, hasta culminar en la custodia procesional, pieza en la que los artífices de su familia habían sido los mejores orfebres del siglo XVI.

De varia commensuracion estaba destinada a la instrucción de orfebres. Ciertamente, Arfe lo ofrece “a la utilidad de todos los artífices de mi profesión”. Él era un platero, pero ambicionaba que su disciplina ascendiera socialmente, superando la condición de oficio gremial. Por este motivo, solía llamarse a sí mismo “escultor de oro y plata”, y a ello se debe el equívoco título de su tratado “para la sculptura y architectura”, con el que subrepticiamente quería establecer una equivalencia de rango entre la platería, y la escultura y arquitectura. En el prólogo, Arfe refiere con gran elocuencia las razones por las que asimila la platería a la escultura, inspirándose en ciertos pasajes de la Historia Natural de Plinio el Viejo, donde se declara que los plateros en Grecia eran considerados como célebres escultores, y sus obras, sumamente estimadas.

La Varia centra su objetivo en las reglas que hacen que un oficio pueda llamarse arte, y para la orfebrería Arfe exporta, ciertamente, pautas propias de tratados de arquitectura, escultura y otras disciplinas. No cabe duda de que Arfe, con su miscelánea de reglas obtenidas de todo tipo de libros científicos, trataba de hacer que la orfebrería alcanzara una paridad con disciplinas respetables, demostrando que la platería poseía no menos base técnica que estas.

El libro segundo de la Varia se inicia con una introducción histórica enfocada a la escultura. Este libro II contiene tres disciplinas: la teoría de las proporciones, la anatomía y la teoría de los escorzos. Es, por tanto, la parte dedicada a la escultura, que en las obras de platería se solía realizar a pequeña escala, en especial en los relieves.

Arfe plantea unas medidas generales de la figura humana de carácter muy cercano a Durero y Vitrubio. Utiliza una medida de diez rostros y un tercio, o 31 tercios, que corrige un tanto a Vitrubio. En la anatomía se basa en Valverde de Amusco, autor de la Historia de la composición del cuerpo humano, que estudió con mucha pulcritud. Arfe siempre estuvo interesado en la anatomía, y él mismo declara haber asistido en Salamanca a disecciones hechas por el catedrático Cosme de Medina. Debido a lo ingrato de la experiencia, decidió facilitar a los posibles aprendices de orfebres un texto ilustrado donde apareciera lo esencial para configurar correctamente una figura humana. Lo hizo de un modo tan original que algunos historiadores han considerado la Varia el primer tratado que contiene normas de anatomía específicamente dedicadas para el artista gráfico o plástico. Es más, si analizamos la anatomía de Arfe, comprobamos que en ocasiones evita la propia configuración natural del cuerpo para crear nuevas formas anatómicas que él llama bultos, y que en la práctica artística suponen ser más sencillos de efectuar y reproducir. Por último, en lo tocante a la sección de escorzos, se basa mucho en Durero, aunque mantiene en todo momento un estilo original. Incluye unas cabezas femeninas de cariz rafaelesco y los escorzos de las extremidades flexionadas, iconografía que podría proceder de la escultura de san Jerónimo de Torrigliani.

6.2.Celedonio N. Arce y Cacho y las Conversaciones sobre la escultura

Nos ocupamos ahora del tratado Conversaciones sobre la escultura, de Celedonio Nicolás Arce y Cacho, escultor de cámara del príncipe don Carlos, publicado en Pamplona en 1786. Este tratado está concebido como el diálogo entre un padre y su hijo de quince años. El joven quiere ser escultor y su padre, que es artista profesional, le instruye. A esa edad, el joven ya sabe por instrucción general gramática latina, principios filosóficos y algunas nociones de la aritmética, geometría, grafidia (dibujo), simetría y perspectiva. El maestro enseña a su hijo que para ser buen escultor debe tener además algún entusiasmo poético, y para ser buen inventor debe ser exacto copiante. Sugiere también a su hijo que se aplique a la traducción del francés e italiano, pues hay muchos autores que tratan de Bellas Artes en estos idiomas.

El libro también se erige como una defensa a la incorporación de la teoría del arte en la pedagogía de las Bellas Artes. Critica mucho a los artistas poco cultivados, con sentencias como: “Hombre ha habido que ha preguntado [...] si en estas Artes de Escultura y Pintura han escrito más que Arphe y Palomino [...] ¡Que vaya hombre tan vano que se presente entre facultativos y respire sin rubor de que conozcan su demasiada ignorancia!” O bien: “[...] no porque algún práctico haya hecho algo con algún acierto, se debe nombrar profesor, si le falta la especulativa [...]”

Otra de las causas que mueven a Arce y Cacho a publicar esta obra es el considerar que en su tiempo los artistas carecen de reglas precisas sobre simetría para la escultura. Es decir, su mayor queja es que los autores que han escrito sobre el tema de las proporciones difieren y no coinciden en sus reglas, de modo que no garantizan una idea justa a los escultores. No cree que Durero sirva, salvo para quien quiera imitar su estilo. Considera a Vitrubio, Alberti, Audran, Pacheco y Carducho como insuficientes. El hecho de que no haya unas reglas fijas en una materia que él considera tan importante le mueve a proponer su propia simetría, que hay que decir es una de las más completas y detalladas de la literatura artística española. En la conversación VI prescribe sus normas, un tanto basadas en Juan de Arfe, que consisten en una medida de ocho cabezas, equivalente a treinta y dos tercios, alargando así la figura al estilo más usual en la época. De hecho, esta medida sería la que se establecería en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Arce y Cacho aporta también una regla o pitipié general para la figura de estatua completa, que al igual que en la obra de Arfe, es de dos varas.

Este autor concede una gran importancia a la composición, la anatomía, la proporción y el conocimiento de los escorzos como garante de la perfección de la estatua. En cierta parte, refiere que el escultor debe buscar la verdad y no la apariencia, y para esto toda la atención la ha de poner en dos cosas: los músculos y las proporciones.

 

No obstante, al referirse al desnudo, en líneas generales lo rechaza, de acuerdo a un principio excesivo de decoro cristiano. Advierte al hijo de que no se sobrepase al querer ejecutar alguna inhumanidad por imitar al natural y aduce que revela más destreza dejar ocultas las partes pudendas que mostrarlas. Asimismo, señala que en las academias se permite con modestia el estudio del desnudo para la instrucción, pero no para que abusen de él los profesores, sino para ejercitarlo donde sea lícito y convenga.

7.BIBLIOGRAFÍA

ALBERTI, Leon Battista. De statua (escrita entre 1434-1435). Livorno: ed. de Marco Collareta, Sillabe, 1998.

ARCE Y CACHO, Celedonio Nicolás. Conversaciones sobre la escultura, compendio histórico, teórico y práctico de ella, para mayor ilustración de los jóvenes dedicados a las Bellas Artes de Escultura, Pintura y Arquitectura: luz a los aficionados y demás individuos del dibujo. Obra útil, instructiva y moral. Pamplona: Joseph Largas, Impresor, 1786.

ARFE Y VILLAFAÑE, Juan de. De varia commensuración para la Escultura y Architectura. Sevilla: Imp. de Andrea Pescioni y Juan de León, 1587.

ARMENINI, Giambattista. De los verdaderos preceptos de la pintura (1586). Edición de M. Carmen Bernárdez Sanchís. Madrid: Visor, 2000.

BORDES, Juan. Historia de las teorías de la figura humana. Madrid: Cátedra, 2003.

CELLINI, Benvenuto. Tratados de orfebrería, escultura, dibujo y arquitectura (1568) Madrid: Akal, 1989.

CENNINI, Cennino. El libro del arte. Introducción Licisco Magagnato. Comentado y anotado por Franco Brunello. Madrid: Akal, 1988.

GAURICO, Pomponio. De Sculptura, (1504) Anotado de André Chastel y Robert Klein, Madrid: Akal, 1989.

GHIBERTI, Lorenzo. Lorenzo Ghibertis Denkwürdigkeiten (I Commentari), (escritos aproximadamente en 1450), ed. de J. von Schlosser, Berlín, Julius Bard, 1912; ed. a cargo de O. Morisani, Nápoles, 1947.

HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Román. “Interpretaciones y especulaciones del concepto vitruviano del homo ad circulum y ad quadratum”. Bellas Artes, Revista de Artes Plásticas, Estética, Diseño e Imagen, 0, 2002, pp. 81-100.

HONNECOURT, Villard de. Cuaderno. S. XIII. A partir del manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de París. Madrid: Ed. Akal, 1991.

SCHLOSSER, Julius: La Literatura Artística. Madrid: Cátedra, 1976.

OCAÑA MARTÍNEZ, José Antonio. Principios antropométricos, anatómicos y otros métodos para la representación de la figura humana según los tratadistas de arte españoles (el siglo XVII, deudas e influencias). Madrid: Universidad Complutense, 2001.

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RICO, Francisco. El Pequeño Mundo del Hombre: Varia fortuna de una idea en la cultura española. Madrid: Alianza Editorial, 1986.

VASARI, Giorgio. Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos (Antología). Estudio, selección y traducción de María Teresa Méndez Baiges y Juan María Montijano García. Madrid: Tecnos, 2004.

VITRUVIO. Los diez libros de Architectura de M. Vitruvio Polion. Traducidos del latíny comentados por Don Joseph Ortiz y Sanz. Madrid: Imprenta Real, 1787.

3 La iconografía y el arte religioso del barroco

Reyes Escalera Pérez

“Instrumento de persuasión”.

Esta aseveración define la esencia de la imagen sagrada en el Barroco, que es concebida con el fin de emocionar, conmover y de atraer la atención del creyente que la contempla. La conocida Sesión XXV del Concilio de Trento, que se celebró los días 3 y 4 de diciembre de 1563, justificó el uso y creación de dichas figuras religiosas que “se deben tener y conservar, principalmente en los templos […] no porque se crea que hay en ellas divinidad […] sino porque el honor que se da a las imágenes se refiere a los originales representados en ellas”. De ahí que en los siglos del Barroco, además de persistir muchos temas pretéritos, se incorporen otros que potencian nuevas devociones. Asimismo, los mentores y mecenas de los artistas suelen pertenecer al estamento eclesiástico o a órdenes religiosas, que propiciaron la creación de imágenes de temática sagrada.

1.ICONOGRAFÍA BÍBLICA
1.1.Iconografía del Antiguo Testamento

Siguen vigentes en programas iconográficos barrocos, aunque no con la profusión de épocas anteriores, los temas veterotestamentarios. Episodios relatados en el Génesis —la creación del hombre o el pecado original—, profetas (Fig. 1) y patriarcas, jueces y reyes son representados como prefiguraciones y símbolos de Jesucristo, disponiéndose asimismo temas que anticipaban la institución del sacramento de la Eucaristía o el sacrificio de la misa.


Fig. 1. Francisco Salzillo (atrib.). San Elías. Siglo XVIII. Museo Diocesano de Sigüenza (Guadalajara).

Otros personajes presentes en el Antiguo Testamento son las “mujeres fuertes”, denominadas por teólogos y oradores heroínas o “sabias a lo divino”[1]. Estas féminas se consideraban prefiguraciones de la Virgen[2] así como modelos femeninos de conducta, representándose en numerosas pinturas y grabados[3]. Recordemos que también alcanzaron una gran difusión en el siglo XVII libros dedicados a estos personajes, como los de Martín Carrillo[4], Pierre Le Moyne[5] o Jacques de Bosc[6], ilustrados los dos últimos con interesantes grabados.

Un ejemplo paradigmático de la inserción de imágenes de mujeres bíblicas en un programa iconográfico mariano son las ocho esculturas que se disponen en el camarín del monasterio de la Virgen de Guadalupe (Guadalupe, Cáceres), conocidas como “Las ocho mujeres fuertes” —María la profetisa, Débora, Jael, Sara, Rut, Abigaíl, Ester y Judit— atribuidas a un seguidor de Pedro Duque Cornejo.

1.2.Iconografía neotestamentaria y apócrifa. Infancia de Jesús y vida de la Virgen

Nuevos ciclos iconográficos consagran la infancia de El Salvador con la Sagrada Familia —recordemos las encantadoras imágenes de Luisa Roldán que protagoniza Jesús Niño dando sus primeros pasos ayudado por sus padres (Museo de Guadalajara)— y la vida de la Virgen. No solo son plasmados por los artistas los episodios narrados por los evangelistas —que proporcionan escasas noticias—, sino que también se representan deliciosos acontecimientos descritos en los apócrifos[7], escritos que narran acontecimientos relacionados con Cristo, su familia y seguidores y que la Iglesia no ha considerado inspirados por Dios, aunque no hay ninguna duda de que dejaron huella no solo en el arte sino también en la piedad cristiana. Estos textos fueron difundidos y popularizados por la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine[8]. En ellos se cuenta cómo María fue concebida tras el encuentro de sus padres ante la Puerta Dorada de Jerusalén, su consagración a Dios en el templo y su compromiso con san José.

El primer episodio protagonizado por la Virgen narrado en los evangelios canónicos es la Anunciación; es el momento en el que el arcángel Gabriel se presentó ante la joven para anunciarle la buena nueva: “Vas a concebir […] y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús”. Ella se sorprendió ya que “no conocía varón” pero asumió con humildad su misión: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38) (Fig. 2).


Fig. 2. José Montes de Oca. Anunciación. 1738-1739. Oratorio de San Felipe Neri. Cádiz.

Otros acontecimientos cercanos en el tiempo a este son también descritos, como la visita a su prima Isabel o el nacimiento de Jesús —con la adoración de los pastores y los magos— y otros cuantos relacionados con la infancia de Cristo, mientras “conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2,51). Durante el ministerio de Jesús está presente en la Boda de Caná, el primer milagro que manifiesta la gloria de Cristo, en el que convirtió el agua en vino (Jn 2,1-10) y años después aparece junto a la cruz en la que su Hijo murió (Jn 19,25-27).

Tras su dormición (Koimesis) o tránsito (Transitus), fue “asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”[9]. El tipo iconográfico de la Asunción, importado de Flandes, presenta a la Virgen sobre nubes rodeada de ángeles con la vista alzada y los brazos extendidos. Ya en el siglo XIII aparecen representaciones asuncionistas en España —tanto en pintura como en escultura—, comenzando a propagarse rápidamente para seguir subsistiendo, aunque con menor vigencia, hasta finales del setecientos.

2.TOTA PULCHRA ES. ICONOGRAFÍA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

La Virgen María “[…] fue preservada inmune de toda mancha de culpa original”. Estas palabras, proclamadas el 8 de diciembre de 1854 en la bula Ineffabilis Deus por el papa Pío IX, ultimaron el debate sobre el dogma que comenzó en la Edad Media y se vivió con gran intensidad en la España del XVII. Desde que comenzó a cuestionarse esta doctrina, tanto teólogos como artistas buscaron una fórmula que permitiese representar el misterio y que, al mismo tiempo, fuese entendido por todos; pero esta tarea no era fácil, puesto que había que interpretar plásticamente una idea, un concepto abstracto, para el que no existían antecedentes iconográficos. En un principio, se adoptaron temas antiguos, reinterpretándolos para, paulatinamente, crear una nueva imagen, un nuevo tipo que definiría, sin ambages, cómo María fue “sine labe concepta”, concebida sin pecado.

El primero de los argumentos que los teólogos y artistas asumieron como símbolo de la Concepción Inmaculada de María fue el “Árbol de Jesé”. Este tipo iconográfico presenta la genealogía terrenal de Cristo y sus representaciones adaptan la combinación de la descrita por Mateo[10] (1,1-17) y la profecía de Isaías (11, 1 y 10): “Saldrá un vástago del tronco de Jesé y una flor de sus raíces brotará […] Aquel día la raíz de Jesé que estará enhiesta para estandarte de pueblos, las gentes la buscarán, y su morada será gloriosa”. A partir del Renacimiento, comienza a difundirse una derivación simplificada denominada “Escena de los tallos”, en la que los protagonistas son los padres de la Virgen, de cuyos pechos florecen ramas que al unirse se convierten en una flor de la que nace María. Recordemos la que realizó Marcos Sánchez para un retablo de la iglesia parroquial de Becedas (Ávila)[11] (Fig. 3).


Fig. 3. Marcos Sánchez. La Concepción de la Virgen. Siglo XVII. Iglesia parroquial de Becedas (Ávila).

Un nuevo tipo iconográfico que simboliza, de forma más evidente, la concepción de María es el “Abrazo de San Joaquín y Santa Ana ante la Puerta Dorada de Jerusalén”, cuya fuente la encontramos en los evangelios apócrifos de la natividad. En ellos se cuenta que Joaquín, un hombre rico y generoso, fue a entregar sus ofrendas al templo de Jerusalén pero no se lo permitieron porque era considerado maldito por no haber engendrado. Ultrajado, se retiró al desierto y allí permaneció junto a los pastores y sus rebaños hasta que se le apareció el arcángel Gabriel, que le notificó que tendría una hija, hecho que también fue anunciado a Ana, su mujer, que durante todo ese tiempo se lamentaba por no haber podido concebir. Ambos se encontraron ante la Puerta Dorada de Jerusalén y allí se abrazaron regocijados por la buena nueva. La tradición asume que la Virgen fue engendrada tras ese abrazo y beso, sin intervención humana: “ex oculo concepta, sine semine viri”[12], creencia que, si bien era muy popular, no fue confirmada por la Iglesia, aunque la permitió durante mucho tiempo por considerarla un “error no peligroso”.

No obstante, muy pronto la figura de santa Ana se desliga de la de su esposo para simbolizar el misterio y comienza a representarse sentada o de pie y acompañada por su Hija, que puede aparecer junto a ella o sentarse en sus rodillas, mientras que esta sostiene a Jesús Niño, considerándose como trono. Es la llamada “Santa Ana Trina”, imagen que tuvo un gran auge vinculado a su devoción, que es muy antigua, apareciendo ya en el arte occidental en el siglo VIII, y a partir del siglo XIV se inserta en programas iconográficos de claro mensaje inmaculista, siendo muy popular hasta principios del siglo XVII, época que comienza su declive.

 

Estos ensayos para transmitir la doctrina de la concepción sin mancha de María desaparecen y fueron progresivamente sustituidos por la “Virgen Tota Pulchra”, imagen que, tanto teólogos como defensores, creían adecuada para expresar el misterio de la concepción de María. Fue san Bernardo en el siglo XII el primero en relacionar con la Virgen estas loas a la esposa del Cantar de los Cantares: “Tota Pulchra es, amica mea, et macula non est in te” (Ct 4,7) (Toda bella eres, amiga mía, y mancha no hay en ti) y diversos documentos posteriores así lo atestiguan.

Este tipo iconográfico, creado a finales del siglo XV y principios del XVI, muestra a María sola y de pie, flanqueada por los símbolos de su prefiguración, a veces con inscripciones. Estos arma virginis tienen su origen en las letanías, plegarias de intercesión dedicadas a la Virgen en forma de interpelación. Su número es variable, siendo las más habituales el sol, la luna, el jardín o huerto cerrado, el pozo, la fuente, el lirio o la azucena, la torre, la escalera, la puerta, el cedro, el ciprés, la palmera, la rosa, el olivo, la ciudad, el espejo, la estrella de mar, el templo o la nave.

En el campo de la escultura exenta no resulta fácil la incorporación de dichos símbolos aunque sí se realizaron composiciones en relieve, como la que se dispuso en la fachada occidental de la catedral de Mallorca, obra que fue promovida por el obispo Juan Vic y Manrique en 1601 (Fig. 4) y la que aparece en la puerta del Sagrario de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Aracena (Huelva), obra del círculo de Hita del Castillo, del último tercio del siglo XVIII[13].

El Concilio de Trento, en el que se afirmó que la Virgen no había cometido pecado en toda su vida y que no necesariamente se encontraba sometida al original, alentó a los defensores de la pureza de María, que vieron ratificadas sus ideas, marcando un nuevo hito en la representación del misterio. Las imágenes, debido a una mayor demanda, se multiplicaron y comienza a fraguarse la definitiva representación de la Inmaculada Concepción.


Fig. 4. Anónimo. Virgen Tota Pulchra. 1601. Fachada occidental de la catedral de Mallorca.

En la segunda mitad del siglo XVI, esta doctrina va a ser representada por una imagen que combina la iconografía de la “Tota Pulchra” con la Virgen “Amicta sole”, la mujer apocalíptica. San Juan, en el Apocalipsis (12, 1 y 3) narra cómo “una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza […]”. Algunos teólogos relacionaron a esta mujer con la Iglesia, aunque san Bernardo no dudó en interpretarla como una imagen de la Virgen que triunfó sobre el pecado[14].

Ya en la segunda mitad del siglo XVII está fijada definitivamente la iconografía de la Inmaculada. En las composiciones que la representan aparecen de forma similar a como la definió Pacheco en el Arte de la pintura: “Hase de pintar [...] en la flor de su edad, de doce o trece años, hermosísima niña, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísima y rosadas mexillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro [...] Con túnica blanca y manto azul [...] vestida de sol, un sol ovado de ocre y blanco que cerque toda la imagen […]; coronada de estrellas […] Una corona imperial adorne su cabeza [...] Debaxo de los pies la luna que, aunque es un globo sólido, tomo licencia para hacello claro, transparente […]; por lo alto más clara y visible [...] con las puntas abaxo [...] Por último, el dragón, enemigo común, a quien la Virgen quebró la cabeza triunfando del pecado original”[15].

Por tanto, el tipo usual presenta a la Inmaculada ingrávida, rodeada de ángeles, con las manos unidas en oración o cruzadas sobre su pecho, coronada con doce estrellas —número que los teólogos interpretan como las tribus de Israel o los doce apóstoles—, con el cuerpo bañado por una aureola luminosa —que en escultura es representada por una ráfaga que puede ser madera sobredorada o metal dorado o plateado—, y sobre una media luna, que a veces se convierte en una esfera traslúcida con una zona oscura en el arco superior. En ocasiones, algunos artistas la transforman en el globo terráqueo, sobre todo en el siglo XVIII, interpretación que Trens considera inadecuada, aunque para García Mahíques se convierte en un símbolo que sublima a María como “Señora del mundo”[16]. No hay unanimidad entre los artistas para representar la luna en cuarto creciente o menguante, aunque Pacheco, en su tratado, defiende la tesis del jesuita sevillano Luis Alcázar, que en su interpretación del Apocalipsis escribe: “En la conjunción del sol, de la luna y de las estrellas, veo que yerran frecuentemente los pintores vulgares. Pues estos suelen pintar la luna a los pies de la Soberana Señora vueltas sus puntas hacia arriba. Pero los que son peritos en la ciencia de las matemáticas, saben con evidencia que si el sol y la luna están ambos juntos, y desde un lugar inferior, se mira la luna por un lado, las dos puntas de ellas parecen vueltas hacia abajo, de suerte, que la mujer estuviese, no sobre el cóncavo de la luna, sino sobre la parte convexa de ella. Y así debía suceder para que la luna alumbrase a la mujer que estaba arriba”[17].

Si bien los pintores no tuvieron ningún inconveniente para representarla de una forma u otra, los escultores, por simples motivos técnicos, interpretaban como más conveniente disponer la imagen sobre un globo más o menos transparente o en el cóncavo de la luna, aunque algunos, como Pedro de Mena, se arriesgaban a seguir los dictados de los teóricos, lo que confiere a sus imágenes una mayor ingravidez (Fig. 5).


Fig. 5. Pedro de Mena. Inmaculada Concepción. Siglo XVII. Museo de la iglesia de San Antolín. Tordesillas (Valladolid).

También bajo los pies de María puede aparecer el dragón infernal, aunque frecuentemente se reemplaza por una serpiente, símbolo del maligno, que a veces sustenta en sus fauces la fruta prohibida, recordando las palabras del Génesis 3,15: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”. María, por tanto, preservada del pecado original, se convierte así en la nueva Eva, que ha sido impuesta por Dios para subsanar los errores de la primera mujer. Desde antiguo, en numerosos discursos literarios mariológicos medievales aparece el palíndromo Ave/Eva, juego mnemotécnico que, al recordarse y repetirse una y otra vez, iba formando el ideario colectivo en defensa del dogma[18].

En esta definitiva imagen de la Inmaculada Concepción la escultura tuvo un papel decisivo. Ante ellas los fieles rezan o hacen juramentos para defenderla, y además la pueden contemplar en sus calles, en los “Triunfos” que en su honor se erigen, convertidos en hitos urbanísticos al disponer una imagen sobre una gran columna o pilar, captando así la atención del espectador, o en las procesiones y fiestas que se celebran para aclamarla. Si bien, ya en la segunda mitad del siglo XVI se encuentran intérpretes magistrales de dicha iconografía como Juan de Juni, fue la siguiente centuria la que vio nacer las mejores imágenes en manos de artistas tan afamados como Gregorio Fernández, Martínez Montañés, Alonso Cano o Pedro de Mena, cuyos modelos crearon escuela.

Las Inmaculadas de Gregorio Fernández, que se caracterizan por su frontalidad y por la caída severa del manto, en forma triangular, crearon escuela, pero la trascendencia de la obra de Juan Martínez Montañés fue mucho mayor. La imagen que realizó para la catedral de Sevilla —la famosa “cieguecita”— inspiró a numerosos seguidores, que asimilaron con perfección y repitieron constantemente los rasgos que la definen: las manos unidas y desplazadas, la cabeza levemente girada y la mirada baja. Alonso Cano, sin olvidar modelos precedentes, establece un nuevo tipo, que se caracteriza por la original forma romboidal del manto con la que enmarca sus figuras, disponiéndolo sobre uno de los hombros y recogiéndolo en la cintura, formato que sigue tanto en sus obras escultóricas como pictóricas. Con la Inmaculada que proyecta para el facistol de la catedral granadina en 1655, bellísimo ejemplar con el que alcanza la plenitud como artista, crea un canon difícil de superar. El espíritu de sus obras permanece en su discípulo Pedro de Mena que, aun con la impronta recibida de su maestro, formaliza nuevas variantes iconográficas.