Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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4.2.2.El desarrollo de los obradores de escultura durante la primera mitad del siglo XVII

Los hermanos Antonio (†1647) y Andrés de Paz (†1666) sobresalieron en el ejercicio de su actividad artística durante buena parte de la primera mitad del siglo XVII, Andrés como ensamblador y Antonio como escultor, llegando a ser uno de los maestros de mayor importancia en la ciudad. Antonio de Paz trabajó la piedra y la madera, y en él es patente el influjo de Gregorio Fernández y de Esteban de Rueda. Destacó en el género de la escultura funeraria, realizando sepulcros tanto de tipo yacente —los sepulcros de los Corrionero para su capilla en la catedral de Salamanca, estipulados en 1629— como orante —el sepulcro de fray Pedro de Herrera en la sacristía del convento de San Esteban, fechado por inscripción en 1630—. Y también fue un artista muy reclamado en su faceta como escultor de la madera, en la que solía colaborar con su hermano cuando se trataba de realizar el programa iconográfico destinado a un retablo. Así debió suceder cuando Andrés contrató en 1628 el que iba destinado a la capilla del doctor Antonio Almansa, canónigo de la catedral. Las dos esculturas que se exhiben bajo la advocación de Santiago y Santa Teresa deben ser de su hermano Antonio, quien sigue de cerca el modelo que Gregorio Fernández había difundido para representar a la santa carmelita, inspirándose en la del Carmen Calzado de Valladolid, si bien con variantes. Como es habitual, está representada como doctora, con el libro y una rama florecida en sustitución de la pluma[182].

En 1621 se le adjudicó al ensamblador Antonio González Ramiro y al escultor Antonio de Paz la ejecución del desaparecido retablo de la iglesia parroquial de San Martín, en Salamanca, que no se concluyó hasta 1635, y del que Rodríguez G. de Ceballos y Casaseca llaman la atención por el cúmulo de artífices de primer orden que se dieron cita en el mismo, y que sin duda aprovechó nuestro artista para su propia formación. La traza del conjunto fue ideada por Juan Gómez de Mora en 1621 a tenor de su estancia en la ciudad con motivo de las obras de la Clerecía, y el relieve de san Martín se contrató con Esteban de Rueda en 1624.

En 1644 contrató la escultura del imponente retablo mayor del convento salmantino de Sancti Spiritus, cuyo ensamblaje corrió a cargo de Antonio Martín. El conjunto está destinado a la exaltación de la vida del apóstol Santiago como protector de los españoles —habida cuenta que el templo pertenece a las comendadoras de Santiago— a través de los relieves que conforman el conjunto: la degollación de Santiago, la recepción de su cuerpo por la reina Tota, la aparición del Señor al apóstol antes de una batalla o la venida de la Virgen del Pilar de Zaragoza en presencia del santo en su iconografía como matamoros. En las hornacinas del primer cuerpo escoltan las efigies de san Pedro y san Pablo. Este ofrece unos cabellos y barbas ensortijados que responden claramente al influjo de Esteban de Rueda, aunque se hace necesario igualmente emparentar el tipo con Gregorio Fernández. No obstante, nuestro artista se distingue por la esbeltez que da a sus figuras, como se evidencia en el gran relieve central que se dedica al titular[183].

La obra del maestro se proyecta lejos, pues en 1639 le encargan una figura de santa Teresa para la catedral de León, donde de nuevo repite el tipo de Fernández; ha sido calificada como una de las obras más perfectas que salieron de su mano, hasta el punto de haberse adscrito a la producción de Gregorio Fernández en su última etapa. Aunque son evidentes las relaciones que tiene con la que hizo para la catedral nueva de Salamanca, al ser también la representación de una mujer madura con la expresión de boca anhelante y pupilas muy levantadas, según comentan Ceballos y Casaseca, difiere de aquella en el mayor vuelo y complicación del manto y los quebrados pliegues que indujeron a asignar la pieza a la gubia de Fernández.

Al final de sus días será reclamado por el convento trujillano de San Francisco (Cáceres), para el que hace una preciosa Inmaculada Concepción (Fig.19), donde sigue muy de cerca el tipo fernandesco. La obra fue contratada en marzo de 1647 junto a otra amplia serie de esculturas que no se han conservado: un san Clemente Papa vestido de pontifical y una santa Ana con la Virgen niña en brazos, de cuerpo entero y tamaño natural, además de dos tallas de medio cuerpo con las representaciones de san Antonio de Padua con el Niño en brazos y santa Teresa con el libro en la mano y una pluma en la otra[184].


Fig. 19. Antonio de Paz, Inmaculada, 1647. Trujillo (Cáceres), iglesia de San Francisco.

Jerónimo Pérez de Lorenzana (c.1570-doc.1646) desarrolla su actividad en el primer cuarto del siglo XVII. Ceballos y Casaseca han documentado que nace hacia 1570 en Alba de Tormes, desde donde se trasladaría a Salamanca en 1615 para instalar su obrador en las inmediaciones de la plaza Mayor, donde sabemos que tuvo varios aprendices. De su biografía conviene resaltar las segundas nupcias que estipuló con la salmantina Catalina de Robles y el hijo que nació de esta unión hacia 1621: Bernardo Pérez de Robles, escultor como su padre[185].

La obra que se ha conservado de Jerónimo Pérez es más bien escasa y, pese a todo, se puede caracterizar diciendo que se trata de un escultor de segunda fila; su técnica es tosca y su estilo mediocre, aunque se mueve dentro de los cauces que marcan el tránsito del manierismo de receta de finales del Renacimiento al incipiente naturalismo. Careció de la importancia de Antonio de Paz, y fue superado con creces por su hijo en la segunda mitad de la centuria de mil seiscientos.

En la actividad del escultor hay que citar los trabajos que hace en colaboración con Antonio de Paz. Así, en 1637 trabaja en la iglesia de las Agustinas de Salamanca, para la que hace los capiteles y cuatro relieves con las Virtudes Cardinales, tan afines a Paz que es incuestionable la colaboración de los dos maestros. También hay que citar la escultura que hizo nuestro artista para el retablo mayor de la iglesia de Santiago de la Puebla, dedicado al patrono de España.

No obstante lo dicho, el taller de Jerónimo Pérez fue bastante reclamado en su momento, llegando incluso a trasladarse a Medina del Campo en 1642 para atender las demandas del obispo de Oviedo don Bernardo Caballero de Paredes, quien le encarga la ejecución de cuatro figuras, dos de piedra y dos de madera, destinadas a su capilla situada en la iglesia mayor de San Antolín de aquella localidad vallisoletana, trasladadas con posterioridad al templo de monjas agustinas recoletas —del que era patrono el obispo— y que hoy ocupan los frailes carmelitas descalzos. Una de las figuras de piedra es el bulto funerario del obispo, donde es patente la versatilidad del artista[186].

Después de Antonio de Paz, Pedro Hernández (c.1580-1665) fue el artista más cotizado por la clientela salmantina, aunque su obra ofrece menos calidad al ser más discreta. Nacería en la década de 1580, y murió siendo muy anciano, cumplidos los ochenta años, en 1665. Debió iniciarse como artista en el taller que su padre, del mismo nombre, tenía abierto en Salamanca, dedicado a tareas de ensamblaje y carpintería. Independizado del obrador familiar, el suyo debió ser importante al decir de los aprendices que se le conocen, y que llegaron a alcanzar el grado de maestría: Miguel García (1619), Gabriel de Rubalcava (1628) o Juan de Paz (1630), sobrino de Antonio de Paz.

Desconocemos con quién se formó el artista[187]; su estilo parte de un manierismo bastante atemperado y evoluciona hacia un franco naturalismo barroco, fruto sin duda de sus contactos con Valladolid. A la ciudad del Pisuerga tuvo que desplazarse en varias ocasiones en 1619 al objeto de tomar como modelo la Inmaculada Concepción que Gregorio Fernández había hecho para el convento de San Francisco, y utilizarla como referente para la que había contratado con la Cofradía de la Vera Cruz, y que terminó fabricando, no obstante, el propio Fernández ante los retrasos que Pedro Hernández provocó en su entrega. El impacto que tuvo la obra del maestro vallisoletano hizo que la Cofradía de la Inmaculada, radicada en el convento salmantino de San Francisco el Real, le encomendara en 1622 la ejecución de la imagen titular con la premisa de imitar en todo punto la obra fernandesca de la Vera Cruz salmantina: “ymite en el rostro a la que está en dicho convento y en lo que toca al ropaxe conforme a la que está en la iglesia de la Cofradía de la Cruz”. Junto a Valladolid, en la conformación de su estilo también debió ser importante el conocimiento que tenía de la obra de Esteban de Rueda y Antonio de Paz.

Su amplia producción —más documentada que conservada— se inicia en 1610, con el Ángel de la Guarda que concertaron los oficiales de la Audiencia Real de Salamanca para el altar que poseían en la iglesia de Sancti Spiritu, donde se conserva. La obra es de sabor manierista, y sirvió de prototipo para otras muchas que realizó sobre el mismo tema (iglesia de Villanueva de Figueroa —1614—, San Miguel de Arcediano —1619—, etc.). Del año 1621 es la imagen de santa Ana con la Virgen Niña de la iglesia de Los Villares de la Reina, y de 1623 el san Antón de Zarapicos, obra en la que el escultor demuestra su aprendizaje en Valladolid. Encargo de mayores vuelos fue el que tomó en junio de 1624 para hacer un Santo Entierro de piedra para la iglesia salmantina de San Cristóbal, donde aún permanece (Fig.20). Descuella la figura de Cristo al ser lo más cuidado del conjunto, esculpido con finura y un eficaz naturalismo que le acerca a los Cristos yacentes de Gregorio Fernández. En su composición debió basarse en algún grabado, pues se trata de un tema muy frecuente en el siglo XVI. Cinco años más tarde se obligó a hacer una figura de Cristo con la cruz a cuestas para la ermita de su cofradía en Descargamaría, donde asimismo se conserva. Para el obispado de Plasencia también realizó los relieves del retablo mayor de Santa María de Béjar, las esculturas del mayor de Puerto de Béjar —donde destaca la Asunción de María (1628)—, y un san Marcos para La Garganta (Cáceres) del que solo existe constancia documental[188].

 

Fig. 20. Pedro Hernández, Santo Entierro, 1624. Salamanca, iglesia de San Cristóbal.

Juan Rodríguez (c.1610/15-c.1675) es un escultor natural de Salamanca cuya formación debió transcurrir en Valladolid, para desembocar seguidamente en una etapa importante de su trayectoria artística que también desarrolla en la ciudad del Pisuerga antes de asentarse definitivamente en Salamanca en 1661, reclamando tal vez el fruto de las relaciones artísticas que siempre mantuvo con su tierra natal[189]. En Valladolid estuvo relacionado, como documentaba el profesor Urrea, con el escultor Antonio de Ribera. Y fue allí donde contrajo matrimonio con Mariana de Oviedo (†1654) en 1636, unión de la que al menos nació una hija llamada Teresa[190]. Su obra fue muy demandada en varias ocasiones por una distinguida clientela vinculada a la Orden del Carmelo.

En Valladolid va a seguir un estilo donde se evidencia la huella de Fernández, que, por otra parte, era lo que demandaban los clientes aun después de los años transcurridos desde su fallecimiento, si bien Juan Rodríguez sobresale por el sentido más ornamental, movido y también claroscurista de su plástica. Fruto de su vinculación con la Orden del Carmelo, heredada probablemente del maestro, será la obra que realiza a mediados del siglo XVII para el convento de San José, de MM. Carmelitas Descalzas, de Medina de Rioseco; destaca la imagen de santa Teresa destinada a la iglesia, donde sigue el modelo creado por Fernández para el convento del Carmen Calzado de Valladolid (hoy conservada en el Museo Nacional de Escultura)[191]. En Valladolid también trabajó para diversos conventos y parroquias; citemos la talla que contrató en 1657 para el retablo mayor de Berceo (Valladolid), o las esculturas de Jesús y María que hizo en 1658 para el convento de esta misma advocación antes de regresar a Salamanca, y en clara referencia al tema de la Sagrada Familia tan demandado por la Contrarreforma[192].

Juan Rodríguez debió trasladarse a la ciudad del Tormes en 1661, después de firmar en Valladolid el concierto para ejecutar los relieves del Nacimiento y la Epifanía para la portada principal de la catedral Nueva (Fig.21). En ambos conjuntos se muestra como un fiel seguidor de las corrientes vallisoletanas procedentes de Gregorio Fernández, del que derivan sus paños, aunque movidos por un mayor barroquismo; de hecho, en el contrato que estipula en 1661 se hace constar que “el ropaje ha de ser volado y laborado con mucho aire, imitando el paño de Gregorio Hernández”[193]. En la catedral salmantina, Juan Rodríguez también interviene en la portada del Evangelio (de Ramos). Su estilo representa una fase más evolucionada en cuanto al barroquismo; su arte es más movido y los pliegues más alatonados, más incisos y, por tanto, de un mayor claroscuro.


Fig. 21. Juan Rodríguez, relieves de la Epifanía y el Nacimiento, 1661. Salamanca, catedral nueva, portada principal.

En 1674 contrató, en compañía de Juan Petí, escultor vecino de Salamanca vinculado a su entorno, la escultura del retablo mayor de la Clerecía, que hay que entenderlo como pieza clave en el desarrollo del Barroco en la provincia y, sobre todo, en la propia ciudad salmantina, precedente inmediato de la obra de los Churriguera[194]. Cuatro potentes columnas de orden gigante y salomónico enmarcan en las calles laterales las figuras de los Doctores Máximos, y ensalzan al centro el gran relieve con la Venida del Espíritu Santo. Desde el ático preside la aparición de la Virgen a San Ignacio de Loyola. Todo ello, bajo la obra del maestro arquitecto Juan Fernández. A comienzos de 1673, Juan Rodríguez se hará cargo de las esculturas destinadas a los retablos colaterales de la Clerecía, contratados un año antes que el retablo mayor[195].

4.2.3.La singularidad de Bernardo Pérez de Robles (1621-1683): un escultor entre las ciudades de Lima y Salamanca

El taller del escultor Bernardo Pérez de Robles será el encargado de aglutinar y atender las demandas de la clientela salmantina avanzada la mitad del siglo XVII. En esta ciudad nace, en el año 1621, fruto del matrimonio que Jerónimo Pérez de Lorenzana (c.1570-c.1642), escultor natural de Alba de Tormes, formó en segundas nupcias con Catalina de Robles. Su formación debió tener lugar en el obrador paterno, un artista sin embargo de medianos vuelos, a quien superará ampliamente su hijo Bernardo. En este confluye la circunstancia especial de haber sido uno de tantos aquellos aventureros que embarcaron rumbo a Indias en busca de fortuna, adquiriendo por tanto la condición de indiano o perulero, según la designación que entonces se empleaba para referirse a los que marchaban a Indias y sobre todo al Perú[196].

Una de las primeras noticias que tenemos sobre el artista nos permite documentar el trabajo que realizaba en 1637 dentro del taller paterno y formando parte del equipo de escultores y canteros encargados de esculpir los capiteles y otros trabajos pétreos destinados a la iglesia de las Agustinas recoletas de Salamanca[197]. Poco después se documenta en Perú la estancia de un Bernardo de Robles y Lorenzana como vecino de Lima en 1644, tras haber pasado un tiempo indeterminado en Sevilla —ciudad a la que es posible que llegara hacia 1642— tratando de lograr la licencia de embarque. En la ciudad limeña contrajo matrimonio con doña Ana Jiménez de Menacho —hija de un proveedor de carne en Lima—, unión de la que nacieron seis hijos, uno de los cuales continuó la profesión paterna, José Pérez de Robles[198].

Bernardo Pérez de Robles desarrolla en América una amplia labor como escultor, donde llega a convertirse en un especialista en la talla de los Crucificados. Hasta los años finales de la década de 1990, tan solo teníamos referencia de la bella imagen de la Inmaculada de la catedral de Lima, que laboró en 1655 junto al resto de esculturas y relieves del retablo de su capilla, y del Cristo de la Vera Cruz que hizo para la iglesia de Santo Domingo en Arequipa en 1662, donde se conserva[199]. Gracias a los recientes trabajos de Rafael Ramos Sosa, este catálogo se ha visto notablemente ampliado con los Crucificados de los monasterios de Santa Clara y de Ntra. Sra. del Prado, ambos en Lima, realizados hacia mediados del siglo XVII, y que le atribuye[200], además del que se conserva en el templo de la Compañía de Jesús en Ayacucho (Perú)[201]. Ramos Sosa intuye que nuestro escultor también debía dedicarse a algún negocio con pingües beneficios que le llevaría a recorrer los Andes. Tal circunstancia le permite explicar su traslado hasta Arequipa para realizar en 1662 el antes citado Cristo de la Vera Cruz para la iglesia de Santo Domingo. Junto a esta especialidad como escultor de Crucificados se une una amplia producción como imaginero, en la que descuella la imagen de san Francisco conservada en el monasterio limeño de Santa Clara[202], entre otras obras.

Bernardo Pérez de Robles regresará a España hacia 1670, adoptando de forma definitiva este nombre con el que va a ejercer su actividad en la ciudad de Salamanca tras ingresar como hermano terciario franciscano. Como ofrecimiento, en 1671 hizo varias imágenes para el convento salmantino de San Francisco, de las que se conserva el Cristo de la Agonía (Fig.22). El artista debió traer consigo esta admirada talla desde el otro lado del Atlántico; está fabricada en costoso nogal americano, razón por la que probablemente no se encarnó.


Fig. 22. Bernardo Pérez de Robles, Cristo de la Agonía, 1671. Salamanca, convento de San Francisco.

La crítica histórico-artística —D. Manuel Gómez Moreno y su hija María Elena[203]— ha subrayado la influencia de Martínez Montañés que se percibe en la obra, lo que viene a corroborar la estancia que hizo en Sevilla antes de embarcar rumbo a América. También debió ver las obras que se conservan en Lima procedentes del obrador del dios de la madera. De este deriva la esbeltez de las proporciones, la angostura de las caderas, junto a la serenidad del rostro, que conserva una imperturbable paz, a pesar de no tratarse de un Cristo muerto sino aún vivo, antes de entregar el espíritu al Padre en medio de atroces tormentos, según describe Rodríguez de Ceballos[204]. Pero la vigorosa insistencia —continúa describiendo el padre Ceballos— en el modelado anatómico de músculos, tendones y venas, que se resalta aún más por la ausencia de policromía, el hundimiento del vientre, lo que viene a subrayar mucho el arco torácico, junto a la pronunciada torsión del tronco en contrapposto con las piernas, lo alejan de los modelos montañesinos. El paño de pureza también va tallado en amplias curvas y abundantes y arremolinados pliegues, que no dejan ver la típica triangulación montañesina. Pende el perizoma de una cuerda ceñida con fuerza. La cabellera y la barba se disponen en finas guedejas muy onduladas y terminadas en punta, tal vez como recuerdo arcaizante de las que se hacían en Salamanca a comienzos del siglo XVII por parte del obrador de los maestros de Toro, según se ponía de manifiesto en el citado retablo desaparecido de Peñaranda de Bracamonte.

De la producción del artista cabe citar también las esculturas que hizo en 1667 destinadas al retablo mayor de la iglesia parroquial de Los Villares de la Reina: desde el ático domina el todo la imagen de un Crucificado en el que es evidente una mayor influencia del arte castellano, escoltado a ambos lados por dos arrebatados ángeles y en los costados del primer cuerpo por san Pedro y san Pablo, con el titular san Silvestre en el centro[205]. También se conserva de su mano la bella imagen de san Pedro de Alcántara que hizo para la catedral de Coria (Cáceres), y que ya estaba terminada en 1676[206].