Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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3.4.Discípulos y coetáneos de Gregorio Fernández

El amplio reclamo de la producción escultórica del maestro explica la dispersión de la misma y la influencia que va a ejercer en las provincias limítrofes e incluso más alejadas, cual es el caso, por ejemplo, de la zona portuguesa[151]. En España, el área de influencia del maestro se ramifica desde el epicentro vallisoletano hasta Toro y Salamanca, Madrid, Navarra, País Vasco, el conjunto de Castilla-León, Galicia, Asturias, Extremadura y Portugal, Valencia, etc. En Oviedo trabaja Luis Fernández de la Vega tras formarse en el taller vallisoletano del maestro; recordemos la capilla de los Vigil en la catedral. Los ecos en la zona vasco-navarra se explican por las obras existentes del maestro, algunas de ellas ya perdidas. Destacan los retablos de los monasterios de Aránzazu y de los Franciscanos de Eibar, aunque en Navarra siempre pesó la influencia del romanismo de Juan de Anchieta hasta bien entrado el siglo XVII[152].

Asimismo, la huella de Gregorio Fernández se dejó sentir ampliamente en Castilla a través de sus discípulos y colaboradores, y de las numerosas obras que salieron del taller con los destinos más diversos, aunque en realidad no tuvo ningún discípulo o epígono con una personalidad fuerte e independiente. Entre sus coetáneos se encuentra el escultor Pedro de la Cuadra (†1629), quien evoluciona desde el romanismo manierista hasta recoger “del maestro lo puramente formal”, pues “sus figuras adolecen siempre de una cierta tosquedad”[153], visible en una producción tan amplia como desigual, en madera y alabastro.

Entre sus discípulos cabe destacar al escultor palentino Agustín Castaño (c.1585-1620) y también a su hijo Juan María Castaño, con obra documentada tanto en Valladolid como en Plasencia; al segoviano Juan Imberto (c.1580-1626)[154]; Andrés Solanes (c.1595-1635)[155]; o Manuel Rincón (c.1593-1638), el hijo de Francisco Rincón, de cuya tutela se hizo cargo el maestro y bajo cuyo magisterio aprendió el oficio de escultor que le facultó para realizar, entre su escasa producción conocida, la figura de san Blas para la iglesia placentina de San Martín, de 1637[156]. Mucho más independiente, aunque influido por Fernández, será el escultor Francisco Alonso de los Ríos (c. 1583-1660); padre del también escultor Pedro Alonso de los Ríos (1641-1720), que se instala en la corte.

3.5.Valladolid después de Gregorio Fernández

Durante el segundo y último tercios del siglo XVII, la trascendencia de Gregorio Fernández continúa latiendo en los escultores y —sobre todo— en los clientes, que siguen solicitando copias de obras del maestro, aunque ahora las tallas se enriquecen en cuanto a pliegues fruto del camino que se ha iniciado hacia la consecución de un mayor barroquismo. Los gestos se hacen más discursivos y los perfiles más abiertos. En el plegado se produce una multiplicación en las dobladuras de un modo cada vez más convencional, lo que implica cierto amaneramiento. Esta tendencia se mantendrá hasta bien entrado el tercer tercio del siglo XVII, en que las dobleces empiezan a quedar relegadas a la zona inferior de las vestiduras, simulando el efecto de choque contra el suelo. El nuevo siglo se abrirá con una suavización en los pliegues, redondeados, sin renunciar a la presencia de algunas angulosidades.

Procedente de Salamanca, donde se estudiará, labora el escultor Juan Rodríguez (c.1610-c.1675) siguiendo los tipos de Fernández, aunque ya con un sentido más ornamental. La procedencia del escultor Francisco Díez de Tudanca (1616-1684) la sitúa García Chico[157] en el pueblo cántabro de Tudanca, de donde Fernández del Hoyo afirma que debía ser su familia al documentar que en realidad se trata de un artista nacido en Valladolid[158]. Debió formarse en el entorno de Gregorio Fernández, cuya influencia es manifiesta en su obra, pero, al decir de Martín González, se trata de un escultor poco inspirado que, no obstante, gozó de una gran fama en Valladolid y sabemos que fue maestro de numerosos discípulos. Aunque tiene una intensa actividad, destacan especialmente sus imágenes de Cristo del Perdón, cuya iconografía materializó en el que hizo para el vallisoletano colegio de Trinitarios Descalzos, hoy en el Museo Diocesano (anterior a 1664); y sus diversas intervenciones en pasos destinados a la Semana Santa: para Medina de Rioseco contrató en 1663 el paso del Descendimiento —que ya hemos visto— aceptando que fuera copia puntual del original de Gregorio Fernández; en Valladolid se conserva el paso del Azotamiento que hace en 1650 junto al escultor Antonio Ribera, y para León también ejecutó diversos pasos[159]. En relación con la iconografía del Cristo del Perdón hay que poner la homónima escultura que Bernardo Rincón (†1660), hijo de Manuel y nieto de Francisco Rincón, hizo para la iglesia vallisoletana de Santa María Magdalena en 1656 (Fig.16)[160]. A la órbita de seguidores de Gregorio Fernández también pertenece José Mayo, escultor oriundo de León, quien trabaja a comienzos de la década de 1670 en los retablos-relicarios de la colegiata de Villagarcía de Campos[161]. El taller de Alonso Fernández de Rozas (c.1625-1681, Oviedo?) pone de relieve el modo en que los modelos de Fernández siguen inspirando, hasta la extenuación. Su hijo José de Rozas (1662-1725) será el continuador del obrador y el encargado de pilotar el tránsito hacia la centuria siguiente, con formas más dulces y suaves. Juan Antonio de la Peña (c.1650-1708) procede del obispado de Mondoñedo, de donde se traslada a Valladolid atraído por su actividad. Su obra más importante es el Cristo de la Agonía, que contrata en 1684 para la vallisoletana Cofradía penitencial de Jesús Nazareno por la cantidad de 900 reales. Se trata de una de las escasas figuras del Crucificado que está en fase de agonía, y que se conservan en Castilla, donde predomina el Cristo ya muerto[162].


Fig. 16. Bernardo Rincón, Cristo del Perdón, 1656. Valladolid, iglesia de Santa María Magdalena.

Los Ávila constituyen otro linaje importante de escultores. El estilo de Juan de Ávila (1652-1702) se mantiene anclado en las austeras formas castellanas derivadas de la tradición que iniciara Gregorio Fernández, y que él lleva a una extrema rigidez; formas que superará su hijo Pedro de Ávila, quien abre ya el camino hacia el siglo XVIII. La trayectoria de Juan de Ávila se inicia en 1680 con el contrato de uno de los últimos pasos procesionales, el del Despojo, hoy en el Museo Nacional de Escultura, y de autoría compartida con Francisco Alonso de los Ríos. En 1692 concierta seis figuras para el retablo mayor de la iglesia de San Pedro, en Lerma, en donde descuella la imagen de san Pedro en Cátedra por las similitudes que presenta con el mismo tema ejecutado por Gregorio Fernández para el convento de Scala Coeli del Abrojo (algo posterior a 1620), y hoy custodiado en el Museo Nacional de Escultura[163]. Al círculo de los Ávila se adscribe el grupo con el Tránsito o Muerte de San José, conservado en el hospital de la Piedad de Benavente (Zamora) y fechado a fines del siglo XVII; se trata de un tema que no es muy frecuente en pintura e insólito en escultura. La amplitud y la teatralidad con la que se concibe, casi procesional a pesar del punto de vista frontal, dotan al grupo de un carácter extraordinario dentro de la imaginería barroca castellana[164].

4.EL DESARROLLO DE LA ESCULTURA EN TORO Y SALAMANCA
4.1.Los talleres toresanos
4.1.1.Introducción

La provincia zamorana se descubre durante el siglo XVII como un entorno muy proclive a la escultura, y en ella prenden centros que descuellan con luz propia, como es el caso de Toro. Entre los escultores que destacan en la etapa finisecular del siglo XVI se encuentra Juan de Montejo (†1601), quien nacería hacia mediados de la centuria de mil quinientos en Salamanca para trasladarse, hacia la década de 1570, a Fuentesáuco y Zamora, desde donde realiza una abundante obra para todo el obispado, incluida la vicaría de Zamora. La fama de su taller pronto se proyectó más allá de los estrechos límites diocesanos, de modo que en la última década del siglo XVI será llamado a Salamanca, Alba de Tormes o Medina del Campo. La obra de Juan de Montejo prepara sin duda el camino que luego habrán de seguir los grandes maestros de la Escuela de Toro[165]. Coetáneo de Montejo fue el escultor norteño Juan Ruiz de Zumeta (doc. 1585-c.1618), activo en Zamora en las últimas décadas del siglo XVI y autor del Cristo de la Buena Muerte, encargado por Juana Hidalgo para el convento de Franciscanos Descalzos y conservado hoy en la iglesia de San Vicente Mártir, con evidentes signos manieristas, como es la corona de espinas tallada en la cabeza, y una calidad excepcional[166].

4.1.2.La llamada “Escuela de Toro”: Sebastián Ducete (1568-1619) y Esteban de Rueda (1585-1626), escultores entre el Manierismo y el Barroco

Es muy interesante la evolución historiográfica que ha experimentado el taller de Toro y su progresivo conocimiento a cargo de la crítica histórico-artística. Don Manuel Gómez Moreno fue el primero en reparar sobre un grupo de esculturas de esta localidad zamorana “muy afine de Gregorio Fernández”[167]. Su hija María Elena Gómez Moreno dio en llamar Escuela de Toro a la compañía artística formada por los escultores Esteban de Rueda y Sebastián Ducete[168]. Navarro Talegón contribuyó a la definición del taller en 1979[169] y 1980[170]. Y en 2004, Vasallo Toranzo publicó la monografía definitiva sobre ambos artistas[171]. El problema, ya superado, que presentaba la producción de ambos escultores subyacía en el trabajo en común que desarrollaron tras ingresar Esteban de Rueda en el taller de Sebastián Ducete en 1598 como aprendiz, y alcanzar el grado de maestría en 1604[172], de lo que se infiere un trabajo en común que hacía difícil delimitar la actividad.

 

Sebastián Ducete nació en el seno de una vieja familia de escultores toresanos, bien capacitados para el ejercicio de la profesión a raíz de la larga trayectoria que ya entonces tenía el obrador, y cuyas últimas ramificaciones se produjeron tras emparentar el entallador Pedro Díez con el imaginero Juan Ducete el Viejo (c.1515-c.1583), a raíz de su matrimonio con Beatriz Díez, hija de aquel, y del que nacieron Pedro Ducete y Juan Ducete el Mozo (1549-1613). El nacimiento de Sebastián, hijo de Pedro Ducete, coincidió con la expansión del taller de su abuelo y el inicio de sus hijos como oficiales en el mismo, responsables de una interesante producción romanista durante la segunda mitad del siglo XVI, que vino a remediar en parte el declive experimentado por el ambiente escultórico debido a la influencia de los pintores[173].

Ducete es un escultor que se revela —durante su primera etapa, comprendida entre 1593 y 1608— claro seguidor de Juan de Juni[174], y prefiere un manierismo vivaz frente a la congelada poética del romanismo castellano. Sus tipos derivan de los junianos y también de las estampas manieristas en boga. El resultado, representaciones con un marcado carácter popular que buscan la cercanía con el fiel, combinadas con otra serie de esculturas más idealizadas, con desnudos de gran belleza. En ambos casos, el tratamiento mórbido de la carne es evidente, descartando ya la descripción de músculos, huesos y tendones tan del gusto de la escultura romanista, como bien señala Vasallo Toranzo. En cuanto a los paños, juega de forma aleatoria con el plegado, que nunca es estereotipado, y ello le conducirá hacia la búsqueda —ya en una segunda etapa— de pliegues muy facetados y de gran dureza[175].

En la segunda década del siglo XVII (etapa comprendida entre 1609 y 1620) se producen en el taller de Toro una serie de cambios que conducen la escultura de Sebastián Ducete y Esteban de Rueda hacia el naturalismo. De un modo progresivo, las figuras adquieren mayor monumentalidad, ponderación en los movimientos, se experimenta con un nuevo tratamiento en los paños, y se aligeran de figuras las composiciones. Esta serie de cambios no puede explicarse por la participación de Esteban de Rueda en el taller, quien había estado contractualmente subordinado a Ducete hasta 1612. Y es poco probable que Esteban de Rueda hubiera trabajado fuera del obrador en el que se había formado. Es más posible que dicho cambio viniera inducido por el propio Sebastián Ducete, alentado tal vez por su discípulo y socio después. Y es probable que en todo ello jugaran un papel decisivo los contactos que establecen con Valladolid entre 1611 y 1612, aunque nunca negaron su marcado ascendiente juniano. Buen ejemplo de lo que decimos es la escultura de san Francisco Javier conservada en la colegiata de Villagarcía de Campos, de 1619, o el Ángel Custodio de la iglesia toresana de la Santísima Trinidad (Fig.17), donde se pone de manifiesto el tratamiento plástico del plegado al que antes hacíamos referencia. Estas obras constituyen un claro precedente para los monumentales bultos redondos del desaparecido retablo mayor de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca, 1618).

La influencia vallisoletana también justifica el nuevo tratamiento de los relieves, donde las figuras principales se adelantan al primer plano y se elimina todo lo superfluo. Sin embargo, y a pesar de esa serie de contactos con Valladolid, los escultores de Toro siempre mantuvieron indeleble una de las características más importantes de toda su producción: el desenfado y desenvoltura en las actitudes, junto a una evidente movilidad en las imágenes que las alejan de la severidad vallisoletana y nos permiten hablar de una alegría de vivir en su expresión. En el período siguiente esta característica alcanzará su plena dimensión, y se materializará sobre todo en las imágenes de Niños Jesús y en los ángeles que sirven de trono y acompañan a la Asunción de la catedral nueva de Salamanca (Fig.3).

Otra de las características de los maestros de Toro será el tratamiento de los plegados, a los que ya nos hemos referido. Los ensayos que había hecho Sebastián Ducete en la primera etapa dan sus frutos en 1611 con un tipo de pliegues que se caracterizan por la descomposición de las telas en múltiples facetas, según se evidencia en el Cristo a la columna de la iglesia burgalesa de San Gil. Estos pliegues evolucionarán hacia formas más amplias, como es evidente en el Ángel Custodio de la Trinidad de Toro (Fig.17) que ya hemos visto; se trata de un tipo de plegado con grandes oquedades, a base de aristas cortantes y angulosas, que crean un profundo y singular claroscuro[176].


Fig. 17. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda, Ángel Custodio, c. 1610-1620. Toro (Zamora), iglesia de la Santísima Trinidad.

La muerte de Sebastián Ducete (†1619) cierra la etapa más prolífica del taller de Toro, y abre una nueva en la que Esteban de Rueda actuará de un modo más libre y evolucionará hacia una sensibilidad más moderna y barroca una vez terminados los encargos que su maestro dejó sin concluir, elaborando modelos propios donde singulariza su progreso hacia el naturalismo. En 1618 ambos maestros contrataban el retablo mayor de la iglesia parroquial de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca) —desaparecido en el incendio que asoló la iglesia en 1971—, que Esteban de Rueda hubo de realizar en solitario materializando una traza ideada por él y su maestro. La arquitectura del conjunto le fue encomendada al ensamblador salmantino Antonio González Ramiro. Sorprende la maestría que despliega Rueda en los bultos redondos del retablo. Se recrea en las actitudes sinceras, alejado ya de las huecas torsiones, los exagerados contrappostos o las elegantes ondulaciones manieristas.

La ulterior evolución de Esteban de Rueda la podemos ejemplificar con la obra de la Asunción de la catedral de Salamanca, que contrata en 1624 (Fig.3) y que viene a ser una excelente muestra de la dirección que toma hacia un estilo mucho más ponderado y sosegado en los años finales de su carrera. Rueda abandona todo tipo de efectismos manieristas para centrar la atención del espectador en la escultura de la cabeza y las manos, espejos de una sentida religiosidad. Aunque la semejanza con el tipo creado con Fernández para las Inmaculadas es evidente, hay que tener en cuenta que, frente al perfil piramidal de aquellas, Rueda impone en la Asunción salmantina uno más ahusado y redondeado; el rostro es menos ovalado e infantil, y las manos no se disponen juntas en actitud de oración, sino abiertas e implorantes con las palmas hacia arriba[177].

Una de las obras maestras de Esteban de Rueda es el grupo de Santa Ana, la Virgen y el Niño que ejecuta en el primer tercio del siglo XVII y se conserva en la iglesia de Santa María, en Villavellid (Valladolid) (Fig.18). Sin duda, es uno de los conjuntos escultóricos más importantes conservados en la provincia vallisoletana, y obra de singular importancia dentro del panorama de la escultura barroca española, tanto por la técnica como por la forma de agrupar las figuras, la familiaridad que se desprende de las expresiones, y la rareza de este tipo de composiciones. El artista ha sabido muy bien captar el juego y la ternura de una escena íntima en la que se insiste en la escenificación de la genealogía de Cristo, de la que están ausentes san Joaquín y el propio san José. Interesa destacar la expresión del Niño, con su mueca entre alegre y triste, que presagia su trágico destino; o el rostro ensimismado de María, que anuncia la futura tragedia. También destaca el contraste entre la joven maternidad de la Virgen y la de santa Ana, caracterizada por sus profundas arrugas; es evidente el modelo que sigue el escultor a partir de la obra de Juan de Juni, con acento en la morbidez de la carne. El plegado se caracteriza por múltiples quebraduras, que se tornan en formas más amplias en el caso de María. En toda la escena hay un evidente costumbrismo que se pone de manifiesto a través de las tocas que llevan las figuras y los sillones en los que están sentadas, cuyo diseño está basado en el mobiliario del momento[178].


Fig. 18. Esteban de Rueda, Santa Ana, la Virgen y el Niño, primer tercio del siglo XVII. Villavellid (Valladolid), iglesia de Santa María.

***

Con la muerte de Esteban de Rueda concluye la etapa creativa de los talleres toresanos. El vacío que deja lo llenarán artistas procedentes de Valladolid y Salamanca. La decadencia de los obradores escultóricos de Toro es paralela a la que experimenta el propio enclave urbano, y tendremos que esperar hasta el último tercio del siglo XVII para asistir al resurgir del mismo con la familia de los Tomé[179].

4.2.La escultura en Salamanca durante el siglo XVII
4.2.1.Los inicios de la actividad escultórica, y la relación con Valladolid

El inicio de la actividad de los talleres salmantinos se produce a partir de la intervención del escultor italiano Juan Antonio Ceroni —procedente de la zona del lago Como— en la iglesia del convento de San Esteban, para el que contrata en 1609 la ejecución del relieve del Martirio del titular, cinco esculturas y el Calvario, aunque la unidad que se desprende de la portada permite intuir que se ocuparía del conjunto de las esculturas. Con esta obra se abre ya el camino hacia el naturalismo, si bien aún de un modo algo tímido[180]. Otros artistas se suman a los inicios de los talleres salmantinos, como el ensamblador y escultor Cristóbal de Honorato el Viejo, luego continuado por su homónimo hijo[181].

Muy pronto se deja sentir en la ciudad del Tormes la influencia de Gregorio Fernández a través de la Inmaculada que contrata la Cofradía de la Vera Cruz en 1620 (Salamanca, convento de la Vera Cruz). Esta relación se hará todavía más evidente con el escultor Juan Rodríguez y la etapa que desarrolla en Valladolid previa al asiento definitivo de su taller en Salamanca hacia 1660.