Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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1.2.La evolución hacia un realismo concreto cada vez más incisivo; la ulterior conquista de la expresividad, dinámica y teatral

El factor que contribuye a definir y justificar la tendencia general por la que camina la escultura durante los siglos XVII y XVIII descansa en el hecho de que el Renacimiento no supuso para España una interrupción de la escultura religiosa, sino más bien un cambio estético, bajo el cual siempre se mantuvo viva —en mayor o menor medida— la corriente espiritual gótica[56]; ésta conectó con la influencia del arte flamenco que empezó a proyectarse entonces sobre nuestro arte religioso, materializada en una intensidad expresiva y patética del sufrimiento extremo, que la policromía subrayó[57]. Este hilo conductor que podemos establecer entre las centurias se puso de manifiesto en la exposición que se celebró de mayo a septiembre de 2012 en el Museo de Bellas Artes de Sevilla bajo el elocuente título Cuerpos de dolor. La imagen de lo sagrado en la escultura española (1500-1750)[58].

De este modo, cuando los ideales artísticos del Renacimiento se encuentren ya en sus últimos estertores al finalizar el siglo XVI, la tradición manierista —el alargamiento del canon (estilizado por tanto) en las esculturas, el contrapposto con el que estas se conciben para potenciar su volumetría y lograr la integración de la figura en el espacio que la rodea, largos cuellos, etc.—, en el mejor de los casos, irá cediendo paso a la captación del natural, con un interés cada vez más creciente por el hombre individual y la vida que fluye en su entorno. Es el mismo proceso que se da también en la pintura, con José de Ribera (1591-1652) y sus singulares personajes, muchas veces sacados de los bajos fondos del puerto de Nápoles, o en la literatura, con Miguel de Cervantes (1547-1616), las comedias de Lope de Vega (1562-1635) o la sátira mordaz de Quevedo (1580-1645). Sin embargo, y como bien recordaba Pérez Sánchez, el fuerte acento religioso de la escultura española a finales del siglo XVI, controlada por la Iglesia y abocada a ilustrar de forma fiel y decorosa la mentalidad contrarreformista, no había tenido ocasión de desarrollar los caprichos manieristas, “de extrema imaginación, arrebatada y vibrante, que en su momento pareció iniciar Berruguete (muerto en 1561) y que, en pintura, hizo culminar en su soledad toledana El Greco”. El desarrollo de nuestra escultura finisecular del quinientos se había mantenido en un tomo mucho “más mesurado y digno, solemne y grandilocuente en sus gestos, tomados prestados a Miguel Ángel en muchas ocasiones, pero siempre en un tono de estricta verosimilitud, tal y como la sensibilidad contrarreformista exigía para la imagen de culto, atenta a una serena gravedad, contenida y equilibrada, que supo utilizar los modelos del clasicismo y rehuir todo artificioso capricho”[59].

El resultado de esa lucha entre los esquemas intelectuales del manierismo, con toda la rigidez que les caracteriza y sin perder de vista la salvedad señalada, y el cada vez más pujante naturalismo, conllevará a desembocar en un intenso realismo, no exento en algunas ocasiones de un clasicismo que, si bien no es lo más característico de la escuela castellana, al contrario de lo que sucede con un Martínez Montañés en Sevilla, sí habrá algunas obras que participen de esa tendencia. En esta línea, uno de los ejemplos con más fuerza es el que nos ofrece el Ecce-Homo de Gregorio Fernández conservado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, de hacia 1621; en la restauración de la pieza, que llevó a cabo el Ministerio de Cultura, se pudo contemplar, tras retirar el paño de pureza de lienzo encolado que le cubre, el desnudo completo que había ejecutado el artista inspirándose en las formas clásicas (Fig.4)[60], sugeridas por la estancia de Pompeo Leoni en la ciudad. El perizoma encolado sería deudor de la tradición de la escultura procesional, y de las figuras de papelón, que renovará Francisco Rincón en Valladolid[61], aunque también hay una evidente pretensión de realismo. El desnudo de la pieza es significativo del gusto de Fernández por la belleza misma del cuerpo humano y su sensibilidad, si bien no hay que olvidar que la imagen fue hecha para ser contemplada vestida.


Fig. 4. Gregorio Fernández, Ecce-Homo, hacia 1621. Valladolid, Museo Diocesano y Catedralicio. La obra completa junto a la fotografía obtenida en el transcurso del proceso de restauración de la pieza.

La insistente búsqueda del realismo contribuirá a la evolución de la policromía, en la que se irá renunciando progresivamente a la técnica del estofado renaciente, con abundante oro y ornato menudo, en favor de colores enteros para las vestiduras, con profusión de temas botánicos grabados o pintados, y las encarnaduras en mate. Como es bien sabido, los postizos alcanzan su ápice en Castilla, y su arraigo y difusión definitiva en el siglo XVIII, pues el deseo era que las tallas resultaran sobre todo vivas; de este modo, se incorporan a la obra ojos de cristal —de cuya colocación normalmente se encargaba un lapidario—, dientes —de hueso—, uñas —hechas de asta de toro, por ejemplo—, lágrimas, cabellos, llagas —con corcho adherido— y hasta telas, puntillas incluidas en las orillas, cuya última consecuencia será la imagen de vestir, un icono vivo donde solo se tallan la cabeza, manos y pies[62]; en suma, y según señala Concepción de la Peña Velasco, se trasciende de la idea de estatua para hacer figuras vivas, creando ambientes con los que se potencian los valores espaciales en el contexto del retablo, el camarín, la capilla y el templo en general, logrando una relación más próxima y persuasiva con el fiel devoto[63]. Se trataba de llevar la vida cotidiana al plano escultórico, de ver cómo lo sagrado se hacía real[64] y, por ende, de emplear la escultura como un instrumento contestatario frente a las tesis iconoclastas del protestantismo[65], máxime con la incorporación al repertorio iconográfico de los santos recientemente canonizados, junto a los tradicionales apóstoles, doctores y mártires.

Mientras tanto, los artistas italianos también han definido el Barroco frente al manierismo, aunque desde unos ideales bien distintos al realismo español. Se trata de un arte más plástico que expresivo, en el que las esculturas se agitan, buscan la línea curva, se impone la impresión de inestabilidad, el dinamismo contribuye a borrar las fronteras entre las artes, y todo ello se ve preso de efectistas juegos de luces. En este sentido, hay que citar la influencia que Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) ejercerá sobre nuestra escultura, cifrada, como señalan Mª Elena Gómez Moreno[66] y Alfonso Rodríguez G. de Ceballos[67], no ya en la influencia específica de las obras del artista, ni de su estilo, sino en un enriquecimiento de las fórmulas que hasta entonces se habían practicado, y que se plasmó en un mayor dinamismo manifestado en siluetas abiertas, paños y cabelleras volantes, actitudes inestables y cierta teatralidad efectista, muy decorativa pero nada más. Todo ello se incorpora a la evolución de nuestra escultura a finales del siglo XVII como otro ingrediente.

Con la llegada del siglo XVIII se introduce en el área castellana el plegado más dinámico y de corte agudo, influido, aunque casi con cincuenta años de retraso, por Bernini. Sin embargo, y como señala Martín González, “el pliegue castellano se distingue por ser menos profundo, y menos claroscurista por tanto; forma aristas fuertemente biseladas, como cortadas por rápidos golpes de gubia. Entre nosotros solemos decir que son paños cortados a cuchillo. Con esto adquiere la escultura un aire trepidante, muy barroco; es decir, entramos en el período barroco por antonomasia de nuestra escultura”[68]. Este tipo de plegado continuará hasta el segundo tercio del siglo XVIII; convive con otro más blando, pero también muy movido, y con el pliegue rococó, que evoca las rugosidades de las rocas.

La vía de llegada, tardía y esporádica, de esta serie de influencias se produjo no tanto a través de la escasez de obras berninescas conservadas en España, como por medio de los dibujos que atesoran la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y la Biblioteca Nacional, la llegada de sus discípulos a nuestro país, el viaje de patronos y artistas a Italia, o a través de la difusión de estampas[69].

Esta serie de características se mantendrán, aproximadamente, hasta mediados del siglo XVIII, y convivirán con unos retablos en los que se pierde la traza en damero —que había sido lo habitual, a grandes rasgos, durante la primera mitad del siglo XVII— para exaltar al santo o patrono del templo, o al sacramento de la Eucaristía, conviviendo con la columna salomónica, el estípite, las placas adventicias que se adhieren como películas decorativas al retablo, y un largo etcétera. Uno de los conjuntos de mayor importancia en el siglo XVIII español, deudor de la integración de las artes propugnada por Bernini, será el Transparente de la catedral de Toledo, obra de Narciso Tomé, inaugurada en 1732, mirabile composito que, además, acude al recurso berninesco de la iluminación teatral mediante un foco de luz que contribuye a difuminar las formas escultóricas que integran el todo (Fig.5). En orden a justificar el profundo conocimiento que este artista tenía de lo que se estaba haciendo en Europa, Nicolau Castro retoma y profundiza en la sugerente tesis de su viaje a Italia, cada vez más evidente[70].


Fig. 5. Narciso Tomé, Transparente de la catedral de Toledo, inaugurado en 1732.

 

Los ejemplos donde se torna evidente un mayor barroquismo son, por tanto, del primer tercio del siglo XVIII. Sin embargo, en estas fechas ya se empiezan a recibir también nuevas influencias procedentes de Italia y Francia, que vendrán a suavizar el tono y a abrir una nueva orientación hacia el preciosismo rococó o bien hacia el clasicismo, pero sin abandonar nunca el camino más definitorio por el que hasta ese momento había transitado nuestra escultura barroca. De hecho, imagineros del siglo XVI como Juan de Juni y la imagen de la Virgen de las Angustias que hizo para su iglesia en Valladolid causan admiración en artistas como Tomás de Sierra, quien toma el modelo y lo reinterpreta de forma magnífica en la Virgen Dolorosa que ejecutó hacia 1720 para la Cofradía de la Vera Cruz en Medina de Rioseco (Fig.6), habida cuenta del gusto de la época por la teatralidad de la propia Virgen, y la fama que tuvo el original a partir de su difusión con el grabado de Juan de Roelas, cuya plancha forma parte de la colección del Museo Nacional de Escultura[71]. Esta admiración por artistas pretéritos no se tradujo en involución, antes al contrario, los escultores supieron adaptarse y jugar con los pliegues berninescos o las fórmulas y dulzura rococós, como sucede con la obra de Alejandro Carnicero.


Fig. 6. Tomás de Sierra, Virgen Dolorosa (atribuida), hacia 1720. Medina de Rioseco (Valladolid), Museo de Semana Santa, procedente de la Cofradía de la Vera Cruz.

1.3.Los centros escultóricos

Valladolid destaca por ser el centro rector de la escultura castellana y epicentro de la española durante buena parte del siglo XVII, gracias a la importancia y proyección del taller que abrió en la ciudad Gregorio Fernández, quien vino a recoger ampliamente el testigo de Giraldo de Merlo en Toledo, y a llevar el clasicismo de este al más vigoroso naturalismo barroco. Por todo ello, no solo los artistas vallisoletanos, contemporáneos y sucesores, se verán seducidos por el atractivo de sus tipos y modelos. La importancia de los talleres ubicados en la ciudad del Pisuerga llegará a eclipsar a otros obradores de su entorno. Así sucede en Medina de Rioseco, donde no existía ningún escultor de entidad a mediados del siglo XVII tras la definitiva desaparición del taller de los Bolduque, activo hasta la década de 1620 y cuyos integrantes —Juan Mateo, Pedro y Mateo Enríquez— llegaron a trabajar con Juni o el propio Fernández. Los rescoldos que quedaron entonces, representados a través de obradores locales, como los de Alejandro Enríquez y Gabriel Alonso, volverán a dar su fruto en el siglo XVIII, cuando Medina de Rioseco retome su protagonismo con la dinastía de los Sierra[72].

No obstante, en los inicios del siglo XVII hubo talleres dotados con la entidad suficiente como para evolucionar hacia el Barroco desde un núcleo generatriz diferente al que estaba utilizando en Valladolid y en esos momentos iniciales de la centuria Gregorio Fernández, quien toma el testigo desde un romanismo atemperado por el elegante clasicismo de Pompeo Leoni e influido por el incipiente naturalismo de Francisco Rincón. Así sucede con los talleres del eje Madrid-Toledo, cuya evolución arranca de los escultores cortesanos manieristas. Sebastián Ducete lo hará en Toro (Zamora) a partir del manierismo de estirpe juniana. Por el contrario, los talleres salmantinos dependerán mayormente de Valladolid durante el siglo XVII, al igual que los leoneses, que principiaron su evolución desde el romanismo que había nutrido el aprendizaje del escultor astorgano Gregorio Español (†1631)[73].

Sin embargo, a medida que avance la centuria se irá imponiendo decididamente el arte fernandesco, de modo que la escultura castellana gravitará en torno al afamado obrador a partir de los comedios de la tercera década del siglo, momento en el que se impone una influencia cuya proyección se prolongará más allá del segundo tercio de la centuria a través de los discípulos y colaboradores del maestro, o bien a través de sus tipos, copiados hasta la saciedad.

Ya en el siglo XVIII, la importante familia de los Tomé recogerá en Toro el testigo que había dejado Esteban de Rueda tras su muerte en 1626. Lo mismo sucederá con Salamanca, que desde finales del siglo XVII se constituye en una de las grandes capitales de la plástica barroca gracias al establecimiento en su seno del taller de los Churriguera, lo que propiciará un cambio de miras hacia Madrid a tenor de la influencia de José de Larra Domínguez, cuñado de los afamados hermanos. Medina de Rioseco, como hemos visto, resurgirá en el siglo XVIII, reclamando la fama que tuvieron durante la centuria anterior los importantes talleres vallisoletanos. Y en Toledo también surgirá una importante colonia de artistas encabezados por Germán López Mejía, que retomará el testigo que dejaron los Tomé tras concluir el Transparente catedralicio. Lo mismo sucederá en el entorno vallisoletano con la obra de Pedro de Sierra, encargado de continuar con la estela de Narciso Tomé en tierras castellanas.

2.LA PROYECCIÓN DEL CLASICISMO A TRAVÉS DE LA OBRA DEL ESCULTOR GIRALDO DE MERLO (c.1574-1620)

El interés del foco toledano reside en la nutrida colonia de artistas que se mantienen apegados a una estética clasicista que pronto sería sobrepasada por el vigoroso naturalismo del Barroco: los escultores Giraldo de Merlo, Juan Bautista Monegro (1545-1621), y Jorge Manuel Theotópuli (1578-1631), que citamos aunque en verdad su actividad descuella por el trabajo que desarrolló —sobre todo— al terminar algunos de los retablos que había contratado su padre, El Greco[74], y también como arquitecto[75]. Algo similar sucede con Juan Bautista Monegro, escultor y ensamblador cuya obra fundamental pertenece al siglo XVI[76].

Giraldo de Merlo (c.1574-†1620) fue un importante escultor de esta colonia y “el que más nombre tiene en el reyno” —según testimonios coetáneos— dentro del grupo de artistas protobarrocos y sin parangón en Castilla justo antes de la llegada de Gregorio Fernández. Su origen neerlandés lo confirmó Santos Márquez al situar su nacimiento en la ciudad de Utrecht[77] hacia el año 1574[78], fruto del matrimonio contraído entre Nicolás de Merlo y Xisberta Chanif. Su traslado a Amberes puede relacionarse con la independencia que las provincias del norte declararon en 1581 a los Habsburgo después de firmar el tratado de Utrecht en 1579, lo que dio lugar a la conversión al culto calvinista de los templos católicos, incluida la catedral de San Martín, donde Merlo declararía años más tarde que entonces era poseedor de un beneficio. Ante esta situación, cabe imaginar que el escultor, aún siendo muy joven, se trasladaría al sur católico de Flandes y es posible que a la ciudad de Amberes para iniciar su período de aprendizaje, habida cuenta que allí tenía a una parte de su familia dedicada al oficio artístico, como su primo el pintor Juan de Aesten[79]. Su posterior traslado a España debió hacerlo junto a algunos de los Aesten, a los que García Rey documentaba trabajando en Madrid a comienzos del siglo XVII[80].

Antes de su llegada a Toledo, Fernando Marías sugiere para Giraldo una posible estancia en la corte, vinculado al escultor Antón de Morales, a quien habría conocido en el monasterio de Guadalupe durante el transcurso de la realización de la escultura del Relicario. Sin abandonar sus contactos con Madrid, Giraldo de Merlo aparece en Toledo en 1602, fecha en la que contrae matrimonio con la toledana Teodora de Silva, lo que sin duda supuso estar ya más instalado en la ciudad[81]. La creciente fama que adquiere se deriva del amplio número de obras que contrata con los destinos más diversos, colaborando con los citados Juan Bautista Monegro, Jorge Manuel Theotocópuli y el propio Greco[82]: la catedral y las parroquias de Toledo y su provincia, junto a la de Cáceres o la corte.

De su amplia actividad escultórica destaca la imagen de san José que el arquitecto real Francisco de Mora le encomendó en 1608 para la fachada de la iglesia del convento carmelita abulense de esa misa advocación; el vínculo con el estilo de Antón de Morales es evidente, y la importancia de la imagen se deriva de ser una obra pionera en esta temática impulsada por la Orden del Carmelo[83]. También destacan el retablo mayor —el escultor Juan Muñoz contrató la obra en 1607, aunque Merlo no terminó su intervención hasta 1614— y la sillería del coro alto (1609) del convento dominico de San Pedro Mártir de Toledo, y las esculturas destinadas a los retablos mayores de la catedral de Sigüenza y el monasterio de Santa María de Guadalupe.

Después de concertar en 1609 la sillería del convento toledano de San Pedro Mártir, pasa a trabajar a Sigüenza al año siguiente, donde se ocupa de la escultura del magnífico retablo mayor catedralicio. Resuelve con maestría los paneles de las calles laterales, escultóricos y no ya de pintura, como es más propio de la escuela de Madrid y a diferencia de lo que sucede en la escuela castellana, más proclive por tanto a la madera. En la calle central destaca la custodia, la Inmaculada, para la que sigue el tipo impuesto en estos momentos, envuelta en rayos, y la Crucifixión en el ático. A través de los paneles (Fig.7) podemos ver que su estilo se caracteriza por un severo clasicismo, con figuras reposadas, pliegues recogidos y elegantes, en los que se hace evidente el influjo de Monegro.


Fig. 7. Giraldo de Merlo, retablo mayor de la catedral de Sigüenza, detalle del primer cuerpo, 1610.

En 1615 Giraldo de Merlo y Jorge Manuel Theotocópuli conciertan el retablo mayor del monasterio de Guadalupe, cuya traza había dado en 1614 el arquitecto real Juan Gómez de Mora. Los lienzos se contratan con Vicente Carducho y Eugenio Cajés. La escultura es obra de Merlo, que desarrolla una gran labor en el relieve central dedicado a san Jerónimo, o en el conjunto de las imágenes que pueblan este retablo por las calles laterales. También se ocupó en Guadalupe de realizar los bultos orantes de Enrique IV de Castilla y de su madre doña María de Aragón, en un claro propósito de los jerónimos por emular el presbiterio del monasterio de El Escorial, y tratar así de recuperar parte de la importancia que había perdido en aras de la fundación filipina; el contrato se firmó en 1617[84].