Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte

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Para Jacobs, la ciudad de Le Corbusier es matriarcal precisamente porque aísla a los niños del ámbito productivo, los recluye en la ciudad aséptica, en donde pueden jugar libremente, seguros y protegidos de la hostilidad de los bares y oficinas. En esos años, la madre era quien debía permanecer con ellos. Y esa permanencia era más llevadera en un suburbio que a mitad de la Quinta Avenida.

Para Jacobs, éste es el ideal del matriarcado que va inevitablemente aparejado a cualquier conjunto habitacional separado del resto de la actividad cotidiana que aísla a todos los proyectos para niños y limita sus juegos —su vida— a reservas especiales. “Cualquier compañía adulta que acompañe la vida diaria de los niños afectados por esta planificación ha de ser un matriarcado. Chatman Village, modelo típico de Ciudad Jardín de Pittsburgh, es tan matriarcal en su concepción y realización operativa como pueda serlo el más novísimo barrio-dormitorio de cualquier ensanche” (Jacobs, 2013: 113).

La feligresía de Le Corbusier odiaba profundamente a la calle y supuso que la solución era recluir a los niños en el remanso seguro de la ciudad jardín, donde la infancia crecería protegida en esos enclaves interiores, parques cerrados, guetos con columpios y subibajas (Cf. Jacobs, 2013: 109). En cambio, en una ciudad diversificada —con base en la mixtura de sus calles—, a los niños no les queda de otra que jugar en el departamento, en los parques o en las banquetas. La vida infantil al aire libre no está conducida por un matriarcado, sino por la comunidad.

La mayor parte de los arquitectos urbanistas y diseñadores son hombres. Curiosamente diseñan y proyectan para excluir a los hombres de la vida cotidiana y normal donde la gente vive. Cuando urbanizan un área residencial sólo buscan satisfacer las necesidades, o supuestas necesidades, de unas imposibles amas de casa aburridas y con críos en edad preescolar. En resumidas cuentas, urbanizan exactamente para sociedades matriarcales (Jacobs, 2013: 113).

Hoy, podríamos objetarle a Jacobs un alto grado de inocencia, dada la barbarie que asola a las calles mexicanas. Sin embargo, ella no fue tan naïf como para obviar la criminalidad neoyorquina de entonces. Mutatis mutandi, elaboró su planteamiento con el horror disponible a su alcance. Así, afirma que el primer beneficio de la alta actividad en la calle —en la banqueta— es la seguridad del barrio. Al contrario, la soledad callejera detona el crimen. Corriendo a la par de una estructura elemental —policía, iluminación, limpieza, etc.— es necesaria la presencia permanente de pares de ojos que miren a la calle, ojos que pertenecen a sus propietarios naturales. La consigna de Jacobs es: “Todo el mundo debe usar la calle” (Jacobs, 2013: 61).

El bullicio, la ocupación y la vitalidad callejeras no sólo propician la seguridad, sino que crean un ámbito civilizatorio para sus habitantes. Literalmente. La persona aprende lo político en el espacio público, no en el reducto privado. La ciudad matriarcal impide, por definición, el aprendizaje cívico. ¿Qué ocurre cuando la calle queda reducida a ríos de asfalto para mover coches? La vida es un recluso de la ciudad habitacional. La política —lo público— se convierte en una exclusividad del burócrata y el funcionariado. La cercanía entre desconocidos, los vínculos de vecindad, la vigilancia de lo común empieza a evaporarse a medida que la mixtura se reduce en la ciudad. Sin la vida en la banqueta, las relaciones urbanas se polarizan: o la vida privada se amplía fuera de su ámbito y conduce a la incomodidad —invasión de la intimidad vecinal— o aparece la resignación a la falta de contacto. Sin la banqueta, una u otra consecuencia es inevitable (Cf. Jacobs, 2013: 89).

Para evitar las perversas consecuencias cívicas de la ciudad matriarcal, Jacobs propone que los centros de trabajo y de comercio se entremezclen con los residenciales, de modo que la vida cotidiana no excluya a nadie.

La oportunidad (que en la vida moderna se ha convertido en un privilegio) de jugar y desarrollarse en un mundo compuesto de hombres y mujeres es posible y habitual para los niños que juegan en aceras diversificadas y animadas. No puedo entender –confiesa– por qué esta disposición tiene que obstaculizarse mediante la zonificación. Creo por el contrario que deberían examinarse las condiciones que favorecen la mezcla y confusión de actividades comerciales y laborales con las residencias (Jacobs, 2013: 113-114).

A Jacobs le sorprende que los arquitectos de la ortodoxia urbana no se percaten de lo que supone la educación cívica ni de la imposibilidad de que las instalaciones suplan esa formación en los niños. Le parece disparatada la idea de construir ciudades en las que esas tareas formativas se deleguen en un ejército de sirvientes y cuidadores, cuando podrían ser cubiertas por la comunidad, en la informalidad propia de la vida en la calle.

El mito según el cual los terrenos de recreo, la hierba, los guardas a sueldo o los supervisores son algo de por sí beneficioso para los niños y que las calles de una ciudad, llenas de gente normal y corriente, son algo esencialmente pernicioso para los niños se ha cocido en un profundo desprecio por la gente corriente. En la vida real, los niños sólo pueden aprender de la vida en común de los adultos en las aceras de la ciudad (si es que lo aprenden) el principio más fundamental de una buena vida urbana: todo el mundo ha de aceptar un canon de responsabilidad pública mínima y recíproca, aun en el caso de que nada en principio les una (Jacobs, 2013: 111-112).

El geometrismo funcional de Le Corbusier y sus adláteres sólo ha propiciado la desertificación de la vida en comunidad. La eliminación de la diversidad y la mixtura urbanas favorece la privacidad y tiende a aniquilar el espacio público. Jacobs denunció la perversidad de reducir la ciudad a su aspecto funcional. Donde sólo hay funcionalidad, no hay política. El esplendor de la privacidad y la eficacia oscurece la tenue luz emitida desde el mundo de la vida corriente.

La reciprocidad

El principio que le permite a Jane Jacobs defender los efectos civilizadores de la vida en la calle es el de la reciprocidad.

Todo en nuestro entorno –escribe en La economía de las ciudades– son sistemas de reciprocidad; se hallan tanto en la naturaleza como en los inventos del hombre. […] La rama de la ciencia llamada ecología es el análisis de los sistemas de reciprocidad que mantienen ciclos completos de vida en el mar y en la tierra. Quizá todos los sistemas que se sustentan a sí mismos sean recíprocos. Pero en un sistema de reciprocidad, si una parte del proceso se tambalea, arrastra consigo todo el sistema al fracaso (Jacobs, 1975: 140).

Con este criterio es posible asegurar que los residentes de una ciudad acepten cierta responsabilidad sobre lo que ocurre en la calle. Dicha responsabilidad sólo es transmisible en la vida pública local. Esa lección —la primera verdaderamente política— la aprenden una y otra vez los niños en su contacto con los adultos en el espacio público. Y la asimilan rápidamente.

Demostrarán haberla asimilado –explica Jacobs– si dan por sentado, al cabo de un tiempo, que también ellos son parte de la plantilla. Indicarán (antes de que les pregunten) la dirección correcta a alguien que se haya extraviado, advertirán a un conductor de que se llevará una multa si aparca ahí, aconsejarán al encargado de los inmuebles que ataque el hielo con sal, y no con un cuchillo de carnicero… La presencia o ausencia de este señorío callejero en los niños de una ciudad es una pista bastante exacta de la presencia o ausencia de un comportamiento responsable de los adultos para con las aceras y los niños que las usan. Los niños imitan la actitud de los adultos. Esto no tiene nada que ver con los ingresos. Algunas de las zonas más pobres de una ciudad sacan lo mejor de los niños en este sentido. Y otras lo peor (Jacobs, 2013: 112-113).

Estas enseñanzas de urbanidad no ocurren en la ciudad matriarcal, donde no hay ejemplaridad pública, sino costumbres privadas. La exactitud geométrica no necesita de política. Sólo en la pluralidad vital es indispensable el civismo. La enseñanza de lo cívico —político, público, como se le quiera llamar— proviene de la comunidad y de darse, afirma Jacobs, “se da casi por completo en los momentos en que los niños juegan en las aceras de las calles” (Jacobs, 2013: 112-113).

Dicho de otra manera, la propuesta de ciudad de Jacobs consiste en habitarla. Es altamente paradójico que en la muy noble y muy leal Ciudad de México —como la llamó Carlos V en la dedicatoria de nuestro escudo de armas— el modo de habitar la ciudad sea convirtiendo los ejes viales y las enormes circunvalaciones en velódromos de fin de semana. La ciudad no es algo cotidiano, sino una dolorosa fractura que cada vez nos es más ajena. La absoluta ausencia de mixtura impide caminarla. Somos devotos forzosos del coche y la ciudad dormitorio de Le Corbusier. Recuérdese que, según la doctrina lecorbusista, para que haya una vida verdaderamente humana —no una mera pulsión natural, al modo de los asnos— es indispensable separar los espacios, delimitar en estancos la actividad personal y la producción económica. Por eso es indispensable el automóvil.

En nuestra ciudad la vida ocurre fuera de lugar. El modelo del suburbio es no habitar. Según ese canon, el traslado es el precio de la tranquilidad. En el suburbio no cabe ningún espacio común —τόπου κοινωνεῖν—, sólo hay sitio para la privacidad. Sin embargo, nuestra ciudad fracasó en su intento lecorbusista; se transformó en un Frankenstein, un monstruo a medio camino entre la máquina y el ser vivo: suburbios y autopistas abriéndose camino entre los recovecos de Coyoacán y Tacuba, congestiones viales que obligan a los burócratas a levantar viaductos o lo que haga falta para mover a más coches de Santa Fe a San Ángel, multitudes de autos detenidos a merced de los ladrones a pie, la invasión de la motocicleta y el monopatín, un metro subterráneo al borde del colapso: la barbarie en todas sus manifestaciones.

 

Gastón Bachelard advierte:

Frente a la hostilidad, frente a las formas animales de la tempestad y del huracán, los valores de protección y resistencia de la casa se trasponen en valores humanos. La casa adquiere las energías físicas y morales de un cuerpo humano. […] La casa nos ayuda a ser habitantes del mundo a pesar del mundo. […] En esta comunidad dinámica del hombre y de la casa, en esta rivalidad dinámica de la casa y del universo, no estamos lejos de toda referencia a las simples formas geométricas. La casa vivida no es una caja inerte. El espacio habitado trasciende el espacio geométrico (Bachelard, 1993: 72).

Quizá haya sido esta última consideración la que se le escapó al urbanismo ortodoxo: que la geometría no es real. El triángulo geométrico sólo existe en la mente del geómetra, no en la vida. La planeación urbana a partir de cristalinas pretensiones de exactitud evade la crudeza de la realidad. El cálculo claro y distinto se mueve en una esfera ajena a la vitalidad de la ciudad. Para planearla es necesario partir de su propia circunstancia.

La ciudad de Jane Jacobs es crudamente real. Ni sus aceras, calles, casas ni parques “son abstracciones ni repositorios automáticos de virtud y elevación moral” (Jacobs, 2013: 142). Al margen de su precaria realidad —de sus funciones, y usos tangibles y prácticos—, la ciudad es nada. Sin embargo, “la pseudociencia del urbanismo y su pareja, el arte del diseño urbano, no se han librado aún del engañoso confort de los deseos, supersticiones familiares, simplificaciones y símbolos, y aún no se han embarcado en la aventura de verificar el mundo real” (Jacobs, 2013: 39).

Tristemente, los intentos de ejecutar la utopía lecorbusista —en todos sus casos, como el de la Ciudad de México— sólo han provocado la muerte del espacio cívico. El aislamiento en medio de la velocidad del coche y el énfasis de las transacciones psicológicas en espacios privados impostados de corrección política derivan en una especie de esquizofrenia ética. En los bloques aislados del geometrismo urbano y en las pesadas cápsulas que transitan por autopistas saturadas surge el declive del ciudadano. Es el aislamiento de la ciudad matriarcal, el enemigo evidente de la cooperación colectiva. Y ese aislamiento, dicho con Hannah Arendt, “puede ser el comienzo del terror; es, ciertamente, su más fértil terreno y, siempre, su resultado. Este aislamiento es, por así decirlo, pretotalitario” (Arendt, 1974: 575).

La ausencia de mixtura en la ciudad, la falta de diversificación y el enclaustramiento de sus residentes —en unidades habitacionales o en sus automóviles— provoca esclavitud funcional. Dejamos de ser libres. Como apunta Byung-Chul Han, “la falta de alternativas, bajo cuyo yugo trabaja la política actual, hace imposible la acción genuinamente política” (Han, 2015: 85).

La política —el civismo— florece en la rica cercanía de la banqueta. Cuando en la ciudad se atenta contra la escala humana y se privilegia la magnitud de la máquina, comienza a esparcirse la aridez. La realidad humana se seca según aumenta la velocidad. Como denunció Lewis Mumford: “El error fatal que hemos estado cometiendo es sacrificar toda otra forma de transporte al automóvil privado y ofrecer, como única alternativa de larga distancia, el aeroplano” (Mumford, 2009: 168). En un bólido, el mundo es gaseoso. La solidez del mundo sólo comparece ante nosotros a ras de suelo, ese suelo que tanto escozor le provocaba a Le Corbusier. Nuestra comprensión de lo real se afina cuando recorremos el mundo a nuestro ritmo. Caminar —escribe Frédéric Gros— es una cuestión no sólo de verdad, sino también de realidad:

Caminar es experimentar lo real. No la realidad como pura exterioridad física ni como aquello que le importa a un sujeto, sino la realidad como lo que resiste: principio de solidez, de resistencia. Caminar es experimentarlo a cada paso: la tierra resiste. A cada paso, todo el peso de mi cuerpo encuentra apoyo y rebota, toma impulso (Gros, 2014: 103).

La ciudad que propone Jane Jacobs logra integrar lo diverso porque es pedestre. Humana. De ahí que la banqueta sea el ámbito inaugural —si no es que el único— de lo común. Los primeros vínculos cívicos se establecen en sus parques y plazas. Ahí se estrena la educación política. La calle suscita ejemplaridad y responsabilidad colectiva. Al respecto de dicha responsabilidad, Arendt escribe:

No hay ninguna norma moral, individual y personal de conducta que pueda excusarnos de la responsabilidad colectiva. Esta responsabilidad vicaria por cosas que no hemos hecho, esta asunción de las consecuencias de actos de los que somos totalmente inocentes, es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestra vida enfocados en nosotros mismos, sino en nuestros semejantes, y que la facultad de actuar, que es, al fin y al cabo, la facultad política por excelencia, sólo puede actualizarse en una de las muchas y variadas formas de comunidad humana (Arendt, 2007: 159).

La vitalidad de la calle es maestra de civilidad. La banqueta suscita el diálogo entre los diferentes y atenúa el grito del dogma. Puestos a elegir entre utopías, prefiero señorío activo de la calle al vasallaje automotriz —veloz, pero pasivo— al que obliga la ciudad del futuro. “Sin un corazón fuerte e inclusivo, la urbe tiende a convertirse en una colección de intereses aislados unos de otros. Fracasa en producir algo mayor —en lo social, lo cultural y lo económico— que la suma de sus partes” (Jacobs, 2013: 198).

Las ciudades son seres vivos —apunta Jane Jacobs al final de Muerte y vida de las grandes ciudades—, “no están inermes para combatir los problemas incluso más difíciles. No son víctimas pasivas de cadenas de circunstancias, ni tampoco son el contrario maligno de la naturaleza” (Jacobs, 2013: 487).

Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra con la tesis titulada Sobre la idea práctica en la filosofía de la acción de Carlos Llano. Actualmente es profesor universitario. Autor del libro Ciudad y belleza.

“Vi a los directores de las casas Peugeot, Citroën y Voisin, y les dije: ‘El auto ha matado a la gran ciudad. El auto debe salvar a la gran ciudad. ¿Quieren ustedes dotar a París de un «Plan Peugeot, Citroën y Voisin de París», de un plan que tenga como único objeto fijar la atención del público sobre el verdadero problema arquitectónico de la época, problema que no es de arte decorativo sino de arquitectura y urbanismo: la constitución saludable de una vivienda y la creación de órganos urbanos que respondan a condiciones de vida modificadas tan profundamente por el maquinismo?’ La casa Peugeot temió arriesgar su nombre en nuestra empresa de aspecto temerario. El señor Citroën, muy gentilmente, me respondió que no comprendía nada de lo que le decía y que no veía la relación que podía tener el automóvil con el centro de París. El señor Mongremon, administrador delegado de Aéroplanes G. Voisin (Automobile) aceptó sin titubear el patronazgo de los estudios del centro de París y el plan que resultó de ellos se llama, por tanto, Plan Voisin de París” (Le Corbusier, 2013: 175).

Jacobs no escatimaba nada al manifestar su animadversión hacia él. Por ejemplo: “Robert Moses, cuya habilidad para conseguir que las cosas se hagan consiste principalmente en haber comprendido esto, ha hecho un arte de la práctica consistente en utilizar el control del dinero público para ganarse a aquellos a quienes eligieron los votantes, de quienes dependen para representar sus intereses, muchas veces opuestos”(Jacobs, 2013: 162).

“Los mismos factores que, a consecuencia de la exactitud, la precisión rigurosa de los modos de existencia, se han petrificado así para formar un edificio sumamente impersonal, actúan por otra parte sobre uno de los rasgos más personales que haya. No hay fenómeno más exclusivamente propio de la gran ciudad que el hombre blasé, el hastiado. Así como una vida de placeres inmoderados puede hastiar, porque exige de los nervios las reacciones más vivas, hasta ya no provocarlas en absoluto, así impresiones sin embargo menos brutales arrancan al sistema nervioso, debido a la rapidez y la violencia de su alternancia, respuestas a tal punto violentas, lo someten a choques tales, que gasta sus últimas fuerzas y no tiene tiempo de reconstituirlas. Es precisamente de esta incapacidad para reaccionar a nuevas excitaciones con una energía de misma intensidad que deriva el hartazgo del hombre blasé; incluso los niños de las grandes ciudades presentan ese rasgo, si se los compara con niños originarios de un medio más apacible y menos rico en solicitaciones” (Simmel, 1986: 51).

Referencias

Arendt, H. (2006), Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza.

——— (2007), Responsabilidad y juicio, Barcelona, Paidós.

Bachelard, G. (1993), La poética del espacio, Chile, Fondo de Cultura Económica.

Gros, F. (2014), Andar: una filosofía, Madrid, Taurus.

Jacobs, J. (1975), La economía de las ciudades, Barcelona, Península.

——— (2013), Muerte y vida de las grandes ciudades, Madrid, Capitán Swing Libros.

Le Corbusier. (2013), La ciudad del futuro, Buenos Aires, Ediciones Infinito.

Mumford, L. (2009), “La carretera y la ciudad” (frag.), en Lewis Mumford: textos escogidos, Buenos Aires, Ediciones Godot.

——— (2009), “Técnica y civilización” (frag.), en Lewis Mumford: textos escogidos, Buenos Aires, Ediciones Godot.

Sennett, R. (2019), Construir y habitar. Ética para la ciudad, Barcelona, Anagrama.

Simmel, G. (1986), “Las grandes urbes y la vida del espíritu”, en El individuo y la libertad: ensayos de crítica de la cultura, Barcelona, Península.

Vecchi, D. y Hernández, I. (2015), “Epigénesis y preformacionismo: radiografía de una antinomia inconclusa, en Sientiæ Studia, Vol. 13, núm. 3, pp. 577-597.