Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte

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Pero la dicha en el amor es rara vez el caso: por cada experiencia contemporánea de amor exitoso, por cada corto periodo de satisfacción, hay diez experiencias de amor destructivas, los “bajoneos” postamor son de una duración mucho más larga, frecuentemente resultando en la destrucción del individuo, o al menos en un cinismo emocional que hace difícil o imposible amar otra vez (2003: 250).[9]

Quizá una de las principales afecciones del amor romántico es que en él se cifra una gran expectativa de felicidad. ¿Qué no hay otras? Esto puede generar la idea del amor como trampa. El amor duele, probablemente por las expectativas tan altas que se tienen de él; es un sentimiento sublime, pero el sentido de la vida no debe centrarse únicamente en él. Si el único indicador de validación personal es el amor, entonces, al no lograrlo, el sentimiento de fracaso resulta comprensible. Y que hay de las vidas que no poseen un amor romántico, pero sí de filia (hermandad), ágape (virtud) o storge (familia), ¿estos amores no sirven para una vida lograda? El error no subyace en vivir un amor romántico, sino sólo en resumir la vida cara a un amor romántico.

Pero este no es el único mal, sino que frecuentemente, al crear un sentido de dependencia se ejerce una dinámica de poder. Al depender del amado, se cede el control de la propia vida. Nada más sano que un amor trasparente e incondicional. Te amo porque lo decido, no porque te necesite, de lo contrario la verticalidad se hace presente, y con ella los chantajes, las amenazas o celos. Amar porque me aman implica una lógica de mal entendida reciprocidad. El amor debe ser un regalo incondicional en donde sólo la persona es responsable de su sentimiento. Amo porque decido amar. El amor no me hace feliz, soy feliz cuando amo, cuando decido “yo” entregar mi amor, pues es en esa única forma que amar se vuelve protagónico en la vida, pero no dependiente.

Sí, esto no niega la posibilidad del dolor, pero sí de la dependencia, pues aun en el desamor sería la persona amante quien se hace responsable de su propia vida. Una vez más la reflexión de Eva Illouz resulta clarificante:

A través del siglo veinte, la idea que la miseria romántica era autorrealizada fue asombrosamente exitosa, quizá porque la psicología simultáneamente ofreció la promesa consoladora que podría desearse. Las experiencias dolorosas del amor fueron una maquinaria poderosa que activó una horda de profesionales (psicoanalistas, psicólogos y terapeutas de todo tipo), la industria publicitaria, la televisión y otras numerosas industrias en los medios (2009: 4).[10]

Quizá en los tiempos actuales somos diferentes a Psique; ella se hizo cargo sola de su dolor, quizá no de la mejor manera, pero al menos fue suyo. Ahora la culpa de las fracturas en el alma se las endilgamos siempre a alguien más.

Al fallar el amor Psique vaga, y en su errar opta por la venganza. Engaña a sus dos hermanas, haciéndoles creer que Eros, ante la falla que ella ha cometido, las ha preferido a ellas, una a una se lanzan de la roca, de la que alguna vez Céfiro sustrajo a Psique, pero ellas sólo encuentran el suelo, muriendo desgarradas a causa de su envidia. Psique busca a Eros y huye de Venus tratando de evitar el original castigo, en su camino solicita la ayuda de Pan (Alpuleyo, V, 25), Juno (Alpuleyo, VI, 4) y Ceres (Alpuleyo, VI, 2), pero pese a sus simpatías nadie le presta ayuda porque temen hacer enojar a la gran diosa.

Venus es la peor de las suegras, llama a Psique “enemiga” (Alpuleyo, V, 29), y a su hijo “bribón seductor” (V, 29). El castigo que le amenaza a su propio hijo es de carácter patrimonial, Venus urge a sus sirvientes que le quiten sus alas, su arco y flechas. La posesión da control. Incluso, Venus cuestiona la validez de su matrimonio[11] y legitimidad del hijo resultante, sugiriendo incluso la interrupción del embarazo de Psique:

No puedo hablar de nieto: la condición de los contrayentes es ilegal, además, un matrimonio verificado en el campo, sin testigos, sin consentimiento paterno, no puede considerarse legítimo, uy, por consiguiente el hijo que nazca será bastardo; eso suponiendo que llegara al término de la gestación (Alpuleyo, VI, 9).

Si bien podríamos decir que el matrimonio no ha sido conscientemente aceptado por el padre de Psique, éste lo ha dado al momento de ofrecer a su hija en la roca.

El empoderamiento de Psique

Venus recurre a Mercurio para encontrar a Psique y castigarla, no sólo por la transgresión a su hijo, si no por existir, por la belleza que posee. Este es el momento en que Psique, decidida por lo que quiere, el amor de Eros, sorteará una serie de pruebas que le impone Venus, hasta llegar a las mismas puertas del infrahumundo. Psique abandona su posición de víctima y emprende camino: se atreve. No pide permiso, y aunque recibe ayuda, es ella la que toma la decisión de seguir. Se deja de presentar una Psique llorosa y suicida para soportar la inquietud y la tristeza (Alpuleyo, VI, 9). La lectura es compleja pues si bien Psique puede ser revestida de una cantidad notoria de adjetivos positivos: arrojada, inteligente, decidida, astuta, disciplinada, falla en el último momento. Aun desobediente, Psique abre una caja prohibida para agregar más belleza a su persona. Maldita vanidad que nunca es suficiente. En lugar de cumplir con su objetivo, cae en un sueño profundo, porque las bellezas divinas no son para las criaturas mortales. Casi lo tiene, pero no puede con la tentación, de nuevo un fruto prohibido. A las mujeres se nos representa como incontinentes, vanidosas, pero esa debilidad es enseñada:

Disimular, usar de ardides, odiar y temer en silencio, especular con la vanidad y las flaquezas de un hombre, aprender a chasquearlo, a burlarlo, a maniobrar con él: he ahí una ciencia muy triste. La gran excusa de la mujer consiste en que le han impuesto que lo comprometa todo en el matrimonio: carece de oficio, de conocimientos, de relaciones personales; ni siquiera el nombre que lleva es suyo; no es más que “la mitad” de su marido. Si éste la abandona, lo más frecuente es que no halle ninguna ayuda ni en sí misma ni fuera de sí misma (Beauvoir: 252).

Ese miedo a la pérdida de sí sin el otro es lo que causa la angustia de Psique. No puedo estar sin Eros. Según la opinión de Macabit Abramson (2016), Psique, como heroína, logra romper los lazos con la sociedad, para ganar su lugar en el mundo y una identidad femenina individual.

La recompensa de Psique no es poca: la inmortalidad y un amor eterno. “Toma Psique, y sé inmortal; Cupido nunca romperá los lazos que a ti le ligan: el matrimonio que os une es indisoluble” (Alpuleyo, VI, 23). Y este, pienso que es el más fuerte error, no porque el matrimonio sea o no indisoluble, sino por la promesa del amor eterno, así garantizado, por la disposición de Júpiter o una varita mágica. No es que el amor no genere redención, al contrario. En mi opinión el amor exige esfuerzo diario, compromiso y donación.

Pero no nos equivoquemos los errores no son de Psique, son de Apuleyo y la sociedad que formuló y postergó estas ideas, y que continuamos reproduciendo sin pensar en lo que provocan en nuestras vidas. Por ello, para frenar la cadena y ritualidad, toca inspeccionar hechos y narraciones y pensar de acuerdo con una cultura de paz e igualdad en qué es lo que queremos conservar. No hay nada malo en el amor, al contrario, el salvífico estado exige compromiso y para este compromiso, libertad, pero no hay libertad plena si no hay conciencia.

Una relación amorosa no es fruto del destino ni regalo de los dioses, es un ejercicio de voluntad, prudencia, diálogo y respeto. El amor, al menos en el mundo contemporáneo, exige un ejercicio de horizontalidad donde no existan dioses ni princesas, sino iguales, compañeros de vida que se aceptan en la diversidad de sus dones y faltas, pero más aún, donde se ejerza en un buen conocimiento de la valía propia y como fruto de una consistente y reiterada decisión.

Consultora, académica y empresaria. Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México, maestra en Historia del Pensamiento y licenciada en Filosofía, ambas por la Universidad Panamericana. Ha sido profesora de esta universidad por más de 15 años impartiendo los seminarios de Teoría de Género, Historia Política de la Sexualidad y Feminismos. Es integrante del Sistema Nacional de Investigadores nivel 1. Es autora del libro La identidad kinética de las mujeres: una visión a partir de la teoría de las capacidades de Martha Nussbaum.

Estoy consciente que existen otras anteriores dentro de la cultura occidental grecolatina, como serían Orfeo y Eurídice, Penélope y Ulises, Eco y Narciso, o Ariadna y Teseo, pero por la importancia tanto de los vocablos como por sus influencias en el psicoanálisis he decidido optar por el presente mito.

Es interesante la polémica que existe entre la comunidad académica de los antecedentes que podría tener este mito al probablemente tener influencias egipcias, helénicas o iraníes, o bien, el ser un cuento popular recuperado por Apuleyo, sin embargo, la primera versión del mito como tal se encuentra en El asno de oro de Apuleyo (Gollnick, 1992).

El análisis de esta obra se apoya en la edición de Biblioteca Básica de Gredos, con la traducción y notas de Lisardo Rubio Fernandez de la edición de 2001.

En este sentido sigo la idea de Eva Illouz en El consumo de la utopía romántica, cuando afirma: “Las emociones se impelan en diversas estructuras narrativas de distinto alcance, formato y tamaño. Así, el amor romántico con frecuencia se inserta en un relato o ‘historia de vida’ de orden superior, que vincula el pasado, el presente y el futuro en una visión totalizadora del yo” (p. 210). Sostengo que son estos relatos lo que animan nuestras dinámicas sociales y configuraciones mentales, entres otros aspectos a considerar, como la historia personal, reflexión, interacciones, etc. Hay estudios que han profundizado en la relación que entre el mito de Eros y Psique, y cuentos como “La bella y la bestia”: R. B. Bottigheimer, Cupid and Psyche vs. Beauty and the Beast: the Milesian and the modern, en Merveilles & contes, 1989, pp. 4-14 o, en una visión integradora de más cuentos infantiles, en C. Bacchilega, Postmodern Fairy Tales: Gender and Narrative Strategies, University of Pennsylvania Press, 2010.

 

La traducción es mía, aquí el texto original: “I know young women who are under so much pressure –from family, from friends, even from work– to get married that they are pushed to make terrible choices. Our society teaches a woman at a certain age who is unmarried to see it as a deep personal failure”.

Narcotraficante, persona integrante del crimen organizado que trafica con sustancias ilegales.

Aquí las palabras de Bacchilega para agregar claridad: “As Jack Zipes notes, ‘the transformation of an ugly beast into a savior as a motif in folklore can be trace to primitive fertility rites’ and sacrifices to dragon-like ‘monsters’. Cupid’s multiple images as ‘saevum atque ferum vipereum malum’ […], as boy with no manners or respect, as erotic god of love, as invisible presence in the dar, and as faithful husband in the end also map out a number of well-known directions for exploring the ‘noble Beast’ metaphor” (Bacchilega, 2010: 74).

La traducción es mía.

La traducción es mía.

Es interesante el análisis que hace Sophia Papaioannou sobre la validez del matrimonio en Roma, quien afirma: “To be valid, a Roman marriage (iustum matrimonio) hat to observe certain conditions: first of all, legal capacita (conubium), achieved when both parties were not too closely related, freeborn and above all, Roman citizens. Of equal importance was also the age (pubertas) of the future spouses and the mutual consent of the relevant parties (the consent of the paterfamilias). Also significant was the social status of both parties: high birth (nobilitas) and certainly wealth -at least property status able to provide the bride with a respectable dowry. Regarding personal qualifications, the virtue desirable in the prospective bride were beauty, kind disposition and above all, pre-marital chastity (pudicitia)” (Papaioannou, 1998).

Referencias

Abramson, M. (2014), “The ‘New Psyche’: A Model of Different Feminininity in Film — Chimamanda Ngozi, Viviane Adichie”, We Should all be Feminists, Nueva York, Vintage.

Amsalem. (2016), “Heroine of the Trilogy by Ronit and Shlomi Elkabetz”, en Jewish Film & New Media, Vol. 4, núm. 1, Estados Unidos, Wayne State University Press, pp. 43-67.

Apuleyo. (2012), El asno de oro, F. L. Rubio (traducción y notas), Barcelona, Gredos (Biblioteca Básica Gredos).

Aristóteles. (2000), Política, V. M. García (introducción, traducción y notas), Madrid, Gredos.

Bacchilega, C. (2010), Postmodern Fairy Tales: Gender and Narrative Strategies, Estados Unidos, University of Pennsylvania Press.

Beck, U. y Beck-Gernsheim, E. (2001), El normal caos del amor, las nuevas formas de la relación amorosa, Barcelona, Paidós Ibérica.

Bottigheimer, R. B. (1998), “Cupid and Psyche vs. Beauty and the Beast: the Milesian and the Modern”, en Merveilles & Contes, Vol. 3, núm 1, Estados Unidos, Wayne State University Press, pp. 4-14.

Byung-Chul, H. (2003), La agonía del eros, A. Badiou (prólogo), Barcelona, Herder, 2017.

Firestone, S., The Dialectic of Sex: The Case for Feminist Revolution, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux.

Giddens, A. (1998), La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Madrid, Ediciones Cátedra.

Gollnick, J. (1992), Love and the Soul: Psychological interpretations of the Eros and Psyche Myth, Vol. 15, Canadá, Wilfrid Laurier University Press.

Illouz, E. (2009), El consumo de la utopía romántica: el amor y las contradicciones culturales del capitalismo, Vol. 3053, Madrid, Katz Editores.

Nietzsche, F. (2006), Genealogía de la moral, A. Izquierdo (prólogo), Madrid, Edaf.

Papaioannou, S. (1998), “Charite’s Rape, Psyche on the Rock and the Parallel Function of Marriage in Apuleius’ Metamorphoses”, en Mnemosyne, Vol. 51, fasc. 3, Países Bajos, Brill, pp. 302-324.

Sófocles. (2000), Tragedias (Áyax, Antígona, Edipo rey, Electra, Edipo en Colono), Assela (traducción y notas), Madrid, Gredos (Biblioteca Básica Gredos).

Wollstonecraft, M. (2018), Vindicación de los derechos de la mujer, Madrid, Ediciones Cátedra.

Jane Jacobs: contra el mito

de la ciudad matriarcal

Víctor Isolino Doval González[1]

¿Por qué resulta a veces

tan arduo decidir hacia dónde caminar?

Henry David Thoreau

La ciudad actual es una invención más o menos reciente; apenas ha cumplido sus primeros cien años de vida. No es la Troya pletórica, la mítica ciudad amurallada de Homero. No es el poder hecho mármol de Roma, el esplendor imperial por antonomasia. Tampoco es la idílica París diseñada por el barón Haussmann en el cénit del segundo imperio napoleónico del novecento.

La ciudad actual es un invento del afamado arquitecto francés Le Corbusier (nacido en el Cantón de Neuchâtel, Suiza, el 6 de octubre de 1887, como Charles-Édouard Jeanneret-Gris, adoptó este pseudónimo y la nacionalidad francesa hacia 1920 y murió en la Costa Azul el 27 de agosto de 1965), quien en 1924 publicó Urbanisme, libro traducido al inglés y al español con el título La ciudad del futuro. Ahí plantea una ciudad sin vida. Funcional, eficaz, portentosa, tan rígida y ordenada como inerte. En el prólogo –una advertencia– lanza una serie de severos apotegmas. “La ciudad –escribe– es un instrumento de trabajo. Las ciudades ya no desempeñan normalmente esta función. Son ineficaces: gastan el cuerpo, se oponen al espíritu. El desorden que en ellas se multiplica resulta agraviante, su decadencia hiere nuestro amor propio y ofende nuestra dignidad. No son dignas de la época, tampoco son dignas de nosotros” (Le Corbusier, 2013: 15).

Para Le Corbusier la ciudad debe reflejar el modo de andar erguido y firme del humano, a diferencia del errático zigzag del asno:

El hombre rige sus sentimientos con la razón; reprime sus sentimientos y sus instintos en pos del objetivo que tiene. Gobierna a la bestia con su inteligencia. […] París, Roma, Estambul están construidas sobre el camino de los asnos. […] La calle curva es el camino de los asnos, la calle recta es el camino de los hombres. La calle curva es consecuencia de la arbitrariedad, del desgano, de la blandura, de la falta de contracción, de la animalidad. La recta es una reacción, una acción, una actuación, el efecto de un dominio sobre sí mismo. Es sana y noble. Una ciudad es un centro de vida y de trabajo intensos. Un pueblo, una sociedad, una ciudad despreocupados, que se dejan llevar por la blandura y pierden la contracción, pronto quedan disipados, vencidos, absorbidos por un pueblo, una sociedad que actúan y controlan. Así es como mueren las ciudades y cambian las hegemonías (Le Corbusier, 2013: 25-27).

Al año siguiente de su publicación, Le Corbusier pasó a la aplicación de la teoría esbozada en La ciudad del futuro y lanzó el plan para transformar París. La propuesta dependía de derribar los céntricos barrios medievales de Le Marais, Des Archives y Du Temple, que eran un foco de inmundicia, purulento y húmedo, donde se hacinaban campesinos recién llegados a la ciudad, artesanos y comerciantes judíos en bancarrota. Le Corbusier bautizó a su plan (Cf. Le Corbusier, 2013: 157-191) en honor a Gabriel Voisin, el célebre pionero de la aviación francesa, dedicado luego a la industria automotriz, cuya empresa decidió financiar los estudios del proyecto.[2]

Para sacar a París de su circunstancia de asno y llevarla al plano humano de la razón y la eficacia era indispensable eliminar todo obstáculo. Era urgente dejar los paliativos de la farmacopea y amputar: derribarlo todo, allanar el terreno irregular del putrefacto centro parisino y levantar bloques de torres habitacionales en forma de equis que garantizarían luz y amplitud en cada departamento y que ofrecerían la belleza del orden racional a sus habitantes. Además, esas moles de hormigón blanco y ligero trazarían una cuadrícula callejera perfecta para la libre circulación del coche, a cambio de las sinuosas y torpes callejuelas de entonces que estaban asfixiando a París con embotellamientos vehiculares. Pero, además, darían a la ciudad una imagen diáfana y le traerían asepsia y sanidad a lo que hasta ese momento eran sólo unas barriadas húmedas y llenas de miasma.

Según Le Corbusier, el plan Voisin salvaría a París del cáncer de la estrechez y la insalubridad, le daría oxígeno con amplias calles que permitirían la vida sana y la eficacia laboral. La ciudad es una máquina —la casa lo es—. Basta con saber usarla. Por eso, en la ciudad deben quedar separados los ámbitos del trabajo y del descanso (Cf. Le Corbusier, 2013: 109-155). En esa máquina de relojería perfecta, “se yerguen rascacielos de plano cruciforme en el centro de los vastos islotes así creados, formando una ciudad de altura, una ciudad que ha reunido sus células dispersas sobre el suelo y la ha dispuesto lejos de éste, en el aire y a la luz” (Le Corbusier, 2013: 140). En lo alto, las casas están libres del contacto directo la tierra y su inmundicia, del ruido y el horror. Ahí, el hombre puede vivir su vida racional, no la de los asnos medievales a ras de suelo.

Para fortuna del turista, el plan Voisin naufragó antes de zarpar. Sin embargo, las teorías urbanas de Le Corbusier se esparcieron en América, que ofrecía algo imposible en Europa: espacio. Su idea de ciudad habitacional —o dormitorio— alejada del centro de trabajo sólo era viable en los extensos valles americanos, no en la asfixia medieval europea. Varios de sus discípulos lograron realizar su utópico urbanismo y sus postulados de racionalidad absoluta. El riguroso orden geométrico puesto al servicio de la antigua πόλις (pólis), como palanca del progreso de la arcaica civitas del medievo.

En Sudamérica, por ejemplo, Oscar Neimeyer concretó la quimera lecorbursista en una ciudad construida ex nihilo y ex professo para alojar al poder burocrático de Brasil. En México, entre 1950 y 1970, Mario Pani se ocupó de erigir proyectos —hoy emblemáticos— basados en el utopismo geométrico para salvar al Distrito Federal del caos irracional provocado por la colisión entre lo rural y lo industrial: Ciudad Satélite, Ciudad Universitaria de la unam, un puñado de conglomerados residenciales, los más célebres: el multifamiliar “Miguel Alemán”, Lomas de Plateros y Nonoalco-Tlatelolco, y su puerta magna: la antigua sede de Banobras, la llamada Torre Insignia.

Grosso modo, la ciudad del futuro propone dividir la vida en dos esferas conectadas entre sí, pero independientes: la del descanso y la del trabajo. La vida activa sucede lejos de la vida del espíritu, usando la terminología de Hannah Arendt. La rapidez del traslado entre ambas es indispensable para realizar este sueño geométrico. Hay que ir de un lado a otro velozmente para lograr unidad vital. Por eso Le Corbusier afirma que “la ciudad que dispone de la velocidad, dispone del éxito” (Le Corbusier, 2013: 124). En la ciudad satélite de Le Corbusier el high way es condición de posibilidad de la vida eficaz y sana. De lo contrario, descansaríamos y trabajaríamos en el coche.

La ciudad integradora de Jane Jacobs

El geometrismo funcional de Le Corbusier se extendió velozmente por América. Su utopía adquiría forma en todo el continente. Hasta que apareció Jane Jacobs. Hace cuatro años, el 4 de mayo, se celebró el centenario de su nacimiento. Vivió casi 90 años. Murió en Toronto, el 25 de abril de 2006. Jacobs llegó de Pennsylvania a Greenwich Village, en Nueva York, con 19 años. Estudió artes liberales en el Bernard College de la Universidad de Columbia. Al terminar trabajó para varias revistas, entre otras la influyente Architectural Forum. Su libro Muerte y vida de las grandes ciudades (1961) es la base del llamado nuevo urbanismo. Ella misma escribe: “Es un ataque contra el actual urbanismo y la reconstrucción urbana” (Jacobs, 2013: 29), además contra Le Corbusier y su ya por entonces muy propagada ciudad del futuro.

 

La ciudad de Nueva York que recibió a Jacobs había sido planeada y construida por Robert Moses, un lecorbusista declarado y en activo. Gracias al cobijo de Franklin D. Roosevelt, Moses era el burócrata más influyente de la costa este de Estados Unidos. Con el tiempo fue conocido como “The master builder”. A él se debe buena parte del diseño urbano del estado de Nueva York: suburbios, puentes, estaciones y líneas ferroviarias, conectividad entre las islas del puerto, red eléctrica e hídrica, etcétera. El detonador del encono[3] entre Jacobs y Moses fue Washington Square Park. Siguiendo fielmente los postulados del lecorbursismo, el planificador de Nueva York pretendía unir Jersey con Brooklyn mediante una autopista que atravesase Manhattan por el sur, conectando el túnel Holland y el puente Williamsburg. La emblemática plaza neoyorquina del barrio universitario era el Le Marais que estorbaba para ejecutar su particular plan Voisin. Jacobs emprendió la defensa de la plaza aledaña a Greenwich Village y enfrentó a Moses. ¿El ganador? Quien haya paseado recientemente por la zona conoce a detalle el parte de guerra.

La ciudad de Jacobs puede definirse a partir de lo que ella denomina distrito: “Vecindades urbanizadas delimitadas de manera significativa por su tejido, su vida y las actividades mixtas que son capaces de generar, y no por unas fronteras puramente formales” (Jacobs, 2013: 163). Dicha definición contradice la idealización geométrica de la ortodoxia urbanística. La diferencia es la misma que hay entre organismos vivos y complejos —capaces de trazar sus propios destinos— y las máquinas fijas e inertes, impedidas para sortear variables no contempladas en la estructura algorítmica que las rige.

Aquí radica una de las dos principales diferencias entre ambos modelos de ciudad. Si Le Corbusier la concibe como una máquina de alta precisión, Jacobs la considera un animal: un ser vivo que respira y crece. Esta concepción supone que en la ciudad hay procesos de autorregulación elementales. Para ella, estos procesos responden a un criterio de epigénesis. En términos generales, “la hipótesis de la epigénesis concibe el fenómeno del desarrollo como un proceso de ordenamiento de la materia embrionaria, inicialmente amorfa, hacia una forma biológica estructurada. A la inversa del preformacionismo, el desarrollo no se piensa sólo como crecimiento, sino como un proceso de estructuración del embrión amorfo bajo principios orgánicos de organización” (Vecchi y Hernández, 2015: 578). Jacobs aplica esta teoría a la ciudad, que “crece por un proceso de diversificación y diferenciación gradual” (Jacobs, 1975: 144).

La segunda diferencia es un tanto paradójica y gravita alrededor de la calle. Para ambos, la calle es condición de posibilidad de la ciudad. Sin embargo, Jacobs la entiende como el tejido linfático que oxigena a la ciudad y Le Corbusier, en cambio, como una red de circuitos que le dan unidad mediante la velocidad del automóvil. La calle en este caso es una autopista, un enorme canal por donde los ciudadanos van del ámbito laboral al habitacional. En estricto sentido, no es una calle, sino una vía para el traslado del coche. Como apunté antes, la ciudad de Le Corbusier necesita del automóvil. ¿Qué hacer con los congestionamientos? El problema no son los vehículos sino el medio por el que se mueven. Ése es el obstáculo. La estrecha y enrevesada calle de la ciudad antigua se construyó para los asnos: si el auto ha matado a la gran ciudad, el auto la salvará (Cf. Le Corbusier, 2013: 175). Sólo hace falta transformar la sinuosa calle medieval en una funcional autopista.

En las antípodas de la elefantiástica vía rápida lecorbusista, la calle de Jacobs no es un habitáculo para la vorágine del coche, sino un espacio para la parsimonia humana. Esa lentitud es la que permite el contacto que va dando solidez a lo cívico. “Para que en las capitales surjan formas de organización pública —dice— es necesario que por debajo de ellas se desarrolle una intensa vida pública informal que medie entre ellas y la privacidad de la gente de la ciudad” (Jacobs, 2013: 85). Es obvio que en la consideración sistémica y estructural de la ciudad lecorbusista, lo político sucede como efecto de un Estado ordenador. No en vano a Le Corbusier se le ha acusado de totalitario. Jacobs describe muy bien esta invasión de la “ortodoxia urbanística […], muy imbuida de concepciones puritanas y utópicas respecto a cómo ha de emplear la gente su tiempo libre; en urbanismo, estos moralismos sobre la vida privada de las personas se confunden profundamente con conceptos relativos al funcionamiento de las ciudades” (Jacobs, 2013: 68). Para ella lo político ocurre en la informalidad propia de una ciudad viva, en su malla linfática, que es la calle. Según Jacobs, “las calles y sus aceras son los principales lugares públicos de una ciudad, sus órganos más vitales. ¿Qué es lo primero que nos viene a la mente al pensar en una ciudad? Sus calles. Cuando las calles de una ciudad ofrecen interés, la ciudad entera ofrece interés; cuando presentan un aspecto triste, toda la ciudad parece triste” (Jacobs, 2013: 55). Pero es más que un mero elemento ostensible.

Mucho se ha escrito sobre los efectos que la discrepancia entre la velocidad humana y la del auto acarrean en la ciudad moderna. Quizá fue Georg Simmel quien mejor describió la vorágine provocada por el frenesí de la gran ciudad, ahogada entre motores de toda índole y cuya mejor representación es el hombre hastiado, envuelto en un torbellino de exigencias, todas urgentes, todas igualmente indispensables.[4] La ciudad del futuro de Le Corbusier trata de aliviar la prisa sofocante de la gran urbe mediante la creación de autopistas, un sistema cristalino que agrega más velocidad, sí; pero que ofrece dos válvulas de escape —la ciudad dormitorio y la ciudad productiva—. Para Jacobs, esta utopía no contempla la realidad. Es decir, omite la contingencia con la que la vida se antepone a lo previsto en los planos; esa imprevisibilidad de la circunstancia humana no figura en ningún plan Voisin.

La inestabilidad propia de lo real es el punto de arranque de la ciudad de Jacobs. El presupuesto de su visión de la ciudad es casi metafísico. Su consideración inicial parte de la subordinación a la realidad, lo que le permite colocarse como parte de ella y no por encima. En su análisis, admite que la ciudad es como es y no como idílicamente esperaría la geometría que fuese. Por eso, su solución a los problemas urbanos no se atenaza al dogma de arrasar con lo existente para construir una metrópolis inmaculada.

La solución de Jacobs a los desafíos urbanos emana de la propia ciudad. ¿Cómo propone oxigenar a un animal anquilosado y herrumbroso? La carga de vida provendrá de la calle, que es la medida humana aplicable a la ciudad —o medida de asno, según Le Corbusier—. Así, la solución radicará en incrementar la actividad callejera mediante la diversificación de sus usos.

El pavor que la calle le provocaba a Le Corbusier le orilló a dividir la vida citadina en estancos impenetrables, accesibles sólo mediante las autopistas. Pero los usos mixtos darían a la ciudad el oxígeno que tanto reclamaba para ella. “La idea de eliminar las calles en la medida de lo posible —escribe Jacobs—, así como la de infravalorar y minimizar su importancia para la vida social y económica de una ciudad, es la idea más destructiva y malévola de la urbanística ortodoxa. Que a menudo se haga en nombre de las vaporosas fantasías relativas sobre el cuidado de los niños en una ciudad es amargo como sólo una ironía puede ser” (Jacobs, 2013: 117).