Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte

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La definición de Polemarco queda de la siguiente manera: la justicia es hacer bien y hacer mal. Está violando un principio lógico fundamental, el de no contradicción, algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y en las mismas circunstancias. La justicia no puede, en su definición, ser buena y mala, pues lo uno excluye a lo otro. Además, como colofón, si la justicia es una virtud y toda virtud es lo que sirve para la excelencia humana, no puede contener el mal que excluye la posibilidad de toda excelencia. De la misma manera sucede cuando se piensa que somos nuestro cuerpo.

Al afirmar que somos nuestro cuerpo decimos que somos lo que no podemos ser, pues como se comentó líneas antes, no puedo solicitarle nada a mi cuerpo pues éste realiza todas sus tareas con independencia de lo que a mí me guste o no, quiera o no. Una de las características de la persona humana es su libertad, por lo que al sentenciar que somos nuestro cuerpo afirmamos que libremente somos lo que nos esclaviza, lo que no nos permite ser libres. Hemos violado el principio de no contradicción: soy lo que no me permite ser. Pensar la justicia como correspondencia equivale a reducir la reflexión antropológica al cuerpo. Las consecuencias de ambas creencias son devastadoras.

El sexo y el género

El análisis antropológico continúa. Tras haber descartado que no somos nuestro cuerpo vale la pena preguntarnos si somos algo de nuestro cuerpo. Tal vez además de colocar rasgos físicos en la respuesta a la pregunta quién soy también se haya agregado que soy hombre o mujer o transgénero u homosexual. Algo dicen de lo que cada uno de nosotros es. Definitivamente la combinación cromosomática configura ciertos rasgos con los que nos identificamos. La masa muscular, los ciclos biológicos, el acomodo de ciertos huesos, el grosor del cuerpo calloso, la voz, la vellosidad facial y otros desarrollos que son afectados por ese minúsculo accidente: X o Y.

Nuevamente vale la pena preguntarse: ¿lo que soy se reduce a mi sexo o mi género, si fuera el caso? No, porque esto dice algo de lo que soy, pero no expresa en su totalidad lo más importante de lo que soy. Incluso es posible caer en trampas biológicas y estereotipos innecesarios. Porque es cierto que muscularmente el hombre es más fuerte que la mujer o que la mujer es la única que puede engendrar a un bebé o que los ciclos hormonales en unas y otros son distintos. Esto ha dirigido a algunos a pensar que con lo enunciado tenemos razones suficientes para afirmar que el hombre es superior y mejor a la mujer, que la función de la mujer es quedarse en casa cuidando bebés y administrando el hogar, o que el mal humor de una mujer responde a su ciclo hormonal.

Estamos cayendo en la misma trampa de Trasímaco. Recordemos que al inicio de esta exposición mencioné que para Trasímaco la justicia era “lo que conviene al más fuerte”. Es la norma común. No sólo los antiguos griegos percibían así la justicia, hoy en nuestro país es fácil encontrarse con personas que sostienen lo mismo. Hasta tenemos una frase popular y simpática para decirlo: “Con dinero baila el perro”. La “ciega” justicia inclina su balanza hacia quien tiene más recursos. Es, como lo advierte Calicles en Gorgias, la ley del más fuerte. Así, la justicia queda reducida a un convencionalismo. Muy similar a esta peregrina idea que considera a hombres y mujeres como mejores y peores entre unos y otros. Aquí está uno de los errores de algunos de los grupos feministas: en lugar de equilibrar la balanza, la polarizaron hacia sus propios intereses, haciendo ahora del sexo femenino el “sexo fuerte”. Lo que es imperante comprender es que no existe un sexo fuerte y otro débil. El problema hunde sus raíces en pensar la justicia basada en convencionalismos, ya sean sociales, biológicos o políticos.

Sin embargo, como lo vengo señalando, esta concepción de justicia está arraigada a nuestra cultura, mexicana y mundial, más de lo que quisiéramos y debiera. De ella se desprende la idea de que el tirano es más feliz porque “puede hacer lo que quiere”. Es decir, es más feliz que los demás porque tiene más poder que ningún otro hombre y es el depositario de todo lo justo. Su consideración es ley y su desconsideración también. Y una y otra están sujetas a la volatilidad de sus deseos. La ley es su deseo y su deseo, ley, y ésta, la justicia con que gobierna.

Pero, ¿qué significa ser el más fuerte? Trasímaco tiene una respuesta:

De este modo, pues, cada gobierno implanta las leyes en vista de lo que es conveniente para él: la democracia, leyes democráticas; la tiranía, leyes tiránicas, y así las demás. Una vez implantadas, manifiestan que lo que conviene a los gobiernos es justo para los gobernados, y al que se aparta de esto lo castigan por infringir las leyes y obrar injustamente. Esto, mi buen amigo, es lo que quiero decir; que en todos los Estados es justo lo mismo: lo que conviene al gobierno establecido, que es sin duda el que tiene la fuerza de modo tal que, para quien razone correctamente, es justo lo mismo en todos lados, lo que conviene al más fuerte (República, I, 338e1-339a4).

Este positivismo jurídico del que participa la defensa de Trasímaco muestra lo alejado que se está de una concepción auténtica de la justicia. Peor aún, la distancia sobre un entendimiento de la naturaleza humana.

La justicia está anclada al deseo y, como tal, a un vaivén de intereses incluso contrarios entre sí. Esta posición reduccionista de la naturaleza humana hace ver a la persona no desde su totalidad sino desde la inmediata necesidad de dominar al otro, como Nietzsche lo expresó al hablar de la “voluntad de poder” en Más allá del bien y del mal (I: 19). Mientras el filósofo alemán nos advertía sobre la decadencia humana provocada por ver al hombre sólo como un otro al que tengo que someter, en el siglo xx se abrazó el nihilismo y se mostró la miopía con que se ha leído a Nietzsche desde entonces. Porque hay una actitud nihilista en cualquier postulado antropológico que maximice y minimice las cualidades del hombre y de la mujer. Postulados que van y vienen según los intereses y necesidades, casi fisiológicas, de unos y otros grupos. Es decir, bajo este techo, tanto hombres como mujeres quedan a merced de los vientos políticos y económicos de cada época, pues el techo es inexistente. Ni hablar de los cimientos.

Hacer de la identidad sexual o de género una causa en defensa de la dignidad de las personas obtiene lo opuesto de lo deseado. Pues, así como el tirano realmente no hace lo que quiere, porque siempre vive a merced del miedo que él mismo imprime en los demás, estas identidades, ya sean biológicas o sociales o psicológicas o lo que sean, no hacen sino imponer sobre los demás una forma de pensar, sentir y actuar. Precisamente, una aplicación de la ley del más fuerte. El afán de justicia buscado quedó eclipsado por la pretensión de la afirmación de un mero accidente cromosomático o psicológico, o biológico. Estamos haciendo de la causa material, la formal y la final. Dicho de otro modo, hemos reducido a la naturaleza humana a sus condiciones materiales y, desde allí, pretendemos el respeto por un valor que escapa a todo materialismo.

Por ello es necesario continuar indagando sobre estos temas. Sócrates buscará una justicia que apele a lo mejor del ser humano, no a sus factores externos, biológicos o sociales.

El alma

En el libro IV de la República se construye, finalmente, una concepción de justicia que parece considerar a la naturaleza humana en su completa identidad. Sócrates, y en este caso, también Platón, piensan que la justicia es un bien y, como tal, debe lograr una concordancia con lo que el hombre es. Si es cierto que la justicia es una virtud debe entonces servir para desarrollar y alcanzar la excelencia humana. Esto es lo que corresponde a toda areté, humanizar al hombre en su propia existencia.

Cuando los anteriores intentos por definir lo que es la justicia fracasaron Sócrates voltea hacia la pólis. En la constitución de una pólis griega hallará la clave para saber lo que es la justicia. La clave viene en el estudio que se realiza del Estado. Al inicio del libro mencionado, Adimanto increpa a Sócrates sobre la felicidad de los guardianes, quienes de acuerdo con lo analizado en el libro III de la República no recibirían un salario abundante. La respuesta de Sócrates asfalta la argumentación por venir, al señalar que “modelamos el Estado feliz, no estableciendo que unos pocos, a los cuales segregamos, sean felices, sino que lo sea la totalidad” (República, IV, 420c4-7). La totalidad aludida está integrada por los guardianes, los guerreros y los comerciantes que representan al pueblo.

El Estado queda conformado por tres órdenes en donde la clave radica en que cada uno haga lo que le corresponda, también llamada oikeiopragía (Vallejo Campos, 2018: 102). Los gobernantes, que representan a la parte más pequeña, tienen la tarea de mandar. Los guardianes serán auxiliares de los primeros y cumplirán con la función de vigilar y proteger al Estado tanto de amenazas externas como internas. Finalmente, los comerciantes mantendrán la vida de la pólis a través del intercambio de bienes y el manejo de la riqueza. Este desarrollo es determinante para comprender al alma. Platón se pregunta si el alma podría asemejarse al Estado.

Tras una reflexión basada en pura experiencia con un ingrediente de lógica básica, Platón es capaz de deducir las tres partes de las que está conformada el alma: una parte que desea (los apetitos), una parte que autoriza o detiene dichos deseos (la razón) y una parte que ejecuta dichas órdenes (la fogosidad o cólera). En orden axiológico son: la razón, la cólera y los apetitos. Cada uno se asemeja a una parte del Estado: la primera a los gobernantes, la segunda a los guardianes y los apetitos a los comerciantes y el pueblo. Las funciones de cada uno son las siguientes. A la razón le corresponde mandar, guiar y ordenar; a la cólera, ser una aliada de la razón, y a los apetitos, mantenernos con vida. Como sucede en el Estado, cada parte debe cumplir con la función que le es propia. Para auxiliar en ello, Platón sugiere que cada parte sea acompañada de una cualidad —virtud— que le ayude a cumplir con su función. Para la razón será la sabiduría-prudencia, la cólera tendrá a la valentía y los apetitos a la moderación o templanza. Un alma que funciona de esta manera es justa, pues la justicia consiste en que cada parte o ciudadano cumpla con la actividad que le es propia. Esta definición de justicia como especialización apunta ya no a un tema físico, social o cultural, sino antropológico metafísico.

 

El giro que con esto se logra es el de incluir al ser humano en el Estado, al ser humano completo, independiente de los accidentes de éste. El alma es asexuada, incorpórea y exenta de todo relativismo cultural. Al lograr esta nitidez en la comprensión del ser humano, Platón logra desatar todo estereotipo vinculado con los accidentes de lo que una persona parece. Como lo dice en Alcibíades, “el hombre es su alma” (130c). Para Platón somos nuestra alma, quien utiliza al cuerpo como un vehículo sobre el que debe mandar, dar órdenes y guiarlo hacia el bien. En Fedón el alma conlleva vida, siendo quien vivifica y anima a un cuerpo. Pero el alma no es masculina ni femenina, no es alta ni chaparra, blanca o negra, asiática o europea. El alma es aquello que nos permite, en primer lugar, estar vivos. Además, como seres humanos, es gracias a lo cual pensamos (tenemos lógos), nos movemos y sentimos. Y el alma puede tomar como vehículo un cuerpo femenino o masculino, sin que esto implique una diferencia esencial.

Por ello, lo radical en la definición de justicia propuesta por Platón en el libro IV de la República es que cada quien o cada cual haga lo que le corresponda (oikeiopragía). El alma es justa cuando puede gobernar al cuerpo, sea éste de hombre o mujer, y conducirlo hacia el perfeccionamiento de sí mismo. La justicia, entendida como especialización, parte de una concepción metafísica de la persona humana. Atiende a su estructura ontológica y, por ende, a la deliberación de su composición. La justicia no resulta en algo externo que le acontece al alma, sino en la disposición interna de la misma que se conquista cuando ésta hace lo que le corresponde.

Las definiciones anteriores adolecían de una visión antropológica que comprendiera al ser humano. Eran reduccionistas y meras simplificaciones de una realidad más compleja y honda que entiende a la persona no por lo que aparece, acontece o se muestra, sino por lo que realmente es. La concepción de justicia que alberguemos será determinante para nuestra integración en la sociedad. Darle a cada quien lo que le corresponde, como Aristóteles definiría a la justicia, centra su atención en las diferencias accidentales y no en las similitudes esenciales. Ni qué agregar de lo que una definición como la de Trasímaco implicaría para cualquier sociedad.

La pólis platónica

En el análisis que Platón realiza sobre la justicia en la República quedan al descubierto las falacias de algunas definiciones. Asimismo, se da cuenta que no puede dar con una definición acertada de justicia sin antes cuestionarse por la naturaleza humana. La justicia tiene que considerar al agente de la misma, por eso la pregunta antropológica es pertinente. No sólo pertinente, sino necesaria. La justicia como especialización integra a todos y a todo. Lo determinante no son las partes del Estado o del alma, sino la ejecución de sus funciones. Por ello, a Platón le resulta verosímil incluir a la mujer en la pólis.

En el libro V de la República desarrolla los argumentos a favor de la inclusión de las mujeres en la administración del Estado. Al establecer que la naturaleza humana descansa en el alma, hombres y mujeres son por naturaleza lo mismo, aunque distintos por sexo. La distinción sexual será considerada, pero no como un impedimento, sino como parte de la asignación. Y como lo que se busca es el Estado más justo, entonces hombres y mujeres deben participar en él por igual. El liberalismo del pensamiento de Platón lo lleva a afirmar que “las mujeres hagan gimnasia desnudas en la palestra junto a los hombres, y no sólo las jóvenes, sino también las más ancianas” (452a-b), “de modo que se cubran con la virtud en lugar de ropa, y participarán de la guerra y de las demás tareas relativas a la vigilancia del Estado” (457a).

Platón se pregunta si la naturaleza humana femenina es capaz de compartir con la masculina todas las tareas o ninguna. Concluye que sí es capaz (Cf. 453a-b). Decide enfocar su argumentación en el tema de la justicia, es decir, en la especialización vista anteriormente. Lo relevante para un Estado es que se cumpla con las ocupaciones propias de cada persona. Así, un médico o una médica tienen la misma alma, la del médico, independientemente de la configuración sexual. Para Platón tienen la misma naturaleza.

Asimismo, Platón parece consciente de las implicaciones que significa uno y otro sexo. Si bien por naturaleza son iguales, la masculinidad y la feminidad implican diferencias. Éstas no son determinantes, pero sí deben ser consideradas a la hora de establecer la comunidad que conformará a este Estado justo. La mujer alumbra y el hombre procrea, la mujer es, muscularmente hablando, más débil que el hombre. Estas dos características, sin embargo, no menguan la participación de la mujer en la nueva polis, pues

no hay ninguna ocupación entre las concernientes al gobierno del Estado que no sea de la mujer por ser mujer ni del hombre en tanto hombre, sino que las dotes naturales están similarmente distribuidas entre ambos seres vivos, por lo cual la mujer participa, por naturaleza, de todas las ocupaciones, lo mismo que el hombre (455d-e).

En tanto que más débil la una que el otro sirve sólo para asignar las tareas específicas de, por ejemplo, el uso de armas. Manejarán las armas más livianas, pero participarán igualmente en la guerra. Atendiendo al ethos la Grecia clásica el pensamiento arrojado en la República es tanto provocador como innovador. La mujer como otro ciudadano más en la configuración del Estado, que participará como el hombre en las mismas tareas que se requieren. Algo ridículo para un varón de la sociedad ateniense (Brisson, 2012).

El primer paso, señala Platón, es el de la educación. Debido a que hombres y mujeres son iguales por naturaleza, unos y otras deben formarse en la música y la gimnasia, como lo prescribió en el tercer libro de la República, como parte de la formación de los guardianes. Además, como quedará asentado en el libro VII de la República, que inicia con la alegoría de la caverna, el liberado deberá atravesar por una pedagogía basada en las matemáticas que le permitirá alcanzar la dialéctica, el entendimiento de los primeros principios. A tal persona, piensa Platón, le corresponde gobernar. No sin antes señalar que este gobierno puede estar en manos de un hombre o una mujer, si fuesen ellas quienes lograron alcanzar la máxima penetración en el conocimiento del bien. La república de Platón, por ende, tendrá a un rey o una reina filósofa (Cf. República, VII, 540c). La única condición es que haga filosofía correctamente.

Dialéctico es quien “alcanza la razón de la esencia”, en tanto quien no puede dar razón de su conocimiento, ni a sí mismo ni a los demás, “no tiene inteligencia de estas cosas” (534b). Alcanzar la razón de la esencia y poder dar razón de las cosas que sabe no está condicionado al accidente sexual o cromosomático, sino que todo aquel que tiene alma puede lograrlo.

Prometeo recargado

En Protágoras (320c-321d), Platón narra su versión del mito de Prometeo. Comparte mucha similitud con el de Hesíodo, salvo por el final. En el de Platón, Prometeo no es castigado por Zeus. Al contrario, cuando el dios se entera de la labor de Prometo se convierte en un consejero sobre lo que este nuevo animal requiere para ser capaz de vivir en ciudades.

Prometeo, al ver que su hermano Epimeteo había dotado de todas las cualidades a los animales excepto al humano, le robó el fuego a Hefesto y la sabiduría a Atenea. Gracias a estos obsequios, el animal con inteligencia tuvo participación en lo divino, pues compartía con los dioses algunas características. Por eso es el único animal que puede reconocer a los dioses y adorarlos. Con el fuego y con la sabiduría los hombres eran capaces de realizar muchas empresas, pero carecían de la ciencia política. Debido a ello, siempre que se reunían terminaban en disputas y pugnas los unos con los otros.

Para evitar esto, Zeus envió a Hermes a que compartiera con los hombres el sentido moral y la justicia “para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad” (321c). Además, Zeus exige que todos participen del sentido moral y de la justicia, no sólo unos cuantos. Hermes debe derramar moralidad y justicia sobre todos los ánthropos. Sólo así será posible que existan ciudades.

Las discrepancias entre la narración de Hesíodo y la de Platón son mínimas y, sin embargo, significativas. El inicio es idéntico, pero el final es nuevo en Protágoras. Mientras que en el relato original Zeus encadena a Prometeo por el hurto y obsequio a los mortales, enviando una plaga femenina, en el de Platón Zeus auxilia para que esta nueva raza pueda, incluso, aprender a vivir en comunidad. Sin moralidad ni justicia toda agrupación humana está destinada a la catástrofe, a la aniquilación. ¿De qué moralidad y de qué justicia se está hablando en el diálogo de Platón? De aquella moralidad basada en la virtud (areté), de las cualidades que le permiten al ser humano ser lo que tiene que ser ayudándolo en esta tarea. Tarea que concluye con la justicia en su sentido más natural, metafísico y antropológico.

Gracias a ello, Platón fue capaz de pensar más allá de los límites de su tiempo. La ilustración griega encontró en él a un pensador que se atrevió a reflexionar sobre el kósmos de una manera que no lo habían hecho filósofos ni políticos antes que él. Uno de los tantos beneficios que este nuevo pensamiento trajo fue la incorporación de la mujer a la esfera política. Platón aprovechó el fuego y la sabiduría dadas para iluminar con inteligencia y ciencia la ética de su Atenas. Fiel a la etimología de ánthropos que exploró en Cratilo fue y examinó lo que veía. Recordemos que los justos son luz que iluminan las tinieblas de cualquier caverna.

Doctor en Historia del Pensamiento por la Universidad Panamericana (UP), maestro en Filosofía por la unam y licenciado en Filosofía por la up. Actualmente es profesor investigador del Departamento de Humanidades de esta universidad. También colabora con sesiones para icami y, en Monterrey, para el cph.