Diario de la pandemia

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Exilio en la calle principal

Julián Herbert

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Saltillo, México, 11 de abril— La enfermedad apareció en mi horizonte el viernes 13 de marzo. Mi suegro se graduaba de historiador y asistí con mi mujer a la ceremonia. Al terminar, fuimos a comer. Durante todo el rato, con una excitación digna de la peste negra o la lepra medievales (o de la locura en la época clásica según Foucault), no se habló sino del coronavirus. Mis suegros y mis tres cuñadas se habían preparado para entrar en la Fase 3 de la cuarentena aquel mismo día, dos o tres semanas antes que la mayoría de los mexicanos. Su criterio me pareció excesivo, aunque lo justifico a contraluz de tres hechos fundamentales: los padres de mi mujer tienen edad suficiente para ser considerados población de riesgo; pertenecen a la clase media provinciana desde hace al menos cuatro generaciones (yo en cambio soy un producto puro de la movilidad social: mestizo, lumpen, semirrural, migrante), y vivimos en Saltillo: el saltillense promedio —yo incluido— es un ultramontano ontológico que anhela la fantasía de encerrase a piedra y lodo para escapar de Lo Ajeno.

Al terminar el almuerzo, mi suegro se despidió de mí con un ademán distante: “Hay que protegernos”, explicó. Luego dio media vuelta y le asestó a su hija mayor (con la que yo había pasado un buen rato de la noche anterior intercambiando fluidos) un abrazo potente y un beso en la mejilla. Pensé: “Lo que se viene no es una mera contingencia viral. Lo que se viene es una guerra con la mente”.

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Hace años que no sentía de una manera tan precisa (quiero decir: física) la vecindad entre el estoicismo y el cinismo.

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Vivo en la esquina de Manuel Acuña y Victoria, a dos calles de la alameda Zaragoza, una cuadra al poniente de la plaza de armas y el palacio de gobierno, en contraesquina del antiguo edificio (hoy es una zapatería) del cine Palacio; un inmueble que fue reproducido al óleo por Edward Hopper en 1946. Vivo en el corazón de Saltillo. Puesto a elegir cuál sería mi álbum de rock emblemático para pasar la cuarentena, diría que Exile on Main St., de The Rolling Stones.

Comencé a prepararme para la contingencia el martes 17 de marzo: diligencias administrativas, cancelación de viajes. El sábado 21 hice una última reunión de trabajo con los miembros del Seminario Amparán, entre ellos un médico; fue él quien estableció los protocolos del encuentro. Dediqué el lunes 23 a diseñar un gimnasio casero con galones de agua, un cortinero y una banca. Dejé de salir a correr a la alameda el lunes 30 de marzo: desde esa fecha, hago mis seis kilómetros reglamentarios dando vueltas sobre el techo de mi edificio de departamentos, que mide más o menos una cancha y media de basquetbol. Salgo de vez en cuando a la calle en busca de provisiones. Lo hago siguiendo normas de higiene rígidas. Soy escéptico acerca del impacto que estos cuidados puedan tener frente al contagio, pero los cumplo con pundonor: yo no soy propietario del cuerpo de los otros. Salvo por el descanso de no andar del tingo al tango en autobuses o aviones, ofreciendo de ciudad en ciudad conferencias y cursos, mi vida cotidiana es muy igual a la de antes. Gano menos dinero, pero mis oportunidades de gastarlo también se han reducido.

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Una banda de rock aséptico que se llame La Ilusión del Control.

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A veces leo o escucho a personas cercanas quejarse de que “la gente” sigue estando en la calle, de que falta conciencia, de que la autoridad no hace nada por aplanar la curva de contagios, de que… Trato de ser cortés, no contradigo demasiado, me hago el despistado; intento cumplir con el grado de sensatez que la clase media ilustrada mexicana espera de mí. Lo cierto es que, en mi fuero interno, me parece ridícula toda esa consternación. No es que yo sea un sociópata, pero tampoco creo tener mayor injerencia que mi gato en el trasfondo de lo que acontece. Una de las estrategias que he implementado de manera consciente para negociar con mi angustia es acogerme a lo gradual: cortar actividades o libertades una a una, sin prisa ni nostalgia. Espero a que se dicten los tiempos oficiales (aunque me parezcan erróneos) y sigo sus protocolos. No quiero saltar de golpe a la Fase 3 porque sé lo suficiente sobre la sombra junguiana: sé que el enojo de quienes se quejan de la indolencia de sus conciudadanos podría ser una proyección de su frustración por no estar ellos mismos allá afuera, paseando por el parque. Quiero ser el último en ingresar a la habitación del pánico, no importa que por ello me toque luego viajar al apocalipsis aplastado contra la puerta, como pasajero del metro.

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Pasa un camión de perifoneo con un anuncio del gobierno del estado: “Les recordamos mantenerse en sus casas para evitar un mayor número de contagios”. Al menos me tocó vivir lo suficiente como para ser personaje de una novela de William Gibson.

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No tengo buena opinión ni del gobierno de mi país ni de sus críticos acérrimos. Estas semanas he ido dos veces al supermercado y noto que la burguesía nacional no ha adquirido un gramo de sentido humanitario en el transcurso de la crisis. No sólo todo es más caro; es, además, deficiente. Como si una desgracia global fuera el mejor momento para comercializar lo que está al borde de la descomposición. El precio de placebos contra la paranoia viral roza lo obsceno. El capitalismo salvaje sigue siendo capitalismo salvaje, sólo que ahora tiene fiebre.

Mi sensación es que ya todos estamos de algún modo —ético, fisiológico, ideológico, emocional, económico— contagiados. Si pretendemos que no es así es por soberbia o mera urbanidad. Leo por todas partes sesudas opiniones de filósofos acerca de cómo el capitalismo, el comunismo, el Estado policial, los Estados débiles, los presidentes racistas, el heteropatriarcado, el feminismo, el criptosocialismo, el darwinismo económico, todas estas cosas van a caer o se van a empoderar o nos van aplastar o nos salvarán: todo depende de cuál sea la orientación ideológica previamente adquirida del pitoniso en curso. Lo que me causa mayor admiración es la certeza que se percibe en todas estas mentes brillantes. Me deja boquiabierto que, en una época tan cáspita y atónita, sea tan difícil conversar con personas aquejadas de incertidumbre.

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No sabía que Lucía Bosé estaba viva; su muerte me hizo recordar lo increíblemente bella que me parecía Ornella Muti en los ochenta. No sabía que Jürgen Habermas sigue vivo. No sabía quién era Lorenzo Sanz. No había pensado en Luis Eduardo Aute desde finales de los noventa. No había pensado en Giorgio Agamben durante la última década. Sigo sin saber quién fue Carlos Falcó. No había tenido noticias de Plácido Domingo desde que lo acusaron de acoso sexual. Me conmoví cuando Idris Elba anunció que había contraído covid-19: mi primer impulso fue volver a ver The Wire. Todo esto puede sonar insensible, calamitoso, insensato. Pero ésa es hasta ahora mi experiencia concreta de la pandemia: una experiencia abstracta acotada por otro tipo de preocupaciones. Parece una tontería, pero creo que la honestidad elemental (practicada al menos con uno mismo) puede ser una gran reserva de poder cognitivo en tiempos oscuros.

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Mi vida en cuarentena no es muy distinta a mi vida cotidiana durante el último par de años. En mayo de 2018, ingresé a una clínica de rehabilitación por el consumo de alcohol y drogas. No sé: tal vez pasar esos tres meses confinado, sin internet, con horarios estrictos de trabajo de albañilería y jardinería y terapia, siguiendo una regla vagamente monástica, me preparó para esto. O tal vez sólo soy un tipo raro que se venda lo ojos los sábados por la mañana para bailar a solas, a todo tren, big beats de los Chemical Brothers. ¿Es eso lo que experimento de cara al riesgo de contagio: la superioridad moral del eremita amateur, la humildad de cartón piedra del narcisista puritano, el síndrome cachafallas de la puta arrepentida? En parte, creo que sí. Pero también, en parte, estoy hasta los huevos de los estados éticos alterados del presente, de la pandemia vista como diluvio universal y no en su calidad de experiencia directa: de sentimiento personal e intransferible y a la vez trascendente del mundo. Es como si la literatura distópica del siglo xx nos hubiera sobreentrenado para la catástrofe.

Dice la politóloga Ashia Ahmad en un artículo reciente que “Las catástrofes globales cambian el mundo, y esta pandemia es muy parecida a una gran guerra”. Después añade: “La respuesta emocional y espiritualmente sana es prepararse para ser transformados para siempre”. Encuentro en estas palabras un poco de la sobreactuación y sobre-higienización emocional típicas del primer cuarto del siglo xxi. Primero, porque no está de más recordar que la Segunda Guerra Mundial dejó un saldo de alrededor de 60 millones de muertos; me temo que, al menos en ese rubro, el coronavirus le va un poquito a la saga. Y segundo, porque dudo que haya recetas generales para encontrar una manera “sana” de “prepararse para ser transformados para siempre”. De eso precisamente se trata toda la experiencia (y la tragedia) humana. No sólo esta pandemia.

Jair Bolsonaro:
masas, virus y poder

Fábio Zuker

Las crisis no es de “confianza”, no es “ética”, tampoco

“financiera”. No es “política” ni “institucional”, mucho menos

del “coronavirus”. Es la crisis de una forma de sociabilidad

que transforma todo en mercancía, incluso la salud, la

educación y el tiempo vital. La crisis es del capitalismo.

Silvio Almeida

São Paulo, 12 de abril— Domingo, 15 de marzo de 2020. Cuatro días antes de que la Organización Mundial de la Salud (oms) declarase al nuevo coronavirus como pandemia mundial. Sistemas sanitarios de todo el mundo en crisis. Países confinando a millones en sus hogares. Fronteras cerradas. Economistas calculando pérdidas billonarias. En cambio Bolsonaro prefiere desestimar las recomendaciones médicas y de su propio gabinete. El presidente opta por salir del Palacio de Planalto rumbo a una manifestación de simpatizantes suyos, que en medio de la pandemia decidieron salir a protestar contra el Congreso Nacional y la Corte Suprema. Bolsonaro interactúa con ellos, sonríe. Manosea sus celulares. En sus perfiles virtuales comparte videos de las manifestaciones en diversas ciudades del país, estimulando a que las personas estén en contacto y aglomeradas. Bolsonaro había estado junto a personas contaminadas por covid-19, lo que llevó a su equipo médico a recomendarle que disminuyera sus apariciones públicas y contactos—cuando escribo este texto son 23 las personas próximas a él que están contaminadas, incluidos ministros—. El presidente no parecía preocupado por su salud, así como tampoco por la de su masa más fanática de seguidores. El covid-19 nos ayuda a observar, desde ángulos inéditos, algunos aspectos del proyecto político de Jair Bolsonaro. Me parece necesario explicar algunas afinidades entre la situación social creada por el virus y el autoritarismo del presidente de la República.

 

Política y paranoia

Masa y poder, de Elías Canetti, es un libro fascinante. “Todo”, dice el autor, fue a parar a este trabajo. El telón de fondo es la Alemania del Nazismo y las enormes movilizaciones de masas que la sustentaron. Digo telón de fondo porque no creo que sea una obra centrada exclusivamente en el régimen nazi y el exterminio de los judíos en Europa. Hitler y el nazismo alemán son mencionados, pero no son el centro del argumento. Canetti cree que para entender los fenómenos de masas es necesario alejarse de un tipo de racionalidad europea y desde allí analizar los sentimientos que mueven a las personas a participar de esas experiencias colectivas. Su reflexión apunta hacia los sentimientos de apertura que cada persona cuando, ya como parte de la masa, pasa a formar parte de un todo, en una experiencia que también conlleva la pérdida de su individualidad. Su argumento se vale de la psicología y la antropología, pero también de la historia, la arqueología y la teoría política. Atraviesa los pueblos indígenas americanos, los cazadores africanos y los sultanatos musulmanes, como base para una discusión amplia sobre la sumisión.

En su radiografía de las masas, Canetti desvela su principal mecanismo de funcionamiento: toda masa tiende al crecimiento. La masa es pensada a imagen del fuego, por su capacidad de propagación, su irrefrenable expansión y su irrespetuosa relación con fronteras y barreras. El fuego comparte otra característica con las masas: por muy diverso y heterogéneo que fuere, todo lo que existía antes del fuego es igualado, todo es convertido a cenizas. Al integrarse a la masa las personas también pierden sus características definidoras. “Cuanta más vida tenga algo, menos podrá defenderse contra el fuego; sólo lo más inanimado, los minerales, logran resistirlo”, escribe Canetti.

Es imposible no pensar en las similitudes entre el fuego y el virus, en lo que se refiere a la velocidad de propagación. Más aún si consideramos las particularidades de algunas formas de contacto contemporáneas, en que buena parte de la masa se constituye como un cuerpo online, que actúa por medio de la viralización de fake news, sentimientos y agresiones a determinadas personas, haciendo indistinguibles a las masas de las hordas.

Hay otro aspecto del libro de Canetti que me parece importante para pensar a Brasil bajo la doble amenaza del coronavirus y Bolsonaro. Es la idea del gobernante como un paranoico. El sultán de Delhi, Muhammad bin Tughluq (siglo xiv), resulta para Canetti un caso puro del paranoico detentor de poder, ejemplo revelador para comprender las relaciones entre paranoia y los gobiernos totalitarios europeos. El sultán, poseedor de una riqueza inconmensurable, embarca a su ejército en guerras inútiles, agasaja a extranjeros en desmedro de sus súbditos y termina por exterminar a toda la población de su ciudad. Sólo se siente insatisfecho tras mirar por la ventana de su palacio y ver a Delhi vacía.

Exterminar indiscriminadamente —pese a que mueran inocentes, como dice Bolsonaro— constituye el delirio del paranoico. A los ojos de quien detenta el poder, la masa se muestra en su esencia: son todos iguales, igualmente peligrosos. Por eso, dice Canetti, es necesario su “apaciguamiento por medio de la miniaturización”. Una vez empequeñecidos, los subyugados por la violencia ayudan a la composición y el crecimiento del cuerpo del gobernante, que confunde su propio cuerpo con los de sus gobernados. El autor también destaca el “sentimiento de lo catastrófico” y la “amenaza al orden universal” como fuerzas que nutren al paranoico en su relación con las masas.

Es necesario traducir las reflexiones de Canetti a la terminología propiamente bolsonarista. Un video compartido por Bolsonaro en sus redes sociales —protagonizado por un león (representación suya) rodeado de hienas (grandes medios de prensa, Congreso Nacional, Corte Suprema y su propio ex partido)— es una expresión palpable de su paranoia. “Redentor del universo y soberano son una única persona”, afirma Canetti respecto a la visión que el gobernante tiene de sí mismo. “Mito”, la denominación dada a Bolsonaro por su base de apoyo, lo coloca precisamente como la única fuerza redentora del país. Dotado de un aura divina, no es extraño que sus fanáticos reivindiquen el segundo nombre del presidente: Messias.

Hay otro aspecto concreto de esta paranoia, tan real como calculado: Bolsonaro considera a los políticos que toman medidas para la contención del virus —como gobernadores y alcaldes— como amenazas, embusteros que quieren sabotear su gobierno al impulsar la caída del pib y el aumento del desempleo.

La diferencia entre el paranoico y el detentor del poder no existe en sí misma, sino en su relación con el mundo exterior. Al paranoico le basta su propia paranoia. La paranoia del detentor del poder es desenfrenada. Al paranoico sólo le importa él mismo. Los otros, la masa que lo sustenta, no. Hasta el punto de salir a tocarlos indiscriminadamente, incluso sabiendo del riesgo de estar contaminando a sus propios seguidores.

Para Canetti, “para él [sea el gobernante o el paranoico, da igual] nada representa la opinión del mundo; su delirio se sustenta por sí sólo contra la humanidad”. El escritor búlgaro continúa: “del único hombre vivo, él se transformó en el único que importa”. Es precisamente esto lo que se revela en una de las últimas reflexiones públicas de Bolsonaro, en medio del crecimiento exponencial del coronavirus en Brasil: “después de la puñalada, no será un pequeño resfrío el que me derrote”.

No importa el resto. Para que el mito cumpla su deseo de volverse omnipotente, el virus puede ser un medio.

Higienización social

Como en el capitalismo la muerte sigue el padrón de la desigualdad, no todos morirán de la misma forma durante la crisis del coronavirus en Brasil. Un reciente video de la diputada Jandira Feghali muestra cómo la comunicación del gobierno destinada a la contención del virus está orientada a las clases media-altas. Como muestran diversos reportajes, ¿Cómo es posible protegerse allí donde ni siquiera existe agua para lavarse las manos? ¿De qué forma se puede aislar a un enfermo al interior de un hogar donde un solo cuarto es compartido por todos los miembros de una familia, incluyendo a diferentes generaciones? Vale la pena leer el texto de la filósofa y militante Djamila Ribeiro respecto de la situación de vulnerabilidad de las empleadas domésticas. La autora centra su análisis en el violento caso de la muerte de una adulta mayor de Río de Janeiro, quien no fue liberada por sus empleadores recién llegados desde Italia pese a estar infectados con coronavirus.

En un país con estos niveles de desigualdad, el virus no matará de forma igual. Si en un comienzo la contaminación fue predominante entre personas con accesos a viajes internacionales, su irrupción en barrios populares es de temer. El virus toma partido en una guerra ya existente, que muchos sociólogos han denominado como de “castigo a la pobreza”. Es la misma lógica de la exención de responsabilidad defendida por Bolsonaro: se castiga a los pobres, poco importa la muerte de inocentes. Es eso también lo que propuso la Medida Provisoria recientemente elaborada por el gobierno: suspender los contratos de los trabajadores por hasta cuatro meses, dejándolos desamparados en un momento de aumento de gastos de salud. Pocas horas después, tras las protestas de políticos y de la sociedad civil, ese párrafo fue eliminado de la propuesta.

Hace pocos días el historiador y filósofo best-seller Yuval Noah Harari escribió un excelente texto para la revista norteamericana Time. Entre sus cuestionamientos está la idea de que la pandemia sólo alcanzó su dimensión actual debido a las profundas interconexiones del mundo que habitamos. Harari defiende precisamente lo contrario: en otras épocas la propagación de enfermedades era más letal y había infinitamente menos conexiones al interior del planeta. Basta pensar en la letalidad y la dispersión de la peste bubónica en Europa o de la viruela entre los pueblos indígenas de América. Vale observar, dice, las reacciones de la ciencia al coronavirus en relación a las respuestas a la peste: “mientras las personas de la Edad Media nunca descubrieron qué era lo que causaba la peste bubónica, científicos demoraron apenas dos semanas en identificar el nuevo coronavirus, secuenciar su genoma y desarrollar tests confiables para la identificación de personas infectadas”, afirma el autor. Esas informaciones fueron rápidamente compartidas entre países.

La diseminación de la información entre las naciones, los intercambios de conocimientos científicos y las técnicas especializadas sostienen el combate eficiente al virus. El caso de la viruela es ejemplar: la enfermedad sólo pudo ser erradicada en 1979, a partir de un esfuerzo internacional que involucró a todos los países del planeta. Si una única persona permaneciese con el virus, éste podría sufrir una mutación en un solo gen —lo que suele pasar con los virus, tal como ocurre con el covid-19 o el ébola— y la humanidad debería tener que vérselas nuevamente con la enfermedad.

Si el virus tiene el potencial de revelar las heridas de la desigualdad y el carácter paranoico del detentor del poder, también nos muestra que nadie está a salvo. No importa cuán rica una persona sea ni cuán lejos se encuentre de los núcleos de pobreza. Someter a poblaciones enteras a pésimas condiciones de vida y precario acceso a la salud no inmuniza a nadie de las consecuencias de la desigualdad. Ese único gen, de un único virus, de una única persona sin acceso a un buen sistema de salud, puede ser fatal.

Aun así, algunos ricos aparentan mantener la ficción de que no serán afectados como los pobres por la enfermedad. Evidentemente no será de la misma forma. Sin embargo la curva de crecimiento exponencial del número de contaminados llevará al colapso tanto al sistema público de salud como a los más lujosos hospitales privados.

La ficción del control total

Lidiar con una enfermedad contagiosa, una catástrofe ambiental, guerras o situaciones extremas que coloquen a la población en condiciones de vulnerabilidad, siempre presenta dos caras: la idea de que los gobernantes poseen razones prácticas para desempeñar su poder de mando de forma excepcionalmente dura y la concretización del poder sin límites en su forma pura.

En Vigilar y castigar, Michel Foucault inicia uno de los capítulos centrales de su obra —aquel dedicado al análisis de la visualidad y el control del Panóptico de Jeremy Bentham— con una impresionante descripción del sistema de control de las personas durante la época de la peste bubónica en Europa. Informes, redes de información, control de movimientos. Dominar a la peste era el objetivo central de todo proyecto autoritario de control total.

En el texto citado anteriormente, Harari apunta a una estrategia virtuosa de intercambios científicos y esfuerzos entre países. Sin embargo, esto no excluye que las restricciones que los gobiernos puedan llevar a cabo para enfrentar la excepcionalidad de la pandemia se transformen en la nueva normalidad. En un artículo publicado en el británico Financial Times, el mismo autor advierte sobre los peligros del perfeccionamiento de las herramientas de vigilancia personal, puestos en práctica por China e Israel: cada movimiento de los ciudadanos es acompañado, con la posibilidad de incluso saber si se está cerca de algún contagiado. Para Harari es aún más grave la posibilidad de que los gobiernos puedan monitorear en tiempo real características fisiológicas, como la presión arterial o el pulso cardiaco. Esto permitiría una vigilancia sin precedentes de nuestros gustos, alegrías y emociones. “El monitoreo biométrico haría parecer a las tácticas de hackeo de datos de Cambridge Analytica como de la Edad de Piedra”, concluyó.

 

Con Bolsonaro todo parece infinitamente más tosco. El combate al virus asume una cara abiertamente abyecta: desmerecimiento de la ciencia, desestimación del virus como peligro real, propagación de noticias falsas y comportamientos infames del propio presidente de la República. Tamaña ineptitud genera desconfianzas y levanta sospechas sobre la posibilidad de un proyecto de instauración de un estado de sitio de larga duración.

Bolsonaro ha dado señales de estar ensayando un golpe, incluso desde antes de escuchar sobre el covid-19. Probablemente no lo hace porque no tiene seguridad del apoyo que una medida así necesita. Por lo que indican sus palabras, ganas no le faltan. El virus puede crear peligrosamente las condiciones para que Bolsonaro materialice su delirio autoritario: colocar a las Fuerzas Armadas en las calles para contener a las personas y luego no devolverlas a los cuarteles. Una vez neutralizado el virus, garantizar la disciplina entre trabajo y hogar: reproducción del capital y reproducción de las masas que lo producen.

Es poco probable que la cúpula del Ejército apoye ese movimiento. Sin embargo, las policías pueden ser impulsadas a amotinarse contra gobiernos estatales, estableciendo un extenso toque de queda. El motín de la Policía Militar de Ceará de hace pocas semanas, así como las extrañas relaciones entre el Ejecutivo y los policías amotinados, no deben ser pasados por alto.

No me parece que Bolsonaro tenga fuerza para tanto. Gracias a los republicanos franceses de los siglos xviii y xix existe la separación de poderes y un sistema de frenos y contrapesos. Gobernadores y alcaldes han tomado medidas ejemplares, como el cierre de locales de concurrencia masiva y la limpieza del sistema de transporte público —algunas de esas estrategias fueron tomadas mucho antes que los países europeos en relación a las curvas locales de expansión de la pandemia. Vale destacar también la actuación del Ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, que comprende la gravedad de la situación hace bastante tiempo.

Falta saber qué uso político le dará Bolsonaro a la crisis. Todo indica que el presidente ya no cuenta con el apoyo de antes entre los liberales. Su base en el campo conservador también parece haber perdido fuerza. Cacerolazos y la idea de un impeachment ya no suenan tan extraños. Bolsonaro tendrá que hacerse cargo de un país golpeado, en un mundo asolado por la muerte, la recesión económica y más desigual que nunca.

Nota general sobre el imaginario de la catástrofe

Leo reportajes, ensayos y crónicas todos los días. Pocas me marcaron tanto como el texto de Evan Osnos sobre cómo los súper ricos norteamericanos se preparan para lo peor. En É o fim do mundo, el periodista muestra cómo algunas de estas personas han tomado una serie de prevenciones antes del cataclismo. No se sabe si operan en un escenario de crisis económica, crisis ambiental, levantamiento popular o una caótica combinación de estas fuerzas. Existen corredores de propiedades especializados en la venta de búnkeres nucleares en los desiertos de Estados Unidos y en el interior de Nueva Zelandia. Allí, debajo de la tierra y en caso de que las cosas no mejoren en la superficie, sus clientes tendrían la autonomía suficiente como para pasar hasta 20 años.

La catástrofe está siendo explotada y comercializada. Business as usual. O como diríamos en castellano, negocios son negocios.

Posdata: cadena nacional, pronunciamiento oficial de Jair Bolsonaro sobre el coronavirus

Martes en la noche, 24 de marzo. El presidente tiene dificultades para articular palabras. Parece preocupado, como si sintiera el deber de entregar un mensaje. Se ve contrariado. Habla de combatir el “pánico y la histeria”. Dice que parte de los grandes medios de prensa crearon un clima de miedo en relación al covid-19. Ataca a gobernadores. Vuelve a comparar al coronavirus con un pequeño resfrío. En oposición a lo que afirman especialistas en todo el mundo, Bolsonaro llama a las personas a continuar con sus actividades regulares: “El sustento de las familias debe ser preservado. Tenemos que volver a la normalidad”.

Una versión más extensa de este artículo fue publicada en portugués el 26 de marzo de 2020 en Le monde diplomatique Brasil.

Traducción del portugués: Rodrigo Millan V.