Diario de la pandemia

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Vivimos en un barrio tradicionalmente mexicano a un lado de la I-45 y, aunque está a sólo unos 30 minutos a pie de la universidad, es raro ver a estudiantes o profesores cruzando el espacio urbano. Las medidas sanitarias de la pandemia, que permiten salir a la calle pero sin contacto próximo, han sacado a las tribus solitarias de sus hogares y las han colocado en calles semivacías donde otras tribus solitarias se sientan en sus porches o sobre el pasto de sus jardines, que seguramente disfrutan por primera vez. El clima manso de esta primavera ayuda, por supuesto, pero hay algo en ese lento caminar de solitarios que lo vuelve todo distinto. Nunca como en estos días se han elevado tantas veces las manos desde lejos en un gesto de saludo o despedida, en todo caso de reconocimiento. Nunca como en estos días han pisado las mismas banquetas padres e hijos. Juntos. Hay gente con mascarilla, pero en bicicleta. Los perros avanzan, correa de por medio, sobre estas calles una y otra vez. Tal vez no es extraño que el eco del español retumbe tan claramente en estos paseos pandémicos. Lo que está ahí, frente a nosotros y bajo nuestros pies, no es la calle de la producción estandarizada y veloz. No es la calle de los autos cerrados, celosos del quehacer de su aire acondicionado. Es, si se puede decir así, una calle doméstica. A medida que la esfera pública se retrotrae, las reglas de la fisicalidad interior, una de las cuales consiste en no olvidar que somos cuerpos, salen a la calle, inyectándole una velocidad pedestre a todo lo que acontece. Como si la rematerialización del hogar se hubiera vertido primero al jardín y, luego, a la banqueta, para luego rebosar en las calles. Están solitarias, es cierto, pero parecen, paradójicamente, más llenas que nunca. Ahí vamos todos los que hemos recuperado los pies.

Potencialidad

Es cierto que el número de contagiados y de muertos va en aumento, como aumenta también el número de desempleados. Encerrados en nuestros espacios domésticos, nuestros cuerpos han dejado de presentarse a la comunión del mercado excepto para adquirir las cosas más básicas: alimentos, productos de limpieza, agua. Ya lo sabíamos, pero lo confirmamos: los que producen los insumos básicos, esos que nos mantienen con vida, son inmigrantes que, incluso contando desde ayer con la estampa de trabajadores esenciales, siguen sin documentos y, peor aún, sin seguro médico. Además de los doctores y las enfermeras, dependemos del que cosecha lechugas y berenjenas, de la cajera del supermercado, de la que limpia los cuerpos de los viejos, del que arregla la lavadora, del cartero. No estaríamos aquí, cumpliendo digitalmente con nuestros trabajos ahora, si no hubiera hombres y mujeres allá afuera, inclinados sobre vastos campos de verdura, arriesgando sus vidas para poder seguir, paradójicamente, con vida.

Trabajo en una universidad pública cuya mayoría de estudiantes latinos la ha vuelto, oficialmente, una “hispanic serving institution”. Esto significa que muchos de nuestros alumnos son los primeros de sus familias trabajadoras en asistir a la universidad. Tal vez algunos entre ellos son hijos o nietos de hombres y mujeres que han dejado la vida en cosechas de betabeles o lechugas. Esto también significa que muchos de ellos tienen uno o dos trabajos para subsistir, pagar la renta y la colegiatura, ayudar en sus casas. La pandemia los ha golpeado con especial furor. Pero no me extraña que, aunque enfrentan retos mayúsculos —varios han perdido el empleo y a otros los amenaza el espectro de la calle— siguen en pie de lucha, asistiendo a clases a través de una plataforma digital organizada a toda prisa y muy eficientemente por la universidad. No estamos inventando la rueda, pero sí un sistema más flexible, especialmente en lo que respecta a los horarios de clase, para facilitar su participación. No sé si van a convertirse en escritores, pero escriben en español en esta clase, escriben creativamente, volcando en sus textos visiones de mundos compartidos en los que se atraviesan críticas contra el statu quo, tanto el de Estados Unidos como el de Latinoamérica, así como otros futuros posibles. Sofía escribe sobre una joven gimnasta que nunca se rinde. Rony, sobre un general que reprime activistas en Centroamérica. Jessica, sobre unos gemelos que tienen que acostumbrarse a convivir en paz. Alan, sobre un jugador que, una vez que ha aceptado que su equipo ha perdido un partido de futbol, empieza a prepararse mentalmente para la siguiente temporada. Linda, sobre una joven que finalmente se acepta a sí misma. Jonathan, sobre una mujer que prepara su regreso a Chile. No hay lecciones morales en sus relatos, ni reiteraciones de una identidad que ha explotado de mil maneras, pero sí huellas de una experiencia vasta y crítica que alumbrará nuestra futuridad. Leerlos me mantiene alerta. Verlos actuar en relación con lo escrito me mantiene alerta. Porque no sólo es el contenido del texto en sí lo que me despierta, esperanzada, sino la manera en que se comentan los unos a los otros: el cuidado de la lectura y el cuidado de la opinión. Esa conciencia del estado de vulnerabilidad que compartimos cuando nos sacamos un texto y lo ofrecemos a otros. Si estos jóvenes en serios aprietos son capaces de tanta responsabilidad y de tanto cuidado, sin son capaces de dar tanto de sí mismos durante estos tiempos tan difíciles, los creo capaces de todo. Y entonces puedo dormir.

Estado con entrañas

Cuando el campus de la universidad donde trabajo dio a conocer que extendía las vacaciones de primavera, preparándose así para la transición hacia la teleeducación y también para tomar otras medidas contra la diseminación del coronavirus, supe que la cosa iba en serio y llegaría pronto. Caminaba en ese momento junto a mi madre, una mujer saludable de 76 años, por las calles del barrio donde vivimos en Houston. Me había adelantado un poco para leer el comunicado en mi celular y, cuando terminé, me volví a verla. Avanzaba con esos pasos grandes que le permiten sus piernas largas. Llevaba la cabeza inclinada, poniendo atención a las imperfecciones del camino con tal de evitar cualquier caída. Me había acostumbrado ya a estos paseos diarios en los que, con pretexto de la salud, platicábamos de todo. La iba a extrañar, sin duda, pero se lo dije de inmediato. Tiene que regresar a México (yo a mi madre, como toda buena fronteriza, le hablo de usted). La decisión fue inmediata y, la razón, sencilla: en su calidad de turista, mi madre carecía del seguro médico que le permitiría ser admitida en un hospital en caso de enfermar. Sin ese documento sería rechazada, como los son muchísimos otros, a las puertas de cualquier establecimiento de salud. Esto es vivir en un país que carece de un sistema de salud pública y que insiste en proteger a las grandes farmacéuticas y no el bienestar de su población. Como ella fue empleada de la uaem una buena parte de su vida goza de una pensión muy escueta pero que incluye servicios médicos que, hasta ahora, han sido fundamentales para su vida como adulta mayor. Las tres cirugías que le realizaron para salvarla de la explosión de un aneurisma se llevaron a cabo, por ejemplo, en el Hospital de Neurología con una atención de inmejorable calidad y por la que no tuvo que desembolsar un peso. Pero acá, de este lado de la frontera, mi madre compartía el destino desentrañado de los miles y miles de habitantes de este país que, para cuidarse, tienen que recurrir con mucha frecuencia a remedios caseros y, cuando es posible, a medicinas que algún pariente o amigo trae desde México. La de veces que no he sido testigo del intercambio informal de vitamina B12, antibióticos o antihistamínicos, medicamentos todos que no curan las razones de la enfermedad, pero que ofrecen paliativos para cuerpos que no pueden darse el lujo de dejar de trabajar ni siquiera un día. Mi madre me dio la razón y actuamos de inmediato. En un día hicimos los arreglos necesarios para que pudiera reunirse con sus hermanas en la frontera antes de partir. Dos días después, mi madre abordó un avión que la depositó en la capital de un país en el que, con todo y todo, ella está más segura. Las cifras han demostrado que la covid-19 no sólo ataca con particular saña a los adultos mayores, sino también a poblaciones precarizadas y minorizadas, precisamente aquellas que no pueden cubrir los gastos de un seguro médico, y para las cuales un contagio equivale a una sentencia de muerte.

Como una gran imagen de rayos X, la desaceleración que ha traído la pandemia deja ver, o incluso agranda, lo que ha estado ahí: un sistema económico guiado por la ganancia a expensas de todo lo demás, y un Estado sin entrañas, es decir, un Estado para el que los cuerpos no son materia de cuidado sino de mera extracción. Lo peor que nos podría pasar, argumentaba convincentemente Arundhati Roy, es regresar a esa normalidad salvaje. Y yo añado: a ese mundo inmisericorde que, preso del hechizo malvado de la incorporeidad, es incapaz de reconocer los lazos de reciprocidad que nos unen a los otros y a la tierra. La conciencia inescapable de una cercanía material con los otros viene mezclada con angustia y desasosiego, pero también con potencialidad. Otro mundo es posible, eso nos dice claramente la vida, cuando se impone a la pandemia. ¿Será posible entonces, desde toda esta experiencia con la enfermedad, derrocar de una vez por todas esa normalidad desentrañada y participar, al mismo tiempo, en el surgimiento de un Estado con entrañas? En otras palabras, ¿cómo nos las arreglaremos para exigir que el Estado cumpla con su responsabilidad de proteger la salud de la población mientras, simultáneamente, producimos relaciones entrañables, es decir, modos de afecto y conexión que partan de la amplia admisión de que somos cuerpos y precisamos, y podemos brindar, cuidado? Me queda claro que, al menos en Estados Unidos, esta lucha inicia y está íntimamente ligada a la ausencia de un sistema de salud pública que, por no existir, ha sentenciado a una muerte cierta y cotidiana a un gran número de trabajadores, especialmente aquellos que siendo esenciales —y ahora la pandemia también ha confirmado este estatus— continúan siendo considerados como ilegales por este gobierno incompetente y genocida. En ese sentido la lucha por un sistema de salud pública y la lucha por una reforma migratoria en realidad son la misma lucha; ambas están centradas, primero, en la admisión básica de que somos cuerpos y, consecuentemente, en el hecho también básico de que en tanto cuerpos dependemos los unos de los otros en contextos ecológicos gravemente alterados. Las medidas macro —exigidas por la salud pública que le corresponde al Estado— no se contraponen, y más bien complementan, las medidas minúsculas, cotidianas, de trabajo en conjunto, de las que dependen que la dañina alianza del Estado y la corporación llegue a su fin. La pandemia, que nos ha ayudado a ver claramente el talante descarnado de nuestro tiempo, no creará por sí misma las relaciones entrañables —acuerpadas, con otros, en conexión material con nuestras comunidades— que bien podrían cimentar una realidad otra. Haríamos bien en atender las preguntas a las que conmina la rematerialización, y que la rematerialización vuelve inescapables. De sus respuestas depende el inicio del fin de la indolencia. Y eso es algo.

 

Un estruendo silencioso

Felipe Restrepo Pombo

Si vivo en un infierno siempre tendré la esperanza de poder escaparme.

Francis Bacon en entrevista con David Sylvester

Bogotá, 9 de abril— Hace unos meses fui invitado a dictar un curso en una universidad en Indianápolis. Al salir de clase me dirigí hacia las afueras de la pequeña ciudad estadounidense, donde pasaría la primera noche de mi estadía. Llegué a un suburbio apacible y me detuve frente a la puerta de un edificio con muros de piedra oscura, construido a principios de siglo xx. El lugar fue una escuela por mucho tiempo y ahora es un condominio de apartamentos remodelados. Cuando entré tuve una sensación perturbadora que no logré definir. Más tarde, me acosté y apagué la luz pero no pude dormir. Pasaron un par de horas en las que intenté encontrar la razón de mi incomodidad. Finalmente lo descubrí: abrí la ventana y entró una ráfaga de viento helado que anunciaba el final del otoño. Afuera no se escuchaba nada.

Olvidé ese momento a las pocas semanas, cuando regresé a mi cotidianidad ruidosa. Me encontré de nuevo con ese murmullo tranquilizante de la ciudad que me acompaña siempre y me arrulla en las noches. Sin embargo, en medio de la pandemia que estamos sufriendo, la sensación regresó.

Viajé de la Ciudad de México a Bogotá hace 20 días, cuando la emergencia causada por el covid-19 apenas estaba despuntando en Latinoamérica. Tomé uno de los últimos vuelos que entró al país antes de que el gobierno cerrara las fronteras por completo. Durante todo el trayecto apenas me levanté de mi silla, acaso un par de veces para lavarme las manos. No toqué la comida ni la pantalla frente a mi. Fue uno de los vuelos más tensos que he abordado. A la llegada al aeropuerto un médico me examinó y, a pesar de no tener ningún síntoma de la enfermedad, me ordenó 15 días de aislamiento obligatorio. Me refugié en mi apartamento con algunas provisiones y con la certeza de que no vería a ningún otro ser vivo por las siguientes dos semanas.

Se ha publicado mucho durante esta emergencia sobre los efectos del encierro en el cuerpo y la mente. En los primeros días de mi aislamiento consumí todo tipo de información disponible para tratar de sobrellevar mi soledad. Anoté recetas de platillos saludables, rutinas de ejercicio para un espacio reducido y técnicas de relajación. Leí testimonios esperanzadores de valientes que sobrevivieron a encierros prolongados en condiciones aterradoras. Me descubrí fuerte y capaz de soportar todo. Hasta que escuché a una psicóloga en un noticiero decir que: “al cabo de 10 días de soledad la mente empieza a producir pensamientos autodestructivos”. Entré en pánico: todo mi andamiaje de seguridad se desplomó con esas palabras. Me imaginé al cabo de unos días, tirado en una cama, sin bañarme, mirando al techo y alimentándome de insectos.

Corrí hacia la ventana, necesitaba aire fresco. Y ahí estaba, otra vez: el silencio total. Bogotá es una de las ciudades más pobladas y caóticas de Latinoamérica. Su tráfico es uno de los peores del planeta y tiene un grave problema de contaminación ambiental y sonora. Sin embargo, esa tarde —en medio de un atardecer lánguido de tonos naranja— no se escuchaba nada. O sí: se oía correr el agua de una quebrada cercana que baja de las montañas bogotanas.

Somos una especie vanidosa. Durante años hemos cultivado la fantasía de nuestra extinción bajo la forma de un gran estruendo. Imaginamos catástrofes ambientales, lluvias de asteroides y ataques alienígenas. Últimamente nos obsesiona la amenaza de la tecnología y de la inteligencia artificial. En la mayor parte de los escenarios el cataclismo es ruidoso y hace relucir nuestro heroísmo. Siempre —incluso en el apocalipsis zombi— la amenaza tenía una escala monumental.

Qué error de cálculo: el mayor ataque a nuestra especie resultó ser casi imperceptible.

Hoy estamos presos de nuestro miedo, tratando de protegernos con las armas más rudimentarias: cuatro paredes. Toda la paranoia sobre enemigos gigantescos resultó ser la proyección de nuestro narcisismo. No es claro si el virus que nos está matando es un ser vivo o una entidad química. Es un parásito sin mayor gracia. “Ni siquiera estamos ante una especie con una identidad concreta que desea vivir y perpetuarse depredando a otras especies. Es un agente ambiguo, algo situado entre lo vivo y lo no-vivo, que abre las células ajenas y las coloniza al servicio de ningún propósito biológico”, escribió el colombiano Juan Cárdenas en una columna del diario El País.

Sobreviví mis días de confinamiento con orden y paciencia. De hecho, tuve momentos muy productivos y la entrañable compañía, virtual, de mis más queridos. Nunca comí insectos. Me alcoholicé ligeramente: algunas botellas que estaba reservando para ocasiones especiales terminaron vacías en medio de una pandemia.

Cuando terminó mi aislamiento obligatorio, salí a comprar comida (todavía es permitido en Bogotá). El silencio que percibía desde mi ventana se amplificó. Caminé varias cuadras con la sensación de que toda la población se había esfumado. Pasé por una avenida en la que no circulaba un solo carro. Recordé esa magnífica secuencia en la que Rick Grimes atraviesa una autopista a caballo en el primer capítulo de The Walking Dead. A lo lejos vi, por fin, a otra persona. Era una mujer de unos 50 años. Vestía una bata de baño blanca, botas de caucho, guantes de cirugía, tapabocas, lentes oscuros y su cabeza envuelta en plástico. Paseaba a un perro que vestía unos tiernos zapaticos rojos. Me miró con horror y se alejó a toda velocidad.

La solución para enfrentar este virus parece ser la más sencilla: no hacer nada. Olvidarnos de nuestros impulsos heroicos y quedarnos en casa, alejados de todo. Aunque me temo que la posibilidad de que una sociedad se encierre indefinidamente es absurda. Las consecuencias —físicas y emocionales— de enterrarse vivos pueden ser devastadoras. Tendremos que salir poco a poco, vivir en un entorno con nuevas reglas. Y entonces esta tragedia nos habrá enseñado algo nuevo. O no. Pero al menos nos habrá acercado a la soledad y el silencio.

primera entrega de mi cuaderno de confinamiento. si quieren más, paguen, porque si no es a cambio de dinero, yo no tengo ninguna necesidad de expresar literariamente estos días de juerga autoritaria, ni de mantener con respiración asistida ninguna comunidad de consumo cultural

Cristina Morales

Barcelona, 10 de abril— Nos dedicamos a esquivar a la policía y a sus chambelanes, esos chivatos que se cobran en confort moral fascista el denunciar a su vecino por tener menos miedo que ellos.

El otro día durante la cena o el almuerzo o la merienda salió este tema de discusión: ¿es más repugnante un mercenario o un buen samaritano? O sea: ¿es más repugnante el policía que te reprime porque le pagan o el gilipollas que, sin ser pagado, te reprime porque halla satisfacción cívica en su violencia? Yo era de la opinión de que es más repugnante el buen samaritano. Otra comensal dijo que no veía por qué la intervención del dinero en la ecuación aligeraba el grado de repugnancia hacia el policía. La tercera comensal no estaba segura.

Nos asustamos mucho el primer día que salió el helicóptero a patrullar desde lo alto las terrazas, los parques, las zonas boscosas, las playas recónditas. Es el mismo helicóptero que sobrevuela la ciudad cuando hay manifestaciones, disturbios o cuando juega el Barça. Nos asustamos porque los primeros días de confinamiento habíamos llevado a cabo incursiones en las áreas desgreñadas de Montjuïc con éxito. Incursiones que se transformaban en paseos. Paseos que se transformaban en excursiones. Teníamos fichado un rincón al que íbamos a hacer boxeo, yoga y kung fu (todo mezclado porque nos poníamos a jugar más que a entrenar) y estábamos evaluando el mejor sitio en el que pegarnos un viaje de setas.

Un día nos tuvimos que esconder de dos coches de mossos que pasaron por nuestro lado y que iban a por una pareja que andaba sacando al perro muy morosamente. Nos escondimos como se esconden los dibujos animados: cada una detrás de una columna o de un árbol. Estábamos en la rotonda esa que tiene una fuente, unos bancos de piedra y una estatua ecuestre de cuando la Exposición Universal de 1929 (es un Sant Jordi modernista, desnudo, que monta a pelo, congelado en la posición de estar descabalgando). En cuanto desaparecieron los coches salimos pitando evitando la carretera, descampado a través, basura a través, y no hemos vuelto.

Se ha reído de nosotras la policía, dije durante la cena. Nos vieron escondernos tan ridículamente, nos vieron con tanto miedo, que consideraron que ya estaba el amedrentamiento consumado y ni se molestaron en perseguirnos. Se estaban partiendo la polla dentro del coche, vamos. Se lo están contando por wasap a toda la comisaría del orto, o sea. Se lo están contando hasta por la radio.

No te confundas, interviene otra comensal. Quienes nos hemos reído hemos sido nosotras. Los hemos esquivado, sea como sea, los hemos esquivado. Hemos sido rápidas, nos hemos escondido de la mejor, por no decir de la única, manera posible. Te sientes ridícula porque romantizas la noción de evasión y de subversión.

Joder, qué razón tiene mi amada.

La hora de los aplausos de Dios (hemos comprobado que cuanto más se endurece el confinamiento, más aplauden —¿pensarán en falos?—) se ha convertido en un toque de queda. Si estás en la calle a partir de las ocho y media de la tarde, eres sospechosa. Antes del confinamiento los supermercados cerraban a las nueve. Las dos primeras semanas del confinamiento cerraban a las ocho. Ahora algunos cierran a las siete. Antes, el badulaque cerraba a la una de la noche (nuestra coartada perfecta para salir). Ahora cierra a las 10. Nuestra coartada ahora es la farmacia 24 horas y el hecho de que las farmacias están desabastecidas de medicamentos para los pulmones. Nunca nos han parado de noche (lo que demuestra que la capacidad de control no es tanta como nos quieren puto hacer creer), pero siempre llevamos una caja de Ventolín o de Atrovent vacía en el bolsillo (yo soy asmática —de verdad—). En nuestra imaginación se produce la siguiente conversación con el mosso:

—Adónde va usted a estas horas. —A la farmacia de allí de Santa Eulalia que es la más cercana abierta 24 horas. —Qué es eso tan urgente que tiene que comprar que no puede esperar a mañana. —Ventolín para mi mujer, que es asmática y no puede respirar.

Eso, si va una de nosotras sola que no sea yo. Si vamos dos y una de esas dos soy yo:

—Ventolín para mí, que soy asmática y no puedo respirar. —Y por qué no va usted sola —en caso de que el mosso juegue a poli súper malo. —Porque —yo ya haciendo como que me ahogo— estoy asustada y no me encuentro bien.

Así actuaríamos si nos pararan en dirección a la farmacia. Si nos pararan en dirección contraria:

—Adónde va usted a estas horas. —Vengo de la farmacia de Santa Eulalia, que es la más cercana y abierta las 24 horas. —Qué es eso tan urgente que ha tenido que comprar que no puede esperar a mañana. —He ido a comprar Ventolín —sacamos la caja vacía— porque mi mujer es asmática, pero no tenían y no saben cuándo volverán a tener, así que estoy buscando desesperadamente otra farmacia de guardia.

 

Sigue pareciéndome más repugnante el buen samaritano, le repliqué a mi amada. Porque por dinero yo puedo entender que se hagan tareas de mierda. Pero el buen samaritano lo hace por mero placer represivo. Mi otra amada, la tercera comensal, habla entonces y se ríe: cómo puedo pensar que no hay placer represivo en el policía. No son soldados de gleba mandados al frente en contra de su voluntad. Son orto de maderos que gozan haciendo con total impunidad aquello para lo que los han entrenado.

Me acordé entonces de un argumento pro policial que reza que los polis son clase obrera y que se estuvo esgrimiendo masivamente durante los últimos disturbios en Barcelona. El policía herido por nuestras pedradas era un obrero sufriendo un accidente de trabajo. ¡De pronto los fachotes preocupándose por los derechos laborales, tócate el coño!

Tenéis razón otra vez, mis lúbricas. Es un falso dilema: no tenemos que elegir entre unos esbirros y otros. Dirigiremos nuestros ataques y nuestras precauciones a todos por igual.

Y así empezamos con la contrapropaganda y la contrainformación. Si la unam o quien sea me contrata una segunda parte de este diario, explicaré cómo estamos grafiteando (cuidándonos mucho siempre, que no se preocupen las autoridades sanitarias) fóllame, tengo corona.