Almas andariegas

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Ellos, en la noche del día que tocaba ronda, salieron a trabajar y llegaron en la mañana no más, borrachos estaban los dos, tenían la caña y por eso decidimos que no vinieran con nosotros.

El público ríe cómplice, mientras Teodoro y Pedro tratan de guardar silencio, disimulando la comicidad de la situación. Felipe toma la palabra y agrega:

No podemos agarrarlo para la risa porque estamos jugando con la credibilidad de la medicina aymara, del pespi. Tenemos todo por perder aquí, es una cuestión muy seria. Ustedes trabajan con la salud de las personas, no pueden andar tomando cuando están trabajando en esto, porque es un trabajo sagrado que nos ha costado tanto que reconozcan. Si las autoridades del servicio saben lo que pasó, nos quitan todos los fondos y aquí termina la salud intercultural58.

Felipe es muy prolijo en su argumentación, pero parece no convencer al público. La asamblea permanece en silencio hasta que una mujer levanta la mano y explica que, a su parecer, ambos integrantes de la asociación: “Siempre han sido serios, muy buenos en lo que hacen y se portan como debe ser un médico andino. Además, esto pasó en los días después del machaq mara”59.

El público asiente y parecen dispuestos a no decretar ningún castigo a los hombres, que suben al escenario y piden disculpas, diciendo: “Yo digo que esto no va pasar más, pero si tienen ganas de buscar otro yatire háganlo no más y yo renuncio, no hay problema”.



Figs. 7 y 8. Asamblea de la asociación de médicos indígenas Pachan Kutt’aniña de General Lagos.

Teodoro, un poco más calmado y risueño agrega: “yo también lo siento y espero que no me va a agarrar de nuevo la tentación, como me agarró ese día”. La asamblea ríe, pero Rafael no parece satisfecho y se levanta para tomar la palabra:

Yo lo siento por ser el malo de la película, pero yo creo que hay que darle al menos un castigo. La situación no puede quedarse así, porque lo que pasó es grave, ellos son pagados por el ministerio, yo tuve que rogarle al conductor de la ambulancia que no diga nada, pero si él hubiese hablado ya nadie de nosotros estaría aquí.

El público parece sorprendido por la insistencia de Rafael, y luego de un largo debate se llega a un acuerdo: Teodoro y Pedro no recibirán la paga de los días que trabajaron en la ronda en que sucedió el incidente. La reunión termina y Pedro se retira a sus labores de pastoreo, mientras nosotros nos quedamos a almorzar junto a Teodoro, que come tranquilo y sonriente, sin hacer referencia a la situación apenas vivida. Rafael, en tanto, está ofuscado por el rol que le ha tocado jugar y, mientras volvemos, me dice: “Me carga tener que hacer estas cosas, me siento como un etnoburócrata que tiene que enseñarles cómo comportarse para que no nos quiten los fondos”.

De hecho, su rol dentro de la situación que se ha creado, es ese: tuvo que demostrar, dentro de una asamblea indígena, cómo han de ser castigados los comportamientos equivocados de quienes han aceptado trabajar dentro de los límites del campo de la salud intercultural. La tranquilidad de Teodoro y las exiguas disculpas que ofrece Pedro, desafiando a la asamblea a buscar a otra persona que haga su labor, ponen en evidencia los conflictos morales y las contradicciones aparentes que circundan el ser un “buen médico andino” y, al mismo tiempo, presentarse borracho a trabajar junto al equipo biomédico de salud.

La escasa culpabilidad que manifiestan los sanadores, así como la ofuscación de Rafael, pueden ser analizadas desde dos puntos de vista que confluyen en el tema de la moralidad de las prácticas médicas: el uso de alcohol dentro de los dispositivos terapéuticos indígenas y la normalización intrínseca de los procesos de valorización y legitimación intercultural.

La antropóloga Deborah Gordon (1988), en su análisis acerca de la fuerza de algunos presupuestos sobre los que parte la biomedicina, evidencia entre ellos la pretensión de amoralidad que busca distinguir entre la autonomía de la naturaleza y las dimensiones morales, psicológicas y sociales determinadas por factores como el tiempo histórico y el lugar geográfico. Según este supuesto de amoralidad, las enfermedades simplemente ocurren al cuerpo, así como caen las hojas de los árboles, volviéndonos a nosotros como humanos, libres de deber elegir qué hacer frente a dicho acontecimiento. Así, en la racionalidad médica moderna, el bien y el mal son expulsados de los horizontes de significado del cuerpo enfermo. Sin embargo, la presunta amoralidad de la biomedicina devela sus propios límites al evidenciar el pacto establecido entre su naturalismo y la noción de individuo dominante en la sociedad que la sostiene como modelo hegemónico (Manuel, 2000). La pretensión de amoralidad biomédica se asienta sobre nociones de individuo libre y autónomo, propias de las sociedades posindustriales, revelando la fuerza de su poder en los procesos de configuración de la subjetividad de quienes vivimos en dichas sociedades.

Sin embargo, en el esfuerzo de Rafael de lograr un acuerdo con la asamblea indígena sobre el castigo pertinente para “curanderos que toman demasiado”, se evidencia cuán difícil es aplicar un criterio moralizante en la práctica de saberes que respondan a éticas diversas a la biomédica. La misma persistencia de la pretensión de amoralidad que habita en la biomedicina occidental, parece estar presente en la obstinación con que los sujetos indígenas desobedecen a la moralidad que les es exigida para actuar en el campo médico intercultural. La tranquilidad de Teodoro y la indiferencia de Pedro parecen formar parte de la indocilidad del cuerpo y de la subjetividad colonizada (Mbembe, 1988), que aun sin renunciar al proyecto intercultural, prefieren posicionarse desde la frontera, en negociación continua entre entrar y salir del campo circundado por los límites impuestos por el Estado.

Utilizar alcohol mientras se trabaja, beberlo mientras se sana, ofrecerlo cuando se llega, escupirlo cuando se bendice, darlo de beber a los muertos, usarlo al cortar el cordón umbilical, agregarlo a la tierra cuando se siembra, ofrecerlo a las montañas en tiempos de machaq mara, sepultarlo cuando termina el carnaval: estos son algunos de los usos que podrían ocultarse en lo que puede parecer una simple borrachera o una tentación, siguiendo la metáfora ocupada por Teodoro. El sentido de aprobación moral de aquellos usos del alcohol, compartido con la asamblea, es evidente toda vez que nadie, excepto el director del pespi, justifica aplicar un castigo por lo que consideran una actitud que no excluye las posibilidades de ser un buen médico andino.

El tema del uso de alcohol entre las poblaciones indígenas es un argumento complejo y fatigoso del que ni la antropología, ni la psiquiatría han sido completamente capaces de hacerse cargo, a pesar del enorme impacto que tiene sobre la salud no solo de la población indígena, sino también de la población rural y urbana en sectores pobres. La investigación de Susana Ramírez Hita (2005, 2011), en contextos similares al que aquí presentamos, ha analizado cómo los programas interculturales en Bolivia han abandonado el problema del alcoholismo, a pesar de las notables consecuencias que tiene sobre la población nativa. Como refiere Menéndez (1988), la afirmación de conocidos psiquiatras, como el mismo Julián Mariátegui en el lejano 1967, parece aún ser tristemente actual: “Sabemos poco o nada sobre los problemas derivados del consumo de alcohol en zonas rurales y es aún más insuficiente nuestro conocimiento sobre la prevalencia, las formas de consumo y otras peculiaridades de la dependencia en las poblaciones indígenas” (Mariátegui y Saavedra, 1970: 308).

En el contexto chileno, algunos antropólogos durante la década de los cincuenta y sesenta trataron de problematizar el tema entre migrantes indígenas en Santiago, visitando pacientes internos en hospitales psiquiátricos (Lomnitz, 1969; Munizaga, 1961, 1984a, 1984b, entre otros). Sin embargo, estos análisis no han podido superar una versión centrada en las condiciones materiales de los migrantes indígenas, indicando que en la pobreza y la marginalidad el alcohol se entiende como única vía de escape a las dificultades de la vida urbana (Labarca, 2008). Esta visión del alcoholismo, altamente vinculada con la pobreza, fue apropiada por los ideólogos de la reforma sanitaria que se llevó a cabo durante el Gobierno de Allende y que fue interrumpida por el golpe militar. En estas iniciativas, promovidas por el doctor Juan Marconi (1970, 1973, 1976), se intentó incluir a las comunidades y familias en el tratamiento del alcoholismo, dando origen así a la psiquiatría basada en la comunidad. Dadas las condiciones de la época, en la que los grupos indígenas eran más asimilados con poblaciones campesinas que reconocidos a partir de su especificidad, las iniciativas comunitarias para abordar la problemática no adquirieron un enfoque particular para el tratamiento de pacientes indígenas. La antropología, por su parte, muchas veces ha caído en un relativismo cultural tendiente a justificar estas prácticas y a suspenderlas en el ámbito de la ritualidad, sin ofrecer interpretaciones que permitan reconocer también su carácter conflictivo y lacerante al interior de las familias y las comunidades con que se trabaja60.

En estas dificultades para enfrentar el tema, emerge la incomodidad y ofuscación de Rafael, quien siente que debe hacer algo que evite normalizar el comportamiento de los curanderos y, al mismo tiempo, sabe que al intentar aplicar una penalidad, está actuando con una moralidad ajena a la que conducen los saberes y prácticas de la medicina andina. Pero, ¿por qué es tan necesario encontrar una sanción?

 

La etnopsiquiatría y la filosofía política, desde hace algún tiempo, se preguntan qué se oculta en estos conflictos y cuán útil es abordarlos para alcanzar un sistema democrático. La tradición iniciada por Jacques Rancière (2007) respecto al contenido político del desacuerdo, ha implicado la reformulación de la relación entre filosofía y política, entendiendo que “lo que hace de la política un objeto escandaloso es el hecho de que esta es la actividad que tiene como lógica propia la lógica del desacuerdo. El desacuerdo entre política y filosofía tiene como principio la simplificación de la lógica del desacuerdo” (Rancière, 2007: 21). Estar en desacuerdo no significa no entenderse porque se dicen cosas diversas sobre un mismo objeto, sino que implica la posibilidad de comprenderse aun no estando de acuerdo, manteniendo el desacuerdo. Este principio, aplicado a los contextos multiculturales en los que vivimos, implica la posibilidad de administrar la diversidad en la inmanencia, protegidos de los riesgos del pensamiento único, de la conversión como acto de poder civilizatorio (Stengers, 2003).

En consecuencia, frente al desacuerdo fundamental que subyace a la duda sobre lo cultural o patológico que se esconde en el uso de alcohol vinculado a la salud indígena, es necesario lograr escapar tanto de las quimeras de una sociedad indígena equilibrada que controla socialmente el uso de alcohol, como de los estereotipos que ponen en la condición indígena una tendencia natural a la borrachera, para afrontar el tema seriamente. El trabajo de Eduardo Menéndez en México ha sido clave para dar respuesta a las posibilidades que encierra este conflicto. Menéndez (1988) demuestra que habitualmente se asume que la tasa de mortalidad por causas vinculadas al alcohol es más alta en población indígena y pobre, condición que también es observable en las estadísticas chilenas (Ochoa, 1997; PAHO, 1998: 5-13). Sin embargo, un estudio sobre el uso de alcohol en la población no indígena perteneciente a clases sociales más altas, demuestra que la diferencia entre consumo se presenta más bien en las posibilidades en las que este lleve a la muerte y no en los niveles de consumo mismo. Es más, continúa Menéndez, las clases medias y altas no solo consumen alcohol tanto como los indígenas, sino que también están dispuestas a gastar más dinero en dicho consumo, haciendo insuficientes las políticas de aumento de impuestos para el control del alcoholismo. Esto significaría que la alta mortalidad indígena y pobre, por condiciones vinculadas a la ebriedad, no proviene de su “natural” tendencia a emborracharse, sino más bien a la posición social que esta población tiene al interior de la sociedad.

Esta hipótesis, si bien es útil para desmontar el estereotipo étnico y de clase que subyace al alcoholismo, no resuelve el desacuerdo manifiesto en el consumo de Pedro y Teodoro, pues este radica tanto en la normalidad del consumo, cuanto en la posibilidad de considerarlo algo que un médico andino puede o incluso debe hacer. El análisis de Menéndez aporta complejidad al consumo de alcohol en la población indígena en la medida en que demuestra los significados múltiples y contradictorios con que este opera: es una vía de integración que implica la posibilidad de actuar irresponsablemente y queda impune a las consecuencias de los propios actos pero, al mismo tiempo, es motivo de culpa, enfermedad, brujería, pérdida del alma y muerte: máscara que vuelve posible la transgresión e intensifica la experiencia emotiva de quien se emborracha. Por lo mismo, el rol que el alcohol puede adquirir al interior de las prácticas terapéuticas indígenas resulta evidente.

Sin poder adentrarnos en la complejidad del debate sobre el estado psicológico y de consciencia de los chamanes (Devereux, 1961), el consumo de alcohol en la terapéutica indígena latinoamericana no puede escindirse del amplio registro sobre utilización de sustancias psicoactivas presentes desde tiempos prehispánicos. En el mundo andino, el uso de chicha en las mismas instancias antes descritas se evidencia desde la conformación del horizonte cultural andino. Las inscripciones realizadas en los keros otorgan una valiosa evidencia sobre la importancia ritual y política que adquiere el consumo de alcohol. Sin embargo, con excepción del trabajo de Terry Saignès (1993) y de otros trabajos en Mesoamérica (Carey, 2012), pocas son las investigaciones históricas que permitan comprender las transformaciones que han sufrido las formas de consumo en poblaciones indígenas, en línea con los cambios históricos producidos a partir del siglo XIX, especialmente aquellos referidos a las migraciones urbanas y los procesos de etnogénesis que caracterizaron al siglo XX.

La necesidad de desarrollar un trabajo histórico se refuerza también en cuanto observamos que la introducción de la dependencia del alcohol como medida de eliminación de los pueblos indígenas, también formó parte de la política de colonización y nacionalización de sus territorios (Martinic, 1996). Por lo tanto, y volviendo al trabajo de Menéndez (1988):

El alcoholismo, tanto entendido como instrumento de integración cultural que como mecanismo de subordinación y de estigmatización, en cuanto artífice de las consecuencias negativas para la salud de quien lo sufre, se constituye a lo largo de la entera situación colonial (…). En consecuencia, la hegemonía de una metodología de tipo emic en el estudio de las llamadas enfermedades tradicionales, incluida la dependencia del alcohol, puede confundir ciertas percepciones con ausencia de problemas. En vista de tal situación, consideramos que el alcoholismo debe analizarse tanto a partir de sus significaciones funcionales y socioculturales como de la verificación precisa de sus consecuencias negativas. El análisis de este proceso implica vincular las distintas fases de integración con el surgimiento de las consecuencias negativas, así como encontrar el significado social e ideológico que está a la base de la perpetuación de los modelos de consumo que contienen limitaciones vitales (Menéndez, 1988b: 77-78).

De esta manera, la tensión que siente Rafael al deber penalizar a los trabajadores del campo intercultural por beber mientras trabajan, responde a las contradicciones propias de extender la moralidad biomédica a la terapéutica indígena, junto con la pretensión de integrarla. Si la biomedicina, que entiende el alcohol desde la perspectiva del riesgo y de la norma, impone dicho significado sobre el significado que la terapéutica indígena da al elemento, el desacuerdo del que habla Rancière (2007) se transforma en la perspectiva de lo único, reproduciendo una lógica de relaciones de fuerza que reproduce condiciones históricas de hegemonía y subalternidad. Estos puntos de desacuerdo son, sin duda, grietas y fracturas que ponen en riesgo el completo andamiaje de la política intercultural, toda vez que colocan como condición a su funcionamiento la expulsión de elementos clave de las culturas indígenas, como son la regulación comunitaria de las lógicas de moralidad a las que deben responder sus terapeutas.

En mérito a esta escena, durante días sucesivos a la reunión, Rafael me comenta la dificultad que la cuestión del alcohol representa para los programas interculturales y cómo esta se ha llevado al extremo en iniciativas particulares como son los programas de prevención de consumo de estupefacientes. Con ocasión de la firma de un convenio entre el Conace61 y el pespi, y a la luz de la participación de personas de origen aymara en las redes de tráfico de estupefacientes que opera en la frontera tripartita (Gavilán et al., 2006: 53), se realizaron las habituales introducciones protocolares, incluyendo la ceremonia de la pawa que, sin embargo, en esa ocasión debió ser realizada sin hojas de coca, dada la asociación errónea que existe entre el uso de la planta y el consumo de cocaína.

La exclusión del alcohol en la práctica indígena y de las hojas de coca en los acuerdos intersectoriales es la viva expresión del carácter disciplinar propio de la racionalidad gubernamental que Didier Fassin (1996) ha descrito como el intento de intervención del Estado en el corazón mismo del poder terapéutico indígena. La reflexión de Fassin da origen a varias preguntas sobre el carácter de las medicinas indígenas, cuestión que retomaremos más tarde. Sin embargo, la defensa de la persona que en la asamblea mencionó que ambos acusados se comportan como “verdaderos médicos andinos”, permite interrogarnos sobre la construcción misma de esta categoría, demostrando que las transformaciones que se están viviendo al interior de las propias comunidades indígenas también implican cuestionar sus propias éticas, incluyendo lo que se puede y no se puede esperar de sus terapeutas.

La construcción del campo médico intercultural opera a través de un reordenamiento de las fronteras, una reclasificación de los objetos y los lenguajes sobre la salud, a partir del cual emergen nuevas categorías. La invención de estas nuevas categorías –médico andino, facilitador cultural, asesor intercultural– y la identificación de los pequeños detalles que atender dentro del campo, actúan sobre las subjetividades indígenas y no indígenas que desenvuelven su trabajo en dicho campo. En este apartado, hemos visto cómo dicha acción actúa con particular precisión sobre mecanismos de moralización y responsabilización individual, cuyo principal objetivo es transformar, narrar, inscribir y diseñar nuevas políticas del sí (Beneduce, 2005). En este gesto de volverse hacia la subjetividad, la etnogubernamentalidad actúa tanto sobre el corazón del poder terapéutico indígena como de la labor biomédica. En el primer caso se espera que el actuar de los terapeutas aymaras implicados en el programa, asuma una moralidad orientada hacia la salud y la vida, eliminando el vínculo que tradicionalmente las medicinas no occidentales establecen en cercanía con la muerte. Los estados de éxtasis y el viaje chamánico varias veces descrito como una lucha o un encuentro cuerpo a cuerpo con el inframundo (Eliade, 2004; Botta, 2018), son neutralizados a partir de una retórica de complementariedad que invita a los terapeutas indígenas a abandonar esta cercanía con la muerte, para acompañar la búsqueda permanente de vida que caracteriza a la biomedicina (Gadamer, 2017). Por su parte, los trabajadores de los servicios sanitarios también son invitados a participar de la interculturalidad a partir del desarrollo de competencias personales, como la sensibilidad, la empatía y el buen trato. La fuerza que adquiere la responsabilización individual, propia de un paradigma que basa la idea de salud sobre el binomio cuerpo/individuo, indica que la acción sobre las subjetividades dentro del campo intercultural no afecta solo al mundo indígena, sino que se extiende entre todos los participantes del campo, incluidos los equipos biomédicos.

Como hemos visto, estos mecanismos de subjetivación no son del todo eficaces tanto respecto a la moralización de los terapeutas y pacientes indígenas como frente a la sensibilización de los agentes biomédicos. La indiferencia de Pedro y Teodoro, así como el escepticismo encontrado en los equipos de consultorios y postas rurales sobre la importancia de las iniciativas del pespi para su desempeño, son la prueba de cómo las fronteras que incluyen y excluyen del campo médico intercultural están en constante negociación. Esta condición nos permite afirmar que, a diferencia de lo que sostienen algunos autores antes citados (Gordon y Lock, 1988; Fassin, 2000a), son la inestabilidad y la indeterminación las que caracterizan con más fuerza las relaciones dentro de este campo que, a pesar de los intentos, no logra desvincularse de las relaciones históricas que lo determinan.

La paradojal continuidad que tienen las relaciones de poder dentro de estos escenarios resulta comprensible solo en la medida en que la salud es inscrita en un proceso histórico que, persistentemente, resiste la imposición de una racionalidad única a través de los mecanismos de negociación y mestizaje propios del mundo indígena. El modo en que estos mecanismos actúan frente a los intentos de reconstrucción de la democracia chilena es el motivo que analizaremos a continuación.


Fig. 9. Festejos del Día de Todos los Santos y uso de alcohol en ocasiones festivas.

Democracia para indígenas62

Quienes tienen memoria pueden vivir en la fragilidad del tiempo presente. Quienes no la tienen no viven en ninguna parte.

 

Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz

A lo largo de este apartado, hemos tratado de recorrer los senderos que configuran lo que hemos caracterizado como campo médico intercultural. En este intento de dar historicidad a las políticas de gestión de la salud indígena, se ha evidenciado el modo en que estas responden a la necesidad de afirmar la democracia en un período particularmente frágil como es la posdictadura, conducida por un Estado cuya orientación principal es asegurar las bases para el funcionamiento del mercado. La configuración del campo intercultural, por lo tanto, debe ser leída dentro de un modo particular de gobernar no solo los cuerpos de la diversidad, sino también su memoria y las formas de comunidad que crean e imaginan a través de prácticas cotidianas. Estas mismas prácticas cotidianas también definen su relación con el Estado, sus instituciones y burocracias (Sharma y Gupta, 2006: 11-28). Reconocer que este tipo de dispositivos es parte de lo que se ha definido como multiculturalismo neoliberal (Hale, 2005), permite comprender que los eventos que suceden dentro del campo son parte de una experiencia a partir de la cual los sujetos se relacionan con el Estado y con sus nuevas formas de gobierno, esta vez, imaginadas a partir de la idea de democracia e interculturalidad.

La reconfiguración del Estado, en Chile como en otros parajes, parece sugerir que este no deba tratarse tanto como una entidad administrativa única, sino más bien como Estados imaginarios: entidades sumergidas en sus propias narraciones, en su poder difuso, en la representación reificada de sí mismos, y “capaces de realizar frente a sus propios ciudadanos performance mágicas, pero incapaces de realizar milagros” (Coronil, 1997: 388).

La configuración de un dispositivo particular para gobernar los cuerpos de la diversidad cultural, representa un territorio etnográfico rico en elementos para reflexionar sobre las contradicciones implicadas en la experiencia neoliberal y su proyecto intercultural (Greenhouse, 2010). Del mismo modo, permite abordar los múltiples matices que la agencia y las estrategias de resistencia presentan una vez que la relación entre Estado y pueblos indígenas se establece utilizando el espacio del cuerpo, la salud y la enfermedad.

Pocas veces, la antropología del Estado en Chile ha puesto su atención en el análisis de las políticas interculturales. Los análisis del período posdictatorial y sus evidentes consecuencias sobre las revoluciones de los últimos meses del 2019, se han centrado principalmente en las paradojas de las políticas del consenso, que impusieron una idea de democracia posible solo bajo ciertas condiciones pre-establecidas en dictadura. Estas paradojas son fácilmente reconducibles a lo que Ruderer (2010) llama las políticas del pasado y las políticas de la memoria. Las primeras son medidas políticas prácticas con miras a la reparación, mientras que las segundas aspiran a la construcción simbólica de una imagen de identidad histórica (2010: 165). Si bien la distinción del autor es discutible en cuanto tiende a escindir las dimensiones materiales de las simbólicas de un mismo proceso, escisión varias veces demostrada ficticia (Bourdieu, 1997; Turner, 1976; Douglas, 1979), en el recorrido por las formas de reconstrucción de la democracia chilena, Ruderer evidencia cómo en las medidas reparatorias para las víctimas de violaciones a derechos humanos, surgen necesidades y procesos comunes a los vividos por los pueblos indígenas. La verdad histórica, la reparación, las medidas simbólicas y el reconocimiento público, entre otros, son procesos que, identificados a partir de la experiencia europea en procesos de reconciliación nacional, aparecen también en las demandas indígenas, poniendo en acto, como hemos visto, estrategias particulares de gubernamentalidad.

Considerando la evidente distancia histórica que separa las demandas de ambos grupos63, lo que aquí interesa señalar es el propósito con el que el Estado contemporáneo evoca la memoria –de los pueblos indígenas y de las víctimas de la dictadura– con el objetivo de afirmar la democracia en la consciencia de la gente, en la consciencia de que solo a través de las políticas del pasado se pueda influir en la consciencia democrática de la población (Ruderer, 2010: 164). Esta impostergable afirmación, rápida e indolora, del proyecto democrático durante los años noventa se realiza, en el caso de las víctimas de violaciones de derechos humanos, a partir de medidas simbólicas y reparatorias menores que logran escabullir de responsabilidades a los propios agentes del Estado, a partir de la instalación de la narrativa de lo posible, instaurada como lógica de gobierno. A través de este discurso, el Estado chileno trata de cambiar, sin distanciarse demasiado de los acuerdos alcanzados durante el período dictatorial, construyendo una memoria cómoda, con el fin de crear un Estado capaz de vestir los trajes de la democracia sin haber lavado las heridas más profundas de su historia reciente.

Del mismo modo, en el diseño de las políticas interculturales de la posdictadura, hay una necesidad de evocar la memoria como parte de la elaboración de la imagen que el Estado debe construir sobre sí mismo frente a los pueblos indígenas: una imagen narrada y performatizada a través de lo que Sharma y Gupta (2006: 1-33) llaman prácticas cotidianas de definición del Estado. En consecuencia, las políticas del reconocimiento, así como las de la reconciliación nacional, son parte importante de las representaciones posdictatoriales que el Estado chileno pone en acto a través de un llamado a evocar la memoria, sin que lo que emerge de ella pueda ser realmente acogido.

Así como la política del pasado ha alcanzado sus puntos más altos en medidas simbólicas de reconciliación que han mostrado su liviandad e ineficacia a largo plazo (Brinkmann, 1999; De Cock y Michaud, 2017), los pueblos indígenas han sido llamados a relatar una historia propia en el cuadro de la recuperación de la democracia, a cambio de la cual han recibido medidas igualmente simbólicas a través de programas como el pespi. Estos programas, siguiendo las categorías propuestas por Fuchs Nolte (2006), representan reparaciones orientadas a instaurar la consciencia democrática en los sectores de la sociedad, donde esta parece más difícil de asentarse. La complejidad y fragilidad de la memoria evocada en estas medidas, son la sombra de la imagen, el secreto de la narración que el Estado hace de sí mismo frente a los grupos que se han rehusado a entrar plenamente en sus lógicas.

De esta manera, es posible afirmar que las políticas del pasado en Chile no refieren solo a las consecuencias de las dramáticas condiciones que vivió el país en la década de los setenta, sino que se proponen como constitutivas del discurso y de la imagen que el Estado chileno ha tenido que crear con la intención de dar fuerza a un sistema democrático enormemente lacerado y frágil, dadas las condiciones de su gestación. La memoria “negociada” por medio de reparaciones económicas y performances públicas que no encuentran correspondencia en transformaciones institucionales y sociales en grado de acoger los desafíos de las demandas ciudadanas, revelan las características del tipo de democracia con que el Estado se ha presentado durante la transición: una democracia basada en la perpetuación del funcionamiento extremo de las dinámicas propias del sistema neoliberal.

Respecto al proceso de transición vivido en Chile, la antropóloga Julia Paley (2001) indagó en sus aspectos más íntimos, a partir de una etnografía sobre un grupo de pobladores que, organizados en una asociación de promoción de salud semejante a los Sumaqamaña, fueron protagonistas de la resistencia urbana durante la dictadura y testigos de las transformaciones de la relación establecida con el Estado a partir de los primeros años del retorno a la democracia. En su investigación sobre los significados y la experiencia de la transición, Paley retoma el análisis de Coronil para Venezuela (1997), sobre la multiplicidad de formas que puede asumir la democracia y el Estado mismo, ya no considerándolos como modelos, sino más bien como experiencias múltiples, como ejercicios de un poder difuso. La autora comienza su análisis recordando los diversos nombres con que los medios de comunicación definieron el período en que entra Chile a partir de los años noventa: democracia con apellidos, democracia autoritaria, democracia entre comillas, democracia cupular. En estas condiciones, se pregunta ¿qué democracia es posible ejercer en Chile? Su respuesta, derivada de sus resultados de campo, propone la existencia de un modelo de marketing democracy, un sistema que no solo garantiza las condiciones para la promoción del mercado, sino que además debe crear las condiciones para promoverse a sí mismo: la democracia debe ser aprendida, volverse un deseo, instaurarse en las consciencias, ser motivo de orgullo para los ciudadanos, un verdadero objeto de consumo que, como todos los objetos que circulan en el mercado, deben provocar el deseo entre sus consumidores.

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