Tuareg

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Al anochecer buscó una duna pequeña y cavó un hueco apartando la arena húmeda aún, para arrebujarse a dormir casi cubierto por la arena seca, pues sabía que, tras la lluvia, el amanecer traería el frío a la llanura y el viento transformaría en escarcha helada las gotas de agua que aún se mantenían sobre las piedras y los matojos.

Más de cincuenta grados de diferencia podían existir en el desierto entre la máxima temperatura del mediodía y la mínima en la hora que precedía al alba, y Gacel sabía por experiencia que aquel frío traidor lograba meterse en los huesos del viajero inconsciente, lo enfermaba y hacía luego que durante días las articulaciones de su cuerpo permanecieran como anquilosadas y doloridas, negándose a responder con presteza al mandato de la mente.

Tres cazadores habían aparecido congelados en los pedregales de las estribaciones del Huaila y Gacel recordaba aún sus cadáveres, apretujados los unos contra los otros, fundidos por la muerte en aquel frío invierno en que la tuberculosis se llevó también a su pequeño Bisrha. Parecían sonreír y luego el sol secó sus cuerpos, deshidratándolos y proporcionando un macabro aspecto a sus pieles apergaminadas y sus dientes brillantes.

Dura tierra aquella en la que un hombre podía morir de calor o de frío en el término de unas horas, y en la que una camella buscaba agua inútilmente durante días para perecer ahogada de improviso una mañana.

Dura tierra, y sin embargo Gacel no concebía la existencia en ningún otro lugar, ni hubiera cambiado su sed, su calor y su frío en la planicie sin fronteras por las comodidades de cualquier otro mundo limitado y sin horizontes, y cada día, durante cada una de sus oraciones, cara al este, a La Meca, daba gracias a Alá por permitirle vivir donde vivía y pertenecer a la bendita raza de los hombres del velo, la lanza o la espada.

Se durmió necesitando a Laila, y al despertar el duro cuerpo de mujer que apretaba en sus sueños se había convertido en suave arena que se escurría entre sus dedos.

Lloraba el viento en la hora del cazador.

Contempló las estrellas, que le dijeron cuánto faltaba aún para que la luz las borrara del firmamento, llamó a la noche y le respondió el suave barritar de su mehari, que ramoneaba los húmedos matojos. Lo ensilló, reemprendió la marcha y a media tarde distinguió en la distancia cinco manchas oscuras que destacaban en la planicie pedregosa: el campamento de Mubarrak-ben-Sad, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza» que había conducido a los soldados hasta su «jaima».

Rezó sus oraciones y se sentó luego sobre una lisa roca a contemplar el ocaso, inmerso en sus negros pensamientos, pues comprendía que aquella había de ser la última noche en que pudiera dormir en paz en esta vida.

Con el amanecer tendría que abrir al fin la tapa a la «elgebira» de las guerras, las venganzas y los odios, y nunca, jamás, nadie, podía llegar a saber cuán profunda y cuán repleta se encontraba de muertes y violencia.

Trató de comprender también los motivos que empujaron a Mubarrak a romper con la más sagrada tradición targuí, y no encontró ninguno. Era un guía del desierto; un buen guía, sin duda alguna, pero un guía targuí tenía la obligación de emplearse únicamente para conducir caravanas, rastrear caza, o acompañar a los franceses en sus extrañas expediciones en busca de recuerdos de los antepasados. Nunca, bajo ningún concepto, tenía un targuí derecho a penetrar sin permiso en el territorio de otro «imohag», y menos aún conduciendo a extranjeros incapaces de respetar las viejas tradiciones...

Cuando ese amanecer Mubarrak-ben-Sad abrió los ojos, un escalofrío le recorrió la espalda, el terror que desde días atrás lo asaltaba en sueños lo asaltó ahora despierto, e instintivamente volvió el rostro hacia la entrada de su «sheriba», temiendo encontrar al fin lo que en verdad temía.

Allí, en pie, a treinta metros de distancia, asido a la empuñadura de su larga «takuba» clavada en tierra, Gacel Sayah, noble «inmouchar» del Kel-Talgimus, le aguardaba decidido a pedirle cuentas de sus actos.

Tomó a su vez su espada, y avanzó muy despacio, erguido y digno, para detenerse a cinco pasos de distancia.

–«Metulem, metulem» –saludó empleando la expresión predilecta de los tuaregs.

No obtuvo respuesta, y en realidad tampoco la esperaba.

Esperaba sí, la pregunta:

–¿Por qué lo hiciste?

–Me obligó el capitán del puesto militar de Adoras.

–Nadie puede obligar a un targuí a hacer aquello que no desea...

–Hace tres años que trabajo para ellos. No podía negarme. Soy guía oficial del Gobierno.

–Juraste, como yo, no trabajar jamás para los franceses...

–Los franceses se fueron... Ahora somos un país libre...

Por segunda vez en pocos días dos personas distintas le decían lo mismo, y cayó de improviso en la cuenta de que ni el oficial ni los soldados vestían el odiado uniforme colonial.

Ninguno era europeo, ni hablaba con el fuerte acento con que solían hacerlo, y en sus vehículos no ondeaba la sempiterna bandera tricolor.

–Los franceses respetaron siempre nuestras tradiciones... –murmuró al fin como para sí–. ¿Por qué no se respetan ahora, si además somos libres?

Mubarrak se encogió de hombros.

–Los tiempos cambian... –dijo.

–No para mí –fue la respuesta–. Cuando el desierto se convierta en oasis, el agua corra libremente por las «sekias» y la lluvia descargue sobre nuestras cabezas tantas veces como la necesitemos, cambiarán las costumbres de los tuaregs. Nunca antes.

Mubarrak conservó la calma al inquirir:

–¿Quiere decir eso que vienes a matarme?

–A eso he venido.

Mubarrak asintió en silencio, comprensivo, y lanzó luego una larga mirada a su alrededor; a la tierra aún húmeda y a los diminutos brotes de «acheb» que pugnaban por asomar entre las rocas y los guijarros.

–Fue hermosa la lluvia –dijo.

–Muy hermosa.

–Pronto la llanura se cubrirá de flores, y uno de los dos no podrá verla.

–Debiste pensarlo antes de llevar extraños a mi campamento.

Bajo su velo, los labios de Mubarrak se movieron en una leve sonrisa:

–Entonces aún no había llovido –replicó, y luego, muy despacio, desnudó su «takuba» librando el bruñido acero de la funda de cuero repujado–. Ruego por que tu muerte no desate una guerra entre tribus –añadió–. Nadie más que nosotros deberá pagar por nuestras faltas.

–Que así sea –replicó Gacel inclinándose dispuesto a recibir la primera embestida.

Pero esta tardó en llegar, porque ni Mubarrak ni Gacel eran ya guerreros de espada y lanza, sino hombres de arma de fuego, y las largas «takubas» habían ido quedando reducidas con el paso de los años a mero objeto de adorno y ceremonia, utilizadas en los días de fiestas para exhibiciones incruentas en las que se buscaba más el efecto del golpe contra el escudo de cuero o la finta hábilmente esquivada que la intención de herir.

Pero ahora no estaban ya presentes los escudos, ni los espectadores dispuestos a admirar saltos y cabriolas mientras el acero lanzaba destellos, evitando, más que persiguiendo, dañar al contrario, sino que ese contrario esgrimía su arma decidido a matar para no ser muerto.

¿Cómo parar el golpe sin escudo?

¿Cómo recuperarse de un salto atrás o un tropiezo si el rival no se sentía predispuesto a dar tiempo a tal recuperación?

Se miraron tratando de descubrirse mutuamente las intenciones, girando lentamente el uno en torno al otro, mientras de las «jaimas» comenzaban a surgir hombres, mujeres y niños que los observaban en silencio, consternados, sin querer aceptar que se enfrentaban en una lucha real y no un simulacro.

Por fin Mubarrak amagó el primer golpe, que era casi una tímida pregunta: un deseo de constatar si se trataba en verdad de una lucha a muerte.

La respuesta, que le hizo dar un salto atrás, evitando por centímetros la furiosa hoja de su enemigo, le heló la sangre en las venas. Gacel Sayah, «inmouchar» del temible pueblo del Kel-Talgimus, quería matarlo, no cabía duda. Había tanto odio y tanto deseo de venganza en el mandoble que acababa de enviarle, como si aquellos desconocidos a los que ofreciera un día asilo fueran en verdad sus hijos predilectos, y él, Mubarrak-ben-Sad, los hubiese asesinado personalmente.

Pero Gacel no sentía auténtico odio. Gacel estaba tratando únicamente de hacer justicia, y no le hubiera parecido noble odiar al targuí por haberse limitado a cumplir con su trabajo, por más que este fuera un trabajo equivocado e indigno. Gacel sabía además, que el odio, como la ansiedad, el miedo, el amor, o cualquier otro sentimiento profundo, no era buen compañero para el hombre del desierto. Para sobrevivir en la tierra en que le había tocado nacer se hacía necesaria una gran calma; una sangre fría y un dominio de sí mismo que estuvieran siempre por encima de cualquier sentimiento que consiguiera arrastrarlo a cometer unos errores que allí raramente alcanzaban a enmendarse.

Ahora Gacel sabía que estaba actuando como juez, y quizá también como verdugo, y ni uno ni otro tenían por qué odiar a su víctima. La fuerza de su mandoble, la ira que llevaba dentro, no había sido en realidad más que un aviso; la clara respuesta a la clara pregunta que su contrincante le había hecho.

Atacó de nuevo y comprendió de improviso lo inapropiado de sus largos ropajes, su amplio turbante y su ancho velo. Los «jaiques» se enredaban en sus piernas y brazos, las «nails» de gruesa suela y delgadas tiras de cuero de antílope resbalaban sobre las piedras puntiagudas, y el «lithan» le impedía ver con claridad y lograr que llegara a sus pulmones todo el oxígeno que necesitaban en un momento como aquel.

 

Pero Mubarrak vestía de modo semejante, por lo que sus movimientos se volvían igualmente inseguros.

Los aceros abanicaron el aire, zumbando furiosos en la quietud de la mañana, y una vieja desdentada lanzó un chillido de terror y suplicó para que alguien matara de un tiro al sucio chacal que trataba de asesinar a su hijo.

Mubarrak extendió la mano con gesto autoritario y nadie se movió. El código de honor de los «Hijos del Viento», tan distinto del mundo, hecho de traiciones y bajezas, de los beduinos «Hijos de las Nubes» exigía que el enfrentamiento entre los dos guerreros fuera limpio y noble aunque en ello le fuera la vida.

Le habían desafiado de frente y mataría de frente. Buscó suelo firme bajo sus pies, tomó aire, lanzó un grito y se precipitó hacia delante, hacia el pecho de su enemigo, que apartó la punta de su espada con un golpe seco y duro.

Quietos nuevamente se miraron una vez más. Gacel blandió su «takuba» como si de una maza se tratase y lanzó un mandoble en forma de molinete, de arriba abajo. Cualquier aprendiz de esgrima hubiera aprovechado su fallo para ensartarlo de una estocada, pero Mubarrak se dio por contento con apartarse y aguardar, confiando más en su fuerza que en su habilidad. Empuñó el arma con las dos manos y tiró un tajo capaz de cortar por la cintura a un hombre mucho más grueso que Gacel, pero Gacel no se encontraba ya allí para ser cortado. El sol comenzaba a calentar con fuerza y el sudor corría sobre sus cuerpos, empapando las palmas de sus manos y haciendo inseguras las metálicas empuñaduras de las espadas, que se elevaron de nuevo. Se estudiaron, se lanzaron el uno sobre el otro al unísono, pero en el último instante Gacel se echó atrás, permitiendo que la punta del arma de Mubarrak desgarrase la tela de su «jaique» arañándole el pecho, y ensartó a su enemigo por el vientre, atravesándolo de parte a parte.

Mubarrak se mantuvo en pie unos instantes, sujeto más por la espada y los brazos de Gacel que por sus propias piernas, y cuando el otro sacó el arma desgarrando su paquete intestinal, quedó tendido sobre la arena, doblado sobre sí mismo, decidido a soportar en silencio, sin una queja, la larga agonía que el destino le deparaba.

Instantes después, mientras su verdugo se encaminaba, despacio, ni feliz ni orgulloso, hacia la montura que lo esperaba, la anciana desdentada entró en la mayor de las «jaimas», tomó un fusil, lo cargó, llegó hasta donde su hijo se retorcía de dolor sin un lamento, y le apuntó a la cabeza.

Mubarrak abrió los ojos y ella pudo leer en su mirada el infinito agradecimiento de un ser al que iba a librar de largas horas de sufrimientos sin esperanzas.

Gacel oyó el disparo en el instante en que su camello reiniciaba la marcha, pero no volvió el rostro.

Presintió, más que ver, en la distancia una manada de antílopes, y eso le hizo caer en la cuenta de la magnitud de su hambre.

Los dos días anteriores los había pasado a base de unos puñados de harina de mijo y dátiles, preocupado por su enfrentamiento con Mubarrak, pero ahora, la sola idea de un buen pedazo de carne asándose lentamente sobre un fuego de brasas le arañó las tripas.

Se aproximó despacio al borde de la «grara» llevando del ronzal a su camello, atento a que el viento no arrastrara su olor hasta las bestias que pastaban la vegetación corta y dispersa de la depresión que debió constituir en tiempos remotos una laguna o el ensanchamiento de un riachuelo, y que aún conservaba en sus entrañas restos de humedad.

Tímidos tamariscos y media docena de acacias enanas se alzaban aquí y allá, y le agradó comprender que su instinto de cazador le había sido fiel una vez más, porque al fondo, ramoneando o durmiendo al sol de la media tarde, una familia de bellos animales de largos cuernos y piel rojiza parecían invitarle a disparar.

Montó el rifle metiendo en la recámara una sola bala, pues de ese modo evitaba la tentación, si fallaba el primer disparo, de intentar un segundo a la desesperada cuando las ágiles bestias hubieran emprendido la huida a grandes saltos. Gacel sabía por experiencia que ese segundo tiro, casi al azar, raramente daba en el blanco y significaba un desperdicio, cuando las municiones en el desierto eran tan raras y necesarias como el agua misma.

Dejó libre al mehari, que comenzó a pastar de inmediato desentendiéndose de cuanto no fuera su alimento, revitalizado y apetitoso ahora por la lluvia caída, y avanzó en silencio, casi arrastrándose, de una roca al retorcido tronco de un arbusto, de una pequeña duna a un matojo, hasta alcanzar al fin el lugar idóneo, un montículo de piedra desde el que dominaba, a menos de trescientos metros de distancia, la esbelta silueta del gran macho de la manada.

«Cuando abates a un macho, otro más joven viene pronto a ocupar su puesto y cubrir a las hembras –le había dicho su padre–. Cuando matas a una hembra, estás matando también a sus hijos y a los hijos de sus hijos, que habrán de alimentar a sus hijos y a los hijos de tu hijos».

Aprestó su arma y apuntó con cuidado a la paletilla delantera, a la altura del corazón. A aquella distancia, un tiro en la cabeza era sin duda más efectivo, pero Gacel, como buen musulmán, no podía comer carne que no hubiera sido degollada de cara a La Meca, pronunciando las oraciones que ordenaba el profeta. Matar al antílope en el acto hubiera significado tener que desaprovecharlo, y prefería correr el riesgo de que escapara herido porque sabía también que, con una bala en los pulmones, no llegaría muy lejos.

El animal alzó de improviso el morro, aventó el viento y se inquietó levemente. Luego, tras lo que pareció una eternidad, pero no fueron probablemente más que un par de minutos, recorrió con la vista su manada cerciorándose de que no corría peligro y se dispuso a reiniciar su tarea de mordisquear un tamarisco.

Cuando estuvo por completo seguro de que no podía fallar y la pieza no iba a dar un salto de improviso o iniciar un movimiento extraño, Gacel apretó suavemente el gatillo, la bala partió con un chillido rasgando el viento, y el antílope cayó de rodillas como si le hubieran sesgado las cuatro patas o el suelo hubiera ascendido bruscamente hacia él por arte de magia.

Sus hembras lo miraron sin interés ni miedo, porque aunque el estampido había atronado el ambiente, no estaba ligado en ellas a la idea de peligro y muerte, y tan solo cuando vieron venir corriendo al hombre con sus vestiduras al aire y esgrimiendo un cuchillo echaron a correr para perderse de vista en la llanura.

Gacel llegó hasta la pieza herida, que hizo un último esfuerzo por levantarse y seguir a su familia, pero algo se había roto en su interior y nada obedecía al mandato de su mente.

Tan solo sus ojos, enormes e inocentes, reflejaron la magnitud de su angustia cuando el targuí lo tomó por la cornamenta, le volvió el rostro hacia La Meca y lo degolló con un fuerte tajo de su afilada gumía.

La sangre manó a borbotones salpicándole las sandalias y el borde del «jaique», pero Gacel no reparó en ello, satisfecho al comprobar que su puntería había sido una vez más excelente, y había alcanzado a la pieza en el punto exacto.

El anochecer le sorprendió aún comiendo, y no habían hecho su aparición las primeras constelaciones cuando ya dormía, protegido del viento por un matojo y calentado por los rescoldos de la hoguera.

Le despertó la risa de las hienas que acudían al reclamo del antílope muerto, y también rondaban los chacales, por lo que avivó el fuego, que los alejó hasta el límite de las sombras, y permaneció luego tumbado cara al cielo, escuchando el viento que llegaba y meditando en el hecho de que aquel mismo día había matado a un hombre: el primer ser humano que mataba en su vida, lo que quería decir que esa vida no podría ser ya la misma en adelante.

No se sentía culpable, porque consideraba que su causa era justa, pero le preocupaba la posibilidad de convertirse en el desencadenante de una de aquellas guerras tribales de las que tanto había oído hablar a sus mayores y en las que llegaba un momento en el que nadie sabía ya la causa de esas muertes, ni el nombre de quien las había iniciado. Y los tuaregs, los pocos «imohags» que aún vagaban por los confines del desierto, fieles a sus tradiciones y sus leyes, no estaban en condiciones de aniquilarse los unos a los otros, pues bastante tenían con defenderse como podían de los avances de la civilización.

Evocó la extraña sensación que recorrió su cuerpo cuando su espada penetró blandamente, casi sin esfuerzo, en el vientre de Mubarrak, y le pareció estar escuchando aún el ronco estertor que escapó de su garganta en ese instante. Al retirar el brazo fue como si se llevara prendida en la punta de su «takuba» la vida de su enemigo, y tuvo miedo de la posibilidad de tener que emplear alguna otra vez la espada contra alguien. Pero recordó después el seco restallar del estampido que mató a su huésped dormido, y le consoló la idea de que no podía existir perdón para los culpables de semejante crimen.

Acababa de descubrir que, si amarga resultaba la injusticia, igualmente amargo resultaba tratar de corregirla, porque matar a Mubarrak no le había proporcionado placer alguno, y sí una profunda y desalentadora sensación de vacío. Como el viejo Suílem aseguraba, la venganza no devolvía los muertos a la vida.

Se preguntó luego por qué había sido siempre tan importante para los tuaregs aquella ley no escrita de la hospitalidad, que se anteponía a todas las otras leyes, incluso las coránicas, y trató de hacerse una idea de cómo sería el desierto si el viajero no tuviera la absoluta seguridad de que allí adonde llegara sería bien recibido, ayudado y respetado.

Contaban las leyendas que en cierta ocasión dos hombres se odiaban de tal modo que uno de ellos, el más débil, se presentó de improviso en la «jaima» de su enemigo solicitando hospitalidad. Celoso de la tradición, el targuí aceptó a su huésped, le brindó su protección y al cabo de los meses, cansado de soportarlo y darle de comer, le aseguró que podía marcharse en paz porque jamás atentaría contra su vida. Desde entonces, y de eso hacía al parecer muchísimos años, aquella se había convertido en una práctica habitual entre los tuaregs, que solventaban de ese modo sus diferencias y ponían así fin a sus rencillas.

¿Cómo hubiera reaccionado él mismo si Mubarrak hubiera acudido a su campamento a pedir hospitalidad tratando de hacerse perdonar la falta cometida?

No podía saberlo, pero probablemente habría reaccionado como el targuí de la leyenda, pues hubiera resultado ilógico cometer un delito por castigar a alguien que había cometido exactamente ese mismo delito.

Cuando los aviones a reacción surcaban los altísimos cielos del desierto y los camiones transitaban por las pistas más conocidas empujando a su raza a los más recónditos rincones de la llanura no resultaba fácil augurar cuánto tiempo subsistiría aún esa raza en esa llanura, pero para Gacel resultaba claro que mientras uno solo de ellos sobreviviese sobre las arenas, las infinitas planicies sin vida, o los pedregales sin horizontes de la «hamada», la ley de la hospitalidad debería continuar siendo sagrada, pues de lo contrario ningún viajero se arriesgaría jamás a cruzar el desierto.

El delito de Mubarrak no admitía disculpa y él, Gacel Sayah, se encargaría de hacer comprender a aquellos otros que no eran tuaregs que en el Sáhara las leyes y las costumbres de su raza debían continuar respetándose, porque eran leyes y costumbres adaptadas al medio, sin las cuales no existía posibilidad alguna de supervivencia.

Llegó el viento y con él llegó el día. Hienas y chacales comprendieron que perdían sus escasas posibilidades de hacerse con algún trozo de antílope y se alejaron gruñendo y lamentándose hacia sus oscuras madrigueras, a las que regresaban ya todos los habitantes de la noche: el fénec de largas orejas, la rata del desierto, la serpiente, la liebre y el zorro. Cuando el sol comenzara a calentar estarían durmiendo, conservando sus fuerzas hasta que las sombras de la noche hicieran nuevamente soportable la vida en la más desolada región del planeta, porque allí, al contrario del resto del mundo, la actividad tenía lugar de noche y el descanso de día.

Únicamente el hombre, pese a los siglos, no había logrado adaptarse por completo a la noche, y fue por ello por lo que, con la primera claridad, Gacel buscó a su camello, que ramoneaba a poco más de un kilómetro de distancia, lo tomó del ronzal y reinició, sin prisas, su marcha hacia el oeste.