Memorias de Cienfuegos

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«Marinero no le temas al mar, teme a la roca.

Marinero no le temas al mar, teme a la roca.

El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.

El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.

Mujer, recuérdame en tu corazón y no en la boca.

Mujer, recuérdame en tu corazón y no en la boca.

Que quiero descansar en el fondo y no en la costa.

Que quiero descansar en el fondo y no en la costa».

–Muy apropiada al momento, sin duda.

–A la mañana siguiente tuve conocimiento de que tanto los pilotos de las tres naves como algunos de los timoneles habían comprobado que las brújulas nordesteaban casi una cuarta.

–¿Y eso qué significa?

–Que en lugar de señalar directamente al norte, como siempre ha ocurrido, declinaban unos quince grados, lo cual tan solo puede deberse a que la Estrella Polar hubiera cambiado de lugar, cosa impensable, o que todas las brújulas se hubieran averiado a un tiempo.

–Una posibilidad también harto improbable.

–En efecto, pero como yo aún no sabía cómo funcionaba una brújula, y en cierto modo se me antojaba demoníaca brujería que un pedazo de metal apuntase siempre en la misma dirección, decidí desentenderme del tema.

–Resulta comprensible.

–Yo seguía a lo mío, fregar cubiertas e intentar llenarme la tripa, pero esa noche nadie pareció capaz de descansar a bordo debido a que el eterno coro de asustadizos consideró un síntoma de terrible agüero el que la Estrella Polar, que había demostrado a través de los siglos una inquebrantable fidelidad a los hombres de mar, decidiera abandonarlos a su suerte en pleno corazón del océano. «¡Volvamos! –suplicaban–. La Polar nos está dando el definitivo aviso de que Dios no desea que sigamos adelante».

–¿Y vos qué pensabais sobre ello…?

–Yo por aquel tiempo no solía pensar más que en Ingrid, y por lo que me contaron ese día el Almirante reunió a sus pilotos y capitanes para comunicarles que en su opinión el inquietante hecho nada tenía que ver con designios divinos, sino tan solo con algún desconocido fenómeno astronómico, o con que tal vez la Tierra no fuera absolutamente redonda sino en forma de pera, lo cual explicaría el que al pasar de una determinada latitud, la posición de la estrella sufriera una ligera variación.

–¡Inadmisible teoría…! –no pudo por menos que exclamar Fray Gaspar de Vinuesa–. En forma de pera… ¿A quién se le ocurre?

–Al mismo que había dicho que era en forma de manzana y que pese a las burlas resultó que tenía razón –le hizo notar Cienfuegos–. Lo que sí recuerdo es que con ese motivo Vicente Yáñez Pinzón, que estaba considerado el más experimentado de los pilotos, aconsejó alterar el rumbo al sudoeste, porque en aquella época del año los vientos soplan insistentemente en esa dirección, y al tomarnos de popa nos permitirían avanzar más aprisa y con menos quebranto para unos cascos ya de por sí muy castigados.

–Sabiendo lo que ahora sabemos era una decisión bastante acertada.

–Pero por aquel entonces no lo sabíamos, y como el Almirante aseguraba que China estaba frente a nosotros y en diez días avistaríamos sus costas, cualquier desvío de la ruta se le antojaba una pérdida de tiempo. Ello no impidió que entre una parte de la marinería cundiera el descontento, ya que los más cualificados habían advertido que el hecho de abandonar la ruta natural de los vientos dominantes les iba adentrando en una región de grandes calmas. Y para un buen marino el peor peligro es quedarse sin viento… ¿Puedo fumar?

–¿Fumar…?

–Eso he dicho.

–¿Y para qué?

–Para nada. Puro placer.

–¿Y qué placer se puede obtener de aspirar humo y quemarse los pulmones?

–Resulta difícil de explicar, pero podéis probarlo.

–¡Dios me libre! Eso debe ser muy perjudicial para la salud…

–No lo creo. Obliga a toser, con lo cual se expulsan los malos humores y se limpian los pulmones.

–¡Absurdo!

–Pues los indígenas de Cuba fuman a todas horas y tienen un aspecto excelente; no como sus señorías que, con perdón, están más verdes que un apio. Sobre todo vos, Fray Gaspar, al que os vendrían muy bien unos paseos matutinos a orillas del Guadalquivir.

Mientras hablaba había extraído un grueso cigarro, dedicando tiempo y mimo a prepararlo, encenderlo y lanzar una primera bocanada, que pareció saberle a gloria.

–A veces creo que si aquel día no hubiera aceptado compartir el tabaco con los cubanos y permitir que se rieran cuando tosía, me habrían cortado el cuello por melindres. Y también creo que el hecho de saber adaptarme a las costumbres de los lugareños, fueran quienes quiera que fueran, es lo que me ha permitido llegar a viejo.

–Yo jamás lo hubiera conseguido.

–Será porque teníais una sólida educación y unas costumbres muy arraigadas, mientras que yo no era más que un mostrenco para el que todo lo nuevo era bienvenido. –Buscó un recipiente en que depositar la ceniza aprovechando para dar un par de vueltas a la amplia estancia antes de inquirir–: ¿Por dónde íbamos?

–El peor peligro es quedarse sin viento… –repitió de inmediato Fray Gaspar.

–«Malos vientos destrozan naves; malas calmas destrozan hombres». Es una frase atribuida al viejo Vázquez de La Frontera, que en el transcurso de un viaje patrocinado por Enrique el Navegante se adentró en una inmensa barrera vegetal que convertía el agua en una especie de masa impenetrable.

–¿El llamado «Mar de los Sargazos»?

–¡Exactamente! –Cienfuegos señaló un punto en el mapa–. ¡Este de aquí, que el diablo confunda como confundió al Almirante. Si hubiera aceptado el consejo de Vázquez de La Frontera dejándose llevar por los vientos habría encontrado la que ahora llamamos «Ruta de los Alisios», que constituye el auténtico Camino Real hacia las costas del Nuevo Mundo.

–¿Podemos considerar esa «Ruta de los Alisios» el primer derrotero del Nuevo Mundo?

–Desde luego. Para algunos, Vázquez de la Frontera no había sido nunca más que un viejo charlatán que apenas había superado en cincuenta leguas La Gomera, pero otros eran de la opinión de que tenía razón cuando aconsejaba «¡Al sudoeste! ¡Siempre al sudoeste! ¡Dejaos llevar por el viento! ¡El viento nunca engaña!».

–Pues vino a resultar que tenía razón –señalo don Bernardo Olivar–. Pero lo que importa es que acabéis ese dichoso tabaco que nos está haciendo llorar y continuemos con nuestra historia –casi al instante se corrigió a sí mismo–. He querido decir, «vuestra historia».

–A la cuarta noche de haber nordesteado la brújula, algunos marinos expertos percibieron que la andadura de la nave disminuía pese a que el viento no parecía haber perdido fuerza.

–¿Vos lo notasteis?

–¿Yo? Yo era un tarugo que nada entendía de la andadura de un barco. Al poco se escuchó a don Juan De la Cosa lamentarse de que el timón no obedecía con la presteza acostumbrada, y podría creerse que una gigantesca mano se entretuviera en aferrarnos desde el fondo, o que súbitamente el mar se hubiera espesado hasta convertirse en un puré difícilmente navegable. Y, en efecto, la primera claridad del día nos sorprendió observando un mar que parecía haberse convertido en una infinita pradera de hierba de color azul verdoso.

–¿Qué dijo el Almirante?

–Que el Cipango y Catay seguían estando al oeste y aquello no podía ser más que la vegetación que crecía sobre un bajío, por lo que ordenó largar una sonda, que lógicamente nunca alcanzaría un fondo que se encontraba a miles de brazas. No obstante, muchos a bordo se mantenían pendientes del más mínimo detalle que revelase que se hallaban a punto de estrellarse contra un arrecife.

–¿Y eso…?

–La tripulación se dividía en dos grupos: los auténticos marinos, para los que el viaje significaba un paso en la conquista de nuevas rutas comerciales, y los desesperados, para los que embarcarse tan solo había sido una especie de huida hacia delante…

–Y un gomero despistado…

–Y un gomero despistado, en efecto. Estábamos allí, apresados por un viscoso mejunje que al aferrarse a los timones amenazaba con bloquearlos, por lo que de noche las embarcaciones pequeñas acudían a buscar cobijo junto a la nao capitana, se arriaba el trapo hasta dejarlo al mínimo y los vigías permanecían atentos a la aparición de las rompientes porque nadie aceptaba que la maleza tuviera su origen en sí misma y a flor de agua.

–Creo que yo tampoco lo hubiera aceptado –señaló Fray Gaspar–. Parece una historia de brujería.

–La desidia se apoderó de la tripulación, surgían disputas por los más nimios motivos, el contramaestre se vio en la obligación de echar mano de toda su autoridad y don Juan De la Cosa de su extraordinaria diplomacia.

–¿El Almirante continuaba en sus trece…?

–Y en sus catorce y en sus quince, hasta la tarde en que un alcatraz se posó en un obenque para cagarse justo sobre la rosa de los vientos. De dónde había salido y por qué eligió semejante lugar para hacer sus necesidades cuando tenía a su disposición millas de mar abierto no pudimos averiguarlo, y quizá fuera pura casualidad o una deliberada exhibición de puntería. Se alejó hacia el sudoeste y Juan De la Cosa y Pero Alonso Niño vieron en ello una señal inequívoca de que había sido enviado para indicarles el camino a su nido en una costa cercana, pero el Almirante ordenó que el rumbo continuara inalterable, abriéndonos camino como buenamente podíamos a través de aquel potaje de berros.

–No cabe duda de que era terco.

–Más que una mula. Apuntaba en el diario de a bordo la estimación de la distancia recorrida, pero en otro cuaderno anotaba las leguas, restándoles siempre una pequeña parte, pues de ese modo pretendía hacernos creer que nos habíamos alejado menos de lo que era en realidad, al tiempo que guardaba el secreto de en qué punto se encontraba tierra firme cuando pusiéramos el pie en ella.

 

–Retorcido amén de terco.

–Más que una bayeta de cocina, pero ni los hermanos Pinzón, ni De la Cosa, ni Pero Alonso Niño se dejaban engañar, pese a que en apariencia dieran por buenas sus acotaciones. «La Pinta», que era la más veloz, se adelantaba en las horas diurnas, zigzagueaba, iba y venía tratando de avistar un rastro de tierra, pero pese a que no encontró tierra, una mañana su vigía de cofa gritó: «¡Aguas libres a proa!».

–Debió ser un gran alivio.

–Desde luego, puesto que algunos comenzaban a musitar que una muerte rápida y noble era más digna que aquella condena a vagar eternamente por un infinito mar de hierbas nauseabundas. Cuando al fin se cerraron sobre las estelas los últimos sargazos y el rumor de las olas cantó contra los cascos, comenzamos a bailar y saltar como locos. Ahora sí que la tierra parecía estar cerca; se palpaba ya en el aire y los hombres se quemaban los ojos de mirar al oeste. Existía la promesa de la reina de un jubón de seda y una renta vitalicia de diez mil maravedíes para quien divisara la costa en primer lugar, y un centenar de infelices que jamás habíamos poseído más que un pantalón remendado nos mordíamos los labios soñando conquistar semejante fortuna.

–¿También Vos?

–¿Os imaginas lo que hubiera sido presentarme ante Ingrid con un jubón de seda y una renta vitalicia? Tenía los ojos como platos porque cientos de aves surcaban el cielo y un pajarraco de curvado pico que mostraba a las claras que no se alimentaba de peces sino de frutos se posó en el bauprés. Los que habían recorrido las costas de Guinea no dudaron en señalar que sus congéneres de África jamás solían alejarse de la costa.

–Yo también hubiera estado nervioso… –se sinceró Fray Gaspar–. ¡Una renta vitalicia..!

–Al amanecer del día siguiente nos despertó un cañonazo de «La Niña», que marchaba en vanguardia, notificando que el vigía había divisado tierra, pero aunque se agradeció a los cielos tal portento con una sonora salve que la mayoría rezó de hinojos, pasaron las horas y la promesa se diluyó en una oscura nube que al final demostró que en su seno no ocultaba más que un agua que empapó las cubiertas. De la Cosa lamentó no llevar a bordo un sacerdote, y muchos veían en esa carencia la mano del Almirante, que había preferido no compartir con la Iglesia el honor de arribar por primera vez a las costas de Oriente, o que temía que tratase de arrogarse la tarea de imponer el cristianismo a los paganos del Cipango.

–Esa era, y sigue siendo, nuestra principal obligación.

–Pero por lo que algunos cuentan Colón era un converso y no debía verlo así. Al oscurecer del jueves escuchamos pájaros, y poco antes de la medianoche acudí al alcázar de popa a señalarle a Luis de Torres que olía a tierra por la cuarta de babor queriendo saber si el Almirante me entregaría el jubón de seda y los diez mil maravedíes. Me observó unos instantes, descolgó una bolsa que jamás abandonaba y la hizo tintinear. «Si hueles tierra, cóbrate con el sonido, rapaz –me replicó burlón–. El mandato especifica que el premio será para quien divise en primer lugar las costas de Oriente. No hace mención a los olores».

–Y la razón le asistía.

–Visto después de tantos años así es, pero yo aún seguía siendo un iluso. Cerca de las dos de la mañana resonó la voz de un vigía de «La Pinta», al que todos llamaban Rodrigo de Triana: «¡Tierra! –gritó hasta desgañitarse–. ¡Tierra por la cuarta de babor!».

–¡Gran momento debió ser aquel!

–Gran momento, en efecto, pero su Excelencia don Cristóbal Colón, que a partir de esos momentos recibía el fabuloso título de Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias, atajó de inmediato la alegría de Rodrigo. «Hace más de tres horas que divisé una luz en ese punto –dijo–. Y me reservo por tanto el derecho a la recompensa».

–Me niego a creerlo.

–Pues os juro que es verdad. Tras pleitear inútilmente por sus derechos, Rodrigo de Triana emigró a Argel abjurando de su religión para abrazar el islamismo y dedicar el resto de su vida a luchar contra quienes habían cometido una notoria injusticia que había indignado igualmente al resto de la tripulación. Ver una luz es como oler tierra, y el Almirante podía cobrarse por tanto con el brillo de una moneda. Me duele en el alma, si es que la tengo, descubrir que las leyes, incluso las que imparten personalmente los reyes, no tienen idéntico valor para todos.

–¿Qué sentisteis en el momento de pisar el Nuevo Mundo?

–En primer lugar, alivio; no por pisar un supuesto Nuevo Mundo, que poca noción tenía de ello en ese instante, sino por el simple hecho de pisar tierra firme, fuera las que fuera, debido a que pensaba, y creo que aún lo sigo pensando, que los barcos son unos trastos diabólicos; celdas bamboleantes y malolientes sobre las que siempre cuelga una espada de Damocles en forma de rayo o de tormenta.

–Admito que tampoco me merecen confianza y que en cuanto abandonan el río se me revuelven las tripas.

–Lo segundo que experimenté fue sorpresa ante la belleza de una isla que podría considerarse un paraíso, y la tercera asombro al ver aparecer hombres y mujeres totalmente desnudos pero cuyo color de piel o cuyos rasgos nada tenían en común con los chinos que íbamos buscando. Un grumete me comentó que el Almirante había montado en cólera.

–¿Montado en cólera? –se sorprendió Fray Anselmo?–. ¿Y por qué? Había alcanzado su primer objetivo.

–Para los hombres como don Cristóbal no existe un primer objetivo, padre; existe «el objetivo», y el suyo era desembarcar en un puerto rodeado de grandes edificios de los que surgirían mandarines con hermosas togas de seda, no en una larga playa rodeada de cocoteros de los que descendían salvajes en pelotas. ¡Un auténtico fracaso!

–Pero fue el día que marcaría un antes y un después en nuestra historia.

–¿Conoce el cuento de los dos vascos que van a buscar setas?

–No.

–De pronto uno empieza a dar saltos porque se ha encontrado una pepita de oro, pero el otro le riñe recordándole que no han ido a buscar oro sino setas. El Almirante era como ese vasco; quería un viejo chino arrugado, no una hermosa nativa de grandes pechos y piel tersa que le estaba haciendo comprender una vez más que sus cálculos estaban errados.

–¿Y el resto de los hombres qué sentían?

–La mayoría, al igual que yo, alivio, puesto que había sido una singladura harto agitada con los nervios a flor de piel, y en segundo lugar una perentoria necesidad de dar salida a sus impulsos más primarios, puesto que aquellas atractivas muchachas les hacían señas para que las siguieran a la foresta.

–¿Acaso no temían que pudiera tratarse de una trampa?

–¿Acaso cuando una hermosa muchacha te sonríe en cualquier lugar del mundo no te estás arriesgando a caer en una trampa? –fue la rápida respuesta–. En ese aspecto el Nuevo Mundo es tan viejo como el Viejo, y no hubo capitán, gaviero o grumete que no cayera en la tentación de perderse de vista en la espesura.

–¿Incluso Vos, pese a vuestro desorbitado amor por la alemana?

–Incluso yo, porque admito que en aquellos momentos estaba convencido de que jamás volvería a verla. El único que no se encontraba a gusto era el Almirante puesto que, aunque interrogamos de todas las formas posibles a los nativos dibujando palacios, pagodas y hombres y mujeres vestidos con lujosos ropajes, ni uno de ellos dio muestras de haber visto nada semejante.

–¡Tremenda frustración!

–En este caso el grado de frustración dependía del grado en la escala de mandos. Cuanto más se descendía del castillo de popa al sollado de proa menos te importaban las riquezas de la China y el Cipango y más los placeres de Guanahani. Por desgracia el Almirante no estaba por la labor y ordenó levar anclas con el fin de llevarnos dando tumbos de isla en isla hasta que recalamos en Cuba, donde aprendí a fumar.

–Para nuestra desgracia… –se lamentó el marqués.

–Y mi alegría. Cuba se me antojo el Edén, aún sigo creyéndolo, y la mejor prueba está en que cuando decidí apartarme de todo me retiré a una de sus islas. Os aconsejo que vayáis a conocerla.

–Ya me gustaría, ya, pero estoy de acuerdo en que los barcos son trastos diabólicos y por demás malolientes. Continuad.

–Cuba tampoco resultó del agrado del Almirante puesto que la fisonomía de los nativos seguía siendo la misma, por lo que continuamos hasta toparnos con otra isla, a la que denominó La Española, en la que decidió embarrancar la nao capitana.

–¿Cómo que decidió embarrancar la nao capitana? ¿Qué disparate y diabólica calumnia es esa?

–Ningún disparate ni diabólica calumnia. Es una verdad que sufrí en carne propia y les costó la vida a muchos compañeros. Cuando el Almirante comprendió que si regresaba sin chinos y sin oro su costosa expedición financiada por los reyes y por banqueros judíos sería considerada un rotundo fracaso, decidió sacrificar «La Marigalante» con buena parte de su tripulación.

–¡Esa afirmación es una infamia!

–Una infamia, sí, pero no la afirmación, sino el hecho en sí mismo. Una noche enfiló la proa contra un bajío de arena cercano a la costa de tal modo que la tripulación pudiera ponerse a salvo. Al día siguiente mandó construir un fuerte con los restos de la nave, y con la disculpa de que no cabíamos todos en los barcos restantes nos dejó allí a treinta y nueve con la promesa de volver a buscarnos.

–Y volvió.

–Sí, pero de los treinta y nueve tan solo dos habíamos conseguido sobrevivir, y algunos de ellos habían sido devorados por los caníbales. Si eso no puede ser considerado una infamia no creo que debamos continuar con esta farsa.

–Que se sepa la verdad nunca podrá ser considerado «una farsa».

–Pues dejad claro que las primeras víctimas del descubrimiento no fueron caníbales ni crueles enemigos de la Corona, sino fieles súbditos que nunca sospecharon que los abandonarían como a perros sarnosos.

–Duras palabras son esas.

–Las apropiadas.

Eran sin dudas las apropiadas, aunque el gomero reconocía que al menos la mitad de cuantos se quedaron en el mal llamado «Fuerte De La Natividad» lo hicieron considerando que en aquel lado del océano tenían más posibilidades de prosperar que en sus lugares de origen.

Otros temían volver por miedo a la justicia, y entre ellos se encontraba el maestro armero, Maese Benito, un tipo pintoresco y bondadoso, aunque algo maniático, del que se decía que había asesinado a su mujer en el transcurso de una discusión religiosa, aunque otras versiones aseguraban que en realidad su esposa, una atractiva muchacha judía, había preferido compartir el exilio con los de su raza a convertirse al cristianismo.

Cienfuegos sospechaba que al menos cinco de los miembros de la tripulación que habían decidido desembarcar en La Española eran en realidad judíos que fingían haber abrazado una fe que no sentían y que abrigaban la esperanza de que a este lado del océano las imposiciones de los reyes y de la Iglesia no fuesen tan estrictas.

Luis de Torres le había hablado a menudo del dantesco y bochornoso espectáculo que constituyeran en su día las caravanas de judíos, que por culpa de una ley injusta se habían visto obligados a abandonar sus hogares y la patria de sus antepasados en una masiva emigración hacia las costas del Norte de África, expulsados por el fanatismo de unos reyes que abrigaban el absurdo convencimiento de que únicamente quien creyera ciegamente en Cristo podía engrandecer a su patria.

Nadie se atrevió a advertir a los tozudos soberanos de que con aquel cruel y estúpido acto de barbarie condenaban a su país a un negro e interminable período de estancamiento, ya que los judíos habían detentado por tradición la mayoría de los oficios directamente relacionados con la ciencia y la cultura.

Obsesionados por los efectos de una larguísima contienda para liberar a la Península del dominio musulmán, los cristianos se habían concentrado preferentemente en la práctica de las artes de la guerra, relegando a un lado las humanísticas, y ahora, cuando ya el último bastión árabe había caído, en lugar de volver los ojos hacia quienes podían transformar una sociedad eminentemente luchadora en otra pacífica y evolucionada, los expulsaban.

Mal aconsejados, y cegados sin duda por su reconocida soberbia, doña Isabel y don Fernando no habían sabido calcular los demoledores efectos de tan insensata orden, menospreciando a todas luces la firmeza de las creencias de todo un pueblo, hasta el punto de que, cuando al fin comprendieron la magnitud del daño que estaban causando, no demostraron el coraje suficiente como para enmendar su gigantesco error.

 

La estructura de toda una sociedad se vino por tanto súbitamente abajo, puesto que de pronto desapareció un altísimo porcentaje de sus arquitectos, médicos, científicos y artesanos más cualificados, a la par que un gran número de familias se destruían al impedirse que seres de distintas creencias pudieran compartir el mismo techo.

Si había sido ese el caso de Maese Benito de Toledo, o si por el contrario se trataba de un simple crimen pasional, el canario jamás conseguiría averiguarlo, pero lo cierto fue que con el transcurso del tiempo aprendió a tomarle afecto al gordinflón toledano, por más que nunca llegara a ocupar el puesto del converso Luis de Torres.

El Nuevo Mundo comenzó muy pronto a causar estragos entre los recién llegados.

Aquel paraíso, a buen seguro el más hermoso y plácido lugar que ningún español hubiera contemplado, ocultaba sin embargo infinidad de peligros, y más allá de las azules y cristalinas aguas, los hermosos arrecifes de coral, la cortina de altivas palmeras de rumorosas copas y la espesa, verde y luminosa vegetación salpicada de orquídeas, monos y cacatúas, pululaban desconocidos enemigos que venían a demostrar a los nativos que en realidad los semidioses eran tan vulnerables o más que ellos mismos.

El primero en caer fue Sebastián Salvatierra, ya que una mañana hizo su aparición corriendo al tiempo que gritaba que una serpiente le había mordido, se aferró desesperadamente al palo mayor maldiciendo como un poseso, vomitó por tres veces, y se derrumbó entre terribles convulsiones cambiando de color hasta quedar de un tono entre grisáceo y morado.

La terrible impresión dejó a todos sin aliento, dado que a pesar de las múltiples calamidades sufridas durante el viaje ninguno de los hombres que zarparan de España había muerto y aquel constituía un terrible precedente y el augurio de nuevas e incontables desgracias.

Como para concederles la razón a los más pesimistas, una semana más tarde, el ibicenco Gavilán, un vigía con fama de vista de lince pero más aún de vagancia de oso, tuvo la mala ocurrencia de quedarse dormido bajo una especie de manzanillo de pequeños frutos verdes con rayas negras, sin percatarse de que sus rugosas hojas iban destilando un jugo blanco y pegajoso que le cubrió el pecho de rojizas ronchas que muy pronto comenzaron a llagarse y supurar haciéndole fallecer presa de altísimas fiebres que le obligaban a delirar llamando a gritos a un tal Miguel, que nadie logró nunca averiguar quién era.

Luego le tocó el turno al granadino Vargas, al que tuvieron que cortarle un pie porque le habían invadido y se le habían infectado las niguas, que eran unos asquerosos gusanos que tenían la fea costumbre de anidar bajo la piel.


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