Ébano

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¿Por qué ocultar su identidad, incluso a mí?

–Esa es una pregunta a la que únicamente ellos pueden responder, y tengo que encontrarlos. Me aferraré a cualquier esperanza de ayuda...

–Le deseo suerte, pero le va a resultar muy difícil hallarlos... Hace un año que ni siquiera se les menciona. Si aún subsisten, deben de andar ocultos en cualquier rincón del desierto... ¿Se ha detenido a calcular el tamaño del Chad? Es mayor que España y Francia juntas, y apenas cuenta con cuatro millones de habitantes, desperdigados por esa inmensa geografía... Casi no existen carreteras, caminos, aeropuertos, ni vía alguna de comunicación... Si no quieren que los encuentre, no los encontrará nunca.

–Eso puede aplicarse también a los raptores de mi esposa, y sin embargo le aseguro que la recuperaré...

»Si ese grupo vive en el desierto, necesitará aprovisionarse... En algún sitio habrá alguien que les proporcione comida, armas y municiones... No son fantasmas: tienen que vivir... Tendrán familia en alguna parte, digo yo...

–¿Familia...? –Ericsson se interrumpió en el ademán de llevarse la colilla del delgado puro a los labios.

Su mente estaba muy lejos, aunque aparentemente tenía la vista fija más allá de los «haussas» que vendían estatuillas de madera bajo los árboles de la plaza Independencia. Agitó la cabeza negativamente–. No... –musitó–. No creo que ninguno tenga familia aquí en África, pero...

–¿Qué...? –inquirió con ansiedad.

El otro se volvió a mirarlo; parecía poco convencido.

–No es más que un rumor... Y el Chad...

–Sí, lo sé –le interrumpió–. El Chad es tierra de rumores... ¿Cuál es el rumor...?

–Hace un par de años llegó a Fort-Lamy una muchacha... Vivió un tiempo en aquella casa, al otro lado de la plaza, y luego montó un colegio de párvulos en la carretera que va al cementerio... Se dijo que era la amante de un ministro que la había encontrado en un cabaret de Trípoli... Pero luego el ministro se fugó con una gran suma, y ella continuó aquí, sin que al parecer el asunto la afectara... Fue entonces cuando alguien me dijo, muy confidencialmente, que en realidad era la amante de un miembro del «Grupo Ébano». Mi informante aseguraba que, cada tres o cuatro meses, venía a verla, se quedaba unos días y desaparecía luego...

»Como le digo, no son más que habladurías.

–¿Cómo puedo llegar a ese colegio...?

Thor Ericsson consultó el reloj.

–La una y media... A estas horas suele pasar en su furgoneta recogiendo a los niños... A las dos se reanudan las clases... Yo le llevaré.

–¿No le creará ningún problema mezclarse en esto...?

–Es posible... –Aplastó el puro en el cenicero y alzó la mirada–. Por cierto... ¿Quién le mandó a hablar conmigo...?

–Prometí guardar el secreto... Me dijeron: «Ericsson, o contrata mercenarios, o es traficante de esclavos, o es el delegado de las Naciones Unidas... Vaya usted e intente averiguarlo...».

–¿Y si se diera el otro caso...?

–¿Que fuera traficante?

No respondió. Ni siquiera pareció tomar en cuenta su pregunta.

Apuró hasta el fondo su copa de coñac y la apartó a un lado.

–¿Puede haber europeos metidos en esto...?

–Me duele aceptar que sí –replicó–. No de un modo directo, dedicados a la caza de esclavos, pero se sabe de algunos que manejan el negocio desde El Cairo, Jartum y Addis-Abeba...

También hay pilotos que los trasladan en la última etapa del viaje: capitanes de barco, conductores de camión...

»Pero la mano de los europeos suele estar más arriba, a nivel internacional. Cada vez que la ONU intenta tomar medidas contra los países que aceptan la esclavitud, alguien se interpone... Alguien que, en otros casos, alza siempre la bandera de la igualdad y los derechos humanos...

»¿Quiere saber la razón...? –Hizo una pausa, como deseando crear un pequeño «suspense»–. La razón es la que mueve al mundo, amigo mío... La de siempre...: ¡Petróleo...! –concluyó con énfasis.

–¿Petróleo?

–Exactamente... Todos los principados y emiratos de la Península Arábiga tienen petróleo... Y a esos príncipes y emires les gustan los esclavos... No es únicamente por conseguir carne fresca para sus harenes, o por su eterno vicio de violar muchachitos... Es una especie de tradición histórica, una necesidad de sentirse superiores. Pese a sus «Cadillacs» de oro, sus doscientas mujeres y su corte de aduladores, esos jeques padecen en el fondo de un gran complejo: de unos años a esta parte, el petróleo los ha transformado de mugrientos pastores nómadas que vivían en plena Edad Media en los poderosos señores del mundo, que se permiten amenazar a las naciones civilizadas con el simple gesto de cortarles el suministro de energía.

»Pero, en el fondo, son conscientes de su ignorancia y de que sin ayuda ajena no sabrían ni extraer ese petróleo del que tanto presumen... Van a Europa y se gastan fortunas en los casinos de Montecarlo, pero sienten que se les mira como a monos de feria, y si de pronto la humanidad dejase de necesitar petróleo, volverían a morirse de hambre en sus desiertos...

–¿Qué tiene eso que ver con la esclavitud?

–Ser dueño de la vida de seres humanos, disponer de ellos a su antojo, matarlos en un momento de hastío, es la máxima sensación de poder que pueden experimentar. ¿Sabía que algunos compran hombres jóvenes y fuertes, buenos corredores, para divertirse dándoles caza como si fueran antílopes...?

–No lo creo... Aunque me lo jure, no lo creo...

–Si algún día pasa por Londres visite el tercer piso del número 49 de Vauxhall Bridge. Pregunte allí por el coronel Patrik Montgomery, secretario de la «Antislavery Society», y dígale que va de mi parte. Él puede informarle, mostrarle documentos irrefutables y fotografías espeluznantes. Nuestro mundo moderno, el del hombre que va a la luna, la revolución sexual y la marihuana, no se avergüenza de admitir que existen todavía millones de esclavos, y más de tres mil son robados cada año en África, y conducidos como bestias hasta Arabia... –Se puso en pie–. Será mejor que nos vayamos –dijo–. Es la hora, y hablar de este asunto me pone de mal humor.

Salieron al gran patio del hotel cubierto de flores y con una diminuta fuentecilla en el centro. Todas las habitaciones de los dos únicos pisos se abrían a él, lo que daba al conjunto un extraño aspecto de edificio colonial sudamericano. Ericsson entró un instante en la número cuatro, que siempre aparecía abierta, y salió con un manojo de llaves.

Fuera estaba su automóvil, un viejo «Simca» pintado de azul.

–Cada año pienso cambiarlo –comentó–. Pero me duele destrozar un auto nuevo por estos caminos del demonio...

Se abrieron paso entre nubes de ciclistas y peatones, cruzaron ante el «Hotel Chadienne» y siguieron por la orilla del río, hacia el norte, en dirección al lago. Un rebaño de vacas de gigantescos cuernos en forma de uve marchaba calmoso ante ellos ocupando toda la carretera, y tuvieron que armarse de paciencia hasta que a sus pastores les apeteció hacerse a un lado.

–Son «fulbé» –explicó el sueco–. Gente orgullosa y de mal carácter... Para ellos, ser independiente significa esto: meter su ganado en las calles y carreteras y joderle la paciencia al europeo. Si tocas el claxon, te caerán a palos y pedradas, porque para eso están en su país... Problemas de la descolonización...

–¿Cree que deberían continuar dependiendo de Francia...?

–No, amigo mío... No he querido decir eso, y no pretendía enredarme en una discusión sin esperanzas... ¡Aquí está la casa!

Se detuvieron ante una edificación amarilla de una sola planta rodeada de un hermoso parque. Se escuchaban dentro cánticos, risas y llantos infantiles. Una negrita de unos doce años acudió a franquearles la verja.

–¿Está la señorita Miranda? –inquirió Ericsson.

La chiquilla hizo un gesto con la cabeza hacia la parte posterior. La siguieron a lo largo de un senderillo de piedras, hasta desembocar en un jardín por el que pululaban medio centenar de pequeñuelos cuyas tonalidades variaban del blanco de cabellos casi albinos al negro-teléfono de pelo ensortijado. Ninguno levantaría más de un metro del suelo y la mayoría rodeaban, sentados en la hierba, a una muchacha de ojos grises y suelta melena que entonaba, de modo aceptable, una incongruente cancioncilla infantil.

Se interrumpió al verlos, quizás un tanto avergonzada, y tras unos instantes de indecisión, avanzó abriéndose paso entre aquel mar de cabezas diminutas.

–¿Me buscaban? –inquirió.

–Le ruego me disculpe, señorita... –replicó el sueco–; desearíamos hablar con usted en privado... Es importante.

Hizo un gesto a la negrita para que se ocupara del coro, y los precedió al interior de la casa. Los condujo a un minúsculo despacho empapelado con flores de colorines y tomó asiento tras una coqueta mesa anaranjada. Señaló dos frágiles sillas, frente a ella.

–Ustedes dirán...

Ericsson se dispuso a hablar, pero cambió de idea y le cedió la palabra a David.

–Mejor lo explica usted...

–Seré breve... –prometió–. Mi esposa fue secuestrada en Camerún por un grupo de cazadores de esclavos. Tenemos la seguridad de que atraviesan el Chad, rumbo a Sudán y Arabia. He venido a intentar rescatarla...

Miranda Brehm los observó entre sorprendida e interesada:

–¿Y...?

–Abrigo la esperanza de que usted pueda ayudarme...

–¿Yo...? –inquirió extrañada–. ¿Cómo?

–Probablemente todo sea un malentendido –continuó David–. Le ruego que me disculpe si me equivoco, pero espero que comprenda mi situación: estoy desesperado y me agarro a cualquier posibilidad.

 

–En realidad no comprendo nada, señor...

–Alexander... David Alexander... Verá... –estaba confuso–. El caso es que necesito encontrar al llamado «Grupo Ébano...» –hizo una pausa y se decidió–, y me han asegurado que usted podría ponerme en contacto con ese grupo...

–¿Que yo puedo ponerle en contacto con el «Grupo Ébano»...? –se asombró Miranda Brehm–. Me duele confesarle, señor, que alguien se ha burlado de usted... Lo acontecido con su esposa es espantoso, y deplorable que le hayan hecho concebir una esperanza tan infundada... Si alguna otra cosa está en mi mano... –ofreció–. Los padres de mis alumnos suelen ser personas importantes. Me agradaría ponerle en relación con ellas si lo necesita... –Encendió un cigarrillo; su pulso era firme y sus gestos delicados–. Con respecto a ese grupo... No tengo más noticia que algunas vagas charlas intrascendentes...

Por unos instantes David la observó en silencio, queriendo calar en lo más profundo de sus pensamientos.

Ella lo advirtió y sostuvo su mirada con naturalidad. Durante unos segundos, que se hicieron muy largos, no se escuchó más que el canto de los niños en el jardín. Con un profundo suspiro, David se puso en pie.

–Bien –aceptó resignado–. Supongo que ninguna mujer dejaría de ayudar a otra en este caso. Lamento haberla molestado, señorita... ¡Buenas tardes...!

–Buenas tardes... Y suerte, señor...

Salieron. Ella continuó sentada, fumando y observándolos a través de la ventana, mientras cruzaban el jardín y subían al auto.

Ya en la carretera, Ericsson comentó sin dejar de mirar al frente:

–¡Miente!


Contempló el río corriendo en calma hacia el norte, en busca del lago Chad.

Su dolor habría sido más fuerte, pero también mayor su esperanza, de saber que trescientos kilómetros aguas abajo David dormía en una habitación cuyas ventanas se abrían sobre esas aguas, en la orilla opuesta de ese mimo río Chari.

Les sorprendió el amanecer sin poder cruzarlo.

Pese a que Amín, el libio, y otros dos guardianes buscaron durante toda la noche, no consiguieron ni piragua, ni balsa, ni embarcación de ningún tipo que les permitiera navegar sobre aquellas aguas infestadas de cocodrilos.

Por último, ya con la alborada encima, Suleiman decidió irrumpir en una pequeña choza lacustre unida a tierra por un tambaleante puente de madera y ocupada por una pareja de ancianos esqueléticos que aparecían ahora acurrucados en el más oscuro de los rincones, aterrorizados ante la gruesa escopeta del sudanés.

–¡Habla, viejo! –gritaba–. ¿Dónde está tu embarcación?

–Mis hijos se la llevaron... –susurró el otro casi imperceptiblemente–. Fueron a comprar sosa al lago... En esta época todas las embarcaciones del río están en el negocio de la sosa...

Suleiman se volvió a Amín.

–¿Es eso cierto?

El negro se encogió de hombros.

–Si él lo dice... No hay nada que flote en diez kilómetros a la redonda, y es verdad que las minas de sosa de Kanem están ahora en plena producción...

–¿Cómo no lo pensaste antes, imbécil? ¿Para qué te pago?

Amín fingió no haberle oído.

–No es grande el problema... –replicó–. Se trata de construir una balsa y pasar esta noche al otro lado...

–Basta con eso, ¿no? –El tono del sudanés era irónico–. ¿Y con qué construimos la balsa? ¿Quieres salir a cortar árboles a la vista de todo el que pase por ese sendero...? Al que nos pregunte le diremos: «No se preocupe; es que tenemos escondidos en esa choza veinte esclavos y queremos llevarlos al otro lado...». Sencillo, ¿verdad?

Amín continuó aparentando que no le escuchaba. Hablaba ahora en voz alta, pero lo hacía como para sí o para la pared, despreciando de modo manifiesto a su patrón.

–La cabaña es de madera –dijo golpeando el suelo con el pie–. Muebles, tabiques, suelo..., los pilares que la mantienen sobre las aguas... ¡Todo madera...! Buena madera que flota... –Se volvió a la vieja–. ¡Sal fuera, y lava la ropa! –ordenó–. Y si alguien pasa y te pregunta, dirás que tu marido está muy atareado construyendo una mesa... Y si dices algo más, este negro te volará la cabeza de un tiro, y al viejo le rebanará el cuello... ¿Entendido...?

Los ojos de la mujer se empañaron de lágrimas, pero no respondió. Se puso en pie, tomó de un rincón un hatillo de ropa y salió a lavarlo a la orilla del río.

–Y ahora al trabajo –indicó Amín–. Esta noche tendremos una balsa que echar al río...

Se pusieron a la obra, con machetes, palancas y martillos improvisados, dirigidos por Amín, del que podría decirse que no había hecho otra cosa en su vida que construir balsas con ayuda de unas cuantas cuerdas y pedazos de madera.

A medida que el suelo iba desapareciendo, los esclavos tenían que ingeniárselas para mantenerse en equilibrio sobre los troncos del armazón, como gallinas en gallinero o monos colgados de los árboles, lo que les impedía aprovechar el único día de descanso que habían tenido en mucho tiempo.

A veces alguno se quedaba dormido, perdía el equilibrio y caía al agua, arrastrando tras sí a su compañero más próximo, pero como siempre, el látigo de Suleiman R.Orab entraba pronto en juego y los que quedaban arriba se apresuraban a izar a los caídos.

Nadia, abrazada a una viga, contemplaba hora tras hora el río; la estepa en la orilla opuesta; los cocodrilos que descansaban al sol; las garzas que cruzaban majestuosas; los martín pescadores que se zambullían una y otra vez en busca de su presa, y un halcón que no se cansaba de girar al borde de las nubes...

¿Cuántas veces habían hecho el amor a orillas de un río semejante, en el bochorno del mediodía africano, después de un largo baño, sobre la corta hierba, incluso en el agua misma...?

–¿Y si en estos momentos llegara un cocodrilo...?

Ella reía divertida:

–Que nos coma juntos, pero por favor, no te apartes ahora...

Él no se apartaba, y así seguían, muy juntos, hasta que todo comenzaba a dar vueltas a su alrededor, el aire les faltaba y acababan hundiéndose entre suspiros.

¡Era tan hermoso sentirse amada en el agua...! Y sobre la hierba, y en la cama, y en aquella «roulotte» amarilla, garantizada contra la indiscreción de transeúntes y guardias de tráfico.

El día que la compraron, David se empeñó en estrenarla aparcándola en el corazón mismo de la plaza Lapalud, de Abidján.

–¿Estás loco...?

–Si nos meten en la cárcel, que sea aquí, donde tu padre puede sacarnos y donde puedo reclamarle al tipo que me la vendió...

Cerraba los ojos y le venían a la mente las figuras del techo: el recuadro claro de la ventana con sus cortinas estampadas; cada remache del armazón; las bisagras del armario; el extractor que giraba silencioso en el rincón derecho... Todo lo que contempló durante horas, las más hermosas de su vida, recuerdos que iban unidos al olor de sus cuerpos y al suave jadear de sus respiraciones; jadear que cobraba intensidad minuto a minuto; olor que se convertía en uno solo: el olor de «ambos», mezcla de hombre y mujer, de negra y blanco, de colonia y perfume, de tabaco y sexo.

Olor inconfundible que volvía a excitarlos, que los lanzaba de nuevo al deseo, a las risas, al sudar y jadear.

Pero ahora estaba allí, ridículamente abrazada a un poste, viendo pasar el río bajo ella, cansada y hambrienta, soportando la vergüenza de tener que realizar sus más íntimas necesidades a la vista de veinte cautivos que las hacían a su vez ante sus ojos, hediendo a sudor y polvo, sintiendo el hedor de sus compañeros.

Hubiera dado cualquier cosa por una pastilla de jabón, echarse al río que discurría a dos metros bajo ella y darse un largo y tibio baño, cubriéndose de blanca espuma desde el cabello hasta la punta de los pies. Luego se tumbaría en su cama a dormir doce horas para que David la despertara ya entrada la mañana, le sirviese un café caliente y se acostara a su lado a acariciarla como únicamente él sabía hacerlo.

¿Era mucho pedir para quien no llevaba más de dos meses de matrimonio?

No lo era, pero, aun así, tenía la sensación de que aquella felicidad había quedado atrás para siempre, jamás volvería, y era como si otra persona la hubiera disfrutado. Pero tampoco comprendía lo que estaba ocurriendo y la asaltaba a cada instante la sensación de que estaba viviendo una espantosa pesadilla de la que despertaría en cualquier instante.

–Despertaré y estará a mi lado, y le contaré este absurdo sueño y se reirá de mí...

Pero era un sueño en el que los despertares resultaban cada vez más dolorosos.

Despertar era el hambre, y la sed, y las cadenas, y el látigo, y los ojos de Amín, y el futuro...

¡El futuro, Dios bendito...! El futuro era entrar a formar parte del harén de un jeque vicioso que haría con ella cuanto le apeteciera y la obligaría a ensayar mil porquerías con otras esclavas para intentar despertar su hastiado apetito.

El lesbianismo, los celos, las riñas, incluso los asesinatos, convertían a menudo los harenes en auténticas junglas, donde hermosas favoritas y otras que ya dejaron de serlo libraban una eterna batalla por la conquista y el asalto de cada recién llegada.

Un famoso sultán de Turquía abrió sobre su serrallo de Constantinopla un mirador secreto desde el que se complacía en observar cuanto ocurría entre sus mujeres cada vez que lanzaba entre ellas a una nueva muchacha.

Para el viejo sultán, ya impotente, ver cómo se destrozaban entre sí era uno de los pocos placeres que Alá le había dejado.

¿Qué ocurriría cuando ella, Nadia, educada en Londres y París, «summa cun laude» de la Universidad de Abidján, ex atleta olímpica y enamorada de un fotógrafo «genial» penetrara en un harén de la Edad Media?

–No cruzaré viva el mar Rojo –se prometió a sí misma–. No caeré en manos de un cerdo árabe, ni dejaré que ninguna lesbiana me toque nunca...

Un escalofrío le recorrió la espalda y presintió que los ojos de Amín la miraban. Se volvió. El negro parecía estar atravesándola con la vista mientras se acariciaba la pequeña cicatriz que le había quedado en la frente.

–¿Por qué me miras tanto? –inquirió, furiosa–. Estoy harta de verte en todas partes...

–El día que no me veas estarás muerta –replicó el otro con extraña suavidad.

Luego le dio la espalda, observó satisfecho la tosca balsa ya concluida, y sin volverse hacia Suleiman, comentó en voz alta:

–En dos viajes podremos cruzar el río. Pronto anochecerá y la echaremos al agua...

Mientras hablaba iba girando en torno a la choza, hasta que, al fin, quedó situado tras el anciano, que había permanecido inmóvil en su rincón.

Súbitamente, con un gesto agilísimo pasó su largo látigo por el cuello del viejo y apretó con fuerza. Mientras lo hacía, sus ojos no se apartaron un instante de Nadia, que tuvo que desviar el rostro, horrorizada.

El anciano pataleó un instante, emitió un ronco estertor y trató de arañarle, pero sus músculos se aflojaron y quedó muerto.

Sin soltarlo, Amín hizo un gesto al libio:

–Llama a la vieja...


El coronel Henry Bastien-Mathias encendió por enésima vez su curva pipa y se recostó en el ancho butacón tras la oscura mesa de roble.

–Me encuentro escaso de personal... –señaló–. Pero haré un esfuerzo y pondré algunos hombres a la tarea de buscar a la señora. Insistiré cerca del comandante Amubú, de la gendarmería, y estoy seguro de que obtendremos su colaboración... Prometió enviarme a un oficial que conozca la zona y pueda informarnos de la situación.

–Le estoy muy agradecido... –se apresuró a replicar Ericsson–. Ya le aseguré al señor Alexander que contaríamos con su apoyo...

–Por desgracia –añadió el coronel– nuestros esfuerzos no servirán de mucho si han atravesado ya la carretera y el río. Es la línea que podemos vigilar con garantía de éxito. Más allá temo que ya nadie podría detenerlos, por lo menos hasta el desierto.

–¿Ni siquiera el «Grupo Ébano»?

Volvió a prender la pipa, exhaló una columna de humo y sonrió con ironía:

–Lo que mis paracaidistas no consigan, no lo logrará ese «Grupo», si es que existe...

 

–¿Nunca han tenido contacto con él?

–No desde que estoy al mando...

Zumbó el interfono. Se inclinó hacia delante y apretó un botón.

–¿Sí...?

–El teniente Lodé, de la gendarmería...

–Que pase –ordenó.

Golpearon levemente la puerta y se abrió para dar paso a un negro alto y fuerte, que se cuadró rígidamente.

–A sus órdenes, mi coronel... –saludó–. El comandante Amubú me pone a su servicio...

El otro señaló una butaca.

–Siéntese, teniente... –Hizo las presentaciones–. El señor Alexander y el señor Ericsson... ¿Está informado sobre la razón de la entrevista?

–Estoy informado, mi coronel...

–¡Bien...! ¿Qué puede decirnos?

–No mucho, mi coronel, aunque tenemos la absoluta certeza de que la ruta de los esclavos que vienen de Nigeria, Camerún, Guinea, Gabón, Dahomey y Togo pasa por nuestro territorio. Concretamente entre Fort Archembault y Bousso, huyendo de las patrullas fronterizas del sur y la zona más poblada que rodea FortLamy...

–¿Se les puede detener ahí? –inquirió David.

–Son casi trescientos kilómetros de campo abierto, señor. Los esclavistas conocen cada quebrada, cada riachuelo y cada cueva de la región... Necesitaríamos un constante patrulleo, y por desgracia nuestros hombres están luchando en el norte...

–¿Tiene noticias del paso de alguna caravana últimamente? –intervino el coronel sin dejar de morder su cachimba.

–Estamos seguros de una –admitió el teniente–. Hace dos días se descubrió el cadáver de un chiquillo cerca de la carretera, al sur de Niellín... Había sido violado y estrangulado, y por las cicatrices de su rostro, no parecía de esta región...

»El sargento de Niellín no está muy seguro, pero opina que esas cicatrices pertenecen a algún grupo bamilenké, del Camerún. Estoy esperando fotografías del cadáver e iniciaré una investigación. –Hizo una pausa y se secó con disimulo el sudor que le corría por la frente y la nariz–. Si venía del Camerún, lo trajeron cazadores de esclavos.

El coronel Henry Bastien-Mathias se rascó la frente con la boquilla de su apagada cachimba, meditó unos instantes y buscó una nueva cerilla:

–¡Bien! –admitió–. Tal vez eso pruebe que una caravana cruzó la región –se volvió a David, tratando de animarlo–, pero no quiere decir, en absoluto, que se trate de la de su esposa...

–No podrá saberse hasta que la encontremos –señaló el teniente–. Los cazadores de esclavos no se diferencian entre sí... Casi todos son capaces de violar y asesinar a un chiquillo...

–Tal vez existe un modo –aventuró David–. En Camerún un guía me hizo notar que las huellas de dos de los raptores de mi esposa pertenecían a botas de fabricación nigeriana, poco corrientes en el África de habla francesa. Tengo en mi hotel fotografías de esas huellas y de las que supongo pertenecen a mi esposa... Tal vez podrían cotejarse con las que existan en torno al cadáver...

El negro sonrió.

–Le felicito, señor –dijo–. Si me proporciona esas fotografías me ocuparé de comprobarlas. Saldré ahora mismo para Niellín y esta noche le telegrafiaré la respuesta. Organizaré un sistema de patrullaje... –Se volvió al coronel–. ¿Puedo contar con su ayuda...?

–Mañana le enviaré un pelotón de paracaidistas, tres Jeeps y el helicóptero... ¡Cuídelo, que es el único que tenemos...!

El teniente asintió. Se le notaba satisfecho:

–Con eso basta. Le aseguro, señor, que si no han pasado no pasarán...

–¿Y si ya han pasado? –inquirió David con un hilo de voz.

–En ese caso.... ¡Grande es África!


«Lamento comunicarle coincidencia huellas. Stop. Su esposa cruzó río Chari miércoles noche. Stop. Sigo. pista. Stop. Teniente Lodé».

Arrugó el papel y estuvo a punto de arrojarlo a un rincón, pero quedó con él en el puño apretado. Durante largo rato permaneció apoyado en el pequeño mostrador contemplando como idiotizado los casilleros de las llaves.

El recepcionista le observó entre confuso y preocupado.

–¿Malas noticias, señor?

Salió de su abstracción, agitó la cabeza y se encaminó al jardín. Se detuvo a contemplar el río, que fluía más calmoso que nunca, oscuro y opaco, roto tan solo su silencio por un chapoteo inquieto, quizá de un pez que huía, quizá de un caimán que lo perseguía.

Las infinitas estrellas de un cielo como no había visto nunca otro iluminaban apenas la corta playa de fango, las mimosas y las achaparradas acacias, y jugueteaban a reflejarse en los charcos, en los que de cuando en cuando croaba una rana gigante.

Pero no vio ni escuchó al río, porque su mente vagaba muy lejos y sentía una especie de increíble vacío en el estómago. Era miedo, y lo sabía, pero no miedo físico por él, sino una especie de terror mental ante el convencimiento de que nunca lograría recuperar a Nadia.

«Grande es África».

Las palabras del teniente resonaban en su mente como una sentencia definitiva, pronunciada por alguien que conociera bien los hechos. «Grande es África», era como decir «cadena perpetua»; como decir «pena de muerte».

Una risa femenina resonó a su derecha, viniendo del rincón más oscuro del jardín, y unas voces agitadas se acallaron en leves murmullos.

Tomó asiento en una mecedora, encendió un cigarrillo, se balanceó levemente e intentó poner en orden sus ideas.

Poco podía esperar del teniente Lodé, ni aun de las fuerzas que el coronel pusiera a su disposición. Se limitarían a rastrear el terreno unos cuantos días, tranquilizar sus conciencias y regresar pacíficamente a sus cuarteles con la satisfacción del deber cumplido.

Tampoco cabía esperar mucho de Thor Ericsson ni de aquel inexistente «Grupo Ébano», y lo que tuviera que hacer, debería hacerlo solo.

Le hubiera gustado que Jojó estuviera allí. Jojó siempre encontraba el modo de atacar los problemas, fueran estos entrevistar a un presidente sudamericano o conseguir un transporte que los llevara al frente de batalla.

Borrachín, pendenciero y brusco, Jojó poseía, sin embargo, aquel don que a él le estaba negado de ganarse a la gente, resolver los más enredados problemas y salir con bien de los más extraños líos, en los que, al propio tiempo, era siempre el primero en enredarse de la forma más inverosímil.

Como gacetillero, como reportero de sucesos o como corresponsal de guerra cuando subió de categoría, Jojó Salvador era de aquella clase de «hombres ardillas» capaces de enfrentarse a todo y zafarse de todo, y durante el tiempo en que viajaron juntos, David se sintió feliz porque nunca tuvo que preocuparse más que de apretar el disparador en el momento en que Jojó decía.

Formaron juntos un tándem perfecto: uno con su arte, y otro con su ingenio; uno demasiado alto y otro demasiado bajo; uno serio y callado, y el otro extravertido y parlanchín.

Fue ese mismo Jojó Salvador el que, a la hora de conocer a Nadia, pronosticó: «Te casarás con ella. Te conozco y lo harás...», y el primero en enviarle un telegrama el día de la boda.

Si estuviera allí, ya habría ingeniado cien formas, absurdas o factibles, de encontrar a Nadia; ya habría puesto en movimiento a tres presidentes y cinco ejércitos; ya tendría patas arriba a media África y a toda Europa, aprovechando, además, para ganar una fortuna con el relato del rapto, persecución y rescate de una esclava africana.

Verdaderamente, en ciertos aspectos David envidiaba a Jojó Salvador, aunque no hubiera deseado ser como él, y ahora, más que nunca, necesitaba de sus cualidades, de su sentido de lo práctico, de su capacidad organizadora.

Jojó ya habría hecho amistad con una veintena de los mercenarios que vagaban por las calles de Fort-Lamy o que bebían cerveza tras cerveza en la terraza del «Chari» y el «Chadienne», y con su cháchara y su entusiasmo contagioso los habría convencido para que los acompañaran a la aventura de recuperar de manos de los cazadores de esclavos a una dama en peligro.

Esos, y los borrachos, los chulos, los cargadores de muelle, los campesinos peruanos, los pescadores noruegos, o los coolíes chinos, eran su gente, con los que se sentía a gusto y ellos con él; sus amigos de siempre y del instante, a los que se metía en el bolsillo con su risa espontánea y sus diez idiomas chapurreados.

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