Ébano

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–¿Siempre hace tanto calor aquí? –inquirió angustiado.

–Más... Ahora estamos en invierno... ¿Qué hotel prefiere, señor...? ¿El «Chadienne», el «Chari» o el «Du Chad»...?

Le sorprendió la falta de originalidad de los nombres, pero no hizo comentario alguno.

–¿Cuál es mejor?

–El «Chadienne» es el más caro y algunas habitaciones tienen aire acondicionado que siempre funciona... La comida del «Chari» es mejor... Madame, la dueña, es una magnífica cocinera y una hermosa mujer...

–Lléveme al «Chadienne».

–A la orden, señor... Creo que ha elegido bien, señor... Es más confortable y tiene una espléndida vista sobre el río... –guardó silencio, pero la paz duró solo un instante–. ¿Le gusta Fort-Lamy, señor...? –añadió.

–Aún no la conozco...

–Es cierto... Es cierto... –agitó la cabeza–, le gustará... Un poco caliente, pero una magnífica capital, señor... El auténtico corazón de África... Aquí llegan gentes de todo el continente. Mercaderes árabes que descienden desde Libia y Argelia; traficantes «haussas» de Kano: sudaneses y senegaleses en busca de la sosa del lago; camerunenses, que cruzan el río para robarnos; pamúes y fangs que suben desde Guinea y el Gabón; pastores fulbé con sus grandes rebaños. Incluso congoleños...

Se adentraron en la ciudad y advirtió que tenía razón el hombre. Un bosquimano de color betún se sentaba junto a la blanca saharauí de velo en el rostro, mientras su vecina pasaba con los pechos al aire y un cántaro en la cabeza. En Fort-Lamy, bantús, tuaregs, budumas, árabes, egipcios, franceses, griegos y dahomeyanos, chocaban, se entremezclaban e intercambiaban productos, costumbres y culturas.

¿Cabría imaginar una ciudad de América en la que conviviesen indios de la selva, pastores andinos, pescadores del Caribe, vaqueros de Texas, ejecutivos de Nueva York, estrellas de Hollywood, esquimales de Canadá y patagones de Tierra del Fuego...?

¿O una capital europea por la que pasearan, con sus trajes típicos, gitanos andaluces, escoceses de gaita, griegos de minifalda, lapones de Noruega, turcos de turbante, lores ingleses, campesinos rusos, pastores del Tirol y aizkolaris vascos?

Esa era la impresión que producía Fort-Lamy, en la que convivían todas las Áfricas, porque existía una África de racismo en Johannesburgo; otra de leones y safaris en Kenia; una tercera de guerras civiles en Congo y Nigeria; una cuarta de política y pirámides en Egipto; una quinta de mezquitas y turismo en Marruecos; una sexta de sed y petróleo en el Sáhara, y una séptima, y una octava, y muchas más...

Y mientras el conductor hacía sonar insistentemente el claxon apartando a las docenas de ciclistas, comprendió que había llegado al meollo del continente, y por primera vez comprendió también que en ese continente pudieran existir cazadores de esclavos.

Sortearon la plaza Independencia y el taxista señaló en una esquina el edificio de dos plantas del «Hotel Chari», recomendándole que fuera a cenar algún día. Luego cruzaron ante el pesado monumento que recordaba que desde Fort-Lamy partió la expedición Leclerc a enfrentarse con los tanques de Rommel, y tras dejar a la izquierda el palacio del Gobierno con su guardia de honor absurdamente uniformada de un rojo violento, bordearon el río y se detuvieron en el jardín con senderos de grava del «Hotel Chadienne».

–Si va a necesitar taxi, señor, puedo venir a la hora que desee, señor... No siempre es fácil encontrar un taxi a mano en Fort-Lamy, señor, y no es recomendable caminar, porque este sol hace daño a los blancos, señor... ¿Vengo a buscarle, señor?

–Mañana. A las ocho... ¿Sabe dónde puedo encontrar a algún miembro del «Grupo Ébano»?

–El «Grupo Ébano...» –se asombró–. No... No, señor... ¿Cómo pretende que yo sepa eso, señor...? Y creo que mañana no podré venir a buscarle a las ocho, señor... –añadió cuando ya arrancaba–. Tengo otro compromiso a esa hora..., señor...

Había, efectivamente, habitaciones con aire acondicionado capaz de funcionar día y noche. Intentó tomar un baño, pero desistió porque el agua salía de un color marrón oscuro, llegada directamente del río, y en conjunto daba la impresión de ensuciar más que de limpiar. Se conformó con una ducha caliente, pues por más que dejó salir el agua, el largo camino que esta debía recorrer a través de tuberías de hierro expuestas al sol chadiano impedían que se obtuviera un agua medianamente fresca hasta, por lo menos, las nueve de la noche.

Descansó un rato contemplando el techo y las sombras que cruzaban por él, escuchando las voces y risas de mujeres que lavaban en la orilla del Chari, con el fondo, muy lejano, de un piragüero que cantaba en dialecto kokoto mientras clavaba su pértiga en el fondo del río impulsando lentamente su embarcación aguas arriba.

Recordó un momento semejante, con música de fondo parecida y una habitación casi idéntica, la tarde que llegaron a Cotonou. Se hospedaron en el «Hotel de la Plage», y, tras bañarse, se asomaron hasta quedar agotados.

Contemplaron luego el techo, mientras unas mujeres charlaban en la calle y un pescador que remendaba sus redes sobre la arena cantaba también con voz de trueno.

–¿Habías imaginado alguna vez que el amor fuera esto? –preguntó.

–Me pasaría la vida haciéndolo...

–¿Y quién nos lo impide...?

Volvieron a empezar.

El hombre seguía cantando.

Se asomó a la ventana y aún pudo verlo, antes de que su piragua desapareciera definitivamente en la primera curva del río.

En otro tiempo el paisaje le hubiera impresionado. Un sol de fuego, entre rojo y naranja, se ocultaba tras una copuda ceiba en la orilla del Camerún, y las aguas bajaban parsimoniosas y en silencio arrastrando inmensas balsas de papiro, gruesos troncos o dormidos caimanes, mientras bandadas de garzas blancas revoloteaban en el aire, y graves zancudas grises ensayaban infinitas reverencias hundiendo su afilado pico en la arena de la islillas o en el fango de la orilla.

Las mujeres seguían lavando; los niños corrían a lo lejos; una muchacha manchaba con blanca espuma de jabón la maravilla de su piel azabache, y un viejo chivudo pescaba con infinita paciencia a la popa de un cayuco varado.

Lejos resopló un hipopótamo.

Años atrás, tanto abundaban los hipopótamos en el lago y el río que los hidroaviones que unían Fort-Lamy con Douala capotaron uno tras otro al chocar con las grandes bestias.

Ahora ya no quedaban hidroaviones, pero, por lo que había oído, pronto los cazadores furtivos terminarían también con los hipopótamos.

África se estaba acabando.

–¡Oh, Dios! ¿Por qué era aquella África la que tenía que acabarse?

¿Por qué la de los quietos paisajes y las hermosas bestias? ¿Por qué no la de los cazadores de esclavos, el hambre, la enfermedad y la injusticia?

Se apartó de la ventana cuando el sol se ocultó por completo. Bajó al bar, desierto a aquella hora, pidió un whisky y lo apuró lentamente. El «barman», un francés largo y pecoso de chaquetilla verde, se instaló frente a él sin dejar de pulir una alta pirámide de copas. Le observó un rato, y al fin preguntó:

–¿Mercenario?

Alzó la vista de su whisky sin comprender:

–¿Perdón...?

–¿Es usted mercenario...? Ya han llegado otros... Se rumorea que las Naciones Unidas obligarán a Francia a retirar sus paracaidistas y el presidente Tombalmaye tendrá que recurrir a los mercenarios... Aquí se les respeta mucho... –aclaró–. Los necesitaremos para frenar un poco a esos tuaregs del diablo...

Negó con un gesto:

–No soy mercenario... –Guardó silencio unos instantes, y luego inquirió–: ¿Tiene una idea de dónde puedo encontrar al «Grupo Ébano»...?

–¿El «Grupo Ébano»? –El otro había bajado instintivamente la voz, aunque no había nadie más en el salón–. No. No tengo la menor idea de dónde encontrarlo, si es que existe... ¿Para qué lo quiere?

–Necesito ayuda... Los cazadores de esclavos capturaron a mi esposa en Camerún...

–«¡Merde!». Eso sí es complicado... –Había cesado de pulir copas y se adelantó, apoyándose en el mostrador–. No ande hablando por ahí en voz alta del «Grupo»... Hay quien no le tiene simpatía.

–¿Por qué?

–¡Vaya usted a saber...! Unos dicen que no son más que un puñado de espías imperialistas... Otros, agitadores comunistas... Otros, provocadores encargados de avivar la lucha entre mahometanos del norte y animistas del sur... Incluso se asegura que se trata de agentes sionistas que buscan atacar a Egipto por la espalda...

–Pero, ¿existen?

Se encogió de hombros.

–Son rumores... Aquí, en el Chad, son más los rumores que las auténticas noticias... Quizá fueron los traficantes de esclavos los que propagaron todas esas versiones sobre ellos... Quizá sean ciertas... Quizá no existen ya o no han existido nunca...

–¿Cómo puedo saber la verdad...?

–¿La verdad? –soltó una risa corta y sarcástica–. En esta tierra de mentiras e historietas, la verdad es lo más difícil de obtener. Pídame un oso polar y puede que se lo consiga, pero la verdad... –Reanudó su tarea con las copas–. La verdad es como la lluvia para el Chad...: nunca llega, y cuando llega, provoca catástrofes, lo cambia todo, y oscurece hasta el sol...

–¿Ayudarían cien francos?

–Ayudarían...

–Cuente con ellos.

–Cuento. –Hizo una pausa–. Esto se anima hacia las ocho de la noche. Antes de acostarse venga a verme... Pero, por favor, no mencione el nombre en público... Y no le cuente a la gente lo del rapto de su esposa... Yo no estoy muy enterado, pero aseguran que los cazadores de esclavos son como una gran sociedad... Una especie de mafia... Se ayudan entre sí, y cuando alguien investiga sobre uno de sus miembros, acaban con el intruso... Y aquí, en Fort-Lamy, cualquiera puede estar implicado en el tráfico...: los comerciantes griegos; los transportistas portugueses; la mitad de los buhoneros «haussas» y vendedores de telas árabes; los hombres de negocios egipcios; los importadores nigerianos o los funcionarios chadianos... ¡Cualquiera...!

 

–¿Incluso usted...?

Mostró la copa y el paño que tenía en la mano:

–¿Cree que si negociara con negros estaría aquí secando vasos...?

Comprendió de improviso que su expresión no había sido afortunada y se interrumpió confuso. Pareció agradecer mentalmente la llegada de los tipos con aspecto de cazadores que, sudorosos y cubiertos de polvo, fueron a sentarse en el centro mismo de la barra y pidieron cerveza helada mientras discutían malhumorados sobre el gran rinoceronte que se les había escurrido de entre las manos.

–¡Trescientos kilómetros! –clamó el más viejo, poniendo al «barman» por testigo–. Mil kilómetros por esos caminos del infierno, con esa maldita sequía que lo empolva todo, y al final el bicho se nos escapa vivo... Una semana perdida.

Bebió lentamente y los observó en silencio. Pertenecían a aquella especie de «cazadores blancos», que ya eran como una reliquia en el continente, fósiles vivientes de tiempos que pasaron para África y que nunca volverían. Tiempos de «Las verdes colinas»... y «Las nieves del Kilimanjaro»; de los grandes safaris y la aventura; del matar animales sin cuento y sin razón... Tiempo de «trofeos» y de leyendas románticas que habían aniquilado poco a poco la más hermosa fauna que existió jamás sobre la Tierra.

Eran los hombres que Nadia odiaba con toda su alma; los que aún querían aferrarse a la idea de que África no sería nunca más que un inmenso coto de caza poblado por «boys» sumisos que portaran rifles y se inclinaran constantemente con un servicial «sí, bwana».

–¡Maniáticos, tarados mentales, impotentes! Eso son los que vienen a matar elefantes y rinocerontes –exclamaba indignada, casi fuera de sí–. Aniquilar de lejos y sin peligro a una bestia grande y noble es una forma como otra cualquiera de echar fuera todas sus frustraciones...

–No creo que «todos» sean «todo» eso –había refutado él–. Hay a quien le gusta cazar por el placer de la aventura.

–¡Aventura! ¿Matar treinta mil elefantes en un año es aventura? Es una forma de criminalidad para cobardes que no se atreven a asesinar personas porque irían a parar a la horca... ¡Maniáticos, tarados, impotentes...!

Cuando llegaban a este punto, David dejaba como siempre que despotricara a gusto sin llevarle la contraria. Hacerlo era empantanarse en una discusión sin esperanza, discusión en la que Nadia se iba excitando más y más hasta perder por completo su sentido de la ecuanimidad.

En una ocasión había estado casi dos días sin dirigirle la palabra cuando trató de romper una pequeña lanza en favor de los cazadores, y desde entonces había llegado a la conclusión de que era un tema «tabú» en sus relaciones.

Ahora, viéndolos, allí, sucios, cansados, quemados por el sol, cubiertos de polvo y bebiendo cerveza tras cerveza mientras intentaban maravillar al «barman» con su relato de cómo habían perseguido durante una semana a un rinoceronte con un tiro en las costillas, le resultaba mucho más fácil comprender las razones de Nadia, que había convivido desde niña con semejante especie y escuchado mil veces sus mil veces repetidas historias.

Hablaban en voz muy alta, buscando arrastrar a David hacia la conversación y ampliar así el auditorio que precisaban para el relato de sus hazañas ciertas o falsas, pero optó por retraerse e ignorarlos, porque reconocía en ellos aquella agresividad de palabras y gestos que tanto le molestaba; aquel querer hablar más y más alto y más impulsivamente que el contrario, aunque eso llevase siempre a decir más estupideces, y más seguidas, y en un tono mayor.

El mundo rebosaba de cazadores y David los esquivaba con una especie de terror insano. Cazadores de mujeres; cazadores de astucia; cazadores de velocidad en automóvil; cazadores de cultura... Todos dispuestos siempre a contar en voz alta los rinocerontes que habían matado; las mujeres con quienes se habían acostado; lo listos que habían sido; lo mucho que habían corrido, o lo profundo de sus conocimientos literarios, pictóricos o científicos.

Frente a ellos, David se sentía como pieza acorralada; ambicionado espécimen de «auditoris perfectibus», capaz de soportar, una vez capturado, horas y horas de cháchara incesante sin el valor necesario para dar media vuelta y marcharse o mandar al infierno al oponente.

Y esa había sido, desde siempre, una de las características que más odió de su modo de ser: su incapacidad de rebelarse y su impotencia ante la descortesía o la palabra inoportuna que pudiera herir a un semejante, fuera quien fuese ese semejante.

El día que consiguiera luchar contra eso o el día que lograra ser irónico o –más sencillo aún– no sentirse desconcertado ante la ironía ajena, David comenzaría a sentirse satisfecho de sí mismo; comenzaría a creer que llegaría a tener ese carácter que siempre había necesitado.

–Lo que ocurre es que eres demasiado bueno –le repetía Nadia una y otra vez–. Demasiado bueno, y te toman por tonto y falto de carácter... ¡Rebélate contra ello! Muestra las uñas de tanto en tanto...

–¿Empiezo por ti?

–¿Por qué no? ¿Crees que eso cambiaría las cosas? ¿Crees que una discusión a muerte haría que te quisiera menos?

–¿Haría que me quisieras más?

–Tampoco...

–Entonces, dejémoslo así... No puedo cambiar... ¡Nunca podré cambiar!

Pero ahora allí, sentado en aquel bar, oyendo sin escuchar a unos cazadores vociferantes, David se preguntaba si, efectivamente, nunca lograría cambiar, o, por el contrario, había comenzado ya ese cambio.

Ahora sentía odio; un odio como no creyó jamás que fuera capaz de experimentar; un odio que le permitiría, por primera vez, ser duro y cruel con aquellos que le habían arrebatado a Nadia.

Se preguntó si sería capaz de matar a un ser humano, y no encontró respuesta, aunque le constaba que habría de encontrarla pronto, porque tal vez llegara el momento en que tuviera que enfrentarse a la realidad. Nadia había sido robada por una gente para la que la vida y la muerte no tenían importancia, y tal vez se planteara una situación en la que habría que elegir entre matar o morir.

Y en ese instante, cuando unos segundos marcaran la diferencia, se hacía necesario estar preparado para la elección, convencido de antemano de que el daño que se le pudiera hacer al enemigo era siempre menor que el que el enemigo pudiera causarle a él.

Tratar de ignorarlo, engañarse a sí mismo no conducía a nada, y lo único que le mortificaba era no poder discernir si todo ello era fruto de su excesiva bondad, como apuntaba Nadia, una enfermiza timidez, o una completa y absoluta falta de personalidad.

Hubo un tiempo en el que estuvo tentado de consultar a un psiquiatra e intentar que fuera la ciencia la que le resolviera el problema, pero luego se dijo que en realidad no tenía necesidad alguna de cambiar, de endurecerse, de intentar formarse una personalidad distinta con la que se encontraría en eterna lucha.

Si durante años había vivido en paz consigo mismo, ¿qué necesidad tenía de ese cambio...?

Pero ahora era distinto. Muy distinto. Ahora existía Nadia.


Estaba sentado junto a los últimos árboles, contemplando el atardecer con aire indiferente. Cuando la columna llegó a su altura y se detuvo, señaló al frente:

–Allá está la carretera y luego el río Chari... Muy poblada la zona...

–Lo sé –admitió el sudanés.

–Hay mucho tráfico entre Fort Archembault y Fort-Lamy... Camiones por el camino; balsas y piraguas en el río...

–Pasaremos esta noche...

Amín señaló a la maltrecha hilera de cautivos que se habían dejado caer, agotados, entre la alta hierba reseca.

–Mejor mañana por la noche... Debemos caminar muy aprisa para que no nos sorprenda el amanecer en las márgenes del río...

–No me gusta este sitio... Pueden vernos e ir con el cuento a Bousso...

Amín señaló con un gesto a dos muchachitos que marchaban al final de la columna...

–No aguantarán el ritmo... Se quedarán en el camino.

Suleiman R.Orab se volvió hacia la caravana.

–Prefiero perder a dos que a todos –dijo, dándole la espalda–. Repartan comida –ordenó luego a sus hombres–. Y descansen, que en dos horas estaremos de nuevo en marcha...

Se escuchó un murmullo de descontento, pero hizo restallar su látigo.

–¡Silencio! –gritó–. Caminaremos toda la noche, y al que afloje el ritmo lo degüello... ¿Está claro? No voy a permitir que nadie retrase al grupo... Aprieten los dientes y aviven el paso, o esta será la última noche de su vida...

Se acuclilló frente a Nadia.

–Me molestaría tener que rebanarte el pescuezo, negra... –dijo–. Tú sola vales tanto como el resto del cargamento.

–Caerás reventado antes que yo.

–Ya lo he notado, negra. Se diría que toda tu vida no has hecho más que caminar, correr y saltar. Pero te ha quedado tiempo para estudiar y aprender idiomas... Eres una rara joya, negra. Nunca conocí a nadie como tú, y si tuviera veinte años menos no te vendería al jeque. Te guardaría para mí... –Se quitó el largo turbante y comenzó a perseguir piojos que aplastaba entre las uñas con un ligero chasquido–. Pero empiezo a estar viejo y cansado, y quiero retirarme de este constante galopar de una parte a otra de África... Quizá pueda establecerme definitivamente en Suakín vendiéndoles perlas a los peregrinos que van a La Meca... Allí pasaré tranquilo mi vejez, contemplando el mar Rojo rodeado de nietos.

–¿A costa de cuántas vidas...? ¿Cuántos hombres, mujeres y niños has vendido para asegurarte una vejez tranquila...?

Suleiman R.Orab se encogió de hombros y continuó machacando piojos.

No alzó la cabeza al responder.

–Todos eran esclavos, negra... El profeta Mahoma, las bendiciones caigan sobre él, jamás prohibió la esclavitud, y sabido es que el amo puede hacer con su esclavo lo que le plazca...

–Mahoma jamás aprobó la esclavitud, y no hay una sola palabra a favor de ella en el Corán...

–Tampoco la encontrarás en contra, y yo lo interpreto como una aceptación.

Comenzó a devorar glotonamente los restos de una gacela que Amín había cazado el día anterior, y a medida que limpiaba los huesos, los lanzaba en silencio hacia los esclavos, que se arrojaban sobre ellos buscando un perdido resto de carne o un pellejo despreciado.

Un guardián les repartió puñados de mijo, que devoraron en silencio, hundiendo la boca en el mismo cuenco de las manos, que les servían de recipiente, ansiosos por concluir antes de que el vecino pretendiera arrebatarles parte de su ración.

Se distribuyó por último un trago de agua, extraída de una «girba» sucia y maloliente; con ello se dio por concluida la comida del día, y cada cual intentó descabezar un corto sueño, a la espera de la nueva caminata.

Alumbraban ya las infinitas estrellas de la noche africana, y una luna creciente hacía su tímida aparición en el horizonte cuando Amín se puso en pie.

Se diría que aquel negro delgado y sarmentoso, todo nervio, no conociera el sueño, la fatiga, el hambre o la sed. No era tan solo el explorador que iba siempre media hora delante buscando víctimas y alertando el peligro. Además cargaba con todos los trabajos pesados, cubría la mayoría de las guardias nocturnas, procuraba la caza con ayuda de un largo arco y fuertes flechas, y aún le quedaba tiempo en la madrugada de acudir a la columna de cautivos buscando saciar su exceso vital.

Desde el día en que lo azotaron había procurado no aproximarse a Nadia, pero esta notaba fijos en ella los ojos del negro: unos ojillos malignos que parecían estar siempre viendo más allá del vestido; ojos que algunos juraban que no se cerraban nunca: ni de día, ni de noche.

Incluso al mismo Suleiman R.Orab le inquietaba su presencia; y Nadia había podido escuchar cómo le confesaba en árabe a uno de sus hombres, un libio escuálido, llamado Abdul:

–Cualquier día tendremos que matar a ese maldito negro... Será una lástima, porque jamás he conocido guía mejor, ni pistero más útil, pero si no acabo con él, él acabará conmigo... Tiene el diablo dentro, el gran hijo de puta...

 

–Aseguran que cuando desaparece por las noches se convierte en fiera... Allá en Dahomey, un brujo hizo de él un «hombre-leopardo...».

–Nunca creí en brujerías de negro, y ya Mahoma nos previno contra ellas... Si una noche se convierte en bestia, le dejo seco de un tiro... Ni los auténticos leopardos resisten un «Remington»...

Iniciaron de nuevo la caminata, y fueron más de tres horas a un ritmo endiablado, siempre precedidos por el silencioso Amín, que parecía orientarse por un sexto sentido.

Suleiman y sus hombres renegaban tropezando con matojos o raíces ocultas, y cuando un esclavo rodaba por el suelo arrastraba consigo a toda la cuerda, en un barullo tal de piernas, brazos y lamentos que únicamente la autoridad del árabe y su látigo conseguían reorganizar la caravana.

No se escuchaban más que lamentos, golpes y jadeos.

El más joven de los chiquillos cayó al fin, derrengado, y durante unos metros siguió adelante, arrastrado por el resto de los cautivos hasta que el libio lo tomó por la cintura tratando de animarlo:

–¡Vamos, vamos...! –le pidió–. No te des por vencido. La carretera ya está cerca...

–¡Déjame! –sollozó el niño.

–¡Camina, estúpido! –insistió–. ¿No ves que te matarán si te detienes...?

Siguieron así durante un rato, hasta que a lo lejos, rompiendo las sombras de la noche, hicieron su aparición dos luces gemelas que barrieron primero el cielo al coronar la pendiente, y se lanzaron después pradera adelante, aproximándose a gran velocidad.

Al poco se percibió, acallando el silencio de la noche, el rugir de un pesado motor, y Suleiman R.Orab ordenó que se arrojaran al suelo.

Hacia el sur, llegando de Fort Archembault, surgieron luego los focos de un vehículo más ligero, y semiocultos entre las altas gramíneas resecas, cautivos y guardianes observaron cómo los haces de luz marchaban al encuentro uno del otro.

El camión fue el primero en pasar ante ellos, a no más de cincuenta metros, y un kilómetro más allá se encontró con lo que resultó un Jeep, que a los pocos momentos cruzó también de largo y se perdió de vista hacia el noroeste.

Cuando se hizo de nuevo el silencio, el sudanés se puso en pie.

–¡Andando! –ordenó–. Aún queda mucho camino.

La columna comenzó a enderezarse penosamente, pero el chiquillo continuó en el suelo, incapaz de un nuevo esfuerzo.

El libio lo observó un instante, agitó la cabeza negativamente y se adelantó hacia Suleiman.

–Ese ya no da un paso... –señaló–. Y no puedo continuar cargándolo toda la noche...

–Apártalo del grupo –ordenó el sudanés.

El libio se dispuso a obedecer, pero Amín le interrumpió con un gesto:

–¡Espera! –pidió–. Yo lo haré... Luego los alcanzaré... Basta seguir recto hacia el río...

Suleiman le observó con dureza:

–¿Es que nunca puedes pensar en otra cosa...?. –inquirió–. ¡Está bien...! Haz lo que quieras...

Agitó el brazo indicando a la caravana que se pusiera en movimiento y Amín se quedó atrás, junto al chiquillo, al que ya habían liberado de sus cadenas.

Los cautivos reanudaron la marcha, y conducidos por Suleiman y el libio atravesaron la carretera y se perdieron en las sombras.

Amín permaneció en pie, inmóvil, hasta tener la seguridad de que estaban lejos. Luego bajó la vista hacia el muchachito, que lo contempló con sus grandes ojos oscuros muy abiertos.

Parecía una gacela asustada, derribada por el primer zarpazo del leopardo, esperando a ser rematada.

El negro se inclinó muy despacio, clavó una rodilla en tierra y lo contempló de cerca. Se percibía nítida la jadeante respiración de la criatura, y era tanto su miedo que parecía incapaz de romper en llanto.

La mano de Amín descendió poco a poco y comenzó a acariciarlo.


El cuscús de madame era realmente exquisito.

No podía comerse mejor en el más sofisticado restaurante de Tánger o Casablanca, ni aun en «El Almudia» de Madrid, donde incluso Nadia lo alabó una noche.

El vino estaba en su punto, y los quesos recién importados en un ambiente agradable de manteles rojos, muebles oscuros, lámparas de pergamino y magnífico aire acondicionado.

–¡Lástima que el resto del hotel no esté a la altura! –se lamentó David.

–Yo paro poco en el hotel y por eso lo prefiero al «Chadienne». Aquella comida me cansa...

Thor Ericsson concluyó su café, se secó el blanco mostacho, encendió un puro y lanzó una corta llamarada que destacó aún más los infinitos ángulos de su cara y las profundas ojeras que enmarcaban sus ojos de color de agua.

–Bien... –aceptó–. Sería absurdo continuar negando mi identidad. Efectivamente –admitió–. Dirijo en Fort-Lamy una empresa de importaciones, pero, al propio tiempo tengo el cargo de delegado local de la «Comisión para la Abolición de la Esclavitud».

»Como comprenderá, es un título que me honra, pero que, por razones de seguridad personal, me conviene mantener secreto. No más de veinte personas conocen en Chad mi verdadera actividad, y le ruego que no la comente.

–Tiene mi palabra... –aseguró–. ¿Puede usted ayudarme?

El sueco hizo un amplio ademán que no quería decir nada.

–¿Cómo saberlo...? Por desgracia, la «Comisión para la Abolición de la Esclavitud», al igual que la «Sociedad Antiesclavista de Londres» o todos los organismos oficiales y privados que luchan contra el tráfico de seres humanos, tienen mucha mejor intención que medios a su alcance. Moralmente cuenta con todo mi apoyo, pero lo que usted necesita no es moral, sino un ejército con el que rastrear praderas, estepas y desiertos.

–¿Conseguiría algo de las autoridades chadianas...?

–Lo dudo... Más factible resultará obtener, extraoficialmente, el apoyo de las fuerzas francesas. Tienen aquí un contingente de legionarios y paracaidistas encargado de frenar a las tribus del norte... Intentaré del coronel Bastien-Mathias que distraiga en nuestro favor unos cuantos hombres y un par de aviones...

David aguardó a que el camarero concluyera de servirle el coñac en una gran copa caliente, lo paladeó despacio, y observó a su interlocutor. Por fin, se decidió:

–Me han hablado del «Grupo Ébano»... ¿Qué sabe de él?

Ahora fue Thor Ericsson el que bebió demasiado despacio antes de decidirse a responder.

–Esperaba la pregunta –admitió–. Imaginaba que alguien se lo habría mencionado...

–¿Existe...?

Afirmó pausadamente:

–Sí. Creo que aún existe...

–¿Dónde puedo encontrarlo?

Se encogió de hombros con gesto fatalista:

–¿Quién sabría decirlo...? El «Grupo Ébano» es como la sombra del águila... Jamás pasa dos veces por el mismo sitio.

–¿Es cierto lo que cuentan sobre ellos...? –inquirió inquieto.

–¿Qué le han contado...? ¿Que son espías, terroristas, o agentes de Israel...? No los escuche... –negó–. Nadie sabe realmente quiénes son, por qué luchan, y a las órdenes de quién luchan... –Hizo una pausa y sonrió irónicamente–. Ni siquiera yo...

–¿Podría ser realmente una nueva versión del «Escuadrón Blanco»?

Thor Ericsson tardó en responder.

–No lo creo –dijo al fin–. El «Escuadrón» jamás ocultó su actividad y tenía su cuartel general en la misma Trípoli. Bastaba con ir allí a verlo. Eran muchachos de buena familia, millonarios la mayoría, que peleaban por amor a la aventura y a la libertad... Murieron como héroes, dando la cara al peligro... Dudo que este puñado de fantasmas que se mueve en la sombra tenga nada que ver con ellos... Si lo que hacen es digno y hermoso, ¿por qué se ocultan...?

–¿Y usted, señor Ericsson? Si en realidad es el delegado de la «Comisión para la Abolición de la Esclavitud»..., ¿por qué se oculta...?

El sueco se agitó en su asiento, quizá molesto.

–No es lo mismo... –protestó–. Si pregonara quién soy estaría expuesto a que cualquier esclavista me asesinara en un callejón... Pero ellos están armados, y siempre en plan de lucha...