Ébano

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–Pero eso no es culpa de nadie... Nadie los empuja... –protestó.

–En efecto –admitió ella–. Nadie los empuja, pero tú sabes que la mayoría de nuestros nativos son como niños a los que de pronto los colonizadores han enseñado infinidad de cosas para las que no estaban preparados...

–¿No lo estás tú? ¿Por qué tienen que ser distintos?

–Yo estudié en París... Soy negra y he vivido la mitad de mi vida en África, pero nadie me consideraría una africana típica, y lo sabes. Desde niña tuve profesores y buena alimentación, cosas ambas que faltan aquí... Blanco o negro, el problema del niño hambriento y sin educación es el mismo en todas partes. La cuestión es que en África hay más.

–¿Y crees que está en tu mano solucionarlo?

–No, desde luego. Ni en la mía, ni en la de nadie. Pero, si tuve la suerte de ir a una universidad y aprender cosas que pueden ser útiles a los míos, mi obligación es aprovechar esos conocimientos.

La atrajo hacia sí y la besó levemente por encima de la mesa, a punto de mancharse la camisa con salsa de tomate.

–Emplea esos conocimientos en mí... Y en nuestros hijos cuando los tengamos. Esa es tu obligación de esposa...

Ella guardó silencio unos instantes. Bebió despacio su copa de vino, la depositó nuevamente en la mesa y le observó con fijeza.

–No vas a comenzar a presionarme, ¿verdad? –inquirió–. Estaba claro: nos casaríamos, pero yo podría continuar dedicada a lo mío...

–¿Tanto significa para ti...?

–Doscientas cincuenta mil personas han muerto con las últimas sequías, y otros seis millones están en peligro de perecer. Quizá dentro de treinta años el desierto se haya comido tres o cuatro países que limitan con el mío. ¿Pretendes que eso no signifique tanto para mí...?

No. No podía pretenderlo, y no tenía por qué sorprenderse. Lo sabía desde el primer momento; desde aquella noche que aceptó cenar con él a las dos horas de haber recibido una medalla olímpica.

–Al norte de mi país, los ríos se agitan y los árboles mueren... –le había dicho entonces–. Los rebaños desaparecen y las cosechas se queman. El hombre emigra hacia el sur abandonando una vez más las estepas y los campos, que al poco tiempo son devorados por la arena... El Sáhara ha avanzado casi cien kilómetros en los últimos tiempos, y los científicos calculan que este cambio de clima que afecta a África durará sesenta años... ¿Qué habrá sido para entonces de mi gente...?

–No te preocupes –intentó bromear–. Quizá para entonces ya la guerra atómica habrá acabado con todos...

–¿Y crees que eso consolará a los miles de niños que en estos momentos mueren de sed de Senegal a Etiopía...? Cuando me ofrecieron correr en las Olimpiadas imaginé que si, por un milagro, conseguía una medalla de oro, los periodistas de todo el mundo vendrían a hacerme preguntas. Eso me daría la oportunidad de llamar su atención sobre lo que está ocurriendo en África y nuestra necesidad de ayuda. No de una ayuda de leche en polvo, mantas y ropa usada, sino de expertos, técnicos capaces de acabar con la sed de África.

–¿Por eso aceptaste cenar conmigo? –rio–. ¿Para que le pida a mi revista que escriba algo sobre la sed de África?

Sonrió muy levemente.

–Tal vez... Tres millones de reses han muerto a menos de cuatrocientos metros de un inmenso caudal de agua... ¿No es un gran reportaje?

–¿Y por qué no llegaron a esa agua?

–Porque está bajo tierra... Porque no tenemos medios de hacerla aflorar a la superficie... El Sáhara se encuentra plagado de corrientes de agua subterránea que están ahí, esperando a que alguien ponga los medios de hacerla aflorar... Si se puede extraer petróleo a diez mil metros, ¿por qué no agua a cuatrocientos...?

Aquel fue su primer viaje a África. Vino a fotografiar la sed de un continente que tenía la salvación bajo sus mismos pies, y se quedó.

¿Qué le había dado Nadia? ¿Cómo llegó a fascinarlo tan profundamente?

No fue tan solo su belleza física, su rostro perfecto, su cuerpo duro y liso, o la increíble armonía de sus gestos.

No, no era eso... Era su personalidad arrolladora, su fuerza de carácter, su ansia de vivir, de ayudar, de hacer siempre algo por alguien, empeñada en luchas sin esperanzas; en batallas contra molinos gigantes; en esfuerzo superiores a sus medios.

Era su firmeza en las convicciones, su sinceridad ante la vida, su honradez en cada gesto, en cada palabra, en cada idea, como si estuviera convencida de que de cada una de esas acciones dependía la rehabilitación de su raza, o de su país, o del mundo.

Para Nadia todo en la vida era trascendental, del mismo modo que para él, David, todo en la vida había sido hasta ese momento, nimio, absurdo y sin sentido. Nada le importaba más que una buena foto, pero en el fondo sabía que una buena foto no era más que la eternización falsa de un hermoso momento, y que, a menudo, ese momento ni siquiera había existido realmente y había tenido que crearlo él a base de un filtro especial, una luz contrastada o una lente que distorsionaba la realidad.

David era lo suficientemente inteligente como para comprender que el detalle más acusado de su personalidad era precisamente su falta de personalidad, y el más marcado de su carácter, su carencia de carácter.

Lo sabía, y lo aceptaba.

Había sido así desde niño; desde que comprendió que en la escuela otros eran los líderes, y otros fueron los líderes en la universidad y en el regimiento. Se diría que su voz no era escuchada, y pese a su estatura, no fuera capaz de dejarse ver o hacerse oír. Podía tener opiniones y puntos de vista inteligentes, pero se dejaba opacar sin lucha por otros mucho más estúpidos o de opiniones absurdas.

Descubrió pronto que prefería no luchar y resultaba más fácil dar la razón a quien no la tuviera que enredarse en una discusión sin esperanzas.

A la larga, siempre –fuese cual fuese el problema– daba su brazo a torcer.

A menudo se indignaba ante el hecho de resultar perjudicado por no haber querido perjudicar a alguien que en el fondo no le importaba en absoluto, y era la suya una mezcla de timidez y bondad enfermiza que llegó a amargarle la existencia, hasta que llegó al convencimiento de que más amarga resultaba cuando trataba de luchar contra esos sentimientos y doblegar su auténtico «no carácter».

Por eso, al encontrarse frente a una maravillosa mujer de otra raza, otro continente, otras ideas y otro temperamento se dejó absorber, sin que esa absorción significara nunca anulación, sino únicamente reconocimiento de que Nadia llevaba dentro todo aquello que él hubiera deseado tener pero que en el fondo le asustaba.

Ahora, sentado allí, en el jardín del hotel, contemplando las luces del estuario, David trataba de analizarse, de convencerse, con la ayuda de una botella de coñac, de que por primera vez tendría la suficiente fuerza de carácter como para seguir adelante en su empresa y adentrarse en el corazón de África a cumplir su promesa de rescatar a Nadia costara lo que costase.

No era miedo, y lo sabía. Durante años, durante su adolescencia, le preocupó profundamente el hecho de que –tal vez– su falta de carácter no fuera en realidad más que una forma de cobardía.

Más tarde, cuando la revista le envió a guerras y terremotos y las balas y la muerte pasaron a su lado, comprendió, por la serenidad del pulso con que sujetaba las cámaras, que no era miedo; que no lo había sido nunca, y nada tenía que ver el valor con el carácter.

La posibilidad de correr graves riesgos, incluso de morir, no le asustaba si de ello dependía la libertad de Nadia. Le asustaba carecer del empuje necesario para llevar adelante una empresa tan ardua como era encontrar a una mujer negra en la inmensidad de África.

«¿Qué haría ella en mi lugar?».

¿Cómo acometería la batalla contra los más inabordables molinos de viento con que se haya enfrentado jamás ser humano alguno?

¿Cómo atrapar fantasmas que se escurren por las praderas, los bosques y los desiertos del más misterioso y desconocido de los continentes?.

Le desalentaba su propio desaliento ante la magnitud de la empresa y no saber por dónde iniciarla.

Había que dar un primer paso, y luego otro, y otro y otro... Y un millón más... Pero, ¿hacia dónde?

–¡Oh! Nadia, Nadia... –sollozó quedamente–. ¿Dónde estás?


Permaneció muy quieta y en silencio.

Distinguió cómo la sombra se movía, sigilosa, y alzó cuanto pudo los brazos.

–¡Oh, David, David! ¿Dónde estás? –exclamó mentalmente.

El hombre continuaba deslizándose hacia ella, tropezó con el pie de una mujer dormida, se cercioró de que no la había despertado, y siguió adelante para detenerse a menos de un metro de distancia.

Allí se inmovilizó. Probablemente intentaba aguzar la vista, atravesar la oscuridad para no errar el golpe; conseguir que todo ocurriera con rapidez y sin escándalo.

Sintió en las sienes el latir de los segundos. Los brazos se le cansaban de tenerlos en alto, las cadenas le pesaban, y tuvo la impresión de que el hombre debía percibir claramente el golpeteo de su corazón.

Dio gracias cuando al fin llegó el ataque y pudo bajar con fuerza las manos.

Se oyó un grito apagado y el visitante nocturno cayó de espaldas llevándose las manos a la frente. Lo empujó con el pie para alejarlo y volvió a recostarse en el árbol con los ojos muy abiertos a la negrura de la noche.

–¡Oh, David, David! ¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes a librarme de esta pesadilla?

 

Eran ya tantos los días que parecía como si toda su vida hubiese estado ligada a aquellas cadenas. Le costaba trabajo recordar lo que no fuesen horas de caminar apresurada, siguiendo el ritmo que marcaba el hombre de cabeza, evitando tropezar con el que le precedía o ser pisada por la muchachita que venía detrás. Calor, sed y fatiga, y un constante evitar los golpes del sudanés, golpes que daba siempre con el grueso mango de su largo látigo para no desgarrar la piel de la mercancía.

Noches de dormitar bajo un árbol o en la inmensidad del pajonal de la pradera, atenta siempre a evitar el asalto de los guardianes que aprovechaban el primer sueño del árabe para lanzarse hambrientos sobre ella.

Amaneceres helados, con el cuerpo entumecido por el insomnio y la fatiga, con la mente aterrada ante la idea de un nuevo día de marcha.

–¡Oh, David! ¿Dónde estás?

El hombre a sus pies no se movía.

¿Lo habría matado?

Por unos instantes experimentó el incontenible deseo de aproximarse, rodearle el cuello con las cadenas y apretar hasta asfixiarlo, impidiendo así que raptara a más mujeres, las azotara durante la marcha o intentara forzarlas por la noche.

Había sido el que se abalanzó sobre ella en la laguna y la derribó de un solo golpe, sin permitirle alcanzar el arma apoyada contra un árbol. Surgió de improviso de entre la maleza, como el leopardo que se lanza sobre un animal que abreva, y cuando sus compañeros llegaron al borde del agua ya la tenía tendida en la orilla, encadenada.

–Buen trabajo, Amín –había dicho el sudanés–. Muy buen trabajo... Es la mejor negra que hayamos cazado nunca... –La obligó a ponerse en pie, y la observó satisfecho girando a su alrededor con aire de experto.

Sonrió enseñando los dientes como un conejo.

–Es verdad que estás buena, muchacha... –Extendió el brazo y le palpó el pecho, duro y erguido–. Estúpido seré, e indigno de continuar en este oficio si el jeque no me da diez mil dólares por ti...

La acarició voluptuoso y bajó sus manos hasta sus nalgas, altivas y firmes.

–¡Lástima me está dando no aprovecharte aquí mismo...! Pero el jeque me mata si se entera que uso su mercancía... –Se volvió a sus hombres, seis negros armados que observaban la escena con ojos golosos sin dejar de vigilar una columna de cautivos que traían encadenados–. Al que la toque, lo desuello –advirtió–. Con esas dos pueden hacer lo que quieran; y con el gordo del final... Pero al resto, nada. Y a ella, ni mirarla...

–Pero probablemente, ni siquiera es virgen –protestó Amín–. ¿Cómo podría enterarse el jeque...?

–Por ella misma, estúpido. –Se volvió a Nadia–. ¿Eres virgen, muchacha...?

Comprendió que no obtendría nada confesando que su esposo era blanco e importante allá en Europa.

–Lo soy –mintió–. Y si me dejas en libertad, mi padre pagará los diez mil dólares...

El sudanés estalló en una sonora carcajada.

–¡Oh, diablos! No sé cuál de esas dos mentiras es más grande... Pero para que veas que soy justo, no haré averiguaciones respecto a ninguna. Admitiré que eres virgen...

–Pero es cierto. Mi padre puede pagarte ese dinero...

–¿Dónde se ha visto que una negra que se baña en una laguna de la selva tenga diez mil dólares...? Ni siquiera sabes cuánto es eso...

–¿Dónde has visto a una negra de la selva vestida con esta ropa? ¿Y estas botas, y esa arma...? Yo soy Nadia, hija de Mamadou Segal, catedrático en la Universidad de Abidján. Estudié en París y Londres, hablo cinco idiomas, incluido el tuyo, y si no me dejas en libertad te arrepentirás toda la vida.

–¡Por todos los diablos! Es un diamante lo que hemos encontrado, Amín... ¿Cuánto pagará el jeque por una criatura así...? ¡Alégrate, muchacha! No serás una esclava cualquiera... El jeque te convertirá en su favorita por un tiempo... ¿Sabes lo que es eso...? Él lo tiene todo...: oro, diamantes, perlas, autos lujosos, aviones privados... En sus tierras mana el petróleo como en las fuentes el agua, y de todos los rincones del mundo viajan los hombres más poderosos a disputárselo... No puede gastar en un año lo que gana en un día... Te cubrirá de joyas, te comprará los mejores vestidos y comerás en platos de oro... Y tus hijos serán príncipes...

–¡Vete al infierno, hijo de puta!

El sudanés alzó el látigo, pero se detuvo con el brazo en alto.

–No... Suleiman R.Orab no cometerá la estupidez de azotarte, negra... Suleiman R.Orab lleva muchos años en este oficio y ha oído cosas peores. ¡Andando! –ordenó a su gente–. Cuando caiga la noche quiero estar lejos de aquí.

Y cuando llegó la noche estaban lejos.

Y continuaron alejándose día tras día.

Y navegaron luego toda una noche, Logone abajo.

Y se adentraron en la estepa, de bosquecillo en bosquecillo, buscando siempre la protección de árboles y maleza, evitando caminos y poblados, por rutas sin huellas ni señales que Amín parecía conocer como la palma de su mano.

Otros esclavos se habían sumado a la caravana: cuatro rapazuelos, el menor de no más de diez años, y dos hermanas que no cesaban de lloriquear.

Suleiman R.Orab sonreía satisfecho.

–Veintidós, y casi todo buena mercancía... Si la mitad llegan vivos al mar Rojo, habrá sido un gran negocio el viaje... Hay que cuidar a esta muchacha... Ella sola cubre gastos... La quiero en Suakín, intacta.

Pese a la advertencia, Amín estaba ahora tendido a sus pies, ensangrentado e inconsciente. Y es que el negro parecía dispuesto a no renunciar a Nadia, considerando tal vez que por el hecho de haberla descubierto y capturado, tenía derechos sobre ella.

Le había detenido esa noche, pero ¿cuántas noches más lograría detenerlo?

–¡Oh, David, David! ¿Dónde estás?

«Tendrás que correr para mí otra vez. No pude hacerte ni una foto...». Sintió que el corazón le daba un vuelco al verle, alto y macizo, con el cabello de color arena y los ojos tan claros como las aguas de la laguna Ebrié, que reflejaban en el atardecer los puentes de Abidján.

Su intención fue salir corriendo, y correr para él hasta caer agotada, pero sacó valor de donde no lo tenía y replicó:

–Lo siento. Terminó mi entrenamiento.

Luego, cuando se alejaba por el pasillo que daba a los vestuarios, le pareció que el mundo se le venía encima y el tiempo se había detenido, hasta que escuchó a sus espaldas la voz que la llamaba:

–¡Eh! espera... ¿Cómo te llamas?

–Nadia –replicó con una sonrisa, y se volvió para que pudiera leer en su chandal: «Costa de Marfil».

Y en los días siguientes acechó por horas la entrada de la villa, y en los entrenamientos buscó con el rabillo del ojo entre la gente, intentando descubrir las cinco cámaras que parecían proteger la timidez del gigante rubio.

Cerró los ojos al recordar el nuevo encuentro. Había subido al pódium y un viejo libidinoso que se la comía con la mirada acababa de colgarle al cuello una medalla de bronce. Soportó resignada el beso, aceptó un ramo de flores, se irguió para saludar al público que aplaudía, y allí estaba, mirándola a través de un objetivo, atento a retratarla únicamente a ella, olvidado de las medallas de oro y plata.

Aún no se explicaba cómo consiguió que la llevara a cenar aquella noche.

Tan solo recordaba que habían discutido sobre la sed de África ante una botella de «Don Perignon».

Luego pasearon hasta el amanecer por calles silenciosas, tan solitarias que se diría que eran los únicos seres de este mundo, y hablaron de mil temas: religión y racismo; política y deporte; amor y guerra.

Tantas cosas los separaban, y, sin embargo..., allí estaban: una estudiante africana y un fotógrafo nórdico. Para él, el mundo era imagen y color en momentos hermosos, dramáticos, emocionantes o sobrecogedores que dejar inmóviles para siempre.

Para ella, el mundo eran ideas, injusticias, necesidades, rebelión y constante movimiento.

David podía permanecer horas acechando un pájaro en su nido; Nadia era incapaz de quedarse quieta un solo instante y siempre tenía urgencia de trasladarse a otra parte, hacer otra cosa, solucionar nuevos problemas.

Él leía a Charrière, Leon Uris y Forsyth; ella, a Sedar-Sengor, Marcuse y Herman Hesse. A ella le gustaban Bergman y Antonioni; a él, John Ford y David Lean.

–Entonces... ¿no eres partidaria del amor libre...?

–Sí, desde luego... En el amor cada cual es libre de hacer lo que le plazca... Por eso no lo hago.

–¡Pero es absurdo...! ¿No te das cuenta? Vivimos en el siglo XX. El sexo ya no es pecado mortal; no es más que algo natural y lógico.

–De acuerdo... Debe hacerse el amor cuando se desee hacer el amor. Lo que ocurre es que yo no lo deseo... ¿Es eso un delito, o es que por seguir la moda tengo que ir contra mis propios gustos?

–¡No, claro...! No es eso –protestó–. Es... simplemente, no inhibirse cuando se siente la necesidad...

–Escucha: cuando tus bisabuelos se acostaban aún con camisa de dormir y un agujero en la bragueta, mis bisabuelos ya practicaban el nudismo, y se entusiasmaban con el amor libre en cada vuelta del camino... Tal vez se trate tan solo de un «conflicto generacional». Tú reaccionas contra las costumbres de tus antepasados, y yo contra las de los míos. Para ambos, nuestros bisabuelos eran en el fondo unos «salvajes»... Quizá la auténtica «civilización» esté en el término medio entre tú y yo...

–¿Y por qué no lo buscamos? –rio con picardía.

–Probablemente tardaríamos un año en encontrarlo... ¿Quieres esperar...?

No hubo respuesta y se detuvieron a contemplar en silencio la ciudad.

Amanecía.

Continuaba allí, tan quieto que se le creería muerto, y con la claridad que comenzaba a dibujar la línea de los árboles, las cadenas y las manos, se podía distinguir el hilo de sangre que le manaba de la frente, formaba un pequeño charco en la cuenca del ojo, resbalaba a lo largo de la nariz, cruzaba el labio, esquivaba la boca y se perdía barbilla abajo, hacia el cuello y la tierra.

Súbitamente las pesadas botas de Suleiman R.Orab aparecieron junto al negro. Lo observó en silencio y alzó la vista.

–¿Fuiste tú?

Asintió en silencio y se cubrió tratando de empequeñecerse cuando vio que levantaba el largo látigo.

Pero no fue para ella el castigo, sino para el hombre inconsciente, al que golpeó una y otra vez, con increíble saña.

–¡Negro maldito...! ¡Hijo de la gran puta! –rugió–. ¡Te lo había prohibido... ¡Te lo había prohibido!...

Continuó golpeándolo hasta que los latigazos que le desgarraban la piel lo despertaron. Amín lanzó un gruñido, se puso en pie de un salto con increíble agilidad para quien había permanecido inconsciente, y se perdió entre los árboles, perseguido aún por el indignado sudanés.

–¡Te mataré! –gritaba, tratando de darle alcance–. Te cortaré los huevos si vuelves a intentarlo, ¿me oyes? ¡Te castraré, sucio negro!

Regresó jadeante y se enfrentó al grupo –captores y cautivos–, que habían asistido silenciosos a la escena.

–Castraré a quien se atreva a tocarla –dijo–. Sea quien sea... –desenvainó su larga gumía y la mostró amenazador–. Ya perdí la cuenta de cuánto negro capé con ella –continuó–. Todos los eunucos del palacio del jeque lo fueron por mi mano, y no tengo problema en rajar a cien más...

»Os enseñaré a conteneros, ¡cerdos!, que no pensáis más que en revolcaros como bestias... ¡Y ahora, en marcha...! –ordenó, haciendo restallar su látigo sobre la espalda de un esclavo–. ¡En marcha, negros del diablo, partida de inútiles...!

Se pusieron trabajosamente en pie y reanudaron la marcha.


Descolgó el teléfono que repicaba insistentemente amenazando con reventarle la cabeza aún embotada por la borrachera y la noche de insomnio.

–¿Alexander? Soy Blumme. El cónsul... Pasaré a recogerle en veinte minutos. Su avión despega dentro de una hora.

–¿Adónde voy?

–Al Chad.

Colgaron.

Con precisión cronométrica, el gran auto negro enfiló la curva y se detuvo bajo la marquesina. El chófer guardó la maleta y él tomó asiento atrás junto al cónsul.

–¿Por qué al Chad?

–Según la Policía, la ruta de los esclavos no suele internarse en la República Centroafricana, cuya vigilancia es muy eficiente. Atraviesa el Chad, pasando entre Bousso y Fort Archambault, y se adentra más tarde en el desierto, hacia Sudán. Algunas caravanas terminan su viaje en Jartum. Otras bajan a Etiopía, pero la mayor parte continúa a Suakín, de donde saltan a Arabia. Si el comisario Lomué sabe lo que dice, el grupo que robó a su esposa tardará más de veinte días en cruzar el Chad.

 

–¿Qué ayuda puedo esperar de las autoridades chadianas?

–Poca. Las tribus mahometanas del desierto se han rebelado contra el Gobierno de Fort-Lamy, controlado por negros del sur, los «massa» y los «moudang». El presidente Tombalmaye se mantiene gracias a la ayuda que extraoficialmente le prestan los paracaidistas franceses, pero si estos se marchan, los guerreros tuareg acabarán con los negros en un santiamén... Como comprenderá, no creo que Tombalmaye esté dispuesto a distraer tropas en beneficio de su esposa...

–Entiendo...

Le palmeó el brazo, afectuoso.

–No se desanime –pidió–. No todo está perdido... Me aseguran que formaste parte del «Grupo Ébano», una especie de heredero moral del famoso «Escuadrón Blanco» que luchó contra los traficantes de esclavos allá en Libia...

El auto se detuvo a la puerta del edificio del aeropuerto. El chófer se encaminó, con la maleta y la documentación, al mostrador de «Air Afrique», y David Alexander y el cónsul Blumme buscaron asiento en el pequeño bar que se abría en un rincón, a la derecha de la entrada.

–Le aconsejo que coma algo –señaló el cónsul–. El avión hace tres escalas y entre ellas no le dará tiempo a almorzar decentemente.

–No tengo hambre.

–¡Esfuércese...! No debe desesperarse, ni dejarse abatir... Le esperan meses de lucha y decepciones; tal vez se dé por vencido, pero recuerde esto: tienen que recorrer tres mil kilómetros para llevarla al mar Rojo, y esa es una distancia muy larga...

Estaba concluyendo los huevos con jamón cuando un altavoz mohoso y desportillado anunció la salida de su vuelo.

El viaje fue como una lección de geografía africana, pasando de la costa a los densos bosques y la lluvia tropical de Yaundé para volar casi una hora sobre la inmensa selva, encontrar luego las verdes praderas y adentrarse al fin en la parda sabana, a la altura de Maroué.

A través de la estrecha ventanilla contempló el cambiante paisaje, preguntándose en qué lugar de aquella inmensidad se encontraría Nadia.

–Tal vez oiga pasar el avión y mire hacia arriba. Tal vez navegue por ese río, o la tengan oculta en aquel bosque...

¡Era tan grande África! Parecía tan gigantesca y desolada...

Pasaban bajo él kilómetros y kilómetros de verdes praderas; de amarillentas estepas; de tierras magníficas para el algodón, el lino y el maíz que nadie cultivaba, y ningún buey, mula o tractor se divisaba, porque el africano había emigrado a las ciudades, concentrándose en inmundos arrabales que no le ofrecían más que prostitución, vicio, miseria, sífilis, tuberculosis, disentería, cólera, fiebres y una profunda degradación moral; una pérdida total de los valores tradicionales de su ancestral forma de vida, que no era sustituida por ningún otro código ético.

Cuando llegaban a las ciudades los nativos venidos de la selva procuraban agruparse con individuos afines, pertenecientes a su propia raza, tribu o creencias, y conservaban durante un tiempo el respeto a las viejas leyes, pero poco a poco, con la falta de trabajo y las calamidades, la fidelidad a su propio origen se iba perdiendo, hasta convertir al individuo en un ser duro y egoísta, hosco y solitario, al que nada ni nadie importaba más que sus propias necesidades y su hambre.

Había pasado a formar parte del proletariado negro, más triste aún que el blanco, porque para el negro todo era nuevo y jamás sabía cómo hacer frente a los problemas que la civilización había puesto de pronto en su camino.

Era así como Lagos, Ibadan, Dakar, Douala, Abidján, Libreville y tantas otras ciudades hervían de seres desgraciados, mientras África, la auténtica África, aparecía desolada e inútil.

Delante, lejos, la tierra amarilla comenzó a brillar con reflejos plateados, y el gran lago Chad, corazón geográfico del continente, frontera entre el desierto y la estepa, se extendió hacia el noroeste hasta perderse la vista en la distancia.

¡Lago!

Qué pretenciosa palabra para lo que no era en realidad más que el mayor charco del mundo. Veinte mil kilómetros de agua desparramada por una inmensa llanura, sin alcanzar nunca los dos metros de profundidad, de forma que los nativos podían vadearlo de orilla a orilla sin necesidad de nadar.

Cuando el Sáhara era una gran pradera verde; cuando –como Nadia decía– sus antepasados poblaban Tasili y el Tibesti, el lago Chad fue el mayor del mundo, pero las sequías y el desierto lo habían reducido cincuenta veces su tamaño, dejándolo convertido en uno de los lugares más inhóspitos, calurosos y desconocidos del planeta.

«Es tan llano –aseguraba Nadia–, que cuando sopla el ‘harmattán’, las aguas avanzan en diminutas olas y se adentran hasta cuatro kilómetros en la orilla. Los indígenas tienen entonces que salir corriendo, abandonando sus míseras chozas y arreando como pueden los rebaños...». Un puñado de casuchas pardas y blancas, que se alzaban cerca de la conjunción del lago y un río ancho y salpicado de islotes, atrajeron su atención. El avión, que se había alejado hacia el norte, viró en una amplia curva y regresó perdiendo altura.

El altavoz anunció que estaban a punto de aterrizar en Fort-Lamy, capital de la República de Chad, y experimentó una desagradable sensación de angustia al comprender que había puesto sus esperanzas en la ayuda que pudiera obtener de aquel miserable rincón del planeta.

–Esto debe ser como el fin del mundo –masculló, y tuvo la seguridad de no estar muy lejos de la realidad.

Cuando la puerta del viejo «Caravelle» se abrió, una bocanada de aire caliente y seco, como salido de un horno, amenazó con quemarle los pulmones, mientras una luz blanca, brillante y violenta, le golpeó en los ojos.

Dudó en salir al exterior, y al atravesar la pista de cemento, buscando a la carrera la protección del moderno edificio del aeropuerto, un sol como no había sentido jamás en parte alguna le chamuscó el pescuezo, amenazando con derretirle hasta el cabello.

–¡Dios bendito! –resopló al alcanzar el refugio del gran salón de entrada–. Esta debe de ser la puerta del infierno.

Un oscuro funcionario impertinente que sudaba a chorros dentro de una gruesa chaqueta observó su pasaporte con aire sospechoso.

–¿Es usted periodista, monsieur Alexander?

–No exactamente... Soy fotógrafo...

–Pero trabaja usted para una revista. ¿Cuál es la razón de su visita al Chad...?

–Busco a mi esposa... Fue raptada en Camerún por cazadores de esclavos y las autoridades de Douala aseguran que debe estar atravesando su país...

El funcionario le miró como si creyera que le estaba tomando por idiota.

Cerró el pasaporte sin estamparle el sello de admisión y se irguió ligeramente para ganar autoridad.

–Lo siento, monsieur –señaló–. Pero deberá continuar viaje... Tenemos una triste experiencia de lo que cuentan los periodistas europeos sobre los acontecimientos internos del Chad. Mis instrucciones son no permitir la entrada a quien no tenga visado especial de nuestro embajador en Roma...

–¡Pero mi esposa...! –intentó protestar.

–Monsieur... –se impacientó el otro–. Esa es la excusa más absurda que he oído en mi vida... Su pasaporte dice que es usted soltero.

–Nos casamos hace dos meses... Y mi esposa es... –dudó– africana...

El indígena pareció sorprenderse.

Meditó unos instantes y le miró a los ojos como queriendo cerciorarse de que no mentía. Abrió el pasaporte y lo estudió nuevamente. David tuvo una súbita inspiración, rebuscó en su maletín y encontró el pasaporte de Nadia.

–Esta es mi esposa... –dijo.

El funcionario afirmó en silencio; estudió los pasaportes y le franqueó la entrada.

–¡Suerte...! –dijo.

Buscó un taxi, y nuevamente creyó que se abrasaba al salir al sol. El vehículo ardía, y cuando se puso en marcha hacia la ciudad, el aire que entraba por las abiertas ventanillas no contribuyó a refrescarlo.