Brazofuerte. Cienfuegos V

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Z serii: Cienfuegos #5
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–¿Refrendasteis Vos también tal juramento?

–¿Yo? ¿Por qué razón habría de hacerlo?

–Por solidaridad con quien os paga.

–Era mi jefe en negocios de armas, no de sentimientos. Yo no odiaba a doña Mariana.

–Y ahora… ¿La odiáis?

–La odiaré si se demuestra que es la causante de esas muertes, pero si el Santo Oficio, con su infinita sabiduría, establece su inocencia, olvidaré mis resquemores y seré incluso capaz de pedirle públicas disculpas aceptando de todo corazón el veredicto.

¡Veredicto!

Aquella era la palabra que con más insistencia acudía una y otra vez a la mente de Fray Bernardino de Sigüenza; la que se instaló aquella noche y las siguientes en su minúscula y calurosa celda como un molesto huésped impertinente; la que le obligaba a despertarse al amanecer sudando frío, y la que le impulsaba a dudar más que ninguna otra de su propia capacidad de serle de utilidad a la Santa Iglesia en tan espinoso asunto. Inquisitio y no acusatio, había sido la frase más justamente esgrimida en su momento, pero el mugriento franciscano tenía plena conciencia de que el simple hecho de aceptar que existía una mínima base argumental que le impulsase a seguir adelante con sus averiguaciones convirtiendo la inquisitio en acusatio haría que las posibilidades de que doña Mariana Montenegro se librase de morir en la hoguera fueran más bien escasas. Si el Santo Oficio tomaba la firme decisión de atravesar el inmerso océano para establecer todo el peso de su autoridad en el Nuevo Mundo, lo haría con el estruendo, la pompa y el boato que exigiría la ocasión, y no cabía esperar por tanto que aceptara en modo alguno un veredicto absolutorio, ya que eso significaría alimentar en el ánimo del populacho la vana ilusión de que el exceso de agua de mar había servido para sofocar el ardor de sus hogueras.

–Quien quiera que sea el primero, arderá hasta los huesos –se dijo–. Porque lo que habrá de prevalecer en ese caso no será la razón o la sinrazón de una inocencia, sino un principio de autoridad que no admite más dialéctica que la del terror y la violencia.


El canario Cienfuegos estableció su campamento en un diminuto claro del bosque que dominaba la ciudad por el noroeste, a tiro de bombarda de las primeras chozas, en un otero desde el que controlaba a la perfección las idas y venidas de los centinelas de la torre. No era en verdad un lugar que pudiera considerarse un campamento estable, ya que para el gomero cualquier rincón de la selva al aire libre constituía un hogar tan válido como cualquier otro, visto que su lecho era el punto en que se dejaba caer para cerrar los ojos de inmediato, y su mesa allí donde encontraba alimento.

Una infancia solitaria en las montañas de La Gomera y una juventud vagando sin destino a lo largo y lo ancho de un inmenso continente desconocido habían conseguido el milagro de que pudiese dormir a pierna suelta bajo un sol inclemente o una lluvia torrencial, y saciarse hasta el eructo donde cualquier otro se moriría de hambre.

Y es que Cienfuegos se había convertido con el paso del tiempo en el más claro exponente de la unión de dos inculturas de muy distinto signo, dado que la forma de existencia más primitiva del Viejo Mundo –un pastor de cabras analfabeto de una isla semisalvaje– había conseguido asimilar cuanto supieron inculcarle los habitantes de las profundas junglas del Nuevo Mundo, que se mantenían casi en los límites de la Edad de la Piedra.

Cienfuegos tenía algo de serpiente, algo de cabra, algo de tigre, algo de zorro, algo de lobo, e infinita paciencia para enfrentarse a las bestias, pero poseía al propio tiempo un cerebro muy lúcido que le permitía defenderse también de los humanos.

Sabía ya muy bien lo que quería, y por ello bajaba casi a diario a la ciudad a alimentar la avaricia de los miembros de una guarnición que soñaba con repartirse sus mil maravedíes, mientras dedicaba el resto del día a recorrer la espesura en un intento de llegar a reconocer a ojos cerrados cada sendero y cada gruta, aprovechando al propio tiempo para ir reuniendo cuantos ingredientes sospechaba que podría necesitar más adelante.

De vez en cuando acudía a mantener largas charlas con el renco Bonifacio, a quien Sixto Vizcaíno ponía al corriente de cuanto averiguaba sobre la situación de doña Mariana Montenegro, puesto que el astillero del vasco se había convertido en obligado punto de reunión de la mayor parte de la gente de mar de la isla, y sabido era que los marinos solían criticar sin excesivo temor a represalias.

El ambiente que reinaba por aquellos días en la colonia era por lo general de abierto descontento hacia la persona del gobernador Francisco de Bobadilla, dado que si bien en un principio había sido acogido como el salvador que venía a librarles del tiránico yugo de los hermanos Colón, había dado ya más que sobradas pruebas de que su único interés se centraba en acaparar la mayor cantidad imaginable de riquezas en el menor tiempo posible.

Su sed de rapiña superaba incluso la reconocida avaricia del viejo Almirante, y la inconcebible corrupción de que hacía gala tan solo podía compararse con el descaro con que una pequeña corte de secretarios y lameculos trataban igualmente de medrar a su sombra. Ni una hoja se movía en Santo Domingo si no repercutía de algún modo en beneficio del tirano, y muchos se preguntaban sin recato para qué diablos amasaba tal cúmulo de riquezas, si alardeaba de no comer más que una vez al día, no probaba el alcohol ni mantenía trato con mozas ni mancebos, vivía solo, y carecía de igual modo de cualquier tipo de vicios.

Corría ya el rumor de que había comenzado a mover sus tentáculos con el fin de apoderarse de los bienes de doña Mariana Montenegro antes de que pasasen a manos de la Santa Inquisición, y ello le había procurado en cierta forma la enemistad de los frailes dominicos, que deseaban igualmente hacerse con una hermosa mansión colindante con los jardines de su convento, e incluso la inquina de los severos franciscanos, que no veían con buenos ojos que estuvieran intentando apropiarse de tales bienes cuando Fray Bernardino de Sigüenza ni siquiera se había pronunciado aún sobre la conveniencia o no de seguir adelante con el sonado proceso.

–Con tal de llenarse las alforjas, ese hombre es capaz de quemar a su madre –comentó un capitán de carraca al que había dejado en tierra con la disculpa de no haber pagado cierto impuesto–. Mi único consuelo se centra en la posibilidad de que el rey le mande ahorcar en cuanto ponga el pie en Sevilla.

–Ahorcarlo significaría reconocer que se equivocó a la hora de elegirle para sustituir al Almirante, y don Fernando jamás comete el error de admitir públicamente un error. Lo más probable es que le despoje en silencio de todo cuanto ha expoliado y lo aleje de la corte. Salió de la nada y a la nada volverá con los pies fríos y la cabeza caliente.

–Tal vez ocurra como decís, pero para ese entonces ya esa pobre mujer habrá perdido su hacienda, si es que no pierde también la vida.

–Yo aún confío en Fray Bernardino.

Era el propio Sixto Vizcaíno el que había hecho tal afirmación, sin dejar por ello de cepillar un grueso tablón que tenía en el banco, y todos se volvieron a mirarle con evidente sorpresa.

–¿Confiáis en esa rata de cloaca? –se asombró alguien–. ¡Pero si es el individuo más repugnante y miserable que pueda existir!

–Repugnante, lo admito –puntualizó el adusto vasco–. Miserable, en absoluto. Le conozco y le creo lo suficientemente inteligente como para encontrar la verdad sin tener que recurrir a un proceso.

–¿La verdad? ¿Qué verdad, Maese Sixto? Porque hasta ahora la única verdad indiscutible, es que aquel lago ardió y aquellos hombres murieron. ¿Qué explicación cabe darle a tal hecho?

No existía ciertamente una explicación que convenciera a unos frailes poco amigos de aceptar fenómenos supranaturales, ni aunque satisficiera a la mayoría de unos arriesgados marinos que por el mero hecho de haberse lanzado a cruzar el Océano Tenebroso y descubrir tierras ignotas estaban justamente considerados los individuos más abiertos de su tiempo a la hora de aceptar que el orden establecido podía ser alterado.

Ya el mundo era redondo; ya incluso resultaba evidente que era mucho mayor de lo que siempre habían creído, y ante ellos se alzaba un inmenso continente poblado por bestias casi mitológicas que ni siquiera se habían atrevido antes a imaginar, pero, aun así, a la mayoría les continuaba resultando muy difícil aceptar la existencia de un lago cuya agua ardía en una parte mientras el resto ni siquiera se alteraba.

–¿Qué fue si no fue brujería?

Difícil pregunta a la que ni aun el propio Cienfuegos habría sabido contestar, y tendrían que transcurrir tres siglos antes de que los científicos encontraran una respuesta convincente al hecho de que existiera un agua que de improviso se convertía en fuego.

Pedirle por tanto a Fray Bernardino de Sigüenza, o a cualquier otro religioso de su época que aceptase que la mano del Maligno nada tenía que ver con todo aquel turbio negocio, era sin duda alguna exigir demasiado.

De hecho, y con respecto al discutido proceso de doña Mariana Montenegro, los pobladores de la recién nacida capital de La Española se hallaban divididos en dos facciones: la de los que opinaban que era víctima de una sucia maquinación detrás de la cual se encontraba el capitán León de Luna, y la de quienes consideraban que no era más que una bruja extranjera a la que convenía flambear antes de que atrajera nuevas desgracias sobre sus cabezas.

 

El innegable interés con que la princesa Anacaona intercedió en defensa de su consejera y amiga en nada cambió el fiel de la balanza, dado que si bien un buen número de los más antiguos miembros de la comunidad continuaban admirando y respetando a la hermosa viuda del temido cacique Canoabó, para la mayoría de los recién llegados la mítica Flor de Oro no era más que una salvaje de licenciosas costumbres, miembro demasiado destacado de una raza inferior y despreciable. Muchos incluso se preguntaban cómo era posible que se le permitiera continuar gobernando la rica provincia de Xaraguá, y el propio gobernador Bobadilla sufría continuas presiones por parte de sus más intransigentes asesores para que la despojase de todos sus privilegios reduciéndola a su auténtica condición de sucia indica sin derechos.

Las severas Ordenanzas Reales que especificaban que los aborígenes debían disfrutar de idéntico trato que los castellanos, con la explícita obligación por parte de las autoridades de respetar su vida, honor y hacienda, seguían convirtiéndose en papel mojado en cuanto quedaban atrás las costas de Cádiz, y si bien Bobadilla no se atrevió nunca a imitar a los Colón enviándolos como esclavos a la corte, aceptó sin recato que en la propia isla fueran utilizados como siervos, siempre que ello le reportara beneficios económicos.

Habían transcurrido poco más de nueve años desde el día en que los vigías de la «Santa María» avistaran la hermosa isla, y ya podía considerarse que sus antaño numerosos y pacíficos habitantes estaban irremisiblemente condenados a la desaparición y el olvido.

Guerras justificadas, injustificables razzias y desoladoras epidemias habían diezmado de tal forma a los desconcertados haitianos que los pocos que aún mantenían un ápice de orgullo habían optado por huir a las montañas, mientras los más débiles se conformaban con convertirse en perros falderos de los recién llegados.

Al igual que sus sufridos antepasados aceptaban que cuando caían en manos de los caribes su destino era el de ser cebados para acabar sirviendo de banquete en una orgía de sangre y muerte, la mayoría de los pacíficos arawaks se resignaba al nuevo destino de transformarse en forzados peones de las minas, criados para todo u objetos sexuales con destino a prostíbulos de tercera categoría.

Y es que incluso en el concretísimo marco de las casas de lenocinio se había establecido ya una escala racista a lo largo de aquel primer decenio de agitada vida dominicana, dado que en la más selecta, la regentada por Leonor Banderas, no se admitían pupilas indígenas, judías o moriscas, mientras los burdeles del puerto aparecían dominados casi en exclusiva por estas últimas, dejando para las hediondas aborígenes los abiertos bohíos del final de la playa, hacia poniente. Casos como el ex alcaide Miguel Díaz, que tenía a orgullo el hecho de haberse casado legalmente con la india Isabel, resultaban cada día menos frecuentes, pues con la llegada de las primeras damas, esposas o hermanas, la mayoría de ellas de militares y funcionarios de poca monta, comenzó a tomar cuerpo una nueva forma de moralidad que traía de Europa todo lo falso y lo retrógrado, habiendo olvidado en la orilla opuesta del océano cuanto hubiera podido resultar beneficioso.

Para una mujer vieja, gorda y sucia, que apestaba a entrepierna sudando a mares dentro de un grueso corsé de paño pensado para los fríos de la meseta castellana, contemplar a una voluptuosa criatura veinteañera corretear desnuda y libre por las abiertas playas del Mar de los Caribes, constituía no ya el más terrible de los pecados, sino, sobre todo, la más insoportable de las ofensas personales.

Tales damas necesitaban expulsar cuanto antes a aquellas Evas del Paraíso, y para conseguirlo se aliaron de inmediato con unos frailes ansiosos de alzar su espada vengadora contra todo lo que significase fornicación y libertinaje, que era, a decir verdad, lo que buscaban muchos de los recién llegados.

Santo Domingo, anárquica, desorganizada, ambiciosa y explosiva, crecía como un tumor incontrolable sin que nadie tuviese muy claras las razones de su existencia o su futuro, pues si bien resultaba evidente que se había convertido en la auténtica cabeza de puente de España en Las Indias, la Corona aún no había decidido cuál tenía que ser su misión en el Nuevo Mundo, limitándose a ir a remolque de los acontecimientos y a beneficiarse lo más posible de sus innegables riquezas.

Las iniciativas tenían que partir de grupos económicos o individuos aislados, y los reyes las autorizaban o no sin arriesgar ni un maravedí en la empresa, como si lo único que continuara interesándoles fuese la posibilidad de encontrar la ruta hacia el Cipango y sin reparar en el hecho de que la colonización de un continente virgen podía resultar a la larga mucho más beneficiosa para todos.

El gobernador Francisco de Bobadilla había venido a poner orden, no a organizar, puesto que aunque muchos pudieran pensar que ambos conceptos eran en cierto modo similares, nada tenían en común en este caso, dado que las actuaciones se referían siempre a situaciones ya existentes sin decidirse jamás a plantear nuevas acciones.

Cabría afirmar que tras el tremendo esfuerzo militar que había significado la conquista de Granada, y el desastre social y político que acarreó la posterior expulsión de los judíos, Isabel y Fernando se habían vuelto conservadores, puesto que al haber quedado tan escuálidas las arcas reales, a la hora de mirar hacia el otro lado del océano era lógico pensar más en lo que de allí pudiera llegar en forma de oro y especias que lo que allí había que enviar en forma de armas y alimentos.

Por todo ello, el asalto al Nuevo Mundo y los planes de conquista de lo que habría de ser un gigantesco imperio no tenían lugar en las salas de armas de palacios o fortalezas, ni aun en las antecámaras reales, sino en los burdeles y tabernas de aquel recién fundado villorrio que se movía más y más aprisa entre vasos de vino y barraganas que entre uniformes y legajos.

Quien quisiera tomarle el pulso a la ciudad o tener una leve idea de cuál sería el próximo paso a dar en la Conquista debía olvidarse por completo del alcázar del gobernador o de los despachos oficiales para centrar su atención en la Taberna de los Cuatro Vientos o en los animados salones del lupanar de Leonor Banderas, donde se hablaba del ansiado regreso de Alonso de Ojeda, la arriesgada expedición de Rodrigo de Basodas, las nuevas rutas descubiertas por Pinzón, el magnífico mapa que acababa de perfilar Maese Juan De La Cosa, la fantástica mina de oro que alguien había creído descubrir en alguna isla perdida en alguna parte y la ingente cantidad de perlas que se estaban pescando en Cubagua y Margarita.

Se vendían al propio tiempo misteriosos planos de tesoros indígenas, derroteros secretos que llevaban hasta las puertas mismas del palacio del Gran Kan, o cargamentos de especias que estaban aguardando a que alguien quisiera ir a buscarlos, a la par que se ofrecía la espada al servicio de cualquier causa productiva, una fidelidad a toda prueba, e incluso el alma si fuera necesario, con tal de conseguir una oportunidad de abandonar para siempre el hambre y la miseria.

Tanta era la necesidad por la que solían pasar los capitanes de fortuna que algún día llegarían a conquistar imperios que era cosa sabida que el dueño de La Taberna de los Cuatro Vientos, un cordobés grasiento que respondía al inapropiado nombre de Justo Camejo, guardaba en un sótano tal cantidad de espadas, dagas, arcabuces, y armaduras que a lo largo de su dilatada vida podría haber armado por sí solo un ejército más poderoso que el de los propios reyes.

Las armas de Balboa, Cortés, Orellana, Pizarro o Valdivia pasaron más de una noche en aquella oscura caverna como prenda de pago de una escuálida cena o un par de jarras del vino más barato, y a la vista de una penuria que en ocasiones rozaba los límites de la más negra miseria, no resultaba en absoluto sorprendente el hecho de que la avaricia de los miembros de la guarnición de La Fortaleza se hubiese disparado de improviso ante la posibilidad de repartirse los mil maravedíes de un loco absurdo que aseguraba estar en condiciones de acabar con una mula de un solo puñetazo.

Acudieron a pedir su experto consejo a un herrero que tenía fama de ser el hombre más fuerte de la isla pese a tener menos luces que su fragua en domingo, y el buen hombre fue de la opinión de que quien intentase partirle el cráneo a una mula con el puño desnudo podría darse por manco hasta el fin de los tiempos.

–Pues él jura que lo ha hecho –argumentó el alférez Pedraza.

–Jurar cuesta muy poco –gruñó el herrero entre dientes, puesto que podría creerse que ni a abrir del todo la boca había aprendido–. Me gustaría ser testigo de semejante hazaña. –Y contribuyó con veinte maravedíes a cubrir esa apuesta.

Ya eran más de seiscientos los que habían conseguido reunir entre oficialidad y tropa, y el propio alférez Pedraza, que era uno de los más interesados en conseguir que el singular negocio fuera adelante, intentó vanamente que el acaudalado capitán De Luna aportase la suma que aún faltaba para enfrentarse al gomero.

–¿Quién decís?

–Guzmán Galeón, un alcarreño nuevo en la isla que parece dispuesto a jugarse cuanto tiene.

–Jamás oí hablar de él, ni de nadie que arriesgase tal suma en tal empeño, pero si no es capaz de hacerlo no creo que haya venido tan lejos para perder su dinero, y si en verdad lo hace, no he venido yo hasta aquí para perder el mío.

–Pero es dinero fácil –protestó Pedraza–. ¿Cómo podéis imaginar que alguien triunfe en tan absurdo intento?

–Siempre aprendí a desconfiar del dinero fácil, pues acostumbra a transformarse en fácil para otros –puntualizó el vizconde de Teguise, dando por concluida la charla–. He sido testigo de tantas cosas absurdas por estos pagos que prefiero mantenerme al margen de ganancias fantasiosas y negocios poco claros.

Se continuó la búsqueda de capital por otra parte, pero podría creerse que no había forma humana de reunir los últimos trescientos maravedíes, y los más convencidos comenzaban a desesperarse ante la posibilidad de dejar escapar un oro que ya casi les quemaba las manos.

–Podríais reducir la apuesta a setecientos –argumentaron, intentando convencer en vano a Cienfuegos–. Es todo cuanto tenemos.

–Mil es mi precio –insistió inflexible el gomero–. Me juego el brazo.

–Lo que ocurre es que no queréis intentarlo –insinuó el sargento ronco que parecía a punto de atragantarse por la ira–. ¿Qué más da setecientos que mil?

–Da trescientos –fue la burlona respuesta de Cienfuegos, que observó uno por uno los ansiosos rostros de sus contertulios, y por último añadió como quien hace una generosísima oferta–; pero podría fiaros.

–¿Fiarnos?

–¡Exactamente!

–¿Queréis decir que confiaríais en nuestra palabra?

–En vuestra firma, más bien –especificó el otro muy claramente–. Yo abonaría mis pérdidas al contado, pero a la hora de cobrar, si es que gano, me conformaría con esos setecientos maravedíes y el resto en pagarés a un mes vista.

–¡Bromeáis!

–Ya os advertí que jamás bromeo en asuntos de dinero. Traed a un escribano y puntualizaremos los términos.

Tantas facilidades dieron que pensar a más de uno, que comenzó a preguntarse si no estaría cayendo en la trampa de un superhombre habituado a resolver a su favor tan arriesgados lances, y cuando tres soldados y un sargento insinuaron la posibilidad de retirar su parte del dinero, con lo cual las cosas se ponían aún más difíciles, el alférez Pedraza condujo al grupo a las cuadras de La Fortaleza, invitándolos a que golpeasen, uno por uno, a la más enclenque de las mulas.

Lo único que consiguieron fue enfurecer al animal, que comenzó a lanzar coces y dentelladas, sin que la docena larga de puñetazos que recibiera en la testuz parecieran levantarle apenas algo más que un ligero dolor de cabeza.

Aunque para dolor, el que experimentaron sus agresores en los nudillos, ya que concluyeron por tomar asiento sobre la paja de un rincón de la cuadra, a soplarse los dedos y convencerse los unos a los otros de que golpear un hueso de aquel grosor significaba tanto como patear un muro de piedra.

–¿De acuerdo, entonces? –insistió Pedraza.

–De acuerdo.

–¿Cuándo?

–El sábado.

–¿Dónde?

–Aquí mismo.

El canario Cienfuegos aceptó de buen grado el lugar y la fecha, presentándose a media mañana del sábado siguiente con su bolsa de oro y su mejor sonrisa ante una amazacotada fortaleza, en cuya puerta le aguardaban una treintena de nerviosos apostantes, un escribano cargado de legajos y un pequeño grupo de impacientes curiosos que se las habían ingeniado para presenciar gratis el insólito espectáculo.

 

El gomero recorrió con aire distraído el ancho patio, aunque procurando grabarse en la memoria todos y cada uno de sus detalles, intentando adivinar cuál de aquellos enrejados ventanucos encerraría a la mujer que tanto amaba.

Se mostraba tranquilo y relajado, como si se encaminase a una amistosa partida de dados, charlando y bromeando con Pedraza con tal sencillez y naturalidad que nuevamente a más de uno se le encogió el corazón ante la idea de que sus escasos ahorros pudieran volatilizarse en cuestión de minutos.

La cuadra era muy amplia, y se habían abatido además cuatro mamparos para acondicionar un espacio en el que todos pudieran sentirse a gusto sin perder detalle de cuanto pudiera ocurrirle al robusto animal que permanecía amarrado a una estaca.

–¡Hermosa bestia! –exclamó Cienfuegos al verla–. ¡Lástima!

Depositó la bolsa sobre una pequeña mesa tras la que se sentaba el escribano que había colocado ante él los setecientos maravedíes y los correspondientes pagarés que avalaban el resto, y una vez concluidas las comprobaciones llegándose al acuerdo de que las cuentas estaban en perfecto orden, el cabrero se despojó de la camisa dejando al descubierto su fibroso cuerpo de atleta.

Se escuchó un leve murmullo de admiración, e incluso un claro suspiro por parte de una de las escasas mozas de fortuna que habían tenido la suerte de haber sido invitadas al evento, mientras Cienfuegos giraba muy despacio en torno al animal, que resopló como si presintiera que tanta curiosidad no presagiaba nada bueno, y poco a poco se fueron acallando las voces hasta alcanzar un silencio casi palpable en el momento en que el hombre se encaró decidido a la bestia.

El canario la estudió con profundo detenimiento, mirándola a los ojos, y tras cerrar con fuerza el puño derecho se frotó con él la palma de la mano opuesta, como si estuviera intentando calentárselo.

–¡Recordad que tenéis un solo golpe –le hizo notar el alférez Pedraza–. ¡Solo uno!

–¡Lo sé! –fue la seca respuesta–. Y por ello os agradecería que guardarais silencio y me dierais la oportunidad de asestarlo a gusto. Si no inclina la testuz, no conseguiré derribarla.

–¡Perdonad!

De nuevo se hizo el silencio y todos los ojos se clavaron en el puño que comenzaba a alzarse muy despacio al tiempo que su dueño musitaba frases afectuosas y continuos chasquidos en un vano intento por conseguir que la mula olvidase sus recelos dejando de apartar la cara y mirarle de reojo.

–¡Tranquila, bonita! –mascullaba–. Baja el morro o nos pasaremos aquí el día.

Con la mano libre le acariciaba la frente haciendo de tanto en tanto una ligera presión sobre el hocico en un esfuerzo por conseguir que le ofreciera un blanco claro, pero al ver que no obtenía resultado, optó por aferrarla por los belfos y tirar ligeramente hacia abajo venciendo su tenaz resistencia.

El animal inclinó la testuz solo un instante, pero que bastó para que el gomero disparara un puño que restalló secamente para acertarle entre los ojos.

Por unas décimas de segundo el mundo pareció detenerse, nadie se atrevió a respirar siquiera, todo fue expectación y miedo, hasta que de improviso y cuando podría creerse que nada digno de mención había sucedido, la gigantesca bestia dobló bruscamente las patas para caer fulminada a los pies del gomero.

Este se limitó a abrir y cerrar una y otra vez la mano con gesto dolorido para encaminarse tranquilamente a la mesa del escribano al tiempo que comentaba agitando repetidamente la cabeza.

–¡Era fuerte, la condenada! A poco más me rompe el brazo. –Se volvió al boquiabierto alférez Pedraza, que aún se negaba a dar crédito a sus ojos–. ¿Entendéis ahora por qué no puedo bajar los precios?

Muy despacio, como si temieran que en cualquier momento pudiera alzarse de un golpe y comenzar a dar coces, la mayor parte de los presentes se aproximaron a la mula para que los más audaces se arrodillasen a cerciorarse de que, efectivamente, estaba ya más muerta que el caballo de Atila, y no se trataba en absoluto de un fácil truco de prestidigitación.

–¡Santo Cielo! ¡Qué bestia!

–Si no lo veo, no lo creo.

–Es que la ha dejado seca.

La pata estirada, la lengua colgante y los ojos vidriosos daban fe de que el pobre bicho pastaba ya en las verdes praderas del Edén de los équidos, y lo único que se podía hacer con ella era trocearla y convertirla en rancho al día siguiente.

–¿Cómo es posible? Nadie es tan fuerte.

Todos los ojos se volvieron a observar al hercúleo gigante que concluía de anudarse la camisa disponiéndose a recoger tranquilamente sus ganancias, y que replicó a modo de sencilla explicación:

–La fuerza es importante. Pero más lo es saber dar el golpe en el punto exacto.

–¿Y nunca habéis fallado?

La pícara sonrisa deslumbró a cuantos no acababan de perder todos sus ahorros en una estúpida apuesta.

–¡Una vez! –admitió–. Cuando tenía trece años. –El canario recuperó su amplio chambergo y se inclinó en una graciosa reverencia antes de colocárselo–. ¡Señores; caballeros! –saludó–. Ha sido un placer.

Se encaminó a la salida seguido por las furibundas miradas de quienes confiaban en ser a aquellas horas doblemente ricos pero se habían quedado a las puertas de la indigencia, sin que la mayoría de ellos hubiesen asimilado aún que lo que nunca imaginaron que pudiera ocurrir había ocurrido.

El alférez Pedraza y tres o cuatro de los que en principio se mostraron más entusiastas se preguntaban ahora cómo se las arreglarían para hacer frente a la inesperada deuda que habían contraído, mientras el sargento ronco continuaba examinando el cadáver del animal buscando una respuesta lógica a un hecho que continuaba antojándosele inaudito.

–¡Brujería! –masculló al fin–. No puede tratarse más que de brujería.

–¡Contened la lengua! –se enfureció un viejo capitán de belfo caído–. Hay que saber perder cuando se pierde. Aquí no hay más misterio que maña y fuerza en un pícaro que ha sabido engatusarnos limpiamente. Se llevó mi dinero y ojalá se le atragante, pero a quien se le ocurra acusarlo de artes malignas le arranco el hígado. ¿Está claro?

Concluyó allí toda protesta, y cuando los cabizbajos perdedores abandonaron por último la cuadra fue para encontrar a su enemigo cómodamente apoltronado en un banco del amplio patio de La Fortaleza, recorriendo con ojos de aburrimiento las ventanas, como si tuviera auténticos deseos de abandonar cuanto antes el tétrico recinto.

–Se me ocurrió de pronto que era mi deber invitar a un buen almuerzo en la taberna –dijo–. ¡Vino y comida para todos!

–Se agradece teniendo en cuenta que será el último en mucho tiempo.

–¡Oh, vamos! –rio el canario–. ¡No es para tanto! ¿Y quién sabe…? Tal vez la próxima vez tengáis más suerte.

–¡No habrá próxima vez, maese Brazofuerte! ¡Podéis jurarlo!

Fue una voz surgida de forma anónima de entre el grupo de perdedores la que proporcionó por tanto al gomero Cienfuegos el apodo por el que sería conocido en adelante, puesto que el sonoro sobrenombre gozó de inmediato de una unánime acogida, dado que parecía que no pudiese encontrarse otro mejor para quien había llevado a feliz término tan prodigiosa hazaña.

–¿Cómo lo hiciste? –fue lo primero que quiso saber el renco Bonifacio Cabrera cuando esa noche se reunieron, como solían, a espaldas del astillero.

–De un puñetazo.

–¡Eso ya lo sé! ¿Pero dónde está el truco?

–¿Por qué tiene que haber un truco? –protestó Cienfuegos fingiendo ofenderse–. Ahora soy Guzmán Galeón, alias Brazofuerte; el hombre más admirado de Santo Domingo.

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