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Z serii: Candaya Narrativa #69
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Cuatro hijos.

La iaia Ina tiene muchos nietos pero no recuerdo haber visto a ninguno de los otros niños en esa casa. Siempre he tenido la sensación de que mi abuela era hija única, como mi madre, aun sabiendo que no es así. A veces mi madre hablaba de sus primos. De los hijos de sus primos. En mi cabeza eran solo nombres exóticos, de aire extranjero.

–Venían a visitarla en verano. Seguro que alguna vez coincidisteis.

¿Dónde estaban esos otros niños? ¿Por qué ellos no estaban obligados a besar a su bisabuela, a aguantar la respiración y acercar los labios a su piel arrugada, evitando las verrugas de su cara? ¿Por qué ellos no tenían que bajar a jugar con Vicente y su martillo? Eso es lo que yo pensaba siempre.

–Los tíos vivían en el extranjero. Eran comerciantes. Pero cuando venían a España siempre iban a visitarla. Deja de inventar lo que no sabes.

Cuando la iaia Ina murió, nada cambió dentro de la casa. Hay teorías sociológicas que dicen que en cada grupo hay unos roles y alguien debe asumirlos. Si el niño gracioso de la clase se cambia de colegio, otro niño se convertirá en el gracioso. Si en una familia se muere el abuelo viajero, uno de los nietos comenzará a viajar, cambiando todo para que en el grupo nada cambie.

–¿De quién sacaste tú las ganas de viajar?

Tras la muerte de la iaia Ina todo quedó igual. Mi abuela se vistió de negro y asumió el papel de enferma, pudiendo al fin desarrollar todos los síntomas que le dio la gana con total libertad. Mi madre se convirtió entonces en la única enfermera. Sin ritos, sin celebraciones, sin firma en el juzgado. Otros heredan un título nobiliario: mi madre heredó un título imaginario de cuidadora full time pero sin cobrar las guardias. Los roles pasaron a la generación posterior. Mi abuela comenzó a ir al médico más a menudo, si eso era posible –al mismo don Gabriel– y a pasar cada vez más tiempo en la cama o en el sofá… Pude imaginar generaciones y generaciones de mujeres viviendo en esa oscura casa. Cuando una moría, la siguiente la desvestía y se ponía su camisón con gesto ritual, vaciaba el orinal, se metía en la cama, se tapaba con la sábana lentamente, cerraba los ojos y comenzaba a soltar quejidos lastimeros. Era la señal, el pie de texto para la nueva actriz que heredaba el papel de enfermera hasta que la paciente moría.

Cambio de actores y vuelta a empezar.

Mi abuela, consciente de esto, fue preparando su papel desde muy pronto y sacó a mi madre del colegio a los doce años con la excusa de su mal estado de salud.

Ta mare està malalta, filla, i no pot cuidar de la iaia Ina. Has d’ajudar-la.

–Era lo lógico, faltaba a clase más que iba.

Ella, por suerte, no heredó las enfermedades de mi abuela, sino la pasión por la lectura y las ganas de aprender de mi abuelo. Los libros y el cine fueron su educación. Libros y cine para alimentar una curiosidad desbordante. La niña con cabecita de oro a la que no se le permitió estudiar, deslumbrar a sus profesores.

–Eran otros tiempos.

Eran otros tiempos. Mi madre era mujer, era pobre y mi abuelo había luchado por el bando perdedor de la guerra civil. No tuvo licencia de taxi ni de estanco ni de farmacia ni absolutamente nada. Los perdedores no tenían nada. No hacía falta ser quiromántico para leerle en las líneas de la mano un futuro de mierda. Pero si había alguna oportunidad para mi madre, las enfermedades de mi abuela se ocuparon de cortarla de cuajo.

–Algunas eran reales…

La diferencia entre ser hombre o mujer. No hace tanto. Cuando yo era un niño y tenía que besar a la iaia Ina cada vez que iba a casa de mis abuelos. Y yo no quería besarla. Yo no quería besar a nadie, pero menos a esa señora vieja que olía a vieja. Lo siento, mamá, es como lo recuerdo. Como lo vivió aquel niño. Y lo hacía rápidamente, sin respirar, envidiando al resto de sus nietos: esos que no tenían que besarla tan a menudo, que apenas tenían que hacerlo una vez al año, cuando en verano venían a sus chalés de la playa. Porque mi abuela tenía tres hermanos, sí, pero eran hombres. Y eso no cuenta. Los hombres no limpiaban el orinal de su madre. Los hombres no llevaban a su familia tan a menudo a besar a su madre.

Eso corresponde a las mujeres.

A mi abuela.

A mi madre.

–Los tíos habían ido al extranjero a trabajar duro. Eran tiempos difíciles. En España había poco futuro y decidieron salir, arriesgarse. Y lo pasaron muy mal al principio, no te creas…

Los hombres trabajan, llevan el dinero a casa. Los hombres montan negocios de importación. De naranjas, por ejemplo. Uno se va a Francia. Otro se va a Alemania. Otro se queda en España. Así los he conocido siempre: tu tío el de Francia. Tu tío el de Alemania… ¿Y yo adónde voy?, imagino decir a mi abuela aunque es totalmente improbable que dijese algo así. ¿Voy a Italia? ¿A Holanda? También les gustan las naranjas a los holandeses, ¿no?

Tú tienes que cuidar de madre. De tu madre que un día volvió del médico, se metió en la cama y ya nunca salió. Es lo que hacen las mujeres. Y así hará tu hija también. Ellos montarán una empresa y se convertirán en prósperos emigrantes. Se casarán con extranjeras y ya no volverán. En verano, eso sí. Comprarán una bonita casa en la playa para el verano. Invertirán en alguna propiedad. Pasarán a visitaros en verano y les pedirás algo de dinero, porque no fuiste a Holanda a vender naranjas.

Todo el dinero que te tocaba, que tocaba al cuarto hermano, que resultó ser mujer, se lo quedó algún otro, allí en Holanda, mientras vaciabas el orinal en el baño.

–¡No es así! Los tíos le ingresaban dinero por cuidar de tu bisabuela. No todos los hijos lo hacían en esa época, no te creas. La madre era responsabilidad de las hijas. Lo cuentas como si fuese algo de nuestra familia pero te equivocas: era lo normal. Eran otros tiempos. Y no creo que ella lo viese como tú lo expones, que plantease el asunto desde una perspectiva feminista. A ella le dolía que sus hermanos habían hecho dinero y ella no pero nunca hizo nada por cambiar su suerte. Si tu abuelo hubiese decidido ir al extranjero, sus cuñados le habrían ayudado. Pero no se atrevió. No era tan sencillo como lo ves tú. Dejarlo todo. Trabajar día y noche en un país desconocido donde ni siquiera dominas el idioma… Además, yo ya había nacido. Emigrar con un bebé era más difícil. No deberías escribir de lo que no sabes. ¿Qué pensarán tus tíos si lo leen? Pensarán que eres idiota, ¿sabes?

Mis abuelos no emigraron. Ni al extranjero ni a ningún lugar. En fiestas me voy al pueblo de mis abuelos, dicen mis compañeros del colegio. Algunos incluso tienen dos pueblos. Llega el calor y veo desde el balcón de casa a las familias cargando el coche. Felices. Se despiden con la mano al verme: van al interior de Valencia, a Teruel, a Albacete, a Guadalajara, a Jaén. Qué importa. Yo me quedo en casa. Ni apartamento en la playa ni chalé en la montaña ni un pueblo al que acudir durante las verbenas para reencontrarme con viejos amigos. Un pueblo que existe en forma de vacío. Lleno de amigos a los que nunca conocí. Con amores de verano a los que nunca besé. Con calles habituales que jamás he recorrido.

Un pueblo similar a este en el que estoy ahora, muchos años después, en una casa de campo donde hemos quedado para pasar el día varios amigos. Casi todos cuarentones. Todos escritores.

Si la vida estuviese siendo escrita por un grupo de guionistas hollywoodienses, esta historia comenzaría con una escena estática, descriptiva, que sitúe a los espectadores en el espacio y presente a los cuatro personajes –cinco si contamos a la heroinómana– que protagonizarán el relato. La cámara enfocaría a Anfitrión en la cocina cogiendo la olla de arroz con unos trapos para no quemarse. Podría llevar un delantal con la inscripción El Mejor Papi o algo así que mostrase al primer golpe de vista que es un hombre familiar: cocinillas, padre, apañado. Saldría de la cocina tras beberse un chupito de cazalla –familiar pero canallita– y caminaría por el porche del chalé con la cacerola dirigiéndose a la parte trasera donde está la mesa plegable ya preparada. Pasaría por delante de Sociólogo que, totalmente desnudo salvo los calcetines, se fuma un porro de marihuana en la postura del loto.

–¡Venga, que ya está el arroz!

–Voy… esta hierba que me ha pasado un alumno de la universidad es alucinante.

Calada larga.

Jamás ocurrió así, obviamente, pero en el cine no hay mucho tiempo: los personajes deben definirse en apenas segundos. La cámara se olvidaría del profesor excéntrico y seguiría a Anfitrión hacia la parte trasera del chalé, donde empieza la huerta. Podríamos ver a un tercer personaje en segundo plano. Lleva una camisa de cuadros desabotonada, un pañuelo en la cabeza al más puro estilo redneck americano y un tercio asoma por el bolsillo de los vaqueros. Entre sus manos, una escopeta de caza que ha encontrado por ahí con la que dispara a varias latas sin ninguna suerte. Nadie diría que es integrador social en un centro de discapacitados intelectuales. Los dos disparos resuenan rompiendo la tranquilidad de la escena como el tercer verso de un haiku. Metáfora que puede parecer forzada pero ayuda a crear un clima de intelectualidad en el que los personajes, tan referenciales y pedantes como siempre lo son los artistas, se sienten cómodos.

–¡Esa es la escopeta de mi padre! Déjala donde estaba que ya vamos a comer.

Redneck-style deja el arma apoyada contra un muro, coge el tercio y se lo bebe de un trago.

La olla de arroz llega finalmente a la mesa, donde estoy yo –tan soso– leyendo un libro.

Hace años vi una película ambientada en Valencia y seguí la falsa geografía de la ciudad con sumo interés. Los personajes entraban por una calle y, cuando la abandonaban, estaban ya en la otra punta de la ciudad. Incluso, en un momento dado, caminaban por el centro de la ciudad y aparecían en una calle a veintitrés kilómetros de la capital que reconocí como parte de las afueras del Puerto de Sagunto. La ciudad que mostraba la pantalla era absolutamente falsa: mudaba buscando la fotogenia de cada escena. Los edificios imponentes de la Ciudad de las Artes podían aparecer detrás del casco antiguo en una perspectiva totalmente imposible, así que a nadie incomodará que, siendo infiel a la verdad pero fiel al espíritu de la escena y a la brevedad y condensación que exigen estos tiempos, tras los naranjos que rodean a estos cuatro intelectuales que comen y hablan sobre literatura y política –tan rojos todos ellos, claro, salvando el mundo entre cervezas y criticando a los obreros idiotas que trabajan en cadenas de montaje y que votan a la derecha en contra de sus intereses de clase– aparezca un campanario de iglesia (imposible por la distancia) que nos sitúe en un pequeño pueblo del interior de Valencia.

 

Solo falta presentar el conflicto, que llegará tras la comida.

–¿Alguien lleva drogas?

–No…

–Molaría pillar… Es tu pueblo, seguro que sabes dónde conseguir…

Todos miramos a Anfitrión. En la mesa hay botellines de cerveza vacíos, copas de vino y vasos de chupito junto a una botella de cazalla y una de Jaggermaister. Cosas de la globalización. También platos con los huesos sobrantes de un caldero de arròs amb fesols i naps, una especialidad de los pueblos del sur de Valencia que lo ha tenido varias horas cocinando.

Anfitrión es de esas personas con las que congenias rápidamente: alto y delgado, gruesas gafas, sonrisa amplia, camisas estrambóticas pero elegantes y una capacidad innata para quedar bien con todo el mundo. Tiene aspecto de buen chico y, según él cuenta, lo fue durante muchos años.

–¡Si llegué virgen al matrimonio! Y durante mi juventud no probé ni una sola droga. Ni una calada a un porro…

En un flashback podríamos mostrar escenas de su vida en las que se ve claramente que era muy religioso y estuvo a punto de entrar al seminario para ser sacerdote. Pero ahora las cosas han cambiado: se apunta a todas las fiestas y es el último en cerrar los bares. La transformación se produjo cuando se divorció de su primera mujer y comenzó a probarlo todo de la mano de la que sería la segunda. Al parecer –y lo demuestran algunas fotos antiguas que nos ha enseñado en el móvil– hay dos hombres muy distintos: el modelo antiguo y el modelo actualizado. El primero es un tipo afeitado con chándal de senderismo, visitas a la iglesia y cenas con amigos donde las chicas se colocan en un lado de la mesa para comer ensalada y hablar de niños mientras los chicos se sientan en el otro para comer entrecot y hablar de fútbol. El último modelo –que en menos de una hora conducirá absolutamente borracho un coche con tres escritores y una heroinómana– es un gentleman con chaleco y camisas estampadas, inmensa vida cultural y cenas con amigos donde las chicas y los chicos se meten rayas en el baño.

Es por eso que le preguntamos, envalentonados por el alcohol, si sabe dónde conseguir algo. Todos hemos escuchado la cantidad de droga que se mueve en los pueblos pequeños.

También putas, pero no trabajamos ese género.

–El otro día me encontré a la Lorenita en mi ascensor –dice muy serio–. Es una yonqui de la comarca que resulta que vive en mi finca… Íbamos juntos al colegio.

–¿Podemos ir a pillarle algo?

–¿Jaco? –dice Sociólogo mientras se lía un cigarrillo. Tal vez es una broma, pero se nos abren los ojos.

–Supongo que tendrá... Es heroinómana, así que…

–Ah bueno, entonces seguro que tiene… –acaba Redneck-style.

El giro en la trama nos ha pillado desprevenidos, pero no importa. Solo hay que mirarnos las caras para saber que estamos entusiasmados con la idea. Parecemos niños excitados ante algo nuevo y transgresor. Cagando por primera vez en la montaña. Pelándose una clase. Hinchándose a donuts hasta el dolor de estómago. Masturbándose en el baño. Robando en el supermercado. Fumando a escondidas. Haciendo cola para follarse a la Verónica. Saltando el muro y corriendo por el otro lado, el que no está permitido, en círculos, qué importa. Gimnasia contra el agarrotamiento que produce estar siempre en la misma postura: la postura correcta, la que te han enseñado desde que tienes uso de razón.

–Claro. Vayamos a buscar a la Lorenita.

No pensamos tanto en la droga como en tener una historia curiosa que contar. Todos somos escritores conscientes de que la droga se acabará pero la historia «Donde se cuenta el día que nos fuimos a comer arroz a la huerta y acabamos pillando jaco con una heroinómana» nos acompañará durante años. En nuestra cabeza, la comida comienza a convertirse en una película.

A tomar por el culo por un rato el padre de familia, el profesor universitario, el integrador social y el soso. Ya tendremos tiempo de volver a ellos, de vestirnos con los tipos de siempre. En realidad, seremos ellos toda la puñetera vida, así que por un rato que olvidemos los cubiertos y comamos con las manos no pasará nada.

Eso sí, primero dejamos los platos en el lavavajillas, pasamos un trapo húmedo por la mesa, nos lavamos los dientes y mandamos un mensajito de Whatsapp diciendo que igual volvemos más tarde de lo esperado...

Interior del coche. Lorena es una heroinómana estándar: delgadez enferma, labios y ojos hundidos, piel reseca, dentadura irregular… Tan estándar que si Platón puso un casillero específico para el concepto «Drogadicta» en ese aburrido museo llamado Mundo de las Ideas, es probable que en él haya una foto suya. El resto de ocupantes del coche son los cuatro escritores que, hasta hace media hora, disfrutaban de un arroz en una casa de campo y ahora van por carreteras secundarias entre huertos de naranjas para rodar una película imaginaria en la que pillan algo de heroína. Este es el punto de giro que el espectador esperaba: la normalidad de una comida entre intelectuales con canas, pancheta y alusiones a Schopenhauer o The Wire se ha convertido, sin saber bien cómo, en una road movie.

En la parte de detrás, junto a Lorena, a la que acabo de conocer hace unos minutos, voy yo. La escena es ridícula pero estoy demasiado borracho, así que nuestra ridiculez me parece una opción deseable. Incluso subversiva diría. Como escrivir con leves faltas de ortografía a propósito. Como salir con la camisa mal abotonada y, a poder ser, con un lamparón de aceite. Como fingir un tartamudeo o una cojera. Como sorber la sopa ruidosamente o hablar con la boca llena mostrando a tu interlocutor la bola de comida entre los dientes sucios.

Hay días en que uno se cansa de ser civilizado 24/7.

Todos los del pueblo la conocen como la Lorenita, quizás por su talla S. La policía, por lo que ella misma nos cuenta, la conoce por el diminutivo Lore. Y es que son muchos años de relación.

–Què fas, Lore?

–Jo res… Passejant pel barri.

–Passejant? Aquest no és un barri per passejar…

–Ay, què més te dona si no faig mal a ningú?

Es ella la que pone ambas voces, la suya y la del policía, cuando vuelve al coche y nos narra el encuentro que acaba de tener con un agente de la Local yendo a casa de unos camellos a recoger nuestra heroína. Estamos en un barrio de las afueras de Algemesí llamado El Raval. Algemesí es un pequeño pueblo del interior de Valencia al que hemos ido por carreteras secundarias desde su casa en la vecina Alzira. La hemos recogido en su propio portal, como si fuese una actriz nominada y la llevásemos a la gala de los Óscar.

Miro a mi alrededor. En realidad no sé exactamente si el lugar al que nos ha traído a pillar la droga es un barrio o un polígono. A un lado de las vías del tren junto a las que hemos aparcado veo casas bajas, viejas y desconchadas. Al otro, naves industriales. Supongo que es ambas cosas a la vez… Es lo que tienen los ravales, palabra catalana de origen árabe (rabad) que significa “suburbio” o “periferia”. Eran los barrios que quedaban fuera de las murallas de las ciudades y que solían asociarse con las prostitutas y los leprosos.

No me cabe la menor duda de que, llegada la noche, será fácil encontrar prostitutas entre estas calles que acaban en el polígono.

Leprosos no sé si quedan, pero si es así, no andarán lejos…

El coche arranca y nos alejamos de allí. Hemos pedido a la Lorenita que suba detrás y se coloque en el asiento del medio, para evitar que la policía la vea y nos pare. Porque si nos ven nos pararán, eso es seguro. ¿Qué podríamos estar haciendo con ella si no es conseguir droga? ¿Somos sus amigos de la infancia y nos la llevamos a merendar a una churrería? ¿Somos sus primos de Cuenca y vamos todos juntos a un bautizo? ¿Somos los componentes de un grupo de indie pop que acaba de ficharla como vocalista?

–Està molt bé –dice la Lorenita dándome la bola de papel de plata que envuelve el jaco.

Así es como lo llamamos: jaco, caballo… intentando darle a nuestros actos un aire de película americana del Bronx o Harlem o Baltimore. Aunque si esto fuese una película americana, nuestros personajes serían absolutamente ridículos. Los típicos blanquitos pijos que se meten en el barrio y acaban mal. Desplumados, apaleados y humillados con la connivencia del espectador. Tal vez con un tiro en la cabeza si la película es de Spike Lee o de los hermanos Coen o de Tarantino o de Guy Ritchie. O de tantos si nos ponemos a pensar.

(Eso es, dadle más hostias a esos capullos…)

Creo que a ninguno nos pasa desapercibido lo patético de la escena. Sabemos qué lugar ocupamos en esta historia y por eso, de alguna forma, actuamos como nuestra propia parodia. Pensando que eso nos protege de ser ridículos. O intentando serlo más. Más ridículos todavía. Humillar a esos burguesitos tan obedientes de las normas que se reflejan en el retrovisor: con sus trabajos ordinarios, sus hipotecas, sus parejas, su running y, en fin, el resto del pack que rige la etiqueta ciudadano de bien.

Se me ocurre mearme en los pantalones. Seguir la tarde con una mancha oscura en los vaqueros, a la altura de la entrepierna. O dejar al menos que me caiga la baba por la comisura de los labios y vaya manchándome el cuello de la camiseta.

–Està molt bé. Teniu al menys vint-i-set caladetes!

Sé que es un detalle sin importancia, un prejuicio, pero no me esperaba que una mujer con este aspecto hablase un valenciano tan cerrado. Heroinómana y pueblerina eran, hasta hoy, conceptos excluyentes. El cine y la literatura me habían hecho creer que el medio natural de los drogadictos era la ciudad. Un hábitat poblado de contenedores, cajeros y apartamentos ocupados llenos de mierda. Pero aquí está Lorena, guiándonos por carreteras comarcales, entre campos de naranjos, hablando valenciano de pueblo. Sin parar. Ahora algo sobre un novio que le roba el móvil cada vez que van a su casa a colocarse.

–És un fill de puta i un cabró!

La realidad nunca es como la imaginamos. Recuerdo: viajé a la India para ver el Taj Mahal y, a pesar de ser impresionante, no conseguí quitarme de encima la sensación de que mi presencia estaba adulterando el paisaje. En las fotos que había visto todo era perfecto: el sol del atardecer, la soledad, el silencio. En las fotos no hay que hacer cola para entrar ni hay tanta gente que apenas puedes avanzar y mucho menos encontrar un lugar a la sombra para sentarte a admirar el palacio de mármol. No hueles tu propio sudor ni sientes las picaduras de los mosquitos de la noche anterior ni te coges la mochila con fuerza para que nadie te la robe. En las fotos no estás pensando en tus cosas, banales, preocupado por quién sabe qué: por la diarrea o los ahorros de la cuenta corriente, convirtiendo un espectáculo impresionante en una escena costumbrista. Lo peor de viajar es que uno debe llevarse a sí mismo, que no puede dejarse durmiendo en el hostal y escaparse a visitar las ciudades antes de que suene el despertador y empiece el día: las caminatas, las fotos, las colas…

Pero si hablamos de la India no es esto lo que quiero relatar. Es otra historia. Una que he contado muchas veces. La última vez, al menos que yo recuerde, estoy en un bar. Hemos ido varias personas allí tras la presentación de una novela en la librería Ramon Llull. No sé por qué sale la India en la conversación pero comienzo a hablar sin parar, animado por las cervezas que he tomado. Luego me arrepentiré en casa, como tantas veces, de ese Alberto un tanto teatral.

 

–¿No os lo he contado nunca? ¿En serio? A Agustín seguro que no. Nos conocemos desde hace poco tiempo… pero ¿a vosotros dos tampoco?

Es raro, pensaba que todo el mundo a mi alrededor sabía esta historia….

Ahora lo veo en perspectiva y casi no me reconozco en el protagonista. Me pasa a menudo, no sé a vosotros, que me acuerdo de cosas que hice o dije o pensé hace años y me sorprende que realmente fuese yo, pero supongo que las fotos no mienten. O sí. A lo mejor ellas son la gran mentira. ¿Y si el cuerpo es solo la concha? De pronto un día resulta que debajo de la piel del tío que sale en tus fotos ya no vive un caracol marino sino un cangrejo ermitaño o un pulpo. O lo que sea. En fin, la cuestión es que no sé si hoy haría algo así. Y lo más curioso es que lo hice por mi abuelo. Qué coño, sí lo sé, no lo haría ni de coña: meterme a traficar joyas con la mafia. Pero en ese momento era bastante más joven y estaba en la India. Uno no va a la India a ponerse una pulserita de todo incluido y tumbarse a beber margaritas. O a buscar una pareja estable con la que casarse por la iglesia. Ni a ver auroras boreales o rascacielos o acudir a galerías de arte, ¿no? Elegir el destino –nunca me había fijado en la trascendencia de esta frase: elegir el destino– ya forma parte del viaje. Si quieres playa y relax te vas a Filipinas –o a la manga del mar Menor, que a algunos si les quitas el jamón se vuelven locos–; si quieres ir de tiendas, a París, Milán o New York; si quieres bailar te compras un billete a Cuba; si quieres desierto te recorres Mongolia; y si quieres vivir experiencias diferentes te vas a la India… Lo dicen todos los que han estado: es otro planeta. Pues eso. Que a la India vas en plan astronauta, a que te suelten en un territorio del que apenas tienes nociones, hostil por la dificultad de interpretarlo. Ya lo decía Borges: un laberinto es cualquier lugar del que no tenemos claves para interpretar el camino… porque por mucho que te digan, llegas a la India y pierdes pie, no entiendes nada. Así que, si yo había decidido viajar a ese país, era con todas sus consecuencias. Buscando la aventura. Y el caso es que había sido un poco por casualidad. Me encontré con el exnovio de una amiga por la calle y me dijo que se iba a comprar un billete de avión a Nueva Delhi esa misma semana. A vivir la experiencia India, dijo exactamente. Supongo que esa frase tan ridícula ya debió hacerme sospechar, pero bueno, estábamos a principios del XXI. Paulo Coelho aún no era un meme, el rollo coacher orientalista estaba bastante de moda y las tazas de Mr. Wonderful nos daban buen rollo, no sabíamos que lo que se escondía detrás era un dribling del capitalismo que acabaría justificando la autoexplotación. Que sus mensajes positivos, a la larga, no daban felicidad sino dependencia a los tranquimazines. Yoga, infusiones, aloe vera, chill out con toques étnicos, algún manual de autoayuda. Eso era lo que se llevaba, al menos en el mundo en el que yo me movía, que siempre ha sido un poco jipioso. O pijioso. Estos términos suelen ser intercambiables. Herboristerías, cartas astrales, alimento ecológico, retiros espirituales, productos de comercio justo, hoteles de masa madre. A ver qué jipi de verdad se lo puede permitir.

Creo que también dijo lo de encontrarse a sí mismo. No estoy seguro. Pero si lo hizo hasta me sonó bien, ya ves… Yo no tenía plan para ese verano. Oye, pues me voy contigo. Y ya está. Así fue. Aunque la decisión, por improvisada y aséptica que fuese, trajo consecuencias. Por lo pronto su expareja dejó de hablarme. Me dijo que no le entraba en la cabeza que me fuese con él, que tomase partido en su contra de esa manera. Yo no lo entendí. Ella seguía siendo mi amiga. De hecho salíamos a menudo juntos y a él no había vuelto a verlo hasta ese día. No consideraba que hubiese tomado partido por nadie. Si acaso por ella. No sé, siempre me habían parecido una de esas parejas imposibles que se empeñan en seguir contra viento y marea aunque en el fondo todos saben que jamás van a acabar juntos, incluso ellos si se paran unos segundos a pensarlo, cosa que no suele pasar, porque nos hemos montado la vida de tal manera que no hay tiempo ni para abandonar la cadena de montaje unos minutos si te entra un apretón. Pero la cosa es que la chica dejó de hablarme. Me dijo que era un ególatra y solo pensaba en mi propio placer yéndome a la India con Reyes, que así es como se llamaba su ex. Aún hoy todavía no he comprendido qué le dolió tanto, pero ya no volví a saber de ella… En fin, me estoy desviando. Un inciso más y empiezo la historia, que no quiero hablar yo toda la cena. Decido irme con este chico, Reyes, y lo decido porque es una persona espiritual. Es un tío que hace meditación, que da clases de chikung en un centro, que controla un poco de reiki. Para que os hagáis una idea, tenía un triskel celta tatuado y en su cartera nunca faltaba un cristal de cuarzo atado a una cadenita. Le servía para medir las vibraciones de las cosas, sobre todo el chi de las personas, la energía vital, aunque él no quería que la llamásemos energía, sino vibraciones. Decía que era más exacto. Y a mí me parecía perfecto que me corrigiera. Si me iba a la India quería hacerlo con la equipación completa y me pareció que Reyes me iba a dar algunos extras que encajaban perfectamente con un viaje así: por la mañana meditábamos, al atardecer hacíamos chikung y el tiempo sobrante nos buscábamos a nosotros mismos entre la basura y las vacas, que mira que está sucia la India… Pero bueno, que la cosa salió mal. Increíblemente y a pesar de la exhaustiva selección, Reyes no resultó ser la mejor compañía. Al principio todo muy bien: saludábamos al sol, meditábamos, hablábamos con la gente que nos encontrábamos sobre el nirvana, el karma y esas cosas. Una noche, en Varanasi, incluso Reyes me hizo reiki en la habitación. Fue una experiencia genial y bastante desconcertante, sobre todo para mí que no creo en esas cosas, ya os lo contaré luego si eso.

No, nada, simplemente cerré mis ojos y, sin tocarme, comenzó a mover mi energía de un chakra a otro. Fue una experiencia rara, pero el contexto no era para menos. La ventana de la habitación daba a una pira de incineración donde quemaban cadáveres, al lado del Ganges, y como hacía tanto calor la teníamos siempre abierta, por lo que se colaban tanto los canticos fúnebres de los familiares como el humo de la hoguera.

Toda la habitación olía a churrasco, no es coña.

Me quedé en calzoncillos, me tumbé boca arriba y cerré los ojos. Yo notaba sus manos moviéndose sobre mi cuerpo, a un par de centímetros, sobre los siete chakras: la garganta, el pecho, el estómago… cuando llegó a mi cabeza, comenzó a gemir, no sé cómo describirlo de otra forma menos sexual, porque en cierto modo había algo sexual en todo aquello: madre mía, buah, estás conectadísimo, nunca había sentido esto, en serio, este es el chakra de la corona, el tercer ojo, el que te conecta con el universo, y lo tienes a tope, tío, tienes tanta energía que no me lo creo… y sentía sus manos moverse como si la energía fuese arena y él la manipulara con los dedos, emocionado. Pero bueno, esto es lo de menos.

No, no intentó nada. La anécdota no va por ahí. Lo que quiero contar es que durante el proceso caí en un estado de duermevela del que Reyes me sacó suavemente cuando se cansó de jugar con las trenzas energéticas de mi tercer ojo. ¿Qué tal?, me dice.

–No sé, me he quedado medio dormido.

–Eso es normal, ¿has soñado?

–Sí, un poco, iba por un camino…

En ese momento me cortó.

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